LOS niños pasaron la primavera en la casa que habían alquilado sus padres en Hammersmith Terrace en los límites de Chiswick. El capitán Jonsen, Otto y la tripulación la pasaron en Newgate. Los llevaron allí en cuanto el cañonero que los apresó entró en el Támesis.
El asombro de los niños perduraba. Londres no era como habían imaginado, pero era aún más maravilloso. Sin embargo, de vez en cuando observaban que esto o lo otro correspondía a algo que les habían contado, aunque nunca coincidiera plenamente la realidad con la referencia.
—¡Mirad! —exclamó Edward—. ¡En esta tienda sólo hay juguetes!
—Pero, ¿no te acuerdas…? —empezó Emily.
En efecto, su madre les había dicho —un día en que visitaron la tienda que tenía el padre en Sainte Anne— que en Londres había tiendas donde no solamente vendían juguetes, sino que no vendían más que juguetes. En aquella época apenas sabían lo que eran los juguetes. Una prima de Inglaterra les había enviado una vez algunas muñecas de cera, muy caras, pero se derritieron antes de abrir la caja. Por eso las únicas muñecas que habían tenido fueron botellas vacías, vestidas con trapos. Desde luego, tenían una ventaja sobre las de cera: podía dárseles de comer metiendo la comida por el gollete. Si se les echaba además un poco de agua, podía verse cómo hacían la digestión. A las botellas con hombros cuadrados las llamaban «animalitos», y a las de hombros redondos, «animalitas».
Sus demás juguetes consistían principalmente en ramas de formas caprichosas, así como en diferentes clases de semillas y de bayas. Nada tenía, pues, de extraño que les costase imaginar estas cosas en una tienda. Pero cuando su madre les habló de ello, la idea les sedujo. Junto a la piscina había varios enormes algodoneros que se elevaban sobre sus raíces —fuera del suelo— como sobre zancos, formando una gran jaula. Y decidieron que uno de ellos fuera su tienda de juguetes; lo decoraron con cintas y collares formados con semillas de brillantes colores, e instalaron en él todos sus juguetes. Luego se metían allí y se turnaban para venderse las cosas los unos a los otros. Así, la expresión «tienda de juguetes» les evocaba ahora esos recuerdos.
No es raro, pues, que las tiendas de Londres los sorprendieran, como una realización que superaba en mucho a las profecías.
Las casas de Hammersmith son altas, espaciosas y confortables —aunque no parecían muy grandes ni aristocráticas—, con jardines que se extienden hasta el río.
Les chocó lo sucio que era el río. El fango que quedaba al descubierto cuando bajaba la marea, les molestaba mucho menos que el aspecto de albañal que tomaba el río con la marea alta. Con la marea baja solían saltar el muro y rebuscar por el fango los objetos que tenían para ellos un valor especial, lo cual les divertía bastante. Cuando salían de allí hedían horriblemente. El señor Thornton era muy escrupuloso para la suciedad. Mandó que se tuviera permanentemente preparada una tina de agua frente a la puerta trasera, y allí se tenían que lavar antes de entrar en casa. Pero los vecinos, en cambio, no permitían a sus niños que jugasen en el fango.
Emily tampoco tomaba parte en esa diversión; solamente lo hacían los pequeños.
El señor Thornton acostumbraba estar en algún teatro hasta la una o las dos de la madrugada; cuando regresaba a casa, se sentaba a escribir y al amanecer salía a Correos. Muchas veces estaban despiertos los chicos y lo oían irse a la cama. Bebía whisky mientras trabajaba, lo que le ayudaba a dormir toda la mañana (tenían que estarse calladitos). A la hora de almorzar, se levantaba, y a menudo reñía con su mujer a propósito de la comida. Ella hacía todo lo posible para que la comiera.
Durante aquella primavera fueron objeto de la admiración y de la piedad de las amistades, como lo habían sido en el vapor. En el ancho mundo se convirtieron casi en figuras nacionales; pero entonces era más fácil que lo hubiera sido hoy ocultarles esa importancia que habían adquirido. Sin embargo, la gente —los amigos de la casa— los visitaban con frecuencia y les hablaban de los piratas: de lo malos que eran y de la crueldad con que los habían maltratado. Los niños de fuera le pedían casi siempre a Emily que enseñase la cicatriz de la pierna. A quienes más compadecía la gente era a Rachel y a Laura, pues por ser las más pequeñas debían de haber sufrido más. También hablaban las visitas del heroísmo de John, y de cómo había muerto por su país como si hubiera sido ya un hombre y un soldado y un soldado de verdad, habiéndose comportado como un verdadero gentleman inglés, lo mismo que los caballeros de antaño y los mártires. Sus hermanos habían de estar toda la vida muy orgullosos de John, quien, siendo todavía un niño, había osado enfrentarse con aquellos villanos y morir, antes de tolerar que les pasara algo a sus hermanas.
Las gloriosas hazañas que Edward de vez en cuando confesaba, seguían siendo recibidas con admiración casi incondicional. Ahora había creído conveniente —se lo aconsejó su intuición— dar a sus aventuras otro sesgo; las heroicidades habían sido contra Jonsen y su tripulación, y no, como antes, en alianza con ellos o prescindiendo de su ayuda.
Los niños escuchaban todo lo que les decían, y lo creían más o menos según su edad. Como aún tenían poco desarrollado el sentido de la contradicción, mezclaban con toda facilidad en sus espíritus lo que les contaban y sus propios recuerdos. A veces la información de fuera llegaba incluso a desterrar sus auténticos recuerdos. Después de todo, ¿quiénes eran ellos —unos niños— para saber mejor que las personas mayores lo que les había pasado?
La señora Thornton era una mujer sensible y especialmente cristiana. La muerte de John fue para ella un golpe del cual no se repondría nunca, como lo había sido meses antes la muerte de todos ellos. Pero enseñó a sus hijos a dar, en sus oraciones, las gracias a Dios por el noble final de John y pedirle que lo tuvieran siempre presente como ejemplo; después les enseñó a pedir a Dios que perdonara a los piratas su crueldad hacia ellos. Les explicó que Dios sólo podría perdonar a los piratas cuando en la tierra los hubiesen castigado adecuadamente. La única que no pudo entender esto en absoluto fue Laura… porque era demasiado pequeña. Empleaba en sus oraciones las mismas expresiones que los demás, pero se imaginaba estar rezando a los piratas, y no por ellos.
Una vez más, iba perdiéndose en el pasado una fase de sus vidas para cristalizar en un mito.
Emily era demasiado mayor para rezar en voz alta, de modo que nadie podía saber si incluía o no en sus oraciones la misma frase que los demás sobre los piratas. En realidad, nadie sabía gran cosa, por entonces, de lo que pudiera pensar Emily sobre cualquier asunto.