YA os figuraréis que cuando el piloto subió a bordo de aquel buque, no tardó en llevar la noticia a tierra; y también, que llegó velozmente a la redacción del Times.
El señor y la señora Bas-Thornton, incapaces de soportar Jamaica después del desastre, habían vendido Ferndale por una bicoca y regresaron a Inglaterra, donde el señor Thornton consiguió al poco tiempo unos puestos de crítico de teatro en varios periódicos coloniales, y manejó unas influencias, bastante remotas, en el Almirantazgo con la esperanza de conseguir una expedición de castigo contra toda la isla de Cuba. Así, fue el Times el que —con su tono mesurado— le llevó la noticia la misma mañana en que el vapor atracaba en el muelle de Tilbury. Esta operación duró mucho a causa de la niebla, por entre la cual resonaban confusamente los gigantescos ruidos del dique y de tierra adentro. Se oían voces que gritaban en el muelle. Las campanillas hacían ting-ga-ling… Los niños se soldaron en una masa compacta que miraba cuanto ocurría, un Argos improvisado decidido a no perderse nada. Pero no podían comprender qué objeto tenía todo aquello.
La señorita Dawson se había encargado de todos ellos, con la intención de llevarlos a la casa de su tía en Londres, hasta que aparecieran los parientes de los niños. Así, desembarcaron juntos y subieron al tren.
—¿Para qué vamos a meternos en este cajón? —preguntó Harry—. ¿Es que va a llover?
A Rachel le costó una serie de subidas y bajadas lograr que ninguno de sus bebés se quedara en el andén.
La niebla se hacía cada vez más densa. Por eso hubieron de estar casi a oscuras al principio, hasta que vino un hombre a encender la luz. No se estaba muy cómodamente; hacía un frío horrible. Pero vino otro hombre y trajo una cosa muy grande y aplastada, que estaba caliente y servía para poner los pies encima, según dijo Miss Dawson.
Incluso ahora que estaba en un tren, Emily no podía creer que se fuera a poner en movimiento. Ya estaba completamente segura de que no se movería, cuando por fin arrancó avanzando a sacudidas.
Entonces dejó de funcionar el poder de observación de los niños. Por lo tanto, ya estaban ahítos. Así, que se dedicaron a jugar, con gran algazara, en sus asientos hasta llegar a Londres, y apenas si notaron la llegada. Estuvieron muy remisos para apearse y, finalmente, lo hicieron en medio de una niebla de las más espesas que es capaz de producir Londres a fines de temporada. En esto, empezaron otra vez a despertarse y a sacudirse para recordar que esto era verdaderamente Inglaterra, con objeto de no perderse nada.
Acababan de darse cuenta de que el tren había entrado en una especie de casa enorme, alumbrada por luces amarillas —envueltas en halos— y llena de aire color anaranjado, cuando la señora Thornton dio con ellos.
—¡Madre! —gritó Emily. No sabía que se iba a alegrar tanto al verla. En cuanto a la señora Thornton, había sobrepasado los límites del histerismo. Los pequeños, rezagados al principio, siguieron en seguida el ejemplo de Emily, lanzándose sobre su madre con grandes voces. Desde luego, la escena parecía más Acteón con sus perros que una madre con sus niños: le destrozaban el vestido con sus manitas simiescas, pero le importaba un comino. El padre, por su parte, había olvidado por completo cuánto le molestaban las escenas emotivas.
—¡Dormí con un caimán! —gritaba Emily a intervalos—. ¡Madre! ¡He dormido con un caimán!
Margaret permanecía al fondo sosteniendo todos los paquetes. Ninguno de sus parientes había acudido a la estación. Por fin la descubrieron los ojos de la señora Thornton.
—Ah… Margaret… —empezó a decir vagamente. Margaret le sonrió tímidamente y se adelantó para besarla.
—¡Fuera! —gritó Emily ferozmente, golpeándola en el pecho—. ¡Es nuestra madre!
Margaret volvió a difuminarse en la sombra, y la señora Thornton estaba demasiado fuera de sí como para que aquello pudiera extrañarle, como habría ocurrido en circunstancias normales.
El señor Thornton, sin embargo, estaba lo bastante despejado como para suavizar esta situación.
—¡Ven, Margaret! —le dijo—. ¡Margaret es mi pareja! ¡Anda, vamos a buscar un coche!
Tomó a la muchacha por el brazo, inclinando ligeramente su hermosa espalda, y anduvo con ella hacia la salida del andén.
Encontraron un coche y volvieron con él. Todos subieron y sólo entonces se le ocurrió a la señora Thornton decir: «¿Cómo-está-usted? —adiós-muy-buenas», a la señorita Dawson.
Resultó difícil empaquetarlos a todos dentro del coche de alquiler. Fue en medio de aquel barullo cuando exclamó de repente la señora Thornton:
—Pero, ¿dónde está John?
Los niños se callaron todos a la vez.
—¿Dónde está? ¿No venía en el tren con vosotros?
—No —dijo Emily, y volvió a hundirse en la mudez colectiva.
La señora Thornton los fue mirando uno por uno.
—¡John! ¿Dónde está John? —preguntó al vacío.
Entonces fue cuando la señorita Dawson se asomó a la ventanilla con cara preocupada:
—¿John? —preguntó—. Pero, ¿quién es John?