III

A medida que se aproximaban, crecía el interés de los niños. Aquello les interesaba enormemente; hasta entonces no habían visto nada que se pareciese a ese tubo, grande y milagroso. Aquel vapor holandés —embarcación muy anticuada— no difería gran cosa de un velero; pero éste de ahora se parecía más a los buques de nuestros días excepto por su chimenea alta y estrecha, con una especie de alcachofa en el extremo, es verdad, pero por lo demás tenía el aspecto de los que usted y yo estamos acostumbrados a ver.

Jonsen se comunicó con el barco en cuanto lo tuvo al alcance de su voz; en seguida paró sus máquinas. La Lizzie Green se deslizó hasta quedar cerca de la banda de sotavento del vapor. Jonsen hizo arriar un bote y se embarcó en él. Los niños y la tripulación de la goleta permanecieron en la barandilla, muy excitados; vieron cómo echaban una escala por el elevadísimo costado y cómo Jonsen subía por ella solo, vestido con el traje de los domingos y llevando la gorra galoneada que revelaba su grado. Saltó a bordo. Lo había preparado todo oportunamente, pues dentro de una hora sería noche cerrada.

Su tarea no era fácil. Primero contar su premeditada ficción, o sea, cómo había encontrado a sus pasajeros. Segundo, convencer al capitán del vapor —un desconocido— para que tomase consigo a los niños, empeño en el que fracasara ya cuando intentó convencer a su amiga la señora de Santa Lucía.

Otto no se mostraba nervioso con facilidad; pero esta vez lo estaba —diera o no señales de ello—. Este plan de Jonsen era de lo más intrépido y loco que oyera en su vida; a la menor sospecha, podían darse por perdidos.

Jonsen le había ordenado que si adivinaba que las cosas iban mal, escapara con el barco.

Mientras, amainaba la brisa, y aún se veía bien.

Jonsen había desaparecido en el barco como en una selva.

Emily estaba tan excitada como los demás, señalando las sorprendentes características de este buque extraordinario.

Los niños creían aún que se trataba de una presa profesional. Edward fanfarroneaba descaradamente sobre lo que haría cuando lo hubiera capturado.

—¡Le cortaré la cabeza a su capitán y la tiraré al agua! —declaró en voz alta.

—¡S-s-s-ch! —exclamó Harry con un bisbiseo teatral.

—¡Bah! ¡No me importa! —gritó Edward, intoxicado de bravuconería—. ¡Luego les quitaré todo el oro y me quedaré con él!

—¡Lo echaré a pique! —dijo Harry, imitándolo. Luego añadió, después de pensar un momento—: ¡Hasta el mismísimo fondo!

Emily permanecía silenciosa, embargada por su imaginación tan viva. Veía ya la bodega del vapor atestada de oro y joyas. Se vio a sí misma, luchando para abrirse paso entre hordas de marineros velludos, valiéndose sólo de sus puños, hasta quedar tan sólo el capitán entre el tesoro y ella.

¡Entonces ocurrió aquello! Fue como si una fría vocecita interior le dijera de repente: «¿Cómo te atreves? ¡Eres sólo una niña!». Sintióse caer de las alturas. Era otra vez Emily.

La cara horrorosa y ensangrentada del holandés parecía estar amenazándola desde el aire. Se encogió ante la impresión recibida. Pero le pasó en seguida.

Miró a su alrededor, despavorida. ¿Sabía alguien lo indefensa que estaba? Seguro que alguien se había fijado en ella. Los demás niños parloteaban movidos por su inocencia de animalillos. Los marineros, con los cuchillos a medio esconder, se hacían guiños unos a otros o maldecían. Otto, con las cejas en ángulo, no apartaba la vista del otro barco.

Emily temía y odiaba a todo el mundo.

Margaret murmuraba algo a Edward, y él asentía. El pánico se apoderó otra vez de ella. ¿Qué le decía Margaret? ¿Se lo habría contado a todos? ¿Lo sabían ya todos? ¿La engañaban, pretendiendo no estar enterados, y esperando la ocasión de echárselo en cara y castigarla por algún procedimiento de inimaginable horror?

¿Lo había contado Margaret? ¿Y si se deslizara detrás de Margaret ahora mismo y la tirase al agua de un empujón? ¿Llegaría aún a tiempo…? Pero incluso pensando esto, le parecía ver a Margaret salir de entre las olas hasta la cintura, y contándoles a todos lo sucedido con una voz tranquila, desapasionada, y subiendo otra vez a bordo.

En otro fogonazo vio a la obesa y confortable persona que era su madre, de pie en la puerta de Ferndale riñéndole a la cocinera.

De nuevo sus ojos vagaron por la siniestra realidad de la goleta. De pronto se sintió mortalmente harta de todo aquello; cansada, indeciblemente cansada. ¿Por qué tenía que seguir encadenada para siempre a esta vida horrible? ¿No podría escapar nunca? ¿No volvería nunca a la vida natural en las muchachitas, con papás y mamás y… tartas de cumpleaños?

Otto la llamó. Se acercó a él, obediente, aunque con el presentimiento de que se aproximaba a su ejecución. El segundo se volvió y llamó también a Margaret.

¡Bien sabe Dios que se mostró más sumisa que aquella noche con el capitán! Pero Otto estaba demasiado preocupado para fijarse en el terror que expresaban los ojos de la chica.

El papel de Jonsen en el vapor era muy difícil; pero a Otto no le parecía el suyo muy agradable, ni muchísimo menos. No sabía cómo empezar… y todo dependía del buen resultado de su complicada gestión.

—Mirad —empezó a la desesperada—. Os vais a Inglaterra.

Emily le disparó una rapidísima mirada:

—¿Sí? —dijo por fin, revelando en su voz sólo un interés de pura cortesía.

—El capitán ha subido a ese vapor para arreglar este asunto.

—Entonces, ¿no seguiremos ya aquí, con vosotros?

—No —dijo Otto—; volveréis a casa en ese vapor.

—Entonces, ¿no os veremos más?

—No —dijo Otto—. Bueno, quizá algún día…

—¿Se van a marchar todos o sólo nosotras dos?

—¡Cómo! ¡Todos vosotros, por supuesto!

—¡Ah, no lo sabía!

Se hizo un embarazoso silencio, mientras Otto se preguntaba por dónde atacaría el verdadero problema.

—¿Tenemos que ir a prepararnos? —preguntó Margaret.

—¡Escuchadme ahora! —la interrumpió Otto—. Cuando subáis a bordo de ese barco, os preguntarán a todos sobre cuanto pueda haberos pasado y, por supuesto, querrán saber cómo vinisteis a parar aquí…

—¿Y se lo tenemos que decir?

Otto se asombró de lo pronto que lo comprendió la muchacha

—No —le respondió—. El capitán y yo no queremos que lo digáis. Queremos que guardéis el secreto, ¿comprendéis?

—¿Qué diremos, entonces? —preguntó Emily.

—Decidles… que los piratas os capturaron y luego… os dejaron en un puertecito de Cuba…

—¿Donde estaba la mujer gorda?

—… Sí… Y luego llegamos nosotros y, para salvaros de los piratas, os trajimos a bordo de nuestra goleta, que iba rumbo a América.

—Ya comprendo —dijo Emily.

—¿Diréis eso, y guardaréis el secreto de… lo otro?

Emily lo miró con ojos dulces, la mirada tan peculiar en ella:

—¡Naturalmente! —dijo.

Bueno, se había portado lo mejor posible; pero no las tenía todas consigo. ¡Aquel querubín…! No la creía capaz de guardar un secreto más de diez segundos.

—Y los pequeños, ¿creéis que les haréis comprender…?

—Sí, sí, yo les explicaré —dijo Emily con desenvoltura. Pensó un momento: «No creo que se acuerden de gran cosa»—. ¿Es eso todo?

—Eso es todo —dijo Otto; y, sin más palabras, se separaron.

—¿Qué estaba diciendo? —preguntó Margaret—. ¿De qué se trataba?

—¡Oh, cállate! —le replicó Emily rudamente—. ¡No tiene nada que ver contigo!

Pero en su interior estaba tan trastornada que no sabía dónde tenía la cabeza. ¿Sería posible que la dejaran escapar? ¿No la estaban tentando sólo con el propósito de detenerla en el último instante? ¿No tratarían de entregarla a unos desconocidos que habían venido a ahorcarla por asesinato? ¿Había venido quizá su madre en aquel vapor para salvarla? Pero les tenía cariño a Jonsen y a Otto; ¿cómo podría soportar separarse de ellos? La goleta, tan querida para ella, tan familiar… ¡Todos estos pensamientos bulléndole en la cabeza al mismo tiempo! Pero reunió energías para ocuparse de los pequeñuelos:

—¡Venid acá! —les dijo—. Nos vamos a ir en ese barco.

—¿Tendremos que luchar nosotros también?

—No va a haber ninguna lucha —dijo Emily.

—¿Va a haber otro circo? —preguntó Laura.

Entonces les dijo que iban a cambiar otra vez de barco.

Cuando Jonsen regresó, limpiándose el sudor de su frente brillante con un amplio pañuelo de algodón, parecía tener una prisa tremenda. En cuanto a los niños, estaban tan entusiasmados con la novedad que, encantados con la orden de meterse en el bote, querían hacerlo en seguida, atropellándose, con tal precipitación que casi se caen todos al mar. Ahora sabían ya por qué los habían lavado y peinado.

Al principio no parecía que surgiera ninguna dificultad para que partiese el bote con ellos. Pero Rachel fue la que empezó.

—¡Mis bebés! ¡Mis bebés! —chilló, y de nuevo en el velero, lo recorrió por completo, recogiendo jirones de trapo, pedazos de maroma deshilachados, tarros de pintura… Pronto no le cabía más en los brazos.

—¡Oye, tú: no irás a cargar con todo eso…! —la disuadió Otto.

—¡Oh, queridos míos, no os puedo abandonar! —exclamó Rachel lastimosamente.

El cocinero salió a toda prisa con el tiempo justo de rescatar su cazo… y se entabló para ello una batalla tremenda.

Ni que decir tiene que Jonsen estaba a punto de estallar. Pero era esencial que se separaran en términos amistosos.

José levantaba a Laura sobre la borda para embarcarla.

—¡Querido José! —exclamó Laura en un estallido de cariño, enlazándole al cuello sus bracitos con toda su fuerza.

En esto, Harry y Edward, que estaban ya en el bote, volvieron a trepar hasta cubierta. Habían olvidado despedirse. Así, fueron diciendo adiós a cada uno de los piratas, besándolos y prodigándoles variadas ternezas.

—¡Iros ya! ¡Vamos, ya está bien! —refunfuñó Jonsen, que estaba en ascuas.

Emily se arrojó a sus brazos, sollozando como si fuera a partírsele el corazón.

—¡No me dejes ir! —le suplicó—. ¡Déjame quedarme contigo siempre, siempre…! —Se aferró a las solapas de la chaqueta del capitán, hundiendo la cabeza en su pecho—. ¡Oh, no me quiero ir!

Jonsen se hallaba extrañamente conmovido; casi le sedujo por un momento la idea.

Pero los demás estaban ya en el bote.

—¡Anda ya —dijo Otto—, o se marcharán sin ti!

—¡Esperad! ¡Esperad! —gritó Emily, y cayó en el bote como una centella.

Jonsen meneó la cabeza, turbado. Esta vez la pequeña le había intrigado.

Mientras el bote cruzaba la corta distancia entre la goleta y el vapor, los niños iban de pie, con peligro de caerse al agua, y gritaban:

—¡Adiós! ¡Adiós!

—¡Adiós! —vociferaron los piratas, agitando, sentimentales, las manos, mientras se reían por lo bajo entre ellos.

—¡V-v-venid a vernos a Inglaterra! —decía el tartajeo de Edward.

—¡Sí! —gritó Emily—. ¡Venid a vivir con nosotros! ¡Todos!, ¿eh?, ¡todos! ¡Prometedme que vendréis!

—¡Muy bien! —vociferó Otto—. ¡Iremos!

—¡Pero pronto!, ¿eh?

—¡Mis bebés! —gimió Rachel—. ¡He perdido casi todos mis bebés!

Pero ya estaban en el costado del vapor y pronto subían, por una escala de cuerda, a bordo.

¡Cuánto se tardaba en subir! ¡Qué alto era aquello! Pero por fin se hallaron todos a bordo.

El pequeño bote volvió a la goleta. Los niños no miraron hacia ella ni una sola vez.

Y era natural que la olvidaran. En efecto, si les había resultado emocionante subir por primera vez a un barco, ahora lo era infinitamente más hallarse en este vapor. ¡Qué lujo! ¡Aquella pintura blanca! ¡Las puertas! ¡Las claraboyas! ¡Las escaleras! ¡Cuántos brillos metálicos!… Un palacio de hadas; no, más bien una maravilla mundana de un género que ellos ni habían soñado.

Pero ahora no podían fijarse en los detalles. Todos los pasajeros, devorados por la curiosidad, se apiñaban alrededor de ellos en círculo. Conforme los sucios y desgreñados críos iban siendo depositados a bordo uno a uno, se producía un ¡Ah! de asombro. La historia de la captura del Clorinda por una endiablada partida de bucaneros —como los que en tiempos pasados infestaban este mismo mar Caribe— había corrido de boca en boca. Todos sabían cómo se había llevado a su barco a los pequeños inocentes y torturado hasta casi matarlos ante los ojos del capitán apresado e impotente. Ver ahora de cerca a las víctimas de aquella felonía constituía para ellos una emoción exquisita.

Una linda señorita vestida de muselina fue la primera en romper la tensión reinante. Se puso en cuclillas junto a Harry y lo acogió en sus delicados brazos.

—¡Angelito! —murmuró—. ¡Pobrecito mío, qué horrores debes de haber padecido! ¿Cómo vas a olvidarlo?

Como si esto fuera una señal, todas las señoras se lanzaron sobre los atónitos chicos para compadecerlos. Los hombres, mientras, menos expresivos, contemplaban la escena con un nudo en la garganta.

Los niños, pasmados al principio, no tardaron en ponerse a la altura de las circunstancias —como es corriente en los chicos cuando se ven adorados incondicionalmente—, porque, en realidad, ¡se consideraban ya como reyes y reinas! Tenían tanto sueño que apenas si podían mantener abiertos los ojos. ¡Pero no iban a irse a la cama, eso sí que no! Nunca los habían tratado así. Nadie podía saber cuánto duraría aquello. Lo mejor era aprovechar hasta el último momento.

Pronto se convencieron de que se merecían plenamente aquella acogida. Eran personas muy importantes… únicas, en realidad.

Sólo Emily se mantenía apartada, tímida y contestando forzosamente a las preguntas que le hacían. No parecía capaz de darse importancia con el mismo gusto que los otros.

Hasta los niños de los pasajeros participaron en el jaleo y en la admiración, dándose quizá cuenta de que esta novedad les ofrecía la oportunidad de acostarse tarde. Empezaron a traer (quizá no sin haberles sido aconsejado) sus juguetes, como ofrenda a estos nuevos dioses, y rivalizaban unos con otros en generosidad.

Un niñito tímido, que venía a tener la misma edad que Rachel —de ojos castaños; encantadora sonrisa; el cabello largo, cepillado y, suave como la seda; un trajecito impecable, y bien perfumado—, se fue aproximando a la nena.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Rachel.

—Harold.

Ella le dijo su nombre.

—¿Cuánto pesas? —le preguntó el chico.

—No sé.

—Creo que pesas bastante. ¿Me dejas probar si puedo levantarte?

—Sí.

Colocándose detrás de ella, la rodeó por el estómago con los brazos, echándose para atrás la levantó un poco, y dio algunos pasos vacilantes llevándola suspendida. La soltó; habían cimentado su amistad.

Emily seguía apartada; y, por alguna razón, todos respetaban su reserva. Pero de repente le estalló algo en el corazón. Se arrojó de cara a cubierta… No lloraba: pataleaba convulsivamente. Una voluminosa camarera la levantó y se la llevó, temblando aún de pies a cabeza, a un camarote muy pulcro. Allí la desvistió —consolándola y hablándole sin cesar—, la lavó con agua caliente y la acostó.

A Emily le parecía que su cabeza no era ya suya, tan extraño era lo que sentía en ella. La oía cantar por dentro y le daba vueltas como una rueda. Pero, por otra parte, su cuerpo había adquirido una mayor sensibilidad, absorbiendo la tierna y suave frescura de las sábanas, la blandura del colchón, como sorbe el agua un caballo sediento. Sus miembros bebían comodidad por todos los poros; le parecía que nunca había de saciarse. Se empapaba de paz física que le iba subiendo lentamente hacia la médula, y cuando le llegó allí, su cabeza se tranquilizó y sus pensamientos se fueron apaciguando.

Durante el tiempo anterior, apenas si había oído lo que le decían; sólo se le había grabado un motivo insistente entre todo aquello: «Aquellos hombres tan malos… hombres… sólo hombres… esos hombres tan crueles…».

¡Hombres! Era absolutamente cierto: por espacio de meses y meses no había visto más que hombres. Era estupendo estar por fin entre otras mujeres. Cuando la amable camarera se inclinó para besarla, Emily se abrazó fuertemente a ella, y apretó su cara en la carne cálida y suave —que cedía tan bien— como si quisiera hundirse en ella. ¡Dios mío! ¡Qué distinta de los cuerpos firmes y musculosos de Jonsen y Otto!

Cuando la camarera volvió a levantarse, Emily recreó sus ojos contemplándola, sus ojos que se habían agrandado y tenían una expresión encendida y misteriosa. El pecho enorme, turgente, de la mujer, la fascinaba. Consciente de su inferioridad, empezó a pellizcarse sus pechitos. ¿Podía creerse que llegara a tener ella también unos pechos como aquéllos, pechos hermosos, que habían de ser contenidos en una especie de cornucopia? ¿O incluso unas manzanitas firmes, como las de Margaret?

¡Gracias a Dios que no había sido muchacho! Le entró una súbita aversión contra todos los individuos del otro sexo. Se sintió femenina de pies a cabeza, como una iniciada en la gunaikeion. De pronto, Emily se alzó y, cogiendo a la camarera por la cabeza, la atrajo hacia sí, empezando a murmurarle algo al oído, muy seria.

La expresión de incredulidad que se había reflejado desde el principio en el rostro de la mujer, transformóse en otra de estupefacción, y la estupefacción en indignada energía.

—¡Mi alma! —dijo por fin—. ¡Qué cinismo el de esos canallas! ¡Habrase visto descaro!…

Y, sin decir más, salió del camarote. Ya os figuraréis que el capitán del vapor se asombró tanto como ella cuando oyó la treta que le habían jugado.

Emily pasó los minutos siguientes a la marcha de la mujer mirando vagamente al vacío, con una expresión muy curiosa. Entonces se durmió de repente, respirando profundamente.

Pero sólo durmió unos diez minutos, y, cuando se despertó, estaba abierta la puerta del camarote, y a su lado se hallaban Rachel y su amiguito.

—¿Qué quieres? —preguntó Emily a Rachel de mal humor.

—Harold ha traído este caimán —dijo la pequeña.

Harold se adelantó y puso el animalito sobré la colcha de Emily. Era muy pequeño: unos quince centímetros de largo; no tendría mucho más de un año, sólo una miniatura exacta de sus adultos, con la misma nariz achatada y la frente socrática que los distingue de los cocodrilos. Se movía a sacudidas como un juguete mecánico. Harold lo cogió por la cola. El bicho agitó las garras en el aire y se zarandeó espasmódicamente, como si llevara dentro un aparato de relojería. Harold lo volvió a soltar y allí se quedó, con su deslenguada boca abierta enseñando sus dientes, inofensivos, que parecían granos de papel de lija. Alternaba los ladridos con los silbidos. Harold le dejó que le mordiera el dedo… Evidentemente, estaba hambriento en el ambiente caldeado del camarote. Sacudía su cabeza de un lado a otro con tal rapidez que apenas si se le veía hacer ese movimiento. Pero su mordedura era aún demasiado débil para hacer daño, incluso a un niño.

Emily exhaló un profundo suspiro de satisfacción.

—¿Puedes dejármelo por esta noche? —preguntó al niño.

—Bueno —dijo Harold, y salió con Rachel. Alguien los llamaba.

Emily se sintió transportada al cielo. ¡De modo que esto era un caimán! ¡Iba a dormir con un caimán! Había creído que a uno que hubiese estado ya en un terremoto no podría volverle a pasar nada verdaderamente emocionante; pero no había contado con esto.

Hubo una vez una muchacha llamada Emily, que durmió con un caimán

En busca de más calor, el animalito avanzó cautamente por la cama en dirección a la cara de la chica. Se detuvo a unos quince centímetros de ella, y se miraron a los ojos estos dos niños.

El ojo de un caimán es grande, protuberante, de un amarillo brillante, con una pupila rasgada como la del gato. Los ojos de los gatos pueden parecer inexpresivos a un observador superficial, pero mirándolos con atención se perciben en ellos muchos matices emocionales. Pero un ojo de caimán es infinitamente más pétreo y reluciente… más de reptil. ¿Cómo es posible que Emily encontrase un significado en aquellos ojos? Sin embargo, no dejaba de mirarlo; lo miraba sin pestañear. Y el caimán también la miraba. Si alguien los hubiera sorprendido entonces, habría sentido un escalofrío al verlos así, mirándose tan intensamente.

Entonces el bicho abrió la boca y silbó otra vez amablemente. Emily levantó un dedo y le frotó la quijada. El silbido se transformó en un sonido semejante a un ronroneo. Un pellejo muy fino, transparente, le fue cubriendo cada ojo, y luego se le cerró el párpado exterior de abajo arriba.

De repente abrió otra vez los ojos y le dio un mordisco en el dedo; después se volvió y se abrió paso como un gusano por el escote de su camisón, arrastrándose por dentro cuerpo abajo —frío y áspero contra la piel de la niña—, hasta que encontró un sitio donde descansar. Es asombroso que Emily pudiera resistir esto, como lo resistió, con una tranquilidad tan absoluta.

Los caimanes son completamente indomables.