PERO la alarma de aquella noche hizo que Jonsen se decidiera.
Cambió de rumbo; y así como antes rehuyera a los demás barcos, ahora, por el contrario, se proponía entrar lo antes posible en la mismísima ruta del tráfico, rumbo al Este.
Otto se frotó los ojos. ¿Qué le ocurría a este hombre? ¿Quería vengarse del miedo que pasara? ¿Se proponía apoderarse de una presa en la ruta más transitada? Después de todo, sería muy de Jonsen: meter la cabeza en la boca del león después de haber temblado ante su rugido. Y el corazón de Otto sintió un gran fervor por él. Pero no le preguntó nada.
Entretanto, Jonsen bajó a la cámara, abrió un receptáculo secreto de su camarote y sacó un fajo de documentos marítimos que había comprado a un individuo de La Habana que traficaba con esas cosas. El «John Dodson», de Liverpool, con rumbo a las Seychelles con cargamento de vasijas de hierro… (¿Para qué le iba a servir eso en aquellas aguas?, ¡el comerciante en documentos le había vendido un papel mojado!). ¡Ah! Esto estaba mejor: «Lizzie Green», de Bristol, con rumbo de Matanzas a Filadelfia, en lastre… ¡Qué ocurrencia, hacer una travesía como ésa en lastre!; pero esto no le interesaba a nadie, sino al imaginario patrón. Jonsen se aseguró de que todo estaba en orden; rellenó los blancos con los datos oportunos, y volvió a colocar el paquete en su sitio en espera de que se presentase una ocasión de utilizarlo.
En primer lugar, se colgaron andamios a proa y a popa, y José y un tarro de pintura saltaron la borda para añadir el nombre de Lizzie Green a los muchos que habían ido decorando sucesivamente el escudo de popa de la goleta. No satisfecho con eso, Jonsen lo hizo pintar en todos los sitios donde venía bien: en los botes, en los baldes… No había que olvidar ningún detalle. Mientras, quitaron muchas velas y prepararon otras nuevas… mejor dicho, viejas, de esas tan llenas de cicatrices que cualquiera juraría no haberlas podido olvidar si las hubiera visto antes. Otto cosió un gran parche en la vela mayor, en la cual no había el menor agujero. En su celo extremado, Jonsen pensó en poner las vergas más bajas y aparejar el barco con otras velas, pero, afortunadamente para la tripulación, renunció a este propósito.
El golpe maestro de su disfraz lo tenía el barco permanentemente: no llevaba cañones. Es verdad que los cañones pueden esconderse o ser arrojados por la borda; pero lo que no cabe ocultar son las muescas que dejan en cubierta, como han aprendido a su costa tantos salteadores marinos cuando sostenían su inocencia. Jonsen no sólo no tenía cañones que ocultar, sino que no había en su barco ninguna muesca; el más tonto podía ver que no llevaba cañones y que nunca los había llevado. Y ¿quién supo nunca de un pirata sin cañones? Era risible; sin embargo, él había probado hasta la saciedad que se podía capturar una buena presa sin necesidad de ellos. Lo curioso era que el mercante apresado, una vez en libertad, al redactar su informe, solía dar cuenta de un despliegue de artillería cuya importancia variaba según los casos. Podía ser para quedar bien, o por puro formulismo, pero lo cierto es que casi todos los buques que hubieron de «tratar» con Jonsen habían citado la artillería camuflada, manejada por «cincuenta o setenta rufianes de la peor clase».
Naturalmente, si tenía que habérselas con un barco de guerra, tendría que entregarse sin resistencia. Pero, en realidad, nunca es conveniente oponerse a un navío de guerra, se tengan cañones o no. Si es un barco grande, os echa a pique. Si es una cáscara de nuez, mandada por un jovencito bravucón menor de veinte años, la echáis a pique, y entonces os cuesta la broma un ojo de la cara. Es preferible que lo hundan a uno a ofender de ese modo el honor de una gran nación.
Cuando por fin se acordó de abrir la escotilla de la bodega donde había encerrado a los niños, los encontró medio asfixiados. Allí hacía bastante calor, y suficiente pestilencia cuando tenían abierta la escotilla. Pero con los cuarteles echados y ni siquiera bien ajustados, se convertía en el Infierno Negro.
Emily se había quedado por fin dormida y durmió hasta muy tarde, envuelta en una cadena de pesadillas. Cuando se despertó en la bodega entaponada, incorporóse, y al momento cayó para atrás, desmayada, y respirando con fortísimos ronquidos. Antes de volver en sí, empezó a sollozar desesperadamente. Entonces los pequeños se pusieron también a llorar. Esta algarabía fue la que recordó a Jonsen, un poco tarde, la conveniencia de abrir la escotilla.
Se alarmó al verlos. Tuvieron que estar en cubierta un buen rato, respirando el aire fresco para animarse y poder fijarse en la extraña metamorfosis que se estaba operando en la goleta.
Jonsen los miró con inquietud. No tenían precisamente el aspecto de niños bien educados: la verdad, hasta ahora no se había dado cuenta. Estaban sucios a más no poder; sus vestidos, rotos, y los pocos remiendos estaban hechos con hilo de velas. Sus cabellos no sólo estaban despeinados, sino llenos de alquitrán. Casi todos estaban flacuchos y de un color pajizo oscuro. Sólo Rachel permanecía obstinadamente rolliza y sonrosada. La cicatriz que Emily tenía en la pierna presentaba un aspecto bastante enconado. Y todos ellos estaban acribillados por picaduras de insectos.
Jonsen mandó a José interrumpir su tarea de rotulación; le dio un cubo de agua dulce, el peine de Otto (el único que había en el barco) y unas tijeras. José se extrañó ingenuamente de lo que se le encargaba; francamente, no le parecía que los niños estuviesen demasiado sucios. Pero cumplió con su deber, y los chicos se dejaron hacer, pues aún estaban tan preocupados por su propia salud que no tenían fuerzas para protestar; sólo gimoteaban débilmente cuando les hacía daño. Cuando terminó el tocado no había conseguido, claro está, el punto de aseo del que suele partir una buena ama.
Poco después de mediodía, disfrazada ya totalmente la goleta de Lizzie Green, navegaba «rumbo a Filadelfia» cuando —allá en el horizonte, a muchas millas de distancia— surgieron dos barcos casi a la vez. El capitán Jonsen los examinó cuidadosamente; verificó su elección y viró oportunamente para encontrarse, lo antes posible, con el navío elegido.
Entretanto, la tripulación estaba tan segura como Otto de las intenciones de Jonsen: y se elevó de popa el alegre ruido de la piedra de afilar, donde la hoja del cuchillo adquiría un filo cuyo aspecto confortaba al corazón de su dueño. Ya he dicho que el asesinato del capitán holandés había modificado el carácter de la piratería de aquellas gentes. El fermento producía su efecto.
Ahora se divisó también en el horizonte el humo de un gran buque de vapor. Otto tanteó la brisa. Quizá durase, quizá no. Aún estaban muy lejos de casa; y estos mares, muy surcados. La empresa le pareció arriesgadísima.
Jonsen arrastraba, como siempre, las zapatillas, mordiéndose nerviosamente las uñas. De pronto, se dirigió a Otto, diciéndole que lo siguiera. Se le veía muy agitado interiormente: las mejillas rojas, y los ojos alocados. Empezó estudiando meticulosamente la carta. Después gruñó por encima del hombro:
—Esos niños tienen que irse.
—Naturalmente —dijo Otto. Y como Jonsen no dijo nada más, añadió—: Si no estoy equivocado, los piensa usted desembarcar en Santa.
—¡No! Tienen que salir de mi barco ahora mismo. A lo mejor no arribamos nunca a Santa.
Otto respiró profundamente.
Jonsen se volvió hacia él, indignado:
—Si nos cogieran con ellos a bordo, qué sería de nosotros, ¿eh?
Otto se puso blanco, y después colorado, antes de contestar:
—Tendrá usted que pechar con esto —dijo lentamente—. Si no es en Santa, no podrá usted desembarcarlos en ninguna parte.
—¿Quién dijo que fuera a dejarlos en tierra?
—Es lo único que puede hacer —dijo Otto, testarudo.
De pronto se iluminó el rostro fastidiado de Jonsen. Comprendió que Otto no había adivinado su plan.
—Los podríamos meter en unos saquitos, bien cosidos —dijo con sonrisa festiva—, y tirarlos por la borda.
Otto le dirigió una mirada muy rápida; lo que vio en el otro lo tranquilizó.
—¿Qué va usted a hacer? —le preguntó.
—¡Encerrarlos en unos saquitos! ¡Encerrarlos en unos saquitos! —afirmó Jonsen, frotándose las manos y riéndose como un tubo de escape, dominándole en ese momento el sentimentalismo que latía en él. Entonces empujó a Otto para que le dejara pasar y subió a cubierta.
El gran bergantín, por el cual se había decidido desde un principio, no llevaba trazas de acercarse a la goleta en mucho tiempo, ni ésta a él, por la dirección del viento. De modo que cambió súbitamente de idea y, tomando el timón, viró su velero un par de puntos, con objeto de salirle al encuentro al vapor.
Otto se puso a silbar. Por fin comenzaba a entender qué se proponía el capitán.