V

EL capitán Jonsen encargó súbitamente a Otto que llevara el timón, y bajó a buscar su catalejo. Luego, apoyándose en la barandilla y graduando el instrumento, miró fijamente algo situado casi sobre el sol poniente. Emily, que estaba muy tratable en aquellos momentos, se acercó y se quedó a su lado, casi rozándolo. Entonces empezó a frotar ligeramente la mejilla contra la chaqueta del capitán.

Jonsen bajó el catalejo y probó a simple vista, como si tuviera más confianza en sus ojos. Luego volvió a usar el instrumento.

¿Qué clase de barco era aquél, alto y estrecho como una torre? Recorrió con la vista el resto del horizonte: nada. Sólo aquel dedo amenazador apuntando hacia arriba.

Jonsen había elegido con cuidado su ruta para no pasar por la habitual del tráfico marítimo en aquella época del año. Sobre todo había rehuido la ruta que solía tomar el Escuadrón de Jamaica cuando iba de una a otra isla británica. Pero el barco que veía ahora nada tenía que hacer por aquella zona; tan poco cómo él mismo.

Emily le pasó la mano por la cintura y le dio un empujoncito.

—¿Qué es eso? —dijo—. Déjame mirar.

Jonsen no contestó y siguió observando atentamente.

¡Déjame mirar! —dijo otra vez Emily, con acento imperativo—. ¡Nunca he mirado por un telescopio, nunca!

Jonsen separó repentinamente sus ojos del catalejo y la miró. Sus facciones, habitualmente inexpresivas, estaban conmovidas hasta las raíces. Le puso una mano en la cabeza y empezó a acariciarle el cabello.

—¿Me quieres? —preguntó.

—¡Mmm…! —asintió Emily. Luego añadió, con mimo—: ¡Eres un encanto!

—Si se tratara de ayudarme, ¿harías algo… muy difícil?

—Sí, pero ¡déjame mirar por tu telescopio, nunca he mirado y tengo muchísimas ganas!

Jonsen dejó escapar un suspiro de cansancio y se sentó sobre el tejadillo de la cámara. ¿De qué diantre estaban hechas por dentro las cabezas de los niños?

—Ahora, escúchame —dijo—. Quiero hablarte seriamente.

—Bueno —le respondió Emily tratando de ocultar su desasosiego. Buscaba algo donde sujetarse. Él la estrechó contra sus rodillas para asegurarse su atención.

—Si vinieran unos hombres muy malos, muy crueles, y quisieran matarme y llevarme con ellos, ¿qué harías?

—¡Oh, qué cosa más horrible! —dijo Emily—. ¿Serían capaces?

—Si tú me ayudas, no me harán nada.

Aquello era insoportable. Con un salto súbito se sentó en las rodillas de Jonsen, rodeándole el cuello con sus brazos.

—¡A ver si eres un buen Cíclope! —le dijo, apretándole la cabeza por detrás con sus manitas y acercándola a la suya hasta quedar ambos nariz contra nariz y frente contra frente, con los ojos de ella en los de él, a sólo un par de centímetros de distancia, mientras cada uno de ellos iba viendo achicarse la cara del otro y converger cada par de ojos en uno solo, un solo ojo, neblinoso en medio de la cara.

—¡Estupendo! —dijo Emily—. ¡Desde luego que sirves para Cíclope! Pero se te ha soltado uno de los ojos y está ahora más arriba que el otro.

El sol tocaba ya la línea del horizonte y contra su fuego podían verse todos los detalles del lejano barco de guerra. Pero Jonsen no podía pensar sino en aquella casita de la tranquila Lübeck, con una estufa de porcelana verde…