IV

CUANDO Emily volvió a la bodega, lo primero que hizo fue inventar algo que complicaba muchísimo la vida. Como si no hubiera ya bastante mar alrededor del barco, decretó que casi toda la cubierta sería también mar. Naturalmente, la escotilla mayor era una isla; y había otras, formadas por protuberancias naturales del mismo género. Pero el resto de la cubierta sólo podía cruzarse en bote o a nado.

Respecto a qué era bote y qué no lo era, hubo de decidirlo Emily. Nadie podía saberlo hasta que no se lo preguntaban. Pero Laura, una vez llegó a comprender las líneas generales del plan, no hacía más que nadar, le dijeran o no que se hallaba en un bote… A ella lo que le interesaba era estar entre los que no se ahogaban.

—¿Verdad que es tonta? —dijo Edward cuando vio que se negaba a dejar de nadar a pesar de habérsele dicho que estaba en un bote y que nada tenía que temer.

—Creo que todos hemos sido tan tontos como ella cuando éramos pequeños —dijo sentenciosamente Harry.

Consternaba a los niños que ninguno de los adultos reconociese este «mar». Los marineros andaban despreocupadamente por la superficie de los mares más profundos, negándose hasta a remar con las manos. Pero los marineros se irritaban a su vez cuando los niños, seguros sobre una isla, o bogando en barco propio, les gritaban con tono profundamente convencido:

—¡Que se ahogan ustedes! ¡Se están ahogando! ¡Ooooh! ¡Ya no hacen pie! ¡Los tiburones se los van a comer!

—¡Oooh! ¡Mirad! ¡Miguel se está yendo al fondo! ¡Ya le cubren las olas la cabeza!

Esta es una de esas bromas que no pueden divertir a los marineros. Aunque no comprendían las palabras, no se les escapaba el sentido, exagerado por la versión maliciosa que les daba Otto. Si bien es cierto que se negaban tercamente a nadar, por lo menos se persignaban con fervor cada vez que atravesaban el «mar». Pues ¿quién iba a saber si aquellos críos no estarían dotados de doble vista?

Lo que en realidad hacían los niños era ensayar para cuando también ellos fueran piratas adultos con una nave propia cada uno o corrieran una aventura conjunta. Y aunque ni siquiera pronunciaban la palabra «piratería» en el curso de estas travesías públicas, luego se desquitaban por la noche.

Margaret también se negaba a nadar, pero los demás la dejaban en paz; sabían ya que era inútil gritarle que se estaba ahogando, pues cuantas veces se lo advirtieron, se sentaba y se ponía a llorar. Por eso acordaron que Margaret, fuera donde fuese e hiciera lo que hiciese, estaría siempre en una balsa, con un barrilito de agua y suficiente bizcocho… Así que podían desentenderse de ella.

Desde su «regreso» se había vuelto una compañera muy aburrida. Aquella única vez que jugó con ellos fue un ramalazo que le dio. Después se quedó acostada varios días, sin hablar apenas, y con cierta propensión a desgarrar tiras de su manta cuando estaba dormida. Al hacer luego vida corriente por el barco, y a pesar de mostrarse muy amable con ellos —más amable que antes—, se negaba siempre a unirse a sus juegos. Parecía feliz a su manera, pero no servía para empresas imaginativas.

Es más, no hizo el menor intento por recuperar la soberanía que Emily había asumido. Nunca daba órdenes. No servía de nada acosarla con bromas y travesuras; nada la hacía reaccionar. A veces la trataban con un buen humor despectivo, y otras no le hacían ningún caso. Se contentaron con votar unánimemente que Margaret era tonta.

Rachel tampoco se reunió con ellos en los días que siguieron a la escena de los cachetes. Prefería quedarse muy enfurruñada, en la bodega. De vez en cuando intentaba abrir un agujero —utilizando un clavo de cobre— en el fondo del barco para que éste se fuera a pique. Laura descubrió sus propósitos y corrió a contárselo a Emily. Laura nunca dudó, como Rachel, de la posibilidad de aquello.

Emily bajó y la sorprendió afanada en su tarea. Después de tres días sólo había conseguido arrancar una astilla… quizá porque nunca daba dos veces en el mismo sitio; pero tanto ella como Laura esperaban ver brotar por allí cantidades enormes de agua que inundarían en seguida el barco. En verdad, y aunque no hubiera aparecido todavía ni una gota de agua, Laura estaba convencida de que el barco había descendido visiblemente a consecuencia de los esfuerzos de Rachel.

Laura juntó las manos con enorme expectación, preguntándose qué actitud tomaría Emily ante el inminente desastre.

—¡Estúpida! ¿No ves que eso no sirve para nada? —fue todo el comentario de Emily.

Rachel la miró, indignada:

—¡Déjame sola! ¡Yo sé lo que hago!

Emily abrió desmesuradamente los ojos, que le brillaban con extraños matices.

—¡Si me sigues hablando así, te haré colgar de un penol!

—¿Qué es eso? —preguntó Rachel, enfurruñada.

—¡Me parece que ya era hora de que supieras lo que es el penol de una verga!

—¡No me importa! —gruñó Rachel, y siguió arañando la madera con su clavo.

Emily cogió de un rincón un barrote de hierro tan pesado que apenas podía con él.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —le preguntó con voz extraña.

Al oír aquel tono, Rachel se detuvo y la miró.

—No —dijo intranquila.

—¡Voy a matarte! Me he vuelto pirata y voy a matarte con esta espada.

La palabra «espada» transformó, a los ojos de Rachel, aquel informe trozo de hierro en un arma afiladísima con una punta horrible.

Miró a Emily a los ojos, sin saber si creerla o no. ¿Lo decía de verdad o estaba jugando?

En realidad, siempre había temido a Emily un poco. ¡Emily era tan enorme, tan fuerte (esto es, tan crecida), tan astuta! ¡Emily era la persona más lista y más poderosa del mundo! ¡Tenía los músculos de un gigante, la antiquísima experiencia de una serpiente! Y ahora, sus ojos terribles no parecían fingir.

Emily la miraba fijamente y vio que el rostro de Rachel se cubría de pánico. De repente, la pequeña se volvió y se encaramó a la escala de cuerda, subiendo por ella lo más rápidamente que le permitían sus gordezuelas piernecitas. Emily sacudió la escala con el barrote y Rachel estuvo a punto de darse otro batacazo.

El pedazo de hierro era tan pesado que a Emily le costó mucho tiempo subirlo a cubierta. Cuando lo logró, había retrasado sobremanera su carrera tras Rachel, de modo que ambas dieron tres veces la vuelta a la cubierta, sin que la distancia que las separaba se acortara. Edward las aclamaba con regocijo.

Por último, Emily, exclamando: «¡Oh, no puedo seguir, me duele la pierna de la herida!», dejó caer el hierro y se tendió jadeante junto a Edward, en la escotilla mayor.

—¡Te pondré veneno en la comida! —le gritó alegremente a Rachel; pero ésta se había retirado ya detrás del cabrestante y acunaba con gran cariño a los críos domiciliados en aquel rincón, toda conmovida— casi llorando —por la profundidad de su sentimiento maternal.

Emily se estuvo riendo entre dientes un gran rato al recordar la broma que le había gastado a Rachel.

—Pero ¿qué te pasa? —le preguntó Edward despectivamente, hinchando el pecho. En aquel momento sentíase muy hombre—. ¿Te ha dado un ataque de risa?

—Sí, sí; ¡es estupendo! —dijo Emily entusiasmada—. A ver si nos da a todos a la vez. ¡Anda tú, Laura! ¡Y tú, Harry!

Los dos pequeños la obedecieron, mirándola atenta y seriamente, en espera de la misteriosa llegada del ataque, mientras a ella la sacudían carcajadas cada vez más fuertes. Pronto los dos se contagiaron y rompieron a reír, cada uno más fuerte y más locamente que el otro.

—¡No me puedo parar! ¡No me puedo parar! —gritaban de cuando en cuando.

—¡Anda, Edward! ¡Mírame bien!

—¡No quiero! —dijo Edward.

En vista de ello, Emily le hizo cosquillas hasta que estuvo tan histérico como los demás.

—¡Oh, me quiero parar; me está doliendo muchísimo la barriga! —se lamentó por fin el pequeño Harry.

—Entonces, vete —le aconsejó Emily en un intervalo de lucidez. Y así disolvió el grupo. Pero para ello hubieron de evitar el mirarse a los ojos; si no, se les hubiera reproducido el ataque.

Laura fue la que se curó antes. Descubrió de pronto la hermosa cueva que formaba su sobaco, y en lo sucesivo decidió guardar allí duendecillos. Durante algún tiempo sólo pudo pensar en esto.