III

OTTO llevaba el timón (apenas si había alguno entre los tripulantes que supiera hacerlo). Su despierta imaginación se hallaba en Santa Lucía y en la joven que tenía allí. Jonsen iba y venía por cubierta con el típico flop… flop… de sus zapatillas.

La atención de Otto, al desvanecerse el tema que la retenía, se fijó en el mono del barco, que se divertía en la claraboya de la cámara.

El animal, haciendo exhibiciones de adaptabilidad ingeniosa a las circunstancias, acababa de resolver el problema de encontrar un compañero de juego. Así como el tahúr empedernido recurre a poner en juego su mano izquierda contra la derecha, él también hacía jugar sus patas traseras contra las delanteras. Su extraordinaria flexibilidad dotaba a esta disociación de una formidable naturalidad: daba la impresión de estar partido por la mitad. La lucha —aunque amistosa por ambas partes— se efectuaba con «todas las de la ley». Por ejemplo, mientras sus pies hacían todo lo posible por extraerle los ojos, sus agudos dientecillos se aferraban enconadamente en sus partes privadas.

En aquel momento se oyeron por la claraboya llantos y gritos de socorro que podrían haberse tomado en serio si no los hubieran interrumpido frases como ésta: «¡Eso no te valdrá de nada; de todos modos te cortaré la cabeza!».

El capitán Jonsen pensaba en una casita, allá en la lejana y umbría Lübeck, con una estufa de porcelana… No, no convenía hablar de retirarse; por encima de todo, hay que cuidar de no decir nunca en voz alta: «Éste es mi último viaje», aunque uno esté dirigiéndose a sí mismo. El mar tiene una manera muy irónica de interpretar esto si lo oye decir. Jonsen había visto a muchos patrones zarpar para su «último viaje»… y nunca regresar.

Sintió una aguda melancolía; estaba a punto de llorar. Y se encaminó abajo. Quería estar solo.

Emily sostenía entonces una conversación, mental y secreta, con John. Nunca lo había hecho; pero hoy se le había presentado en la imaginación. Desde luego, la desaparición de John fue estrictamente tabú en la charla que éste mantuvo con Emily; se ocuparon de otras cosas, pero principalmente de la construcción de una magnífica balsa para la piscina de Ferndale. Como si no hubieran salido de allí.

Cuando oyó los pasos del capitán, tan cerca de haberla sorprendido en su conciliábulo, se puso coloradísima. Sintió que aún le ardían las mejillas cuando entró. Como de costumbre, ni la miró. Se dejó caer en un asiento, apoyó los codos en la mesa de la cámara y, con la cabeza entre las manos, la balanceó rítmicamente a uno y otro lado.

—¡Mira, capitán! —le insistió—. ¿Estoy bonita así? ¡Mira! ¡Mira! Mira, ¿estoy bonita así?

Por fin levantó la cabeza, se volvió y miró a Emily detenidamente. Ésta había puesto los ojos en blanco, y había sacado hacia afuera el labio inferior. Con el dedo índice se aplastaba la nariz hasta ponerla casi al nivel de las mejillas.

—No —dijo sencillamente—, no estás bonita. —Y volvió a sus cavilaciones.

La niña sacó la lengua y le imprimió un movimiento giratorio.

—¡Mira! —dijo en un descanso—. ¡Mira!

Pero en vez de mirarla, recorrió la cámara con los ojos. En cierto modo, parecía otra… Estaba como… afeminada. El dormitorio de una muchachita; no una cámara para hombres. Los cambios materiales eran minúsculos, pero se agigantaban si los miraba un hombre meticuloso. Todo el barco olía a niños.

Incapaz de contenerse, se encasquetó la gorra y salió disparado.

En cubierta, retozaban los demás chicos alrededor de la bitácora, alocadísimos.

¡Maldita sea…! —gritó Jonsen al verlos y, al estallarle toda la rabia acumulada, soltó unas patadas…

Naturalmente, se le salieron las zapatillas, y una de ellas resbaló por cubierta.

No sé qué demonio se le metería en el cuerpo a Edward, pero no pudo contenerse al ver la zapatilla huida. La cogió y salió corriendo con ella, dando alaridos de alegría. Jonsen rugió hacia él. Edward le pasó la zapatilla a Laura y en seguida se le vio danzando en el extremo del botalón. ¡Quién hubiera creído que Edward…! ¡Precisamente el tímido y respetuoso Edward!

Laura apenas si podía con el enorme objeto, pero se abrazó a él con todas sus fuerzas, agachó la cabeza y, con el decidido ademán de un jugador de rugby, echó a correr rapidísimamente en dirección a Jonsen, como si fuera a parar en sus brazos; pero, en el último instante, lo esquivó con toda limpieza, continuó a la derecha —pasando junto a Otto y al timón— tan seria y tan rápida como antes, y torció luego a babor. Jonsen, que nunca se distinguiera por su agilidad, se había empantanado con sus calcetines y se limitaba a rugir del modo menos correcto. Otto vibraba de risa como si fuera de gelatina.

Esta alocada intoxicación, que fue atacando uno a uno a todos los niños, prendió luego en los marineros. Se asomaron con apasionado interés por la escotilla del castillo de proa, luchando entre el deseo de reírse y el respeto a la indignación del capitán, pero de pronto prorrumpieron en un gran clamor y, como los diablejos de una pantomima, se hundieron por la escotilla —espantados de sí mismos—, cerrándola sobre sus cabezas.

Laura, asida aún a la zapatilla, se enganchó el dedito gordo de un pie en un cáncamo y cayó cuan larga era, dando un grito de dolor.

Otto se puso muy serio y se adelantó a coger la zapatilla, entregándola a Jonsen, que se la puso. Edward cesó en su bailoteo y empezó a asustarse.

Jonsen temblaba de rabia. Avanzó hacia Edward con una barra de hierro en la mano.

—¡Baja de ahí! —le ordenó.

—¡No me haga nada! ¡No, no! ¡No me pegue! —suplicó Edward, sin moverse.

Harry echó a correr de pronto y se escondió en la cocina, aunque no había tenido arte ni parte en el asunto.

Con una agilidad sorprendente, que rara vez ponía en práctica, Jonsen se aventuró por el bauprés en dirección a Edward, quien no hacía sino gemir: «¡No, no…!», ante aquella barra asesina que se le acercaba. Pero cuando Jonsen iba a tocarlo, se guindó por un estay.

Jonsen volvió a cubierta, retorciéndose las manos y más furioso que nunca. Mandó a un marinero que escalara las jarcias para cortar las acrobacias del chico y hacerlo bajar.

Me aterra pensar lo que le hubiera sucedido si no llega a ocurrir un incidente extraordinario. En aquel preciso instante apareció Rachel por la escala de la bodega de proa. Se había puesto la camisa de un marinero —la parte de atrás por delante—, la cual le llegaba a los talones. En una mano llevaba un libro, e iba cantando Adelante, soldados cristianos a voz en grito. Pero en cuanto puso pie en cubierta, se calló. Se dirigió derecha a popa, pavoneándose, y sin mirar a un lado ni a otro. Al pasar junto a Otto —que seguía en el timón—, hizo una genuflexión; y se sentó en un cubo de madera vuelto del revés.

Todos, incluso Jonsen, quedaron petrificados. Después de orar en silencio un momento, se levantó y comenzó un galimatías inarticulado con el cual pretendía imitar lo que solía oír en la pequeña iglesia de Sainte Anne, adonde acudía toda su familia una vez al mes. Había empezado el despertar religioso de Rachel. No pudo ser más oportuno. Otto, comprendiendo la intención de la niña, adoptó una actitud muy digna.

Jonsen, recuperando rápidamente parte de su indignación, avanzó hacia la pequeña. Su imitación era admirable. Durante unos momentos, el capitán la escuchó en silencio. Vaciló: ¿se reiría? Finalmente la ira prevaleció en él.

—¡Rachel! —la reprendió.

Pero la niña continuaba su ininteligible sarta de sonidos.

—No soy un hombre religioso —dijo el capitán—, pero ¡no toleraré que se burlen de la religión en mi barco!

Cogió a Rachel por un brazo.

Ella aceleró sus rezos, elevando la voz, y de cuando en cuando gritaba: «¡Suéltame!».

Entonces Jonsen se sentó en el cubo y tendió a la niña boca abajo sobre sus rodillas.

—¡Eres un pirata muy malo! ¡Irás al Infierno! —dijo Rachel dando alaridos.

El capitán empezó a darle cachetes, tan fuerte que la chiquilla lloraba casi tanto de dolor como de rabia.

Cuando por fin la soltó, Rachel tenía la carita hinchada y coloradísima. Se volvió contra él y le propinó con sus puñitos una gran cantidad de golpes en las rodillas, gritando: «¡Infierno! ¡Infierno! ¡Infierno!», con voz ahogada.

Jonsen apartó de sí los puños de la chica con una mano y entonces ella se marchó, tan cansada de gritar que apenas si podía respirar.

Entretanto, la conducta de Laura había sido característica. Cuando tropezó y cayó, no cesó de chillar hasta que se calmó el dolor. Entonces, sin transición perceptible, sus convulsiones de agonía se convirtieron en un intento de sostenerse sobre la cabeza. En esto se entretuvo apasionadamente mientras duró la persecución de Edward y la electrizante aparición de Rachel. Durante el castigo de ésta, perdió el equilibrio, cayendo junto al palo mayor, con los pies contra la rueda que sirve para enrollar las drizas, y esto le dio idea de cambiar de diversión, echándose a rodar rapidísimamente hasta los pies del capitán. Allí permaneció mientras Rachel estuvo castigada.

Se quedó tumbada de espaldas, con la indiferencia más absoluta, sosteniendo las rodillas dobladas cerca de la barbilla y tarareando una canción.