II

A causa de habérsele abierto de nuevo la herida de la pierna, Emily hubo de estar varios días más sin salir de la cámara. Durante este tiempo estuvo muy sola. Jonsen y Otto bajaban poco, y cuando lo hacían se hallaban demasiado preocupados para hacerle caso. Cantaba y hablaba consigo misma casi incesantemente; sólo se interrumpía para suplicar a ambos hombres, con profusión de mimos, que le dieran el ganchillo, que mirasen el animal que había formado con la manta, que le contasen algún cuento, que le relatasen las travesuras de cuando eran pequeños… ¡Qué insólito en Emily llamar así la atención! Jonsen y Otto, por lo general, se marchaban otra vez sin atenderla, o se echaban a dormir sin hacerle el menor caso.

También se contaba a sí misma interminables historias, tantas como hay en Las mil y una noches, y tan complicadas. Pero las palabras que decía en voz alta nada tenían que ver con ello; quiero decir que cuando emitía un ruido narrativo (digámoslo así), lo cual sucedía con frecuencia, lo hacía por el ruido mismo. La formación silenciosa de frases y escenas, dentro de la cabeza, es muy preferible para el verdadero arte narrativo. Si la hubierais contemplado entonces, sin ser vistos por ella, sólo podríais haber sabido que se estaba contando cuentos a sí misma, deduciéndolo de las expresiones dramáticas de su rostro y de sus inquietos movimientos… Y si hubiera tenido la más ínfima sospecha de que estabais viéndola, habría comenzado de nuevo su galimatías sonoro. (Nadie que esté pensando en voz alta interna, esto es, que no llega a los labios, tiene la completa seguridad de no ser oído desde fuera si a la vez no emite con la voz auténtica cualquier sonido que distraiga los oídos ajenos).

Pero cuando cantaba, lo hacía siempre sin palabras: una sucesión de notas como las de un pájaro, que repetían incesantemente el primer vocablo disponible, y casi sin melodía alguna. Al carecer de sentido musical, no creía deber interrumpir la canción, que a menudo duraba media hora.

Aunque José raspó el suelo de la cámara lo mejor que pudo, quedaba todavía una mancha muy grande de sangre.

A veces Emily dejaba vagar pacíficamente su espíritu por sus recuerdos de Jamaica; período que ahora le parecía muy remoto, una edad de oro. ¡Qué joven debía de haber sido entonces! Además, cuando estaba contándose cuentos y se le cansaba la imaginación, acudía a las historias de Anansi que el viejo Sam le había contado y que, a menudo, ella tomaba como punto de partida para invenciones de su propia cosecha.

También recordaba las cosas «espeluznantes» que le había contado Sam sobre los duppies. ¡Cómo solían burlarse de los negros amedrentándoles con el supuesto duppy de la piscina, el fantasma del ahogado! Aquello de no creer en los duppies le proporcionaba a uno una inigualable sensación de poder…

Pero ahora se divertía mucho menos que antes con los fantasmas.

Incluso llegó una vez a sorprenderse a sí misma preguntándose cómo sería el duppy del holandés, todo ensangrentado, con la cabeza vuelta hacia atrás y arrastrando una cadena… ¡Clank!… ¡Clank!… Era una visión centelleante, como cuando la desterrada imagen del pobre Tabby le cruzaba por el pensamiento… Entonces se le nublaba la cabeza, y en un instante estaba lejos de Jamaica, lejos de la goleta, lejos de los duppies y todo… en un trono dorado del Oriente más remoto.

Ya no permitían a los niños entrar a visitarla; pero cuando ella los oía correr por encima, solía conversar con ellos a gritos. Una de estas voces de arriba le anunció:

—¿Sabes? Margaret ha vuelto.

—¡Oooh!

Después de esto, Emily permaneció silenciosa un ratito con sus bellos e inocentes ojos grises fijos en la oreja de un enano situado a los pies de la litera. Sólo un leve fruncimiento de su nariz y las diminutas gotas de sudor sobre sus sienes denotaban la intensidad de sus pensamientos.

Pero esta intensa angustia no sólo la sentía cuando se la motivaba alguna circunstancia exterior.

Por muchas niñerías que hiciera, aquellos períodos de conciencia que le habían empezado en un momento de éxtasis tan sublime, iban creciendo en ella y, a la vez, perdiendo brillantez. Se hacían siniestros. La vida amenazaba con no ser ya una descarga incesante y automática de energía. Cada vez con más frecuencia, y cuando menos lo esperaba, se le caía el alma a los pies, y volvía a recordar que era Emily, la cual había matado y estaba aquí… y que sólo Dios sabía qué sería de aquella criatura desvalida, y qué milagro iba a sacarla con bien de todo aquello… Cuando le sucedía esto, parecíale que el estómago se le hundía a cincuenta metros de profundidad.

Le pasaba lo mismo que a Laura; tenía un pie a cada lado del umbral. Como partícula de la Naturaleza, era casi invulnerable. Pero como Emily, era una criatura absolutamente tierna, indefensa… ¡Qué tremenda crueldad que esta transición tuviese lugar precisamente cuando pasaba sobre ella una ráfaga tan espantosa!

Pues no debe olvidarse que, estando en la cama y tapado con una manta hasta la barbilla, cualquiera se siente seguro, por lo menos hasta cierto punto. Así, Emily podía caer en abismos de terror, pero al tranquilizarse de nuevo no se había hecho ningún daño. Ahora bien, ¿qué ocurriría cuando se levantase y anduviese por ahí? ¿Qué espantosos desatinos no cometería si le llegaba su hora, en un momento de crisis?

¡Oh!, ¿por qué tenía que crecer? ¿Por qué? Aparte de esos ataques de pánico ciego y secreto, sufría otras veces una angustia muy justificada y corriente. Tenía diez años y medio. ¿Qué porvenir la aguardaba? ¿Qué carrera? (La madre les había inculcado desde muy pequeños, a varones como a hembras, la idea de que algún día tendrían que ganarse la vida). Digo que tenía diez años y medio, pero parecía haber pasado un siglo desde que entrara en la goleta, y esto le hacía tener la sensación de ser mayor… Ahora la vida rebosaba interés, pero —se preguntaba a sí misma— ¿era ésta una educación realmente provechosa? ¿Para qué la preparaba? En resumidas cuentas, sólo le enseñaba a ser ella también una especie de pirata (aunque, como era una muchacha, constituía un problema determinar qué especie de pirata podría ser). Pero a medida que pasaba el tiempo, se hacía más claro que no se adaptaría a ningún otro género de vida… Ni los demás, por supuesto.

Después de lo ocurrido, no podía ya creerse el ser superior que ella sospechaba llevar dentro. Esa carrera suprema le estaba cerrada para siempre. Y se convenció de que era la persona más mala que nunca hubiera existido… Algún poder inexorable lo había decretado: no había manera de luchar contra esto. Si no hubiese cometido ya el más horrible de los crímenes…, aunque el crimen más horrible no era el asesinato, sino ese crimen misterioso contra el Espíritu Santo, y junto a este delito, hasta el asesinato perdía importancia… ¿había también cometido ella alguna vez este crimen, sin darse cuenta? Quizá sí, porque como no sabía en qué consistía… Y en ese caso, ¡nada tenía de particular que el Cielo no se apiadara de ella!

Así, la pobre proscrita yacía bajo la manta, temblando, inundada de sudor, con sus dulces ojos fijos en la oreja del enanito que había dibujado.

Pero al poco tiempo cantaba otra vez alegremente y se inclinaba con el cuerpo casi fuera de la litera, para repasar con lápiz el contorno de la mancha oscura del suelo. Luego, un toquecito aquí, otro allá, y la mancha se convirtió en una vieja cojitranca, vendedora del mercado —¡qué notable parecido!— con un fardo cargado a la espalda… Comprendo que Otto se quedara estupefacto al entrar unos minutos después y ver lo que Emily había hecho.

Pero cuando volvía a echarse y pensaba en las dificultades prácticas de la vida que le esperaba (aun no preocupándose en este momento de su alma ni de Dios), carecía del apoyo que tenía Edward con su feliz optimismo; era lo bastante mayor para comprender lo indefensa que estaba en realidad. ¿Cómo se las arreglaría, dependiendo ahora incluso el conservar su vida de la condescendencia de quienes la rodeaban, cómo podría adquirir la habilidad y la fuerza necesarias para luchar contra ellos y sus semejantes?

Por entonces, se le había desarrollado un sentimiento muy curioso hacia Jonsen y Otto. En primer lugar, se había encariñado mucho con ellos. Es verdad que los niños le toman siempre cariño —en mayor o menor grado— a cuantas personas tratan íntimamente, pero lo de Emily era más que eso, un sentimiento más profundo. Por ejemplo, tenía más afecto por ellos que el mayor que pudiera haber sentido por sus padres. Jonsen y Otto, por su parte, se mostraban —dentro de su idiosincrasia— muy cariñosos con ella. Pero ¿podía tener una absoluta seguridad? ¡Les sería tan fácil a unos seres adultos disimular ante ella! ¿Y si en realidad se proponían matarla? Naturalmente, podrían ocultarle con toda facilidad este propósito; se conducirían con ella exactamente con la misma amabilidad… Supongo que esto no era sino un reflejo del propio instinto de simulación que poseía Emily.

Cuando oía los pasos del capitán por la escalerilla, pensaba: quizá me traiga un plato de sopa, o quizá venga a matarme… A matarla de repente, sin que ningún cambio en la expresión de su amable rostro denotase su intención ni en el mismísimo instante final.

Si traía ese propósito, nada podría hacer ella por impedírselo. Gritar, debatirse, tratar de huir… todo sería completamente inútil, y, además… una falta de decoro. Si él quería mantener las apariencias, también ella las guardaría. Si él no descubría sus intenciones, ella no debía darle a entender que las adivinaba.

Por eso, cuando alguno de ellos bajaba a la cámara, Emily se ponía a cantar, sonreía traviesa y confiada, llegando a ponerse pesada para atraer su atención.

Quería un poco más a Jonsen que a Otto. Los niños suelen sentir repugnancia por cualquier aspereza o deformidad en la carne de los adultos; pero las durezas y cicatrices de las enormes manos de Jonsen interesaban a Emily como interesan a un chico los valles de la luna al mirarlos por un telescopio. Cuando manejaba toscamente sus reglas y compases de precisión, aplicándolos con infinito cuidado sobre su carta de navegación, Emily se estiraba desde la litera para explorar las balizas allí señaladas, y se divertía poniéndoles nombre a todas.

¿Por qué tenía que crecer? ¿Por qué no podría confiar siempre su vida al cuidado de los demás, como si no se tratase de algo suyo?

La mayoría de los niños sienten esto mismo. Y, aunque por lo general lo superan, vacilarán antes de deciros que prefieren crecer. Pero es que la mayoría de los niños viven vidas seguras, y ven ante ellos un porvenir seguro, por lo menos en apariencia. Haber asesinado a una persona mayor, y tener que guardar el secreto toda la vida, no es la perspectiva normal para una criatura de diez años; tener en la cabeza a una Margaret, a quien era muy difícil desterrar del pensamiento; ver cerradas ante sí todas las avenidas ordinarias de la vida, y tener sólo abierto un camino de violencia, que conduce al Infierno…

Aún estaba en la línea fronteriza: niña tan a menudo, y sólo niña… Anansi y el pájaro negro, los geniecillos y los tronos dorados…

Todo esto viene a buscar a tientas la explicación de un hecho curioso: que Emily parecía… que era, desde luego, más bien joven para su edad, y que esto se debía a las aventuras por las cuales había pasado, y no era a pesar de ellas.

Pero este juvenilismo ardía con una llama más intensa que nunca. Jamás había chillado tan fuerte en Ferndale, por el agudo placer de oír su propia voz, como chillaba ahora en la cámara de la goleta, cantando como una alondra que fuese muy grande y muy feroz.

Ni Jonsen ni Otto eran nerviosos; pero el ruido que formaba era a veces tan tremendo, que casi los volvía locos. Servía de muy poco decirle que se callase; al poco tiempo olvidaba la advertencia y empezaba otra vez; primero con un murmullo, al minuto siguiente hablaba y a los cinco minutos había estallado de nuevo la borrasca.

Jonsen apenas le dirigía la palabra a nadie. Su camaradería con Otto, aunque basada en el afecto, era notablemente silenciosa. Pero cuando hablaba, le irritaba muchísimo no hacerse oír; hasta cuando, como era corriente, hablaba consigo mismo.