LOS cerdos crecen rápidamente, más rápidamente incluso que los niños; y por mucho que hubiesen cambiado éstos en el primer mes pasado a bordo, aún más cambió el cerdito negro (por cierto que se llamaba Trueno). Alcanzó pronto un tamaño tal que ya no se le podía tolerar que se echase sobre el estómago de uno. De manera que, como seguía tan amigable como siempre, se trocaron los papeles, y se hizo corriente ver a alguno de los niños o a un racimo de ellos cabalgando sobre sus ásperos lomos. Le tomaron mucho cariño (sobre todo Emily), y le llamaban «queridísimo», «cariñito», «corazón mío» y otros nombres. Cuando le rascaban, emitía de vez en cuando un gruñido suave y feliz; y ese mismo sonido (aunque en tono diferente) serviría para las demás ocasiones y emociones… excepto una: si se sentaba sobre él a la vez un número excesivo de niños, lanzaba una débil apariencia de queja, un sonido tan delicado como el que produce el viento en una chimenea muy lejana, como si el aire saliera de él a través de un agujerito hecho con un alfiler.
No se puede pedir un asiento más cómodo que un cerdo complaciente.
—Si yo fuera la Reina —dijo Emily—, desde luego tendría por trono un cerdo.
—A lo mejor lo tiene —sugirió Harry.
—¡Cómo le gusta que le rasquen! —añadió Emily en tono muy sentimental, mientras frotaba los roñosos lomos de Trueno.
El segundo de a bordo contemplaba la escena.
—Me parece que a ti también te gustaría que te rascasen si tuvieras la piel en ese estado.
—¡Oh, qué cosas más molestas se le ocurren a usted! —exclamó Emily, encantada.
Pero la idea arraigó en ella.
—Yo, si fuera tú, no lo besaría tanto —aconsejó al poco tiempo a Laura, quien se había tumbado junto al cerdo y le cubría de besos el salado hocico, mientras lo tenía estrechamente abrazado por el morcillo.
—¡Queridísimo mío! ¡Amorcito mío! —murmuró Laura como respuesta indirecta.
El astuto segundo había previsto que se imponía una cierta separación previa si querían comer carne de cerdo sin lágrimas saladas. Consideraba ese aislamiento como una medida trascendental. Pero, ¡ay!, con el sentimiento de Laura no se podía jugar.
A la hora de la comida se congregaban los niños para tomar sopa y bizcocho.
En la goleta no había sobrealimentación. No comían esos alimentos que suelen considerarse sanos o ricos en vitaminas (a no ser las que se hubieran infiltrado en esa pizca de suciedad a que aludía el proverbio); pero no sabían mal. Primero el cocinero hervía durante dos horas las diversas verduras que podían conservarse a bordo. Después añadía a esa gran olla un buen trozo de carne salada del barril que llevaban a proa, una vez enjuagada en un poco de agua dulce, y la dejaba hirviendo a fuego lento hasta que estaba a punto. Entonces se retiraba, y el capitán y el segundo comían primero la sopa y luego la carne en platos, como los caballeros. Después, si era un día laborable, se dejaba enfriar la carne en la alacena de la cámara, lista para volver a calentarse en la sopa del día siguiente, y la tripulación y los niños tomaban el liquido y el bizcocho; pero si era domingo, cogía el capitán el pedazo de carne y, con aire magnánimo, lo cortaba en trocitos —como si todos fueran, en realidad, unos niños— mezclándolos con las verduras en un enorme tazón de madera en el que se sumergían tanto la tripulación como los niños. Era un modo patriarcal de alimentarse.
Ni siquiera en las comidas se reunía Margaret con los demás niños, sino que comía en la cámara. Aunque, como sólo había dos platos en todo el barco, es probable que usara el de Otto cuando éste concluía.
Laura y Rachel se pelearon aquel día por un trozo de boniato de lo más suculento. Emily las dejó. Ponerlas de acuerdo era una tarea superior a sus fuerzas. Además, estaba muy ocupada con su propia comida. Sin embargo, Edward consiguió hacerlas callar declarando con voz terrorífica: «¡Callaos, u os doy con el SABLE!».
El mutuo alejamiento de Emily y el capitán había tomado ya un cariz insostenible. Cuando estas cosas acaban de ocurrir, ambas partes evitan encontrarse, y todo va bien; pero después de unos cuantos días se muestran propensas al olvido, y cuando están a punto de hablarse recuerdan de repente «que no se hablan» y tienen que retirarse confusas. Nada más molesto para un niño. En este caso concreto, la dificultad para llegar a una reconciliación estribaba en que las dos partes se sentían culpables. Cada uno de ellos se arrepentía de un impulso de momentánea enajenación, y ninguno de los dos tenía ni la menor sospecha de que al otro le ocurría igual. Así que cada uno esperaba a que el otro diera muestras de estar dispuesto a perdonar. Además, aunque el capitán tenía razones muchísimo más serias para estar avergonzado de sí mismo, Emily era por naturaleza la más sensible y la que daba más importancia a su falta; de modo que venían a equilibrarse. Por eso, si Emily corría alegremente, con un pez volador en los brazos, hacia donde estaba el capitán, cruzaba su mirada con la de él y se escabullía al otro lado de la cocina, Jonsen lo atribuía a un sentimiento permanente en la niña, de repulsa y condenación hacia él; se sonrojaba intensamente y miraba con pétrea fijeza a la vela mayor… y Emily se preguntaba si a él no se le iba a olvidar nunca el mordisco en el pulgar.
Pero esa tarde se produjo la crisis. Laura trotaba tras él, exhibiendo sus aptitudes. Edward había descubierto por fin qué era barlovento y qué sotavento, y se había apresurado a que le enseñaran, según lo prometido, la primera de las Reglas Soberanas de la Vida. Y Emily, en uno de los desdichados fallos de su memoria, lo acompañó.
Edward fue debidamente catequizado.
—Ésta es la primera regla —dijo el capitán—: No arrojes nada a barlovento, excepto agua caliente y cenizas.
El rostro de Edward desarrolló exactamente la expresión de asombro que se esperaba de él.
—Pero barlovento es… —balbució—. Quiero decir si no las empujaría el viento… —y se calló, dudando de haber comprendido bien los términos.
Jonsen estaba encantado con el éxito de este antiguo chiste. Emily, también atónita, trataba de sostenerse en una sola pierna y perdió el equilibrio, agarrándose al brazo de Jonsen. Éste la miró… Todos la miraron.
La mejor manera de escapar de un encuentro embarazoso, cuando los nervios no puedan soportar el violento esfuerzo de salir andando, es retirarse ejecutando una serie de saltos mortales. Emily se lanzó inmediatamente dando volteretas cubierta arriba.
Era muy difícil conservar la dirección, y el mareo era espantoso. Pero tenía que continuar hasta perderse de vista, o morir.
En aquel momento, Rachel, que se había encaramado al palo mayor, dejó caer por primera vez su pasador. Lanzó un grito terrible, pues lo que ella veía caer era un bebé que se aplastaría los sesos contra cubierta.
Jonsen profirió un pequeño gruñido de alarma… Los hombres nunca sabrán dar esos chillidos que lanzan las mujeres con toda su alma.
Pero el alarido más desesperado de todos lo dio Emily, aunque unos segundos después que los otros dos, pues el malvado punzón de acero —que estaba ahora temblando sobre el maderamen— le había escopleado un surco en la pantorrilla al caer. Sus nervios en tensión y el mareo que la invadía colaboraron con el golpe y el dolor de la herida para darle a su grito una intensidad sobrecogedora. Jonsen estuvo a su lado al instante, y cogiéndola en brazos la bajó a la cámara. Allí estaba sentada Margaret, inclinada sobre su costura, con los delgaduchos hombros encogidos, tarareando en voz muy baja y sintiéndose francamente enferma.
—¡Fuera! —dijo Jonsen en tono bajo y brutal. Sin una palabra ni un gesto, recogió Margaret su costura y trepó a cubierta.
Jonsen untó un poco de alquitrán de Estocolmo en un andrajo y vendó la pierna de Emily con bastante habilidad, aunque el alquitrán le causara a ésta, naturalmente, un dolor horroroso. Emily había sollozado amargamente cuando el capitán la traía en brazos y luego, cuando la tendió en su litera, agotó su capacidad de gemir. Al abrir de nuevo sus ojos inundados y ver a Jonsen inclinado sobre ella, con sólo una gran preocupación reflejada en su rostro rudo y mostrando una piedad entrañable, sintió Emily una alegría tan grande al verse por fin perdonada que le tendió los brazos y lo besó. Jonsen se sentó en el arcón, balanceándose tranquilamente atrás y adelante. Emily dormitó unos minutos; cuando se despertó, aún estaba allí el capitán.
—Cuéntame de cuando eras pequeño —dijo la niña.
Jonsen continuaba silencioso, tratando de proyectar su pesado espíritu hacia el pasado.
—Cuando yo era muchacho —dijo por fin—, no se creía de buena suerte engrasarse uno mismo sus botas marinas. Mi tiíta me engrasaba las mías antes de que saliéramos en el lugre.
Se calló durante algún tiempo.
—Hacíamos seis partes de la pesca… Una para la tripulación y una para cada uno de nosotros.
Eso fue todo. Pero a Emily le interesaba aquello enormemente, y al poco tiempo volvió a dormirse, feliz por completo.
Así, durante varios días tuvieron que compartir el capitán y su segundo la litera de éste. Sabe Dios a qué rincón desterrarían a Margaret. La herida de la pierna de Emily tardaría bastante en cicatrizar.
Para empeorar las cosas, el tiempo se volvió muy inseguro; mientras estaba despierta, todo iba muy bien, pero en cuanto se dormía empezaba a rodar por la litera, y entonces la despertaba el dolor, que pronto la redujo a un estado febril y nervioso, aunque la pierna seguía lo mejor que cabía esperar. Naturalmente, los demás niños iban a verla; pero esto no les divertía mucho, puesto que en el camarote no había nada que hacer una vez superada la novedad de haber sido admitidos en el «sagrado lugar». De manera que sus visitas fueron breves, de cumplido. Sin embargo, el nuevo estado de cosas les permitió pasarlo muy bien en la bodega por las noches, ahora que el gato no estaba allí; cosa que por las mañanas se les notaba.
Otto solía ir algunas veces a enseñarle a hacer nudos de fantasía, y al mismo tiempo se desahogaba contándole a Emily sus quejas contra el capitán, aunque la chica las recibía siempre con un silencio molesto. Otto había nacido en Viena, pero a los diez años se había escapado de casa en una gabarra del Danubio y se hizo marino, habiendo servido por lo general en barcos ingleses. El único lugar donde había pasado bastante tiempo en tierra fue el País de Gales. Durante unos cuantos años se dedicó a la navegación costera partiendo del puerto —en tiempos, muy floreciente— de Portdinlleyn, el cual está ya casi muerto. Así, además de alemán, español e inglés, hablaba correctamente galés. No es que residiera allí mucho tiempo, sino que lo hizo en una edad muy impresionable. Y, cuando le hablaba a Emily de su pasado, se refería preferentemente a su vida de «muchacho» en las barcas de pizarra.
El capitán Jonsen procedía de una familia danesa establecida en la costa báltica, en Lübeck. Él también había pasado la mayor parte de su vida en barcos ingleses. Lo que Emily nunca descubrió fue cuándo y cómo se habían encontrado Otto y él, y cómo se habían dedicado al negocio de la piratería. Habían sido inseparables durante muchos años. Emily prefería dejarlos divagar que hacerles preguntas o tratar de hilvanar unos datos con otros: ella era así.
Cuando los nudos perdieron interés, José le envió un hermoso ganchillo que había tallado en un hueso de buey, y, entresacando hilos de un trozo de lona, Emily podía hacer servilletas de crochet para la mesa de la cámara. Pero lo malo era que también dibujaba muchísimo, hasta cubrir todo el interior de la litera de figuras, como una cueva paleolítica. Es preferible pasar por alto el juicio del capitán sobre estas manifestaciones artísticas. Era muy divertido fijarse en los nudos de la madera y en las desigualdades de la pintura, porque siempre recordaban a algo; después, se les pasaba por encima un lápiz para que esa vaga sugerencia se concretase, poniéndole un ojo a aquello que parecía un caballito de mar, o dotando al conejillo de la oreja que le faltaba. Esto es lo que llaman los artistas saber sacarle partido a la materia.
Cada vez hacía peor tiempo, y el universo perdía por momentos el equilibrio. Se hizo casi imposible la labor de ganchillo. Tuvo que permanecer asida constantemente al borde de la litera para que no se le zarandeara la pierna.
A pesar del mal tiempo, los piratas decidieron por fin realizar otra captura. Esta vez no fue gran cosa: un vaporcito holandés, que transportaba unas fieras para uno de los antecesores de Mr. Barnum. El capitán del vapor, un individuo vanidoso —como sólo pueden serlo algunos holandeses—, les dio mucho que hacer, a pesar de que su cargamento no merecía la pena de tomarse ese trabajo en defenderlo. Era un marino de primer orden; pero era muy rubio y apenas si tenía cuello. A última hora tuvieron que atarlo, llevárselo a la goleta y dejarlo en el suelo de la cámara, donde Emily podría vigilarlo. Despedía un vaho a varias marcas de cigarros notablemente nauseabundas que la mareaban.
Los demás niños desempeñaron un papel importantísimo en la captura. Dieron más resultado como reclamo de inocencia que aquellas «señoras» de ocasiones anteriores. El vapor (o sea, un velero adaptado al nuevo procedimiento, como solían serlo entonces), desarbolado por el viento de aquellos días, se arrastraba como una tortuga con los puentes barridos por el agua y la chimenea ladeada como un sombrero mal puesto. Por eso, cuando vio arriar un bote de la goleta —jaleada desde la borda su salida por Edward, Harry, Rachel y Laura—, el holandés no sospechó de esta ayuda que sin duda iba a ofrecérsele, y los dejó subir a bordo.
Pero luego empezó a poner inconvenientes y tuvieron que llevárselo a la goleta. No les hizo mucha gracia encontrarse por todo botín con un león, un tigre, dos osos y una buena cantidad de monos. De ahí que haya de suponerse no se mostraron muy amables con el holandés en el traslado.
Lo más inmediato fue averiguar si el Thelma —como el Clorinda— llevaba algún cargamento secreto de más valor. Encerraron toda la tripulación del vapor a popa de la goleta; uno tras otro, los fueron sacando a todos a cubierta para ser interrogados. Pero, o no había dinero a bordo, o no lo sabían los tripulantes, o bien no querían decirlo. Aunque, en realidad, la mayoría de ellos estaban tan aterrados que hubieran vendido gustosos a sus abuelas; pero también es verdad que otros se reían tranquilamente de aquellas bravuconerías piratescas, comprendiendo que serían incapaces de llegar al asesinato a sangre fría y sin estar borrachos.
Procedían de igual modo con cada uno. Cuando terminaban con un marinero, lo encerraban en el castillo de proa y, antes de sacar a otro de popa, apaleaba uno de los piratas despiadadamente un rollo de lona con un «gato de nueve colas», mientras otro de ellos gritaba como un condenado. Luego disparaban un tiro al aire y arrojaban algo por la borda para producir un ¡chap! en el agua. Todo esto tenía, naturalmente, por objeto impresionar a los que esperaban aún abajo, en la cámara, a que les llegase el turno; y desde luego la ficción resultaba tan eficaz como pudiera haberlo sido la realidad. Pero de nada sirvió, ya que probablemente no había ningún tesoro que descubrir.
Lo que sí había a bordo del vapor era una abundante provisión de bebidas holandesas, que les vinieron muy bien a los piratas para variar un poco, después de tanto ron de las Antillas.
Tras una hora o dos de haber estado bebiendo los nuevos licores, a Otto se le ocurrió una feliz idea. ¿Por qué no ofrecer a los niños un espectáculo de circo? ¡Habían pedido con tal insistencia que los llevaran al vapor para ver los animales! ¿Por qué, pues, no les presentaban algo verdaderamente magnífico… por ejemplo una lucha entre el león y el tigre?
Dicho y hecho. Los niños y cuantos individuos de la tripulación pudieron abandonar sus cometidos, se dirigieron al vapor y se instalaron por el cordaje a diversas y prudentes alturas. Aparejaron los garfios de descarga, abrieron la escotilla e izaron a cubierta las dos jaulas de hierro con su infecto vaho gatuno. Entonces, los pequeños guardianes malayos, que no cesaban de garrulear unos con otros en tono sibilante, tuvieron que abrirlas, como se les había ordenado, para que ambos monarcas de la selva salieran a luchar.
A nadie se le ocurrió pensar cómo se las arreglarían para meterlos otra vez en las jaulas. Sin embargo, suele considerarse más fácil dejar salir a un tigre de una jaula que volverlo a encerrar.
Pero, por lo pronto, ninguna de las dos fieras mostraba especial interés en salir de su encierro. Se quedaron tumbadas en las jaulas gruñendo levemente (quizá gimiendo), sin más movimiento que uno giratorio con los ojos.
¡Qué mala suerte la de Emily perdiéndose esto y teniendo que permanecer en la cámara de la goleta, por culpa de su pierna, con el encargo de vigilar al capitán holandés!
Cuando quedaron solos, el hombre intentó hablar con ella; pero, a diferencia de tantos holandeses, éste no sabía ni palabra de inglés. Se limitaba a mover la cabeza, y miraba un afilado cuchillo que algún idiota había dejado tirado por el suelo de la cámara; sus ojos iban del cuchillo a Emily y de ésta al cuchillo. Indudablemente, le estaba pidiendo que se lo diera.
Pero a Emily le aterrorizaba aquel hombre. Hay algo mucho más terrorífico en un hombre atado que en uno que no lo esté… Esto se basa, supongo, en el miedo a que pueda soltarse.
La sensación de no poderse mover de la litera y escapar aumentaba el pánico de pesadilla que se apoderaba de la chica.
Recuérdese que el holandés no tenía cuello; y olía a tabaco malo.
Por último, debió de hacerse cargo del miedo y la repugnancia que se reflejaba en el rostro de la niña, en vez de la compasión que él había esperado encontrar. Y empezó a actuar por su cuenta. Primero, imprimió a su cuerpo atado un movimiento de balanceo hasta que, por fin, consiguió echarse a rodar.
Emily gritó pidiendo socorro, golpeando con el puño en la litera; pero nadie acudió. Los marineros que se habían quedado a bordo no podían oírla: tenían concentrada toda su atención en lo que ocurría en el vapor, que proseguía su marcha cansina a unos setenta metros de distancia. Allí, uno de los piratas, sintiéndose audaz, había bajado de su percha, y arrojaba clavos a las jaulas, para excitar a sus ocupantes. Sin embargo, aunque las fieras no hiciesen más que agitar las colas por toda respuesta, se encaramaba volando a cualquier cabo como un ratoncillo amaestrado. Los únicos que permanecían constantemente en cubierta eran los guardianes malayos, sin importarles nada de nada: sentados en corro —sobre sus talones—, graznaban desapaciblemente por la nariz. Es probable que experimentasen algo muy parecido a lo que sentían el león y el tigre en aquel momento.
Pero, al cabo de unos minutos, los piratas se envalentonaron. Otto se acercó a una de las jaulas y empezó a pinchar al tigre en las costillas con una barra de hierro. Pero la pobre fiera estaba demasiado mareada para irritarse, ni siquiera por esto. Poco a poco todos los espectadores fueron descendiendo a cubierta y se agruparon alrededor —aunque preparados para salir disparados— mientras Otto, borracho, y el capitán Jonsen (completamente sobrio) aguijoneaban a los animales y se mofaban de ellos.
Por eso no es extraño que, allá en la goleta, nadie oyese a la pobre Emily, sola en la cámara con el terrible holandés.
Chillaba, chillaba a más no poder; pero no había manera de despertar de la pesadilla.
A pesar del balanceo del barco, el holandés había conseguido acercarse rodando casi hasta donde estaba el ansiado cuchillo. Las venas de la frente parecía que le iban a estallar con el esfuerzo y la presión de sus ligaduras. Por detrás, movía a tientas los dedos, tratando de alcanzar con ellos la hoja del cuchillo.
Emily, enajenada de terror, sintió de repente la fuerza de la desesperación. A pesar del espantoso dolor que le causaba la pierna, se arrojó de la litera y se apoderó del cuchillo en el preciso momento en que el holandés lo tocaba con sus manos atadas.
En el transcurso de los cinco segundos siguientes, lo apuñaló unas doce veces; luego, arrojando el cuchillo hacia la puerta, volvió dificultosamente a la litera.
El holandés, desangrándose rápidamente, cegado con su propia sangre, gemía inmóvil. Emily —a quien se le había abierto la herida de la pierna— se desmayó de terror y de la intensidad del dolor que sentía. El cuchillo, arrojado alocadamente, no llegó a cubierta y volvió, dando tumbos por los escalones, al suelo de la cámara. El primer testigo de la escena fue Margaret, que se asomó en aquel momento desde cubierta; y sus ojos atontados parecían salirse de su cara menuda y con cierto anticipo de calavera.
Jonsen y Otto, no pudiendo excitar a las adormiladas fieras, reunieron a sus hombres y volcaron las jaulas mediante grandes palancas, con lo cual quedaron ambos animales en cubierta.
Pero ni aun así querían luchar, ni mostraban la menor animadversión mutua. Así como estuvieron echados y gruñendo en las jaulas, así gruñían ahora, echados en cubierta.
Eran ejemplares pequeños, y el viaje los había enflaquecido. Otto, lanzando de pronto un juramento, agarró al tigre por la barriga y lo alzó hasta ponerlo de pie sobre sus patas traseras. Jonsen hizo esto mismo con el león —de cabeza más pesada—, y así quedaron ambos duelistas frente a frente, con las cabezas reclinadas confiadamente en los brazos de sus padrinos.
Pero en los ojos del tigre comenzaron a brillar unas chispas como si su consciencia despertase. De repente, tensó los músculos; un ligero esfuerzo le bastó para soltarse de la sujeción —sólo humana— de Otto (como Sansón se librara de sus ligaduras), descoyuntándole casi los brazos antes de tener tiempo de soltarlo. En un santiamén, le dio un zarpazo en la cara, lacerándole la mitad de ella. Con los tigres no se juega. Jonsen dejó caer el enorme bulto leonino sobre la otra fiera, y desapareció con Otto por la primera escotilla que encontraron, mientras los piratas, atropellándose unos a otros como el público de un teatro en llamas, se dispersaron cordaje arriba.
El león salió rodando. El tigre, vacilante, acabó metiéndose otra vez en su jaula. Los sutiles e inmóviles malayos no prestaron atención alguna a todo aquello.
¡Y, la verdad, la cosa merecía la pena!
Pero ya había terminado el circo heroico. Fastidiados, magullados unos por otros, como consecuencia del pánico, los piratas ayudaron a meter a Otto en el primero de los dos botes y, remando atropelladamente por el mar revuelto, regresaron a la goleta. Uno a uno treparon por la borda y saltaron a cubierta.
Los marinos tienen un excelente olfato. Olieron la sangre en seguida y se agolparon en la escalerilla, en cuyo primer escalón encontraron sentada a Margaret como en éxtasis.
Abajo yacía Emily en la litera, con los ojos cerrados… Había vuelto en sí, pero tenía cerrados los ojos.
Vieron al capitán holandés en el suelo, encharcado en sangre. «Pero, caballeros, tengo mujer e hijos», dijo de pronto, con un tono amable y sorprendido. En seguida murió, y no por alguna herida mortal, sino por la cantidad de cuchilladas superficiales que recibiera.
Era evidente que aquello lo había hecho Margaret… Había matado a un hombre atado, indefenso, y sin motivo alguno; y ahora contemplaba cómo moría, con aquella mirada vacía, sin expresión…