EL capitán Jonsen mandó al hombrecillo simiesco —el que lo pasara tan mal en la cena— que limpiarse la bodega de proa. Las escobas y las espías y los cables guardados allí quedaron apilados a un lado, y se sacó del producto del pillaje toda la ropa de cama precisa.
Pero nada podía ya romper el hielo. Cada niño recibió su manta en un silencio molesto. Jonsen andaba por allí, deseoso de ayudar en la tarea de inventar unas camas, pero sin saber por dónde empezar. Por fin abandonó la empresa y salió suspendiéndose por la escotilla de proa, hablando consigo mismo. Lo último que los niños vieron de él fueron sus fantásticas zapatillas, colgando cada una de unos dedos enormes, y silueteándose sobre el cielo estrellado; pero no se les ocurrió reírse.
Sin embargo, cuando, finalmente, el familiar consuelo de las mantas bajo sus barbillas comenzó a dejar sentir su efecto y se encontraron solos, aquellas mudas estatuas, empezaron a animarse.
Había una profunda oscuridad que intensificaba la luz estelar en el cuadrado de la escotilla abierta. El prolongado silencio fue roto primero por alguno de ellos, que se revolvió casi despreocupadamente. Luego, lo siguiente:
LAURA (en tono bajo y sepulcral). —No me gusta esta cama.
RACHEL (ídem). —A mí, sí.
LAURA. —Es una cama horrorosa; esto ni es cama ni es nada.
EMILY y JOHN. —¡Chchch! ¡A dormir!
EDWARD. —Aquí huele a cucarachas.
EMILY. —¡Chch!
EDWARD (alto y con convicción). —Nos comerán las uñas, porque no nos hemos lavado, y la piel, y el cabello, y…
LAURA. —¡Hay una cucaracha en mi cama! ¡Vete!
(Se podía oír el zumbido de la bestezuela al marcharse. Pero Laura también se había marchado).
EMILY. —¡Laura! ¡Vuelve a la cama!
LAURA. —¡No quiero, mientras esté ahí la cucaracha!
JOHN. —¡Acuéstate otra vez, tonta! ¡Hace ya un siglo que se ha ido!
LAURA. —Pero estoy segura que ha dejado ahí a su mujer.
HARRY. —Las cucarachas no tienen mujer, ellas mismas son mujeres.
RACHEL. —¡Au! ¡Laura, fuera de aquí!… ¡Emily, Laura está andando encima de mí!
EMILY. —¡Lauraaa!
LAURA. —¡Tengo que andar sobre algo!
EMILY. —¡Acuéstate!
(Un rato de silencio).
LAURA. —No he dicho mis oraciones.
EMILY. —Bueno, pues reza acostada.
RACHEL. —No, no; eso es de personas perezosas.
JOHN. —¡Cállate, Rachel! Déjala que rece acostada.
RACHEL. —¡Eso está muy mal! Se duerme uno cuando va por la mitad. La gente que se duerme cuando va por la mitad debe ir al infierno. ¿Verdad que sí? (Silencio). ¿Verdad? (Más silencio). Emily, oye, ¿verdad que sí?
JOHN. —¡No!
RACHEL (soñolienta). —Me parece que debería ir al infierno muchísima más gente de la que va.
(Silencio otra vez).
HARRY. —Marghie.
(Silencio).
—¡Marghie!
(Silencio).
JOHN. —¿Qué le pasa a Marghie? ¿Es que no quiere hablar?
(Se oye un leve sollozo).
HARRY. —No sé.
(Otro sollozo).
JOHN. —¿Se pone así a menudo?
HARRY. —Algunas veces se pone hecha una borrica.
JOHN. —Marghie, ¿qué te pasa?
MARGARET (muy abatida). —¡Déjame!
RACHEL. —¡Creo que tiene miedo! (Canturreando en tono de mofa). ¡Marghie tiene jindama! ¡Marghie tiene jindama, jindama, jindama!
MARGARET (gimoteando en alto). —¡Oh, qué tontitos sois!
JOHN. —Bueno, dinos entonces lo que te pasa.
MARGARET (tras una pausa). —Soy mayor que vosotros.
HARRY. —¡Qué eres mayor! ¡Vaya una razón divertida para tener miedo!
MARGARET. —No tiene nada de divertida.
HARRY. —Sí lo tiene.
MARGARET (Acalorándose). —¡Te digo que no!
HARRY. —¡Y yo te digo que sí!
MARGARET (con finura). —Lo que pasa es que todos vosotros sois demasiado jóvenes para saber…
JOHN. —¡Emily, dale un cachete!
EMILY (adormilada). —Dáselo tú.
HARRY. —Pero, Marghie, ¿por qué estamos aquí?
(No hay respuesta).
—Emily, ¿por qué estamos aquí?
EMILY (con indiferencia). —No sé. Creo que nos han querido cambiar de sitio.
HARRY. —Eso me parece a mí. Pero no nos habían dicho que teníamos que mudarnos.
EMILY. —Los mayores nunca nos dicen las cosas.