III

HABRÍA parecido natural que la cena de aquella noche en la goleta hubiera resultado divertidísima. Pues bien, no fue así.

Un botín de semejante valor había puesto a la tripulación, como es lógico, del mejor humor. Por otra parte, en los niños debería de haber producido el mismo efecto una cena que consistía principalmente en fruta escarchada, seguida por pan y cebolla como postre, servida en un gran recipiente comunal, comida bajo las estrellas en plena cubierta y después de la hora habitual de irse a la cama. Sin embargo, ambas partes fueron víctimas de un súbito ataque —invencible y totalmente inesperado— de timidez. De ahí que no se haya dado un banquete de etiqueta más formal ni más aburrido que éste.

Supongo que sería la falta de un lenguaje común la causa principal de aquella situación tirante. Los marineros, bastante acostumbrados a esta dificultad, gesticulaban y lo señalaban todo con el dedo. Los niños, en cambio, se refugiaron tras un despliegue de finos modales que hubiera sorprendido a sus padres. Esto fue causa de que los marineros se contagiaran y adoptaran la misma actitud afectada, y un pobre diablo —con algo de mono— que eructaba continuamente, no pudiendo sufrir los mudos reproches de sus compañeros, se fue a comer aparte, avergonzadísimo. Pero el silencio seguía siendo tan grande, que aún se oían sus eructos, amortiguados por una distancia aproximada de medio barco.

Quizá lo hubiera pasado mejor si el capitán y el segundo se hubieran hallado presentes, ya que hablaban inglés. Pero estaban demasiado ocupados examinando las cosas de uso personal que habían traído del bricbarca, seleccionando a la luz de una linterna todo lo que pudiera identificarse con excesiva facilidad y arrojándolo después al mar, aunque de mala gana.

Y fue precisamente el ruido producido por dos baúles vacíos —con una inscripción en letras muy grandes: JAS. MARPOLE— al caer al agua, lo que levantó en el cercano velero un alarido colectivo de indignación. Los dos interrumpieron su tarea, asombrados: ¿cómo era posible que una tripulación despojada ya de cuanto poseía tomara con semejante calor la desaparición, camino del fondo del mar, de un par de baúles viejos e inservibles?

Era inexplicable.

Reanudaron su labor, no prestando ya atención al Clorinda.

Cuando concluyó la cena, las relaciones sociales se hicieron aún más embarazosas. No sabían qué hacer con las manos ni con las piernas; no podían hablar con sus anfitriones y comprendían que sería de mala educación hablar entre sí; sentían unos deseos terribles de que llegara el momento de marcharse. Si al menos hubiera habido luz, se hubiesen distraído mucho explorando; pero en la oscuridad no se podía hacer nada, nada en absoluto.

La tripulación, en cambio, encontró pronto cosas que hacer; y en cuanto al capitán y su segundo, hacía tiempo que estaban atareados, como ya dije.

Sin embargo, cuando terminó la clasificación del botín, no tenía Jonsen ya nada que hacer, sino llevar a los niños al otro velero, y aprovechar la brisa y la oscuridad para zarpar de nuevo.

Pero aquellos plaf… plaf… en la superficie del mar, la exaltada imaginación de Marpole los había interpretado a su manera. Indicaban que ya no había motivo alguno para esperar; en verdad, se imponía la marcha.

Creo que se equivocó de buena fe.

Después de todo, fue sólo un pequeño lapsus decir que había podido «ver con sus propios ojos» lo que había podido escuchar con sus propios oídos; y la intención era piadosa.

Hizo trabajar a sus hombres febrilmente, y cuando el capitán Jonsen miró otra vez para allá, el Clorinda, con sus remiendos desplegados a la luz de las estrellas, se encontraba ya a una milla a sotavento.

No se podía pensar en perseguirlo, en plena ruta de la navegación. Jonsen tuvo que contentarse con verlo cómo se alejaba a través de su catalejo.