IV

A la mañana siguiente —domingo— regresaron a casa. Emily iba aún tan saturada de terremoto que parecía muda. Comía terremoto y dormía terremoto; sus dedos y piernas eran terremoto. A John le había dado por las jacas. El terremoto había sido muy divertido; pero las jacas eran lo importante. A Emily no le preocupaba que los demás no compartieran su entusiasmo. Se hallaba demasiado poseída por éste para ser capaz de fijarse en nada ni de darse cuenta de que los demás pretendían engañarse a sí mismos haciendo ver que existían.

Su madre salió a recibirlos a la puerta. Los atosigó a preguntas: John charló sobre las jaquitas, pero Emily seguía con la lengua inmóvil. Se sentía como un niño que por haber comido demasiado no puede ni ponerse malo.

A la señora Thornton le preocupaba a veces su hija. Este género de vida era muy pacífico y podía ser excelente para niños nerviosos como John; pero una criatura como Emily (pensaba la señora Thornton), que nada tiene de nerviosa, necesitaría en realidad algún estímulo; si no, hay el peligro de que su espíritu se eche a dormir del todo y para siempre. Esta vida es demasiado vegetativa.

Por eso, la señora Thornton hablaba siempre a Emily con su estilo más brillante, como si todo tuviese en este mundo un interés superlativo. Además, había confiado en que la visita a Exeter la animase; pero había vuelto tan silenciosa e inexpresiva como siempre. Evidentemente, no le había causado la menor impresión.

John capitaneaba a los pequeños en el sótano, y se estaba allí dando vueltas marcialmente, con espadas de madera, cantando Adelante, soldados cristianos. Emily no se unía ya a ellos. ¿Qué podía importarle ahora su antigua pena de que, siendo una chica, no podría nunca, cuando fuera mayor, llegar a ser un soldado de verdad con una auténtica espada? Había estado en un terremoto.

Algunas veces, aquel juego duraba tres o cuatro horas. Pero no tardaron mucho en dejarlo; pues, por mucho que significase el terremoto para el alma de Emily, había servido muy poco para limpiar la atmósfera. Hacía el mismo calor. Se notaba una extraña agitación en el mundo animal, como si venteasen algo. Los mosquitos y lagartos habituales seguían ausentes; pero ocupaban su lugar los engendros más horrorosos de la tierra, criaturas de las tinieblas que salían al aire libre. Los cangrejos terrestres vagaban desorientados, agitando airados sus patas, y en el suelo pululaban las hormigas rojas y las cucarachas. En los tejados se apiñaban las palomas hablando entre sí atemorizadas.

El sótano (o más bien, el piso bajo), donde jugaban, no tenía comunicación con la estructura de madera que constituía la casa, sino que tenía acceso propio bajo el tramo de escalones que conducía a la puerta principal. Allí se hallaban sentados los niños, a la sombra, cuando vieron uno de los mejores pañuelos del señor Thornton abandonado en el suelo. Seguramente se le había caído por la mañana. Pero ninguno de ellos se sintió con fuerzas de exponerse al sol para ir a recogerlo. Entonces, observaron cómo cruzaba el corral, cojeando, el viejo Sam. Al ver el trofeo, se dispuso a llevárselo. De pronto recordó que era domingo. Lo tenía ya en la mano y lo arrojó como un ladrillo recién sacado del horno. Luego lo cubrió con arena en el mismo sitio donde lo encontrara.

—Si Dios quiere, mañana te robaré —explicó esperanzado—. Si Dios quiere, ¿tú mañana aquí?

El gruñido lejano de un trueno pareció acceder de mala gana a sus deseos.

—Gracias, Señor —contestó Sam, dirigiendo una reverencia a una nube baja. Se alejó dando trancadas; pero, no muy seguro de que el cielo mantuviese su promesa, cambió de idea y, volviendo sobre sus pasos, cogió el pañuelo y se fue a su cabaña. El trueno rezongó ahora con más fuerza y más enfadado; pero Sam hizo como si no oyera el reproche.

Era costumbre que cuando volvía el señor Thornton de sus viajes a Sainte Anne, saliesen corriendo a su encuentro John y Emily, y volviesen colgados cada uno de un estribo de su caballo.

Aquel domingo por la tarde corrieron hacia él en cuanto lo divisaron, a pesar de la tormenta que estallaba en aquel momento sobre sus cabezas —y no sólo sobre sus cabezas, pues en los trópicos una tormenta no es un suceso remoto allá en el cielo, como ocurre en Inglaterra, sino que os rodea por doquier: las chispas cruzan el agua jugando como patos, brincan de árbol en árbol y saltan por el suelo mientras el trueno va prosiguiendo sus violentas explosiones hasta meterse en vuestras entrañas.

—¡Volveos! ¡Volveos, condenados críos! —gritó furioso—. ¡Meteos en casa!

Se detuvieron, espantados, y empezaron a darse cuenta de que, después de todo, era una tormenta más violenta que de ordinario. Descubrieron de repente que se habían calado hasta los huesos; seguramente ya en el momento de salir de casa. Los relámpagos se empalmaban unos con otros; las chispas jugueteaban hasta con los estribos de la montura de su padre, y de pronto comprendieron que éste tenía miedo. Volvieron a casa volando, terriblemente desconcertados, y el padre llegó casi a la vez que ellos. Su esposa se precipitó a recibirlo:

—Querido, cómo me alegro…

—¡Nunca vi una tormenta como ésta! ¿Cómo diantre dejaste salir a los niños?

—¡No se me ocurrió que pudieran ser tan imprudentes! Todo el tiempo me he estado acordando… pero ¡gracias a Dios que ya estás aquí!

—Me parece que lo peor ha pasado ya.

Quizá fuera así; pero mientras cenaban, los relámpagos mantenían una iluminación ininterrumpida. John y Emily apenas si podían comer; el recuerdo de aquel gesto en el rostro del padre los obsesionaba.

Resultó una comida de lo más desagradable. La señora Thornton le había preparado a su marido el «plato favorito» de éste, lo cual era indicadísimo para fastidiar a un hombre caprichoso como él. Estaban a la mitad de la cena cuando entró Sam, prescindiendo de toda ceremonia. Arrojó el pañuelo airadamente sobre la mesa y salió disparado.

—Pero ¿qué demonios…? —comentó el señor Thornton.

John y Emily sabían qué significaba aquello y estaban de completo acuerdo con Sam respecto a la causa de la tormenta. Robar era siempre reprobable, pero, ¡en domingo!

Entretanto, seguía el juego de los relámpagos. Los truenos imposibilitaban la conversación; de todos modos, nadie tenía ganas de charlar. Sólo se oía tronar y el martilleo de la lluvia. Pero, de repente, se oyó un agudísimo chillido inhumano de terror que procedía de bajo la ventana.

—¡Tabby! —gritó John, y todos se precipitaron a la ventana.

Pero Tabby había entrado ya, como una flecha, en la casa; y tras él venía una banda de gatos monteses persiguiéndolo encarnizadamente. John entreabrió la puerta del comedor y el minino se coló en él, jadeante y desgreñado. Ni siquiera entonces desistieron las fieras de su ataque. Es inconcebible qué furia podía llevar a estas criaturas de la selva hasta aquella casa; pero allí estaban en el pasillo con su orquesta de maullidos. Y como si su invocación encontrase propicios los truenos, se volvieron a poner en movimiento, y el resplandor de los relámpagos anulaba la luz de la lámpara colocada sobre la mesa. En medio del espantoso estruendo no se oía ni una palabra. Tabby, con el pelo erizado, cruzaba la habitación en todas direcciones, echando lumbre por los ojos, hablando y profiriendo a veces exclamaciones en un tono de voz que los niños nunca le habían oído y que les heló la sangre. Parecía un ser inspirado por la presencia de la Muerte; se había vuelto tremendamente délfico. Y en el pasillo reinaba, de modo terrorífico, una barahúnda infernal.

Pero esta defensa no había de durar mucho. Por fuera de la puerta se hallaba el gran filtro, y al montante que había encima de ella se le había roto el cristal hacía mucho tiempo. Algo negro y aullante pasó como una flecha a través del montante y vino a aterrizar en medio de la mesa del comedor, esparciendo los cuchillos y los tenedores y volcando la lámpara. Luego, otro… y otro… Pero Tabby se había escapado ya por la ventana y salía disparado hacia la selva. Una docena de gatos salvajes saltaron limpiamente desde la tapadera del filtro —y a través del montante— a la mesa y de allí partieron al instante en furiosa persecución del fugitivo. En un momento se perdió en la noche toda aquella cacería infernal tras la presa inminente.

—¡Oh, Tabby, Tabby querido! —sollozó John, mientras Emily se precipitaba de nuevo a la ventana.

Habían desaparecido. Los relámpagos silueteaban las enredaderas de la selva, que semejaban telarañas gigantescas; pero a Tabby y a sus perseguidores no había manera de verlos.

John rompió a llorar, por primera vez desde hacía varios años, y se arrojó en brazos de su madre. Emily se quedó como una estatua, junto a la ventana, con los ojos clavados con horror en lo que, en realidad, no veía; y de repente se sintió mal.

—¡Dios mío, vaya una noche! —gimió el señor Bas-Thornton buscando a tientas en la oscuridad lo que hubiese quedado de la cena.

Pero después se incendió la cabaña de Sam. Desde el comedor vieron al viejo negro que salía patéticamente, dando traspiés en la noche. Estaba arrojando piedras al cielo. En un momento de calma, le oyeron gritar: «¿No lo he devuelto, eh? ¡El trapajo, lo devolví!».

Luego hubo otra ráfaga cegadora, y Sam cayó inerte. El señor Thornton empujó a los niños y dijo algo así como: «Yo iré a ver. Cuida de que no se asomen a la ventana».

Entonces cerró los postigos y salió.

John y los pequeños no cesaban de gimotear. Emily deseaba que alguien encendiese una luz, pues quería leer. Cualquier cosa, con tal de no pensar en el pobre Tabby.

Supongo que el viento debió de empezar algo antes de esta escena; ahora, cuando el señor Thornton volvió a casa arrastrando el cadáver del viejo Sam, ya era más que una ventolera. El viejo, que tan rígidas tenía las articulaciones en vida, se había vuelto más blando que un gusano. Emily y John, que se habían escabullido al pasillo, quedaron impresionadísimos al ver cómo se bamboleaba el cadáver; les costó un gran esfuerzo separarse de allí y volver al comedor antes de que los descubrieran.

En éste se hallaba la señora Thornton, sentada heroicamente en una silla —con sus criaturas agrupadas a su alrededor— recitando los Salmos y los poemas de sir Walter Scott, con infalible memoria. Mientras, Emily trataba de no pensar en Tabby a fuerza de repasar mentalmente todos los detalles de su terremoto. A veces, el estruendo, los estallidos tonantes y el tremendo aullar del viento se hacían tan fuertes, que casi le calaban su ser interno. Deseaba que aquella desdichada tormenta se diese prisa y terminase de una vez. Primero se representó el terremoto tal como había ocurrido y como si se estuviese repitiendo. Luego lo puso en «primera de activa», contándoselo como un cuento y empezando con la frase mágica: «Una vez estuve en un terremoto». Pero no tardó mucho en reaparecer el elemento dramático; esta vez se trataba de los asombrados comentarios de su imaginario público inglés. Cuando esta versión terminó, emprendió la «histórica»: una voz declaraba que una muchacha llamada Emily estuvo una vez en un Terremoto… y seguía hasta relatárselo todo por tercera vez.

El horroroso sino del pobre Tabby se le apareció de repente, cogiéndola desprevenida. Estuvo a punto de sentirse mal otra vez. Hasta su terremoto le había fallado. Para desasirse de la pesadilla, su espíritu se debatía frenéticamente por agarrarse, aunque fuera al mundo exterior, como última esperanza de salvación. Trató de fijar la atención en los más mínimos detalles de cuanto la rodeaba, se propuso contar los listones de los postigos, atender, en fin, a cualquier ínfimo detalle que fuese externo. Así, por primera vez, empezó realmente a darse cuenta del tiempo que hacía.

El viento había ya aumentado en ese momento más del doble. Las contraventanas se arqueaban como si se apoyaran sobre ellas unos elefantes cansados, y Papá intentaba asegurar el cierre atándole el pañuelo de marras. Pero empujar al viento era como empujar una roca. El pañuelo, los postigos, todo reventaba; la lluvia se colaba como el mar en un barco que se hunde, el viento invadía la habitación, desprendiendo los cuadros de las paredes y barriendo la mesa. Se hacía visible, a través del hendido maderamen, la escena exterior iluminada por el relampagueo. Las enredaderas, que antes parecían telarañas, ahora fluían hacia el cielo como cabelleras que estuvieran peinando. Los arbustos, aplastados, se echaban atrás hasta tocar el suelo como hace el conejo con sus orejas. Veíanse ramas que brincaban sueltas por el cielo. Las cabañas de los negros, arrancadas de cuajo, habían desaparecido, y los negros, arrastrándose sobre el vientre, trataban de llegar al refugio de la casa. La copiosísima lluvia parecía cubrir el suelo de un humo blanco, una especie de mar en que los negros se revolcaban como cerdos marinos. Un negrillo salió rodando; su madre, olvidando toda prudencia, se puso en pie, e inmediatamente la obesa bruja salió disparada por los aires, volteando sobre los vallados y los campos como un personaje de cuento de hadas, hasta que chocó contra un muro y se quedó pegada a él sin poder moverse. Pero los demás consiguieron llegar a la casa, y al cabo de unos momentos pudo oírseles en el sótano.

Además, incluso el suelo empezaba a agitarse —como se agita una alfombra suelta un día borrascoso—, pues al abrir los negros la puerta del sótano habían dejado entrar el viento y durante algún tiempo no pudieron volverla a cerrar. El viento, si se le quería empujar, resultaba más parecido a un bloque sólido que a una corriente de aire.

El señor Thornton inspeccionó el interior de la casa; según dijo, iba a ver qué se podía hacer. Pronto se dio cuenta de que lo próximo en desaparecer sería el tejado. En vista de ello, volvió al comedor, donde, se hallaba el «grupo de Niobe». La señora Thornton iba ya por la mitad de La Dama del Lago; los más pequeños la escuchaban con una atención extasiada. Exasperado, les dijo que quizá no estuvieran vivos dentro de media hora. Nadie pareció interesarse mucho por esta noticia; la señora Thornton continuó recitando con infalible memoria.

Después de otro par de cantos, el tejado se desprendió. Por fortuna, como el viento lo atacó desde dentro, la mayor parte de él fue despedido hacia arriba; pero una de las vigas cayó oblicuamente y quedó colgada en lo que restaba de la puerta del comedor, faltando una chiripa para que no le diese a John. Emily sintió frío y esto le causó un profundo resentimiento. De pronto, descubrió que ya estaba harta de tanta tormenta; en vez de servirle de distracción, se había convertido en algo insoportable.

El señor Thornton empezó a buscar algo con que abrir un boquete en el suelo. Si lograba hacer en él un agujero, podría bajar a la cueva a su mujer y a sus hijos. Afortunadamente, no tuvo que buscar mucho tiempo; uno de los brazos de la viga desprendida del tejado había realizado ya esa faena. Laura, Rachel, Emily, Edward y John, la señora Thornton y, por último, el propio señor Thornton fueron pasando a la oscuridad atestada ya de negros y de cabras.

Con mucho sentido común, el señor Thornton trajo consigo del comedor un par de garrafas de madeira y todos echaron un buen trago, desde Laura hasta el más viejo de los negros. Todos los niños se aprovecharon de esta oportunidad inesperada, pero a Emily no sé cómo le llegó la botella dos veces y cada vez echó un trago muy largo. Para su edad, ya era suficiente; y, mientras lo que aún quedaba de la casa salía volando sobre sus cabezas, y se alternaban momentos de calma y revanchas aéreas, John, Emily, Edward, Rachel y Laura, borrachos perdidos, dormían amontonados en el suelo del sótano, sueño sobre el cual se cernía una pesadilla: el espantoso sino de Tabby, despedazado por aquellos enemigos casi en presencia de ellos.