ÉSTA era, por lo general, la vida de una familia inglesa en Jamaica. La mayoría sólo permanecía en la isla unos cuantos años. Los criollos —las familias que habían vivido en las Antillas más de una generación— se iban creando gradualmente otra manera de ser. Fueron perdiendo parte del tradicional mecanismo mental de Europa y comenzaron a formarse los cimientos de uno nuevo.
Los Bas-Thornton conocían a una de estas familias, que poseía en el Este una finca en pésimas condiciones. Invitaron a John y Emily a pasar un par de días con ellos, pero la señora Thornton dudó de permitirles ir, no fueran a aprender allí malos modales. Los chicos de aquella casa eran muy salvajes y —por lo menos, por la mañana— corrían descalzos como negros, lo cual es muy de tener en cuenta en un sitio como Jamaica, donde los blancos han de guardar las apariencias. Tenían una institutriz cuya sangre quizá no fuese pura y que solía pegarles ferozmente a los chicos con un cepillo del cabello. Sin embargo, el clima era saludable en el pueblo de los Fernández; y, además, la señora Thornton pensó que a sus niños les convendría tratar a otros de fuera, por muy indeseables que fuesen; así que los dejó ir.
Fue la tarde después de aquel cumpleaños; un largo recorrido en calesín. Tanto el grueso John como la delgada Emily iban mudos y solemnes de puro entusiasmo; era la primera visita que hacían. Durante varias horas, el calesín fue dando tumbos por el camino desigual. Por fin, llegaron a las afueras de Exeter, el pueblo de los Fernández. Caía la tarde y el sol se disponía a verificar el rápido ocaso tropical. Tenía un aspecto inusitadamente grande y rojo, como si amenazase con algo especial. Los últimos centenares de metros del camino ofrecían alrededor una brillante vegetación. Lo bordeaban «parras marinas», racimos de una fruta intermedia entre la grosella y el asperiego dorado; además, aquí y allá aparecían —entre los troncos quemados de un claro— las bayas rojas de los cafetos recién plantados y ya abandonados. Luego venía una maciza puerta de piedra de un estilo que podía ser gótico-colonial. Había que dar un rodeo, pues nadie se había tomado la molestia, desde hacía muchos años, de abrir esta puerta. No había empalizada ni nunca la hubo, de manera que el camino dejaba a un lado el obstáculo, sencillamente.
Más allá de la puerta una avenida de espectaculares palmeras. Ningún árbol —ni la más vieja haya, ni el castaño— es más espectacular en una avenida. Alcanzaban treinta metros de altura y nada quebraba la línea pura hasta el penacho que las coronaba. Palmera tras palmera, se alejaban interminablemente, como una doble hilera de columnas celestiales, hasta una enorme casa a la que daban, por contraste, el aspecto de una ratonera.
Mientras acababan el viaje entre esas palmeras, se puso el sol repentinamente y lo invadió todo la marea de la oscuridad, corregida casi inmediatamente por la luna. Un burro blanco y ciego se les atravesó en el camino. Las maldiciones no lo turbaron; el cochero tuvo que apearse y empujarlo. El aire rebosaba del habitual bullicio tropical: las estridentes cigarras, zumbidos de mosquitos, ranas enormes vibrando como guitarras. Esos ruidos casi no se interrumpen ni de noche ni de día; resultan más insistentes, se graban más en la memoria que el mismo calor o que las innumerables picaduras. En el valle de abajo salían a relucir las luciérnagas. Como obedeciendo a una orden, pasaban olas, y olas, y olas de luz. Cerca de la casa, algunas cacatúas domesticadas comenzaron su serenata, y unos borrachos orquestaban sus risas estruendosas mientras se arrojaban unos a otros las vigas aserradas con sierras mohosas y desdentadas: un ruido espantoso. Pero Emily y John, si se daban cuenta de todo esto, encontraban en ello una confusa alegría. Ahora se percibía a través de aquella algarabía un nuevo ruido: la plegaria de un negro. Pronto pasaron junto a él: entre las ramas de un naranjo cargado de dorado fruto y reluciente a la luz de la luna, se hallaba sentado el viejo santón negro —velado por el puntillismo centelleante de millares de luciérnagas— y, borracho, hablaba confidencialmente, aunque a voces, con Dios.
Casi inesperadamente llegaron a la casa y los llevaron volando a sus dormitorios. Emily no se lavó, ya que había tanta prisa, pero se resarció empleando un tiempo inusitado en sus oraciones. Se apretó devotamente los ojos con los dedos para producirse chispas, a pesar de la sensación dolorosa que siempre le causaba esto; luego, ya casi dormida, supongo que se encaramó al lecho.
Al día siguiente salió el sol, como se había puesto: grande, redondo y rojo. Lucía cegadoramente, presagiando lo que sería luego. Emily, despierta desde muy temprano en una cama extraña, se asomó a la ventana para contemplar cómo soltaban los negros a las gallinas de los gallineros, donde las encerraban de noche por miedo a los zopilotes. A medida que cada ave salía, soñolientamente, el negro le pasaba la mano por la barriga por si «meditaba» algún huevo para aquel día; en caso afirmativo la volvía a encerrar, pues si no, lo hubiera puesto entre la maleza. Hacía ya un calor de horno. Otro negro, con alaridos escatológicos, retorciéndole la cola y atándola, sujetaba a una vaca en una especie de cepo para impedirle que se sentara mientras la ordeñaban. Las dolencias del pobre animal se agudizaban con el calor, mientras una miserable taza de leche se acalenturaba en su ubre. A pesar de encontrarse a la sombra en la ventana, Emily se sentía tan sudorosa como si hubiera estado corriendo. El suelo se había agrietado con la sequía.
Margaret Fernández, cuya habitación compartía Emily, se levantó de la cama silenciosamente y se le acercó, frunciendo la naricilla de su pálido rostro.
—Buenos días —dijo Emily cortésmente.
—Parece como si fuera a haber un terremoto —dijo Margaret, y comenzó a vestirse. Emily recordó la horrorosa historia de la institutriz y el cepillo. Desde luego, Margaret no lo empleaba para su uso ordinario, aunque tenía el cabello largo; de manera que debía ser cierto.
Margaret estuvo lista mucho antes que Emily y salió violentamente del cuarto. Emily, atildada y nerviosa, salió después y no encontró a nadie. La casa estaba vacía. Se detuvo a observar cómo hablaba John con un negrito. Por sus gestos desenvueltos, adivinó que estaba contando historias desproporcionadas (no mentiras) sobre la importancia de Ferndale en comparación con Exeter. No lo llamó, porque la casa estaba en silencio y no estaba bien en una invitada alterar nada. Por eso, se acercó a él. Juntos, hicieron un viaje de circunnavegación: llegaron a una cuadra donde unos negros preparaban unas jaquitas, y allí estaban los niños de Fernández, descalzos como había murmurado el Rumor. Emily se quedó estupefacta. En aquel preciso instante, un pollito, que picoteaba nervioso por allí, tropezó con un escorpión y cayó muerto fulminantemente como por un tiro. Pero no fue tanto este peligro como el desprecio de las conveniencias lo que indignó a Emily.
—Ven —dijo Margaret—. Hace demasiado calor para quedarse aquí. Bajaremos a las Rocas de Exeter.
Se organizó la cabalgata. Emily, muy orgullosa de sus botas, se las abrochó muy respetablemente hasta media pantorrilla. Alguien llevó provisiones y calabazas de agua. Las jacas conocían el camino, no cabía duda. El sol estaba aún muy rojo y grande; el cielo, limpio de nubes, sugería un barniz azul sobre barro cocido; pero, pegada al suelo, flotaba una neblina de un gris sucio. Siguiendo el sendero en dirección al mar, llegaron a un lugar donde el día anterior manaba todavía un manantial de bastante importancia. Ahora estaba seco. Pero, al pasar ellos, brotaron de él unas gotas de agua y volvió a secarse, aunque en su interior se oía bullir el agua. Los de la cabalgata tenían demasiado calor para dirigirse la palabra; montaban en las jacas lo más despegadamente que podían y ansiaban llegar al mar.
Transcurría la mañana. El aire calentado se fue haciendo más abrasador a cada momento, como si dispusiera de alguna reserva de fuego formidable del que echar mano a voluntad. Los bueyes sólo movían sus patas, acribillados de picaduras, cuando no podían resistir ya el suelo. Hasta los insectos tenían demasiada languidez para dar señales de vida, y los lagartos huían del sol, palpitando. Había una calma tan absoluta que se podía oír el menor susurro a más de un kilómetro de distancia. Las jacas avanzaban porque no tenían más remedio. Los niños hasta dejaron de pensar.
Todos se sobresaltaron terriblemente con el trompetazo desesperado que lanzó una grulla muy cerca de ellos. Luego volvió a cerrarse el silencio tan herméticamente como antes. Sudaban ahora con doble intensidad. Las cabalgaduras iban cada vez más despacio. Tardaron tanto en llegar al mar como hubiera tardado una procesión de caracoles.
Exeter Rocks es un sitio formidable. Una bahía —un semicírculo casi perfecto— protegida por los arrecifes con capas de arena blanca formando escalones desde el agua hasta la turba que cubría la tierra unos palmos más adentro; y, casi en el centro, un saliente rocoso que penetraba hasta muy adelante —varias brazas— en el mar. Una angosta hendidura en esas rocas conducía el agua a una pequeña charca, una laguna en miniatura, formada en el interior del baluarte constituido por ellas. Allí se proponían los niños de Fernández pasarse todo el día remojándose: como tortugas en un pozo, libres del peligro de los tiburones o del de ahogarse. El agua de la bahía estaba tan lisa e inmóvil como el basalto, y tan transparente como la mejor ginebra; sin embargo, a kilómetro y medio de distancia se oía gruñir la marejada contra los arrecifes. En cuanto al agua de la charca, no se le podía pedir más calma. No había ni asomos de brisa marina. Ni pájaro alguno que cortase el aire inerte.
Durante un rato no tuvieron energías para meterse en el agua, sino que permanecieron tumbados mirando abajo, abajo, abajo, los corales y las almejas escarlatas, el pez —amarillo y negro— llamado «maestra de escuela», el pez arcoiris y todo ese bosque de ideales árboles de Navidad que es un fondo submarino en los trópicos. Después se pusieron en pie, mareados y viéndolo todo negro, y en un dos por tres estaban ya flotando como ahogados, con sólo la nariz fuera del agua, bajo la sombra de una prominencia rocosa.
A la una o las dos de la tarde se apelotonaron, inflados con el agua caldeada, en la sombra insuficiente de un helecho de Panamá; de la comida que habían llevado comieron cuanto les admitió el estómago, y se bebieron toda el agua, deseando más. Entonces ocurrió una cosa muy extraña: pues, mientras estaban allí sentados, oyeron un sonido curiosísimo, un sonido extraño y raudo, como si pasase por encima de ellos una ráfaga de viento (pero lo notable es que no se sentía ni una pizca de brisa), seguido de un silbido agudísimo y del entrechocarse de algo, como si se tratase de cohetes o del vuelo lejano de cisnes gigantescos o de otras aves fabulosas. Todos miraron arriba, pero no había absolutamente nada. El cielo estaba por completo despejado y resplandeciente. Mucho antes de volver al agua, ya estaba todo tranquilo. Pero John notó al cabo de un rato de estar en la charca una especie de repiqueteo, como si alguien estuviera golpeando suavemente en la pared exterior de un baño donde estuvieran metidos. Pero el baño en que estaban carecía de superficie externa: era el sólido mundo. Tenía gracia.
A la puesta del sol se encontraban ya tan debilitados por la prolongada inmersión, que apenas si podían tenerse en pie, y estaban más salados que el tocino. Obedeciendo a un impulso común, salieron todos ellos de las rocas antes de ocultarse el sol y se fueron junto a sus vestidos, al sitio donde habían atado las jacas, a la sombra de unas palmeras. El sol se hizo aún mayor al hundirse, y en vez de rojo tomó un color púrpura cocido. Desapareció por el acantilado de la bahía, el cual se fue oscureciendo hasta que se borró su línea de contacto con el agua, formando roca y reflejo un dibujo de exacta simetría.
Aunque no rozaba la superficie de la bahía ni la más leve brisa, el agua tembló, sin embargo, momentáneamente, volviendo a cristalizarse. Los niños contuvieron la respiración, esperando que sucediese algo.
Un banco de peces, aterrorizados por algún acontecimiento submarino, sacaban las cabezas a la superficie, cruzando como flechas la bahía y abriendo una cabrilleante estela con sus diminutas aletas. Sin embargo, después de cada perturbación la superficie volvía a tomar el aspecto de un vidrio muy duro, oscuro y grueso.
En cierto momento todo vibró ligeramente, como una butaca en un concierto, y de nuevo se oyó aquel misterioso aleteo, aunque nada se percibía bajo las iridiscentes estrellas.
Y entonces ocurrió aquello. El agua de la bahía empezó a retirarse, como si alguien hubiese quitado el tapón; una franja de arena y coral quedó al descubierto por unos momentos, reluciente; entonces, desde mar adentro, se precipitaron unas olas minúsculas que fueron a estrellarse a los pies de las palmeras. Unos puñados de turba se desgarraron, y en el extremo de la bahía se desprendió un trozo pequeño de acantilado que cayó al agua; se produjo un chaparrón de arena y de ramitas, y de los árboles cayó una rociada como de diamantes; las aves y las bestias, recobrando por fin el uso de sus lenguas, chillaban y bramaban; las jacas, aunque muy tranquilas, levantaron la cabeza y relincharon.
Eso fue todo; total, unos momentos. Después el silencio, en un rápido contraataque, recobró todo su reino rebelde. Otra vez la calma. Los árboles, inmóviles como las columnas de unas ruinas, con cada hoja en su sitio. La espuma burbujeante se apagó y los reflejos de las estrellas aparecían por entre ella como si salieran de entre nubes. Placidez, silencio, oscuridad, calma, como si nunca hubiese habido el menor trastorno. Los niños, todavía desnudos, seguían de pie, inmóviles junto a las jaquitas tranquilas, con el cabello y las pestañas bañados de rocío y brillándoles sus redondas barriguitas infantiles.
Para Emily aquello había sido demasiado. El terremoto se le subió a la cabeza. Empezó a bailar a pie cojito. John se contagió y se puso a dar vueltas de campana en la arena húmeda describiendo una elipse, hasta que, antes de darse cuenta, se encontró en el agua tan mareado que no podía decir dónde tenía la cabeza y dónde los pies. Además, Emily cayó en la cuenta de lo que les estaba apeteciendo. Trepó a una jaca y la hizo galopar playa arriba y playa abajo mientras trataba de ladrar como un perro de verdad. Los niños de Fernández la contemplaban solemnemente, pero sin que aquello les pareciera mal. John, imaginándose que emprendía un viaje a Cuba, nadaba como si los tiburones le estuvieran mordisqueando las uñas de los pies. Emily metió en el agua la jaca, y le estuvo pegando hasta hacerla nadar, y de este modo siguió a John hasta el arrecife, sin dejar de ladrar con todas sus fuerzas.
Por lo menos recorrieron cien metros antes de quedar agotados. Entonces emprendieron el regreso a la playa, agarrándose John a la pierna de Emily, resoplando y esforzándose por tomar aliento, bastante abatidos los dos y sin el menor entusiasmo. John masculló:
—No debías montar desnuda; te vas a desollar la piel.
—No me importa —contestó Emily.
—Ya verás si te importa luego —dijo John.
—¡Te digo que no! —canturreó Emily.
Parecía larguísima la vuelta a la playa. Cuando llegaron, los demás ya se habían vestido y se preparaban para regresar. Pronto cabalgaban en la oscuridad en dirección a la casa. Margaret dijo:
—Ya habéis visto…
Nadie le respondió.
—Cuando me levanté me dio en la nariz que se acercaba un terremoto. ¿Verdad; Emily?
—¡Vete a paseo con tus narices! —dijo Jimmie Fernández—. ¡Siempre estás oliendo algo!
—Es formidable para oler —le dijo con orgullo el más joven, Harry, a John—. Es capaz de conocer de quién es la ropa sucia sólo con olerla.
—¡Qué va! —dijo Jimmie—. Es que hace trampas. ¡Como si fuera a oler distinto cada uno!
—¡Sí que soy capaz!
—Por lo menos, los perros sí lo son.
Emily no dijo nada. Claro que cada persona olía de un modo, no cabía discutirlo. Por ejemplo, ella podía decir siempre cuál era su toalla y cuál la de John, e incluso saber si alguno de los otros la había usado. Pero esa manera de hablar sin rodeos del olor, demostraba qué clase de gente eran los criollos.
—Bueno, pero lo cierto es que dije que habría un terremoto y lo hubo —añadió Margaret.
¡Eso era lo que Emily estaba esperando! De modo que de verdad había habido un terremoto (no había querido preguntar para no parecer ignorante; pero ahora había dicho Margaret con toda claridad que lo había habido).
Si volvía alguna vez a Inglaterra, podría decirle a la gente: «He estado en un terremoto».
Con aquella certidumbre, su entusiasmo pasado por agua empezó a reanimarse. Pues nada había semejante a esto, ninguna aventura que pudiera comparársele. Daos cuenta de que si Emily se hubiera encontrado de repente con que podía volar, no le hubiera parecido más milagroso. El cielo había jugado su última carta, la más terrible de que disponía, y la pequeña Emily había sobrevivido, cuando hasta hombres mayores (como Korah, Dathan y Abiram) habían sucumbido en una ocasión semejante.
La vida le pareció de pronto un poco vacía, pues nunca más podría ocurrirle algo tan peligroso ni tan sublime.
Entretanto, Margaret y Jimmie seguían discutiendo:
—Bueno, lo indiscutible es que mañana habrá huevos de sobra —dijo Jimmie—. No hay nada mejor que un terremoto para hacerlas poner.
¡Qué divertidos eran los criollos! No parecían darse cuenta de la diferencia que supone para todo el resto de la vida de una persona el haber estado en un terremoto.
Cuando entraron en la casa, Martha, la criada negra, habló en tono de reprobación sobre el sublime cataclismo. El día anterior había limpiado las porcelanas de la sala y ahora todo estaba otra vez cubierto por una gruesa capa de polvo.