A pesar de haber superado ya el alba de mi segundo siglo de vida sigo sintiendo que ando sobre arenas movedizas. En muchos sentidos me encuentro tan inseguro de mí como en aquel momento, muchas décadas atrás, en que salí por primera vez de Menzoberranzan siendo libre… en realidad, menos seguro, porque por entonces mis emociones estaban arraigadas en una clara distinción entre lo que está bien y lo que está mal, en una comprensión cabal de la verdad frente al engaño.

Es probable que mi seguridad de entonces se basara casi exclusivamente en una negativa; cuando llegué a reconocer la verdad de la ciudad de Menzoberranzan con respecto a mí, supe que no podía aceptarla, supe que aquello no sonaba a verdad en mi corazón ni en mi alma, y me planteaba la necesidad de una vida mejor, de mejores maneras. Y no era que yo supiera lo que quería, porque no tenía la menor experiencia de cuáles eran las posibilidades fuera del mundo de Menzoberranzan, pero sí sabía que aquello no era lo que yo quería y que no podía aceptarlo.

Guiado por esa brújula moral interna, fui haciendo camino, y mis creencias no hicieron más que reforzarse gracias a los amigos a los que llegué a conocer, amigos que no eran de mi especie, pero sí de una bondad indudable.

Y así he vivido mi vida, una buena vida, con el poder de la rectitud como guía de mis armas. Por supuesto que he tenido momentos de duda, y que he cometido muchos errores a lo largo del camino, pero allí estaban mis amigos para hacerme volver al camino correcto, para recorrerlo a mi lado y apoyarme y fortalecer mi fe en una comunidad mayor que yo mismo, en un propósito más alto y más noble que el simple hedonismo tan común en la tierra donde nací.

Ahora soy mayor.

Ahora vuelvo a no saber.

Porque otra vez me encuentro metido en conflictos que no comprendo, en los que ambas partes parecen igualmente equivocadas.

Esto no es Mithril Hall defendiendo sus puertas contra los orcos que merodean. Esta no es la guarnición de Diez Ciudades tratando de repeler a una horda de bárbaros ni combatiendo contra los monstruosos secuaces de Akar Kessell. Ahora por todo Faerun hay conflictos y sombras y confusión, y una sensación de que no hay un camino despejado hacia la victoria. El mundo se ha vuelto tenebroso, y en un lugar tenebroso pueden surgir gobernantes oscuros.

Añoro la simplicidad del Valle del Viento Helado.

Porque aquí, en las tierras más populosas, está Luskan, donde proliferan la traición y el engaño y la codicia sin límites. Me temo que hay cientos de lugares como Luskan por todo el continente. En el tumulto de la Plaga de Conjuros y en la oscuridad más profunda y pertinaz del Páramo de las Sombras, el retorno de los sombríos y el imperio de Netheril, esas estructuras de comunidad y sociedad no podían seguir incólumes. Algunos ven al caos como un enemigo al que hay que derrotar y someter; otros, lo sé por mi experiencia en tiempos anteriores, lo ven como una oportunidad de beneficio personal.

Porque aquí hay cientos de comunidades y conglomerados de granjas que dependen de la protección de las guarniciones de las ciudades que no acudirán. A decir verdad, bajo el gobierno despótico de reyes o señores o grandes capitanes, esas comunidades muchas veces se convierten en presa de las ciudades poderosas.

Porque aquí está Muchas Flechas, el reino orco impuesto a las Marcas Argénteas por las hordas del rey Obould en aquella lejana guerra, aunque todavía hoy, transcurrido casi un siglo, sigue siendo una prueba cuyo resultado es imposible predecir. ¿Es que el rey Bruenor, con su valentía al firmar el Tratado de la Garganta de Garumn, puso fin a la guerra o simplemente retrasó una de mayores proporciones?

Es la eterna confusión, me temo, siempre las arenas movedizas.

Hasta que desenvaino mis espadas, y esa es la oscura verdad sobre quién he llegado a ser. Porque cuando tengo las armas en mis manos, la batalla cobra inmediatez y el objetivo es sobrevivir. La alta diplomacia que otrora guiaba mi mano es una visión efímera, las líneas ondulantes de la reverberación muestran ríos de aguas chispeantes donde, en realidad, sólo hay arena seca. Vivo en una tierra de muchos Akar Kessell, pero, según parece, ¡muy pocos lugares que valga la pena defender!

Puede que entre los habitantes de Neverwinter exista una defensa tan noble como la que yo ayudé a librar en Diez Ciudades, pero también viven allí, dentro de la tríada de intereses, los thayanos y sus hordas de no muertos, y los netherilianos, muchas personas no menos despiadadas y no me nos egoístas. De hecho, no menos equivocadas.

¿Cómo comprometer mi corazón en esa ciénaga que es Neverwinter? ¿Cómo podría actuar con convicción, en el conocimiento firme de que lucho por el bien de la tierra y por el bien de la buena gente?

No puedo. Ahora no. No con intereses enfrentados igualmente oscuros. Pero, al parecer, tampoco estoy rodeado por amigos con una idea similar del bien común. Si sólo de mí dependiera, abandonaría esta tierra, me marcharía quizá a la Marca Argéntea, hacia (ojalá) un sentido del bien y de la esperanza. A Mithril Hall y a Luna Plateada que todavía laten al son del corazón del rey Bruenor Battlehammer y de lady Alustriel, o quizá a Aguas Profundas, aún relucientes, donde todavía se gobierna teniendo en cuenta el bien de la ciudad y de los habitantes.

Pero no hay manera de persuadir a Dahlia de marcharse. Hay algo aquí, alguna querella antigua que escapa a mi comprensión. La seguí hasta Sylora Salm de buen grado, ajustando mis propias cuentas al tiempo que ella ajustaba las suyas. Y ahora la sigo otra vez, porque no está dispuesta a cambiar de rumbo. Cuando Artemis mencionó aquel nombre, Herzgo Alegni, la invadió tal ira, tanta tristeza, que no quiere oír hablar de otra cosa.

Tampoco quiere oír hablar de demorarlo, porque el invierno se nos viene encima. Me temo que ninguna tempestad la detendrá, que no habrá nevada que Dahlia no sea capaz de atravesar para llegar a Neverwinter, a dondequiera sea que tenga que ir para encontrar a este señor netheriliano, a este Herzgo Alegni.

Pensaba que su odio por Sylora Salm era profundo, pero ahora lo sé, no es comparable con el arraigado aborrecimiento que siente por este tiflin señor de la guerra netheriliano. Dice que lo matará, y cuando amenacé con dejarla que siguiera sola su camino, ni siquiera vaciló y no tuvo ni el detalle de brindarme una afectuosa despedida.

Así me veo arrastrado una vez más hacia un conflicto que no entiendo. ¿Es posible encontrar en esto una vía recta? ¿Hay forma de medir lo que está bien y lo que está mal entre Dahlia y el shadovar? Por lo que dice Entreri, parecería que este tiflin es una mala bestia que merece un final violento, y seguramente la fama de Netheril sustenta esa idea.

Pero ¿tan perdido estaré a la hora de elegir mi camino que me dejo guiar por la palabra de Artemis Entreri? ¿Tan alejado estoy de todo lo que es correcto, de las comunidades concebidas de esa manera, como para caer en esto?

Las arenas se mueven bajo mis pies. Desenvaino mis espadas, y en la desesperación de la batalla las empuñaré como siempre lo he hecho. Mis enemigos no sabrán del tumulto que hay en mi corazón, de la confusión de no tener ante mí un claro camino moral. Sólo conocerán la mordacidad de Muerte de Hielo, el destello de Centella.

Pero yo sabré la verdad.

Me pregunto si mi renuencia a ir tras Alegni es reflejo de mi falta de confianza en Dahlia. Ella está segura de su rumbo, si vamos a eso, más segura de lo que la he visto jamás, de lo que he visto jamás a nadie. Ni siquiera Bruenor, en su lejana búsqueda para recuperar Mithril Hall, marchó nunca con paso tan decidido. Matará a este tiflin o morirá en el intento. Menudo amigo y menudo amante sería yo si no la acompañara.

Pero no lo comprendo. No veo claro el camino. No sé cuál es el bien mayor por el que peleo. No combato por la esperanza de mejorar mi rincón del mundo.

Me limito a luchar.

Al lado de Dahlia, que me intriga.

Al lado de Artemis Entreri, o eso parece.

Tal vez en otro siglo, volveré a Menzoberranzan, no como enemigo, no como conquistador, no para derribar las estructuras de esa sociedad que otrora pensé que eran despreciables.

Tal vez vuelva porque es a donde pertenezco.

Ese es mi temor, el temor de una vida desperdiciada, de una causa mal concebida, de una creencia que, en el fondo, es un ideal vacío, inalcanzable, los descabellados designios de un niño inocente que creía que podía haber más.

DRIZZT DO’URDEN