En la oscuridad de la sala del trono de Gauntlgrym, una sombra en movimiento rompió el silencio reinante. Después emitió un gruñido y se oyeron varias rocas golpeando unas con otras. Un enano de barba negra salió arrastrándose de debajo del montón de piedras, después extendió la mano y sacó algo que se había dejado atrás, gruñendo por el esfuerzo que le estaba suponiendo sacarlo.
—Esta maldita cosa se ha quedado atascada —masculló y con un tirón liberó un casco bastante atípico que tenía una púa manchada de sangre. El esfuerzo hizo que saliera despedido hacia atrás y chocara con las piedras de un túmulo. Se quedó ahí hasta que el polvo se asentó.
—Demonios —maldijo, viendo el lío que había armado, tras lo cual se puso en pie y comenzó a recolocar las piedras que habían caído—. No pretendo profanar tu tumba…
Se le hizo un nudo en la garganta y dejó caer las piedras.
Allí, en aquella tumba profanada, había un yelmo muy curioso, con un único cuerno curvo, ya que el otro se había roto hacía tiempo.
El enano cayó de rodillas y sacó el yelmo, llegando a ver también el rostro del enano que allí yacía enterrado.
—Mi rey —suspiró Tibbledorf Pwent.
Bueno, en realidad no suspiró, ya que las criaturas que se hallaban en el estado en el que él estaba no respiraban.
Se cayó de culo mientras observaba anonadado, con la boca abierta en un grito silencioso. Si hubiera tenido un espejo, o un reflejo que se mostrara en uno, Tibbledorf Pwent habría visto su nueva arma: unos enormes colmillos.
El diablillo de Arunika, a quien la súcubo había liberado de sus tareas, recorría a grandes pasos las brumas y remolinos de los planos inferiores, buscando a su verdadero amo.
Encontró al enorme bálor sentado sobre un trono de setas, y estaba claro que esperaba visita.
—¿La diablesa ha terminado contigo? —preguntó el gran demonio.
—La amenaza contra sus dominios ha cesado —respondió el diablillo—. Los enemigos se han marchado.
—¿Los enemigos? —fue su principal pregunta.
—Los shadovar.
—¿Sólo los shadovar? Me estoy cansando…
—¡Drizzt Do’Urden! —soltó el diablillo. Aquel era un nombre que él, Druzil, odiaba más que nada en el mundo—. Ha dejado Neverwinter.
—¿Y sabes adónde ha ido? —rugió el monstruo demoníaco.
Druzil se movió incómodo de un lado a otro.
—¿Puedes encontrarlo? —quiso saber la bestia.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —chilló el diablillo, ya que una respuesta diferente habría provocado que el despiadado bálor lo hiciera pedacitos.
El demonio comenzó a emitir un sonido que parecía una mezcla entre el ronroneo de un gato gigante y una avalancha.
Druzil lo comprendió, ya que habían pasado más de cien años y Errtu, que había sido expulsado por aquel elfo oscuro, Drizzt, en dos ocasiones, era, o pronto sería, libre de llevar a cabo su venganza.
Pasaron más de diez días antes de que Berellip y las demás sacerdotisas se reunieran con Ravel y los demás en la forja. Las zonas inferiores del complejo habían sido inspeccionadas concienzudamente, y algunos drows habían accedido incluso a los niveles superiores, aunque la escalera seguía plegada y continuaba sin haber ni rastro de los shadovar.
Ya habían comenzado a trabajar para asegurar y reparar rápidamente la forja, mientras un equipo de albañiles goblins trabajaba para sellar el extraño segundo túnel que iba de la sala del primordial al túnel exterior.
Mientras tanto, Gol’fanin seguía trabajando en Canción de Cuna y Telaraña a toda velocidad.
Tiago estaba con él, como siempre, cuando los nobles Xorlarrin lo alcanzaron.
—Masoj y sus compañeros fueron los que mataron a Brack’thal —dijo Ravel, antes siquiera de intercambiar los saludos de rigor.
—¿De veras? —preguntó Tiago.
—Sí —dijo Berellip, con un tono de voz que daba a entender claramente que no la complacía que se la cuestionara en aquel asunto, ya que era ella la que había hablado con el espíritu de su hermano muerto. Todos sabían que ese tipo de conversaciones solían ser vagas y a menudo poco fiables, pero Berellip parecía estar bastante convencida.
—¿Masoj? —se atrevió a preguntar Gol’fanin, aunque no le correspondía interrumpir las conversaciones de los nobles.
—Masoj Oblodra —explicó Tiago—, de Bregan D’aerthe.
—¿Oblodra? —dijo Gol’fanin, sorprendido, antes de poder evitar cometer una mayor indiscreción—. Ese no es un nombre que se pronuncie muy a menudo entre los ciudadanos de Menzoberranzan. No desde la Era de los Trastornos.
—Un Oblodra capitanea Bregan D’aerthe —le recordó Jearth, refiriéndose a Kimmuriel.
Eso pareció satisfacer a Gol’fanin, que siguió con su trabajo, aunque volvió a mascullar entre dientes el nombre de Masoj una y otra vez, como si tratara de recordar algo.
—Habrá implicaciones —advirtió Berellip, mirando fijamente a Tiago.
—Si los agentes de Bregan D’aerthe han matado a tu hermano, seguramente fue Brack’thal el que provocó la pelea —contestó el joven Baenre sin alterarse—. Bregan D’aerthe no va contra los nobles de las casas drows más importantes.
—No sin el permiso de la Casa Baenre —añadió Berellip, dejando claras sus sospechas.
Tiago se rio de ella.
—Si hubiera querido muerto al loco de tu hermano, sacerdotisa, lo habría hecho yo mismo.
—Ya basta —intervino Ravel—, sigamos con nuestro trabajo y nuestra exploración. Ya descubriremos a su debido tiempo por qué ha ocurrido esto. Además —añadió, mirando con dureza a Berellip—, ya sabemos que seguramente empezó Brack’thal.
—Fue él quien saboteó la forja y nos expulsó de aquí —dijo Tiago—. Si fue Bregan D’aerthe, debería ofrecerles una buena suma por ahorrarnos el trabajo.
Berellip y Saribel lo miraron llenas de odio por semejante comentario, pero Tiago no estaba dispuesto a retirarlo.
—¿Es necesario recordarte que tu hermano era… cómo decirlo… inestable?
Berellip, con cara de indignación, se volvió y salió de la forja, seguida por Saribel. Ravel meneó la cabeza impotente ante la impertinencia de Tiago, que no le facilitaba en absoluto la tarea de mantener a sus hermanas bajo control, y las siguió.
—Son brillantes —comentó Jearth un instante después, a lo que Tiago se volvió para ver al maestro de armas Xorlarrin admirando la espada y el escudo inacabados.
—¿Conoces a ese tal Masoj… Oblodra? —preguntó Gol’fanin, sin levantar la mirada de su trabajo y sin parecer dirigirse a nadie en particular—. ¿Es un agente de Bregan D’aerthe?
—Eso afirmó —dijo Jearth—. Y también sus compañeros, un humano y un elfo.
El herrero rio quedamente y esta vez sí alzó la cabeza, tras obtener una información tan interesante.
—Un humano que vino una vez a Menzoberranzan, con Jarlaxle —añadió Tiago.
—Conocí hace tiempo a un Masoj, pero no era de los Oblodra —dijo Gol’fanin, sin ocultar el hecho de que sospechaba más de lo que estaba dando a entender, algo que los dos guerreros no pudieron dejar de percibir—. ¿Era mago?
—Un guerrero —dijo Tiago.
—Llevaba tres espadas —añadió Jearth—. Un enorme sable atado a la espalda y un par de cimitarras.
El herrero asintió y volvió a su trabajo. Jearth, pensando que la conversación había terminado, se excusó y volvió a sus tareas.
—¿Crees que Bregan D’aerthe nos causará problemas aquí? —preguntó Tiago, sin alzar la voz—. Estoy seguro de que Kimmuriel y Jarlaxle saben que los Xorlarrin vinieron a Gauntlgrym con la aprobación de la Matrona Quenthel…
—No debes preocuparte por Bregan D’aerthe —le aseguró Gol’fanin—. Pero Masoj… Ah, Masoj.
—¿De qué estás hablando? —quiso saber Tiago.
—¿Ya no os enseñan historia en Melee-Maghtere? —preguntó Gol’fanin.
—Estás acabando con mi paciencia —lo advirtió Tiago.
—Yo sólo fabrico tus armas —replicó Gol’fanin.
—Bueno. ¿Qué, entonces? —exigió, o más bien rogó, Tiago—. ¿Qué es lo que sabes?
—Sólo sé lo que me has contado, aunque sospecho que hay más.
—¿Qué? —exclamó Tiago, exasperado.
Gol’fanin volvió a reír quedamente.
—¿Cimitarras? Un drow que lleva cimitarras y viaja cerca de la superficie en compañía de iblith.
Tiago alzó las manos, completamente perdido ante aquella frase.
—¿Qué más puedes contarme de este pícaro tan atípico? —preguntó el herrero.
Tiago emitió un bufido.
—¿De qué color tenía los ojos? —preguntó Gol’fanin.
Tiago iba a responder «lavanda», pero se le atragantó la palabra antes de pronunciarla. Los ojos se le abrieron como platos por la sorpresa y miró a Gol’fanin boquiabierto. Por fin, susurró:
—No.
—¿Será posible que un noble drow de la Casa Baenre, que probablemente ascienda a maestro de armas dentro de poco en la primera Casa de Menzoberranzan, se encontrase cara a cara con Drizzt Do’Urden sin siquiera darse cuenta? —preguntó Gol’fanin.
Tiago miró en derredor, para asegurarse de que nadie más hubiera oído aquella frase. Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza mientras trataba de recordar todo lo que sabía de la historia de aquel traidor llamado Drizzt, que se encontraba entre los forajidos más codiciados de Menzoberranzan. ¡Drizzt Do’Urden, guardián de otro complejo enano, Mithril Hall, donde había sido asesinada la mismísima Matrona Baenre! Drizzt Do’Urden, el asesino de Dantag Baenre, el padre de Tiago.
Gol’fanin alzó la espada inacabada y la golpeó contra el escudo.
—Estos premios te convertirán en maestro de armas —dijo—. Pero la cabeza de Drizzt Do’Urden… Su cabeza te convertirá en leyenda.