Effron avanzó tambaleante por el Páramo de las Sombras. Las lágrimas le nublaban la vista. Lo había cogido por sorpresa su reacción ante la caída de Herzgo Alegni, su padre, ya que había odiado profundamente al tiflin. Jamás en su vida había llegado a cumplir sus expectativas, desde el momento en que lo había rescatado en el fondo de un acantilado barrido por el viento, hasta su impactante muerte.
Herzgo Alegni presumía de la fuerza de sus brazos, mientras que su hijo tullido apenas se ajustaba a esa descripción. De hecho, el caudillo le había dejado claros sus sentimientos. ¿Cuántas veces había imaginado Effron que mataba a aquel bruto?
Sin embargo, ahora que lo habían matado justo delante de él, el brujo contrahecho sólo sentía pesadumbre y un profundo dolor.
Además del odio más profundo que imaginarse pueda.
Dahlia había sido la artífice. La elfa que lo había dado a luz, la bruja que lo había lanzado desde el acantilado, había hecho aquello.
Poco a poco, a pesar de lo alterado que estaba, consiguió llegar hasta Draygo Quick, que no parecía muy sorprendido de verlo.
—¿La espada? —preguntó inmediatamente el lord netheriliano.
—Herzgo Alegni está muerto —dijo Effron, y el dolor de pronunciar aquellas palabras lo hizo balbucear otra vez, y le temblaban tanto las piernas que tuvo que apoyarse en la pared para no caerse.
—¿La espada? —volvió a preguntar Draygo.
—Condenada —susurró Effron—. Seguramente destruida, ya que llegaron a la sala del primordial.
—¿Quiénes? ¿Dahlia y sus compañeros?
El brujo contrahecho asintió.
—¿Y mataron a lord Alegni?
Effron se lo quedó mirando.
—Impresionante —susurró el anciano marchito—. Se enfrentó a ellos en dos ocasiones, y en ambas salió perdiendo. De los que conocían a Herzgo Alegni, pocos habrían apostado por semejante resultado.
Effron se estremeció con cada una de aquellas insensibles palabras.
Draygo Quick le dedicó una sonrisa llena de dientes amarillentos.
—Insensibles, sí —admitió, leyendo la expresión de su rostro—. Perdóname, contrahecho.
—La mataré por esto —prometió Effron.
—¿A Dahlia?
—A ella y a todos los que la acompañan. Debes proporcionarme un ejército que…
—No.
Effron lo miró como si lo hubiera abofeteado.
—¡Herzgo Alegni debe ser vengado!
El viejo brujo meneó la cabeza.
—¡La espada! —protestó.
—Haremos que nuestros adivinos busquen su llamada mágica. Si, como crees, ha sido destruida, así sea. Mejor así que nuevamente en manos del enemigo.
—¡Debo vengarlo!
—Sea lo que sea lo que tengas planeado, no me importa —respondió Draygo Quick con brusquedad.
»Te concederé eso y nada más. Si quieres salir a la caza de Dahlia y sus compañeros, hazlo.
—Necesitaré apoyo.
—Más del que imaginas.
—Concédeme… —comenzó a decir Effron, pero Draygo Quick lo interrumpió.
—Pues contrata a alguien. ¿No tenías amigos entre los Cavus Dun? Si crees que te concederé más tropas después de estos últimos y abyectos fracasos que tan caros nos han salido, es que eres un necio.
—¡Cavus Dun! —exclamó Effron como si hubiera hecho un hallazgo—. ¡Nos traicionaron!
Draygo Quick lo miró con curiosidad.
—Cuéntamelo.
—El mago Glorfathel huyó de la batalla —explicó Effron—, y esa sucia enana se volvió contra mí. Me lanzó un conjuro de inmovilidad, pero conseguí evitarlo. Por desgracia, el monje no lo logró… y la enana me estuvo persiguiendo, evitando que ayudara a lord Alegni en su lucha desesperada. ¡Iba por ahí blandiendo su maza entre risas! Si mis capacidades o mi intelecto hubieran sido inferiores…
Draygo Quick agitó una mano apergaminada en el aire para hacer callar al joven brujo.
—Interesante —murmuró.
—¡Exigiré una recompensa! —proclamó Effron—. Cavus Dun me tendrá que compensar.
—Con esa actitud, lo más seguro es que acabes descuartizado —dijo el viejo brujo—. Si a eso lo llamas compensación, entonces es que eres poco exigente.
—¡Debemos acudir a ellos! —exigió Effron.
—¿Debemos?
—¡No podemos permitirlo! La Cambiante me falló, y ahora la traición de los mercenarios…
—Calma, joven —dijo Draygo Quick—. Hablaré con el Anciano de Cavus Dun y averiguaré lo que pueda. Tú debes evitarlos. Debes confiar en mi criterio en este asunto.
El modo en que terminó de responderle le indicó a Effron que debía permanecer en silencio, cosa que hizo mientras lo miraba con expresión obediente, esperando órdenes.
—Deberías replantearte el rumbo que vas a tomar.
—La mataré —dijo Effron.
—Cosas de familia —dijo Draygo, suspirando—. Oh, por los dioses, está bien. Jovenzuelo, te doy permiso. Haz lo que desees.
—Me llevaré a la pantera.
—¡Ni hablar!
Effron sabía que no había negociación posible.
—¿No me vas a ayudar? —rogó el brujo contrahecho.
—¿En esta empresa descabellada? Desde luego que no. Tu padre cometió el error de subestimar a esta banda a la que quieres dar caza, y volvió a fallar al intentar arreglar lo que había hecho mal. Perdió la Garra de Charon, que no es poca cosa. Mejor que haya muerto intentando recuperarla en vez de volver con las manos vacías. Así es como funciona el mundo.
Su actitud despreocupada sorprendió a Effron, hasta que se dio cuenta de que el fracaso de Alegni era tan sólo eso: el fracaso de Alegni. No podía seguir perjudicando a Draygo Quick durante mucho más tiempo, y seguro que el viejo decrépito se había quedado aliviado, en cierto modo, al librarse del problemático caudillo tiflin.
—Ve a buscarla, pues —dijo el anciano brujo—. Puedes utilizar mi bola de cristal si te sirve para guiarte hasta Toril. Conozco lo formidables que son tus enemigos y no esperaré tu regreso.
—Debo hacerlo.
Draygo Quick agitó la mano para despedirlo.
—No quiero seguir oyendo nada de esto —dijo el viejo marchito, con un tono de voz súbitamente brusco. Comenzó a reírse de Effron, quedamente al principio pero después en voz alta—. Muchacho estúpido, sólo te mantuve con vida por respeto a tu padre. Ahora que ya no está, he acabado contigo. Márchate, pues. Ve a cazarla, joven necio, para que puedas volver a ver a tu padre pronto, en las tierras oscuras.
Gesticuló con la mano para que se marchara.
Effron salió de la habitación a trompicones y se dirigió hacia su dormitorio, con sus extraños ojos nuevamente anegados en lágrimas mientras intentaba negar las hirientes palabras del despiadado Draygo Quick. Sustituyó el dolor por ira, se detuvo, dio media vuelta y se dirigió en su lugar a la habitación de escudriñamiento del brujo.
—Has sido muy duro, maestro Quick, más de lo habitual —dijo Parise Ulfbinder, un brujo del mismo rango. Parise también era un lord netheriliano de gran reputación, además de viejo amigo de Draygo, a pesar de que este no lo veía en persona desde hacía mucho tiempo; ambos preferían comunicarse a través de sus respectivos artefactos de escudriñamiento. El solo hecho de que Parise se hubiera desplazado en persona hasta la torre de Draygo le indicaba al anciano brujo lo importante que era aquella visita. Entró por una puerta oculta mientras Effron se marchaba.
—¿Los has llamado de vuelta?
—Desde luego —contestó Parise—. Hemos abierto las puertas y casi todas nuestras tropas han vuelto sanas y salvas al Páramo de las Sombras.
—¿Has oído lo que ha dicho Effron acerca del trío de Cavus Dun?
—Glorfathel, Ambargrís y Afafrenfere no se encuentran entre los que han regresado —confirmó el otro brujo, aunque el tono de su voz daba a entender que no le importaba demasiado aquella curiosidad—. Es posible que esté diciendo la verdad.
Draygo Quick miró hacia la puerta por donde Effron había salido y asintió, con gran pesadumbre en el rostro. A pesar de las palabras de despedida que le había dicho, Draygo debía admitir, al menos en privado, que había llegado a apreciar a aquella patética y contrahecha criatura.
—Esos enemigos son formidables y, aun así, ¿permites que tu joven discípulo vaya a por ellos? —preguntó el atractivo guerrero netheriliano.
Draygo Quick no arremetió contra él por su atrevido comentario, sino que se limitó a asentir nuevamente.
—Debe hacerlo. Está atado a esa Dahlia y debe hallar su venganza.
—¿O su muerte?
—Todos morimos —respondió el brujo.
—Cierto, pero es mejor poder elegir cuándo permitimos, o provocamos, que otros mueran —comentó Parise Ulfbinder no sin cierta malicia, captando la atención de Draygo Quick—. Quisiera hablarte de este extraño drow que se ha asociado con nuestros enemigos.
—Drizzt Do’Urden.
—Sí —asintió Parise con un movimiento de cabeza—. Puede que sea más de lo que crees que es, y probablemente de lo que él mismo cree que es.
Los ojos de Draygo se abrieron como platos al venir esa curiosa afirmación de quien venía, un teórico netheriliano que había estado susurrándoles funestas advertencias a todos aquellos lores que quisieron escucharlo.
Varias puertas más allá, en el mismo pasillo, Effron encendió una vela y se dirigió hacia una mesita. Sobre ella había un objeto cubierto por un paño de color rojo.
Effron retiró el paño y una bola de cristal purísimo, del tamaño de un cráneo, brilló a la luz de la vela frente a él.
—Ah, Dahlia Sin’Dalay, asesina —dijo, y sus ojos brillaron con el reflejo—. Crees que has salido victoriosa, madre, pero te equivocas.
Pasaron varios instantes sin que nadie en la sala se atreviese siquiera a respirar. Entreri se quedó ahí quieto, con la cabeza y los hombros hacia atrás, esperando la muerte.
Sin embargo, esta no acudió a visitarlo.
Poco a poco, el asesino abrió los ojos y miró a los demás.
—¿La has arrojado? —preguntó.
—Drizzt se asomó al borde y miró al interior del foso, encogiéndose de hombros.
—¿La has arrojado? —volvió a preguntar Entreri.
—Estoy seguro de que la tiene el primordial.
—¿Tú crees? —dijo Ambargrís con un resoplido.
—¿Notas algo? —preguntó Drizzt—. ¿Dolor? ¿La sensación de un fin inminente?
—¿Es una pregunta? ¿O la expresión de un deseo? —respondió Entreri, lo cual provocó que Ambargrís riera más alto. En ese momento, el monje se apartó de ella y saltó sobre Drizzt… o lo intentó, ya que la enana le hizo la zancadilla, este tropezó y cayó a cuatro patas. Antes de que pudiera volver a levantarse, Ambargrís lo cogió bruscamente por la camisa y el cabello y lo hizo ponerse en pie.
—Ahora escúchame, muchacho. ¡Escúchame bien! —rugió la enana, acercándose a su cara. Mientras lo mantenía todavía sujeto por el pelo, metió la otra mano en su bolsa y la sacó, con el pulgar regordete cubierto por alguna sustancia de color azul. Ante la mirada perpleja de los demás, dibujó con ella un símbolo en el rostro del monje y entonó un cántico que parecía ser un conjuro en la antigua lengua enana.
—Ahora ‘tás geaseao —anunció, tras lo cual lo soltó y lo empujó hacia atrás.
—¿Qué?
—Tiés a mi dios merodeando por tu cabeza, atontao —explicó Ambargrís—. Si haces cualquier movimiento contra mi amigo drow o cualquiera de sus aliados, Dumathoin te derretirá el cerebro, que te saldrá por la nariz como si fuera un río de mocos.
—Pe-pero… —tartamudeó Afafrenfere, dando saltitos alrededor de Drizzt y señalándolo—. ¡Él mató a Parbid!
—Bah, vosotros empezasteis la pelea y perdisteis, eso es todo.
—Pero… ¡Parbid! —dijo el monje con un penetrante lamento.
Ambargrís fue rápidamente hacia él y lo volvió a agarrar de los pelos, acercándose a él hasta que su larga y regordeta nariz chocó con la de él.
—Si quies volver a ver a tu queridísimo muchacho dentro de poco, ve y ataca al drow —dijo—. Llevo años esperando a volver a ver un buen cerebro derretío.
—Bueno, ¿y tú qué? —le preguntó la enana a Entreri—. ¿Te mueres o qué?
Entreri la miró con gesto de incredulidad.
—Entonces vámonos, antes de que nos muramos todos —dijo Ambargrís—. ¡Ese conjuro de silencio que lancé en la entrada no durará!
Se puso en marcha y le dio un envión a Afafrenfere para que se pusiera detrás de ella mientras avanzaba hacia el túnel del elemental. Sacó su decantador mágico al entrar y convocó el chorro de agua una vez más, mojando las piedras calientes que tenía delante y riéndose con ganas a medida que las nubes de vapor surgían a su alrededor.
—¿Nada? —volvió a preguntarle Drizzt a Entreri mientras avanzaba y se agachaba junto a Dahlia, que seguía llorando, para abrazarla con fuerza.
—¿Y bien? —preguntó una vez más.
El asesino se limitó a encogerse de hombros. Si se estaba muriendo, no sentía nada.
Drizzt puso a Dahlia en pie suavemente y comenzó a avanzar. Entreri fue tras ellos, siguiendo a la enana.
Miró a Drizzt con frialdad.
—¿Ni siquiera un poquito de dolor? —preguntó el drow, intentando con todas sus fuerzas parecer decepcionado.
Artemis Entreri resopló y apartó la mirada. Estaba vivo. ¿Cómo era posible? Estaba seguro de que la espada lo había mantenido con vida todas esas décadas, y ahora había desaparecido. Aunque quizá el primordial no la había destruido… quizá su magia era lo bastante fuerte como para sobrevivir a la mordedura de aquella antigua y poderosa bestia.
O quizá sí la había destruido, y la envoltura mortal de Entreri empezaría a envejecer nuevamente, para que pudiera vivir el resto de su vida como si hubiera permanecido en estasis todos esos años.
De cualquier modo, se dio cuenta de que seguía vivo y, algo más que sentía muy hondo: era libre.
Rodeó a Dahlia con el brazo y la atrajo hacia sí, haciéndole señas a Drizzt para que fuera delante, cosa que al drow no le entusiasmó demasiado.
Atravesaron el complejo a toda velocidad sin encontrarse a ningún sombrío, ya que, aunque ellos lo ignoraban, estaban en proceso de partir rápidamente a través de portales mágicos. Tampoco se encontraron con ningún drow de Menzoberranzan, ya que todos se habían retirado a los túneles más profundos de la Antípoda Oscura para resistir el avance de los shadovar.
Drizzt, que esperaba que los persiguieran, no redujo el ritmo en ningún momento. Con la ayuda de la capa cuervo de Dahlia, atravesaron los niveles superiores y siguieron hasta la sala del trono y la salida del complejo.
Muchas horas más tarde, Tiago Baenre y Gol’fanin avanzaron sigilosamente hasta la entrada de la forja y echaron un vistazo. Los elementales seguían luchando, agua contra fuego, pero su número se había reducido drásticamente, ya que el suelo estaba inundado hasta la altura del tobillo, lo cual no era muy ventajoso para las criaturas de fuego.
Aun así, las forjas emitían un brillo anaranjado, ya que se habían sobrecalentado con tanto fluir de poder primordial y, de vez en cuando, una entraba en erupción y lanzaba una línea de llamas abrasadoras que avanzaban siseando por la sima gigante y arrojaban remolinos de vapor al aire.
Podemos llegar a la sala inferior, dijo Tiago en lenguaje de signos drow.
¿Para que nos arrinconen y nos masacren?, respondió el viejo herrero.
¿Quiénes?
Gol’fanin lo miró con expresión dubitativa.
—Se han marchado —anunció de viva voz Tiago, ya que creía firmemente lo que estaba diciendo. ¿Para qué molestarse en utilizar la antigua lengua de signos?
—¿Todos?
—No hemos visto ni rastro de los shadovar.
—Tampoco hemos ido más allá de este lugar —le recordó Gol’fanin—. Quizá entraron y se pusieron a luchar contra las fuerzas elementales en la forja para después volver a una posición más defensiva. ¿Acaso no harías tú lo mismo, al igual que Ravel?
Tiago tuvo que admitir que tenía razón.
—Esperemos a los exploradores —le aconsejó Gol’fanin—. Antes de entrar ahí, asegurémonos de que el esfuerzo merecerá la pena.
Tiago posó la mano sobre la alforja de Byok, y la espada y el escudo traslúcido sin terminar que había debajo. Estaba realmente indeciso, ya que en aquellos breves momentos antes de que el primordial se liberase y los expulsara de la habitación, Tiago había sentido la promesa de Canción de cuna y Tela de Araña.
—Si recuperamos el control de la habitación y los shadovar vuelven a este magnífico lugar, ¿estarán tan dispuestos a marcharse una segunda vez? —preguntó Gol’fanin.
A pesar de las ganas que tenía, Tiago sabía que no tenía razón.
—Nos llevará semanas asegurarnos de que realmente se han marchado de este enorme complejo —se lamentó Tiago—. No esperaré tanto tiempo.
Gol’fanin permaneció unos instantes observando la habitación antes de hacerle una promesa.
—En pocas horas podemos asegurarnos de si nuestros enemigos están lo bastante lejos de la forja como para atrevernos a entrar. Así que no la volvamos a poner en funcionamiento hasta que no estemos seguros de la seguridad del complejo. Al menos no del todo. Sólo necesito una forja encendida y durante pocos momentos. Comprendo el diseño de la sala inferior lo bastante bien como para proporcionar todo lo necesario.
Tiago lo miró con expresión ávida.
—Vamos, pues.
—Cuando los exploradores…
—Ahora —le ordenó Tiago—. Yo me quedaré aquí para cubrirte. Los exploradores nos alcanzarán en breve y los distribuiré por toda la zona.
El herrero lo miró un instante y después meneó la cabeza ante la impaciencia del joven guerrero. Después entró en la estancia inundada. Distinguió fácilmente el diseño de las forjas, que no paraban de escupir fuego, y se introdujo por la trampilla camuflada como otra forja. Por fortuna, la sala que se hallaba en el interior de la forja falsa no estaba llena de agua y, cuando Gol’fanin consiguió abrir la puerta, vio que la habitación de abajo no estaba ni inundada ni llena de fuego. Aun así, las tuberías refulgían intensamente amenazadoras, así que el herrero se ajustó los ropajes mágicos y se puso sus guantes, también mágicos, antes de atreverse a bajar.
Poco después, Gol’fanin había vuelto a la gran forja con sus herramientas y los objetos inacabados, preparado para continuar con su solemne cometido. El resto de la habitación siguió rugiendo con el fuego incontrolado, siseando furiosas nubes de vapor que después ocasionaban una ligera lluvia, pero el herrero no esperaba que le fueran a causar muchas molestias. Casualmente, acababa de darle unos golpecitos con su martillo de acabados a la parte plana del escudo y ya empezaba a trabajar en serio en los objetos cuando se dio cuenta de que Tiago estaba de vuelta. Le sorprendió que el joven Baenre se acercara desde el túnel que conducía al foso del primordial, a pesar de que Gol’fanin no lo había visto descender por aquel camino y, hasta donde él sabía, no había otras entradas a esa sala.
—Encontramos al hermano Xorlarrin perdido —dijo.
—¿Y Brack’thal tiene información?
—Está más bien muerto.
—Les doy el pésame a los Xorlarrin —respondió Gol’fanin, aunque por supuesto no hablaba en serio.
—Murió por el hierro —explicó Tiago—. Lo encontramos en un túnel nuevo, al parecer excavado o fundido recientemente.
Gol’fanin no disimuló su curiosidad, pero Tiago no tenía respuestas para él.
—Quizá lo hizo su propio elemental —aventuró el joven Baenre—. Es imposible saberlo.
—Tus amantes Xorlarrin pueden averiguarlo. Los muertos no permanecen tan silenciosos ante la llamada de una sacerdotisa.
Tiago se encogió de hombros como si no importara demasiado. La principal preocupación de Berellip y su motivación para hablar con los magos Xorlarrin muertos era la de averiguar si Ravel o sus agentes habían asesinado a Brack’thal, cosa poco probable.
—¿Y los shadovar? —preguntó Gol’fanin.
—Hemos encontrado indicios de su llegada hasta este lugar, pero ninguno de su retirada. Sin embargo, no los encontramos por ninguna parte.
—Habrán vuelto al Páramo de las Sombras, entonces.
—Así que Gauntlgrym es nuestro.
—Aconseja a Ravel que se conduzca con precaución —lo avisó el herrero.
—Pero ¿seguirás con tu trabajo?
—Por supuesto.
—Entonces no tengo ninguna prisa.
Los cinco compañeros se pararon a descansar en el gran vestíbulo de entrada, en uno de los extremos más alejados, cerca del gran trono y las tumbas.
—Lo he tocado —le dijo Ambargrís a Drizzt, cuando este se acercó a ella y la encontró parada frente al trono, mirándolo fijamente.
—Ven —le dijo Drizzt, y se dirigió hacia allí. Sin embargo, la condujo más allá del trono, hasta el pequeño grupo de tumbas.
—El Rey Bruenor —le explicó, señalando a la más grande. Cayó aquí, en Gauntlgrym.
—Dijeron que había muerto en Mithril Hall —respondió Ambargrís—. Nos cogimos una buena cogorza en su honor. —Hizo una pausa y rio—. Pero lo sabíamos, elfo, lo sabíamos —dijo.
El modo en que lo llamó «elfo» hizo que Drizzt se sobresaltara, ya que era un apodo que había oído antes, dicho con la misma entonación y cariño.
—Me alegra que encontrara su camino —dijo solemnemente Ambargrís—. Siempre tuvo reputación de aventurero, y no de alguien que se queda sentado en el trono.
—Su escudero enano —explicó Drizzt mientras caminaban hacia el otro túmulo más grande.
—El Pwent —murmuró Ambargrís, y eso le confirmó a Drizzt que aquella enana era de confianza.
—Y los demás que cayeron en la batalla por este lugar —le explicó Drizzt, refiriéndose a las otras tumbas—. Enanos Battlehammer del Valle del Viento Helado.
Ambargrís asintió y susurró una oración por todos ellos.
Drizzt le dio una palmadita en el hombro y la condujo de vuelta a donde estaban los demás. Sin embargo, se detuvo antes de llegar y miró a la enana a los ojos.
—¿Geas? —preguntó con suspicacia.
Ambargrís lo miró sin comprender.
—Tu amigo sombrío —aclaró Drizzt, y la enana dejó escapar una risita.
—Tiza —explicó—. Tiza azul y nada más… bueno, algo de sugestión mágica para convencer a ese zoquete.
—Así que si este Afafa… Afrenfafa…
—Afafrenfere —lo corrigió Ambargrís.
—Si este Afafrenfere intenta matarme, ¿Dumathoin no vendrá a rescatarme?
La enana le dedicó una sonrisa llena de dientes mellados.
—No lo intentará —le aseguró a Drizzt—. No es malo, pero tampoco es de lo mejorcito. No es el más listo, ni el más valiente, pero tiene mejor corazón de lo que esos carniceros netherilianos merecen. Te doy mi palabra.
Y por algún inexplicable motivo, a Drizzt le pareció más que suficiente.