25. ¿IMBECILIDAD O ESPERANZA?

—Vaya, Drizzt, qué inteligente e inmoral por tu parte —dijo Artemis Entreri, situándose junto al drow, que estaba muy quieto sosteniendo a Garra frente a sí en posición vertical, concentrado en mantener una batalla telepática con la peligrosa espada inteligente.

»Creo que todavía hay esperanza para ti —añadió el asesino.

Semejantes palabras, pronunciadas por semejante hombre, atravesaron la conexión telepática y le llegaron al alma a Drizzt. Este cedió instintivamente a las exigencias de la espada en un momento de ira y negación y le envió una punzada de dolor a Entreri. Sin embargo, en el instante mismo en que el hombre comenzó a retorcerse, el drow luchó contra los viles y crueles impulsos de la malvada espada.

Entreri se volvió hacia él con una expresión de odio que amenazaba con devolvérsela, y Garra advirtió a Drizzt de que debía seguir atacando, para someter a su peligroso enemigo.

Sin embargo, Drizzt dejó escapar un gruñido y apartó la espada, mientras seguía gruñendo a modo de protesta, con la vista fija en Entreri.

El asesino quería saltar sobre él, eso estaba claro dada la expresión de ira que inundaba su rostro. Aun así, Drizzt no desenvainó las armas.

Aquel momento de tensión se disipó al oírse un grito proveniente de otra dirección, más allá de donde se hallaba Entreri.

La que gritaba era Dahlia. Después de haber caído sobre Alegni y haberlo hecho caer de rodillas, había rebotado violentamente y se había alejado rodando, sin importarle en absoluto las heridas o el dolor que hubieran podido derivarse de un descenso tan violento, pues volvió inmediatamente a por el caudillo, que ya parecía muerto, convirtiendo su bastón en un mayal y lanzando una ráfaga de golpes sobre él. Las varas giratorias chocaron una y otra vez contra su rostro y su cabeza, con saña, mientras la mujer escupía maldiciones con cada golpe, pronunciando palabras y emitiendo sonidos salvajes que parecían provenir de un lugar muy remoto de su conciencia.

De repente, la expresión en el rostro de Artemis Entreri le reveló a Drizzt que conocía aquel lugar y comprendía aquellos gritos, y tuvo que admitir que el hecho de que los reconociera le escoció un poco.

El asesino se apartó de Drizzt y entró corriendo en la habitación, cargando contra Dahlia y abrazándola para mantener sus brazos pegados a los costados mientras se la llevaba a rastras. Incluso en ese momento, mientras se revolvía, consiguió levantar el pie y patear lo que quedaba de la cara del jefe tiflin.

Drizzt se desplazó hasta la entrada de la sala e intentó darle algún sentido a lo que estaba viendo. No cabía duda de que Alegni estaba muerto. Permanecía de rodillas sólo porque la ráfaga de golpes de izquierda a derecha no le había permitido todavía desplomarse. Su cabeza había quedado reducida a una masa sanguinolenta y ya no había vida en su único ojo, sólo el opaco velo de la muerte.

Entreri siguió apartando a Dahlia de allí a rastras, hacia la izquierda de donde Drizzt estaba. Detrás de ellos se veía la familiar silueta de una enana corriendo de un lado a otro y golpeando el suelo con una gran maza mientras reía como loca. Pasó corriendo junto a otro sombrío, uno al que Drizzt reconoció de una batalla anterior en el bosque. Este permanecía inmóvil, afectado por algún conjuro.

Y el otro sombrío, el brujo contrahecho, apareció a poca distancia del drow. Este desenvainó las cimitarras, pero el malogrado tiflin no le prestó ninguna atención y avanzó tambaleante hasta Alegni, cayendo sobre él en un abrazo desesperado y gritando:

—¡Padre!

Dahlia, al oír eso, dejó escapar un grito repentino y Drizzt vio cómo se desplomaba en brazos de Entreri, como si le hubieran robado toda la energía. Se quedó inerte, temblorosa, mientras lloraba y luchaba por respirar.

Lo inesperado de aquel momento dejó a Drizzt sin aliento, como si un trueno gigantesco los hubiera dejado a todos aturdidos. Incluso la enana enloquecida se detuvo y se quedó mirando.

—¡Maldita seas! —le gritó el brujo contrahecho a Dahlia—. ¡Asesina! ¡Maldita, maldita seas! ¡Ya intentaste matarme una vez, y ahora lo has matado a él!

Si las palabras hubieran sido puñetazos en el rostro de Dahlia, no podrían haberla herido más, o haberla dejado más estupefacta. Drizzt quiso lanzarse sobre él y silenciarlo para siempre, pero algo lo retuvo, el entendimiento de que había mucho sobre aquella historia que desconocía.

—Te encontraré, madre —dijo el brujo contrahecho, haciendo sentir a Drizzt como si lo hubieran aporreado también—. Desde luego que lo haré —prometió el sombrío antes de comenzar a desvanecerse, volviendo al Páramo de las Sombras.

Entreri abrazó a Dahlia con más fuerza.

—No tenéis mucho tiempo —dijo entonces la enana, dirigiéndose a Drizzt. Bajó la maza y caminó hacia él—. He lanzado un conjuro de silencio en esa sala —le explicó, señalando al túnel que conducía a la forja—, pero vendrán de un momento a otro, no lo dudes.

—¿Quién eres? —quiso saber Drizzt mientras intentaba averiguarlo y, de hecho, la reconoció vagamente—. Estabas en Neverwinter… —Claro que recordaba a aquella enana sonriente, aunque su piel no era tan grisácea entonces, de la taberna en la que Dahlia, Entreri y él se habían recuperado de sus heridas con la ayuda de los clérigos, incluida esta. Drizzt dirigió la vista hacia el sombrío inmovilizado, que había sido su compañero ahora y con anterioridad, en la batalla del bosque.

—Estuviste allí —la acusó.

—Sí, Ámbar —respondió alegremente—. Estuve lanzando conjuros para curar tus heridas.

—En el bosque, durante la batalla —aclaró Drizzt.

La sonrisa desapareció del rostro de la enana de inmediato.

—Así que me viste aquella vez.

Drizzt echó mano de sus armas.

—Sí, drow, y te salvé la vida cuando estabas colgado boca abajo en la falda de la colina. Fui yo la que empujó a ese a un lado cuando pretendía saltar sobre ti por haber matado a su querida. —Señaló con la cabeza al sombrío humano que estaba inmovilizado.

—Volveré a preguntarlo. ¿Quién eres?

—Ámbar Gristle O’Maul, de los O’Maul de Adbar, tal y como te dije en la ciudad —dijo la enana con una reverencia—. Ambargrís para los amigos. Cuando escuché en el Páramo de las Sombras que eras el objetivo de esta cacería, pensé que cualquier buen enano que estuviera en deuda con el Rey Bruenor haría lo posible por ayudar.

—Eres una sombría —dijo Entreri desde el lateral, donde aún sostenía a la llorosa Dahlia. Al menos había conseguido volver a ponerla en pie.

—Sí, un poco, igual que tú. —Miró a Drizzt—. Te lo contaré todo si salimos de aquí, y creo que deberíamos ir saliendo ya.

El otro sombrío se movió ligeramente, señal de que el conjuro de inmovilidad estaba debilitándose.

—¿Y qué pasa con él? —preguntó cuando la enana se situó junto al hombre oscuro.

—Es el hermano Afafrenfere —le dijo Ambargrís a Drizzt, y se concentró plenamente en el sombrío—. Sé que me estás oyendo, hermano monje —dijo, apartando a Drizzt—. Nos marchamos por el túnel quemado. Tú irás por uno u otro agujero. —Mientras hablaba, señaló por encima de su hombro hacia el foso del primordial—. No te quedan más opciones.

Ambargrís se volvió para mirar a Drizzt y le dedicó un guiño algo exagerado.

—Es bastante buen tipo —le explicó—. Y no es tan tonto como para enfrentarse a nosotros. Veámonos, pues.

Cogió al monje y comenzó a arrastrarlo hacia la salida.

Drizzt se volvió hacia sus compañeros justo a tiempo para ver cómo Artemis Entreri abrazaba a Dahlia y la besaba intensa y apasionadamente. Se volvió para mirar al drow con una amplia sonrisa en la cara.

—Siempre has querido matarme, Drizzt Do’Urden —dijo Entreri, y señaló hacia el foso con la cabeza—. Esta es tu ocasión.

Drizzt mantuvo la vista fija en él mientras caminaba hasta el foso del primordial. Rápidamente se descolgó la espada de la espalda y la arrojó al suelo de piedra, cerca del borde, ya que no quería sostenerla el tiempo suficiente como para tener que luchar contra sus intromisiones otra vez. Después de todo, estaba al límite tras haber presenciado aquel beso, y tenía miedo de que la Garra de Charon llegara a convencerlo de librarse de Artemis Entreri de una manera algo más convencional.

—¡No! —gritó Dahlia, frenética.

—Sí —respondió Entreri.

Drizzt se quedó mirando a su amante, pero no lo asaltó ningún sentimiento de celos. Se alegró de darse cuenta, de confirmar que su inseguridad había sido algo que la espada había explotado (al menos en su mayor parte). Muchos otros pensamientos le vinieron a la cabeza en ese momento. ¿Dahlia tenía un hijo? ¿Aquel tiflin contrahecho era su descendencia? Pensó en el odio visceral que le tenía a Herzgo Alegni y entonces todo le quedó más claro.

Debía correr hacia ella, abrazarla y consolarla, pero se dio cuenta de que no podía. ¡No tenían tiempo! Todavía había mucho por hacer, y debían hacerlo rápido si esperaban salir vivos de aquel lugar.

Al menos él y Dahlia, pensó mientras miraba a Entreri.

—No pasa nada —le dijo suavemente Entreri a la elfa, y la cogió por los hombros, mirándola a los ojos—. Es el momento. —Se volvió hacia Drizzt y caminó hacia el foso—. Un momento que debería haber llegado antes.

—Hazlo tú —le dijo Drizzt, apartándose de la espada.

Entreri la miró y después miró a Drizzt.

—Eso ha sido cruel.

Drizzt tragó con dificultad, incapaz de negar la acusación. Era consciente de que Entreri no podía acercarse a la espada y arrojarla al foso, ni siquiera era capaz de darle una patada. Si se acercaba a la espada de filo rojizo, seguramente volvería a cautivarlo.

—No me debes nada —admitió Entreri—. No te puedo pedir esto como amigo. ¿Quizá como muestra de mutuo respeto? ¿O quizá deba apelar a tu sentido del honor, y recordarte que el mundo sería mucho mejor sin tipos como yo en él? —Rio, lleno de impotencia, pero recuperó la compostura rápidamente, alzó las manos desnudas y le rogó—: Por favor.

—A menudo he pensado en la posibilidad de un Artemis Entreri redimido —admitió Drizzt—. Un hombre de tu capacidad podría contribuir…

—Ahórrame tu estupidez —dijo Entreri, dándole un envión.

Así sea.

Drizzt fue a darle una patada a la espada, pero en su lugar se agachó y volvió a cogerla. Los poderes de la Garra lo asaltaron de inmediato. Pudo sentir el remolino de desesperación, rabia, amenazas y promesas tentadoras, todo entremezclado en un revoltijo lleno de confusión.

—¿Estupidez? —repitió Drizzt, encogiéndose de hombros—. En absoluto. Nunca fuiste capaz de entenderlo, Artemis Entreri. ¡Ay de mí! Lo llamas imbecilidad, pero yo lo llamo esperanza.

Drizzt arrojó la espada por encima del borde con un gesto de resignación.

—¡Siempre te he envidiado, Drizzt Do’Urden! —gritó Entreri, rápidamente, ya que sabía que le quedaban pocos segundos— ¡Y no precisamente por tu habilidad en el manejo de la espada!

A continuación cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, aceptando aquella fría oscuridad, la dulce liberación de la muerte.