Brack’thal permaneció en la cámara de destellos naranja, viendo pasar a los arremolinados elementales de agua hacia las fauces de lava burbujeante de la bestia primordial. El brujo pasó el pulgar por el anillo de rubí de su dedo índice, porque a través de ese anillo podía oír la llamada del primordial, y podía entenderlo.
Al menos partes de él, porque ese ser estaba realmente fuera de la comprensión de Brack’thal, incluso con la ayuda del anillo. Era la fuerza más antigua, una bestia divina. A pesar de que estaba muy por encima de él, su llamada primaria contenía un mensaje bastante simple: la bestia quería ser liberada.
Brack’thal miró hacia abajo y a su derecha, al estrecho puente de tallos de gigantescos hongos que se había fabricado para cruzar el pozo.
Su mirada penetró la neblina permanente más allá del pozo hasta la arcada, apenas visible debido a la niebla, y la pequeña antecámara que había detrás. Se representó mentalmente la palanca, y pronunció la palabra para ella, no en el idioma drow ni en la lengua vulgar de Faerun, sino en una lengua que conocía gracias a su anillo, la lengua de las criaturas del plano primario de fuego.
El primordial se agitó esperanzado, allá en el fondo.
Ambargrís se acercó precipitadamente a la puerta por delante del resto de su banda de cazadores.
Sabía que ese portal daba al pasillo central, y también sabía que su banda de cazadores shadovar había llegado a tiempo para interceptar al trío. Sin perder un instante, esparció una sustancia polvorienta por el suelo y trazó en ella unas formas específicas mientras pronunciaba tranquilamente su conjuro.
—¿Qué es esto? —preguntó Afafrenfere, entrando por la otra puerta de la habitación.
—Échate para atrás —lo conminó la enana, alzando una mano—. En este portal hay una poderosa custodia.
Cuando ya se puso de pie y se dio la vuelta, habían entrado en la habitación muchos más, entre ellos el brujo al que habían designado jefe de la patrulla.
—Protegido con glifos —explicó Ambargrís, avanzando hacia ellos.
El brujo sombrío la miró con curiosidad.
—¿Estás comprobando esta? —le preguntó con recelo, porque ellos habían atravesado una docena de esas puertas.
—He comprobado la mayoría —respondió Ambargrís, ante la mirada de duda.
—Entonces compruébalo tú mismo, tonto —respondió la enana—. Yo estoy buscando por otro camino.
—Ve a la puerta —ordenó el brujo a Afafrenfere.
—Ni moverte —recalcó Ambargrís, atrayendo una gélida mirada del mago.
La enana se la retribuyó con una mueca, y miró con complicidad a Afafrenfere, que por supuesto no había hecho ni intención de ir hacia el portal. Los demás no sabían nada de la lealtad de Ambargrís y de Afafrenfere a Cavus Dun, pero Afafrenfere no la había olvidado, ni tampoco había pasado por alto que esa afección estaba por encima de cualesquiera otras órdenes que se le pudieran dar allí, salvo si procedían directamente del propio lord Alegni.
—La enana dice que está protegido por glifos —anunció el monje, cruzando los brazos sobre el pecho.
—¡No os detengáis! —ordenó el mago, dando media vuelta. Se centró en otro de los sombríos, una mujer que estaba a su lado, y tres mujeres que iban delante—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Antes de que se nos adelanten!
La mujer miró a Ambargrís sólo un instante antes de dirigirse a la puerta. Se acercó con indecisión, avanzando paso a paso.
Casi lo consiguió, y estaba incluso a punto de tocar el picaporte cuando explotó el glifo relampagueante, lanzando a la desgraciada sombría por los aires mientras el estruendoso estallido conmovía el suelo y las paredes.
—¡Buen trabajo! —felicitó Ambargrís al brujo, y a los demás que salieron despedidos, sin intención de referirse a la pobre víctima, que yacía reventada a un lado, la melena revuelta, los dientes castañeteando y la sangre manando de sus ojos.
El brujo miró con odio a la enana.
—Supongo qu’ahora nuestros inimigos ya saben qu’estamos aquí —se burló la enana—. Pero si tú no‘tás seguro, yo me puedo hace’esplotar una o dos alarmas más.
—¡Vamos a cruzarla! —ordenó el brujo.
Ambargrís lanzó un resoplido.
—Quedan uno o dos glifos más —avisó sacudiendo su peluda cabeza, y pasó al lado del brujo murmurando—: Idiota.
Eso fue más de lo que él podía tolerar, de modo que alcanzó a la enana y le dio un empujón… sin que ella se moviera ni lo más mínimo. Con todo, Ambargrís se movió y trazando un arco con su enorme maza golpeó al brujo en un costado. El sorprendido brujo lanzó un quejido mientras se estrellaba contra la pared de enfrente, luego gruñó y cayó desmadejado al suelo.
—Recoged rápido a este idiota —ordenó Ambargrís a Afafrenfere y a otro—. Tenemos que volver sobre nuestros pasos a toa’marcha si queremos coger a esos tres en’antes de que nos lleven aún más ventaja.
Claro que Ambargrís esperaba que eso no sucediera.
Se dirigió a otra pareja de sombríos.
—Vosotros ya s’us estáis ocupando de cargar con ella —les ordenó, señalando a la mujer herida por la explosión—. Tal vez la pueda salvar. Tal vez no.
Los tres compañeros oyeron la estruendosa explosión y avanzaron con toda la precaución de que eran capaces. Muy pronto dejaron atrás la puerta destrozada por la explosión relampagueante, luego corrieron hacia adelante, Drizzt en la retaguardia, con el Buscacorazones apuntando hacia el vestíbulo para el caso de que algún enemigo pudiera irles a la zaga.
Sin embargo, el drow no tardó en ponerse otra vez al frente.
—Por aquí —les indicó Drizzt, porque reconoció la zona, y sabía que estaban cerca del gran hueco de la escalera hacia los niveles inferiores.
Efectivamente, poco después, entraron en el último tramo, visible ya al fondo del pasillo que tenían ante sí la puerta que habría de llevarlos al rellano de la escalera. Mientras se acercaban a ella, la puerta se abrió, y Drizzt estuvo a punto de disparar una flecha, hasta que reconoció a un compañero drow que salía por ella.
Al mismo tiempo, el movimiento que se oía a sus espaldas impulsó al trío a mirar hacia atrás por encima del hombro. Enseguida se dieron cuenta de que los seguían más elfos oscuros. Y no era un drow cualquiera, según comprobó Drizzt al mirar al varón que mandaba la pequeña patrulla de caballería, porque este montaba un poderoso lagarto, y ambos iban cubiertos con armaduras fabricadas con los mejores materiales y la mejor artesanía drow. No se trataba de un drow plebeyo, sino de un noble de alguna de las casas, y probablemente de una de las más grandes.
Lo seguía muy de cerca un segundo jinete, y Drizzt reconoció a Jearth cuando este lo llamó.
—¿Dónde están tus fuerzas, Masoj? —le preguntó Jearth, emparejando su montura con la de su compañero—. ¿Dónde está Kimmuriel, o por lo menos Jarlaxle?
—¿Son estos los agentes de Bregan D’aerthe? —preguntó el otro jinete, y miró con incredulidad a Drizzt, y todavía se mostró más escéptico al mirar a Entreri, y casi escupió al suelo cuando su mirada recayó sobre Dahlia.
—Estos son —respondió Jearth.
El jinete apenas pudo contener la risa. Se volvió a fijar en Drizzt, y miró con curiosidad al drow pero con tanta intensidad que Drizzt bajó la mirada.
—Dile a Jarlaxle que la Casa Baenre quiere hablar con él —dijo, e hizo avanzar a su lagarto en dirección al trío, obligándolos a hacerse a un lado y casi atropellando a Dahlia. Y cuando Byok, su lagarto, trató de morder a la mujer, el noble Baenre apenas dio un ligero tirón a la rienda.
Otros jinetes siguieron sus pasos, algunos hicieron trepar por las paredes a sus monturas de pies adherentes.
—Cabalga conmigo —invitó Jearth a Drizzt.
Drizzt lo miró con curiosidad.
—Hemos obstruido el pozo de la escalera para evitar que los sombríos puedan alcanzar el nivel inferior —lo informó Jearth—. Yo te llevaré abajo.
—¿Y qué hay de mis compañeros?
Dahlia, que no entendía el drow, tocó a Entreri en el hombro y él se inclinó hacia ella, haciéndole de intérprete sin llamar demasiado la atención.
—Son iblith —respondió el maestro de armas con un gesto evasivo—. Ninguna montura admitiría semejantes jinetes. Vamos, que no tenemos mucho tiempo.
Drizzt ya estaba negando con la cabeza antes de formular una respuesta adecuada.
—Es la consorte de Jarlaxle —dijo finalmente, señalando a Dahlia—. No le gustará que yo los abandone.
—Es problema de Jarlaxle.
—Y mío —insistió Drizzt—. Me comprometí a protegerlos.
—Ellos no pueden bajar por esta ruta.
—Si llega Bregan D’aerthe, se quedará aquí arriba, de todos modos —argumentó Drizzt—. Podemos librarnos de los sombríos, y los iremos eliminando a medida que avancen.
Jearth lo miró con expresión incrédula, luego observó a Dahlia y a Entreri.
—Son extranjeros —dijo con un claro tono de asco.
Drizzt se encogió de hombros e insistió:
—Es la consorte de Jarlaxle.
Jearth movió la cabeza, aceptando aparentemente la oportunidad del razonamiento, que, desde luego, lo sería para cualquiera que conociera a Jarlaxle. El maestro de armas de la Casa Xorlarrin se puso en marcha siguiendo a los demás, atravesando la puerta y avanzando sobre el filo del rellano con toda la calma.
—No nos podemos quedar aquí —insistió Entreri tan pronto como estuvieron solos, pero se dio cuenta de que Drizzt prácticamente no lo estaba oyendo, y llamó su atención.
—¿Drizzt?
—Lo hemos visto morir —le dijo Drizzt a Dahlia—. Abajo, en la cámara del primordial.
Ella lo miró con curiosidad antes de preguntarle:
—¿A Jarlaxle?
Drizzt asintió.
—Acabamos de decir su nombre, sin rodeos, y dos veces a estos elfos oscuros, como si Jarlaxle siguiera vivo.
—No ha llegado a los oídos de los demás drows —razonó Dahlia—. No ha ocurrido hace tanto tiempo.
—El primer jinete que ha pasado a vuestro lado era un noble de la Casa Baenre —los informó Drizzt, y movió la cabeza para indicar que él no podía evitar eso—. Si Jarlaxle hubiera caído, sin duda lo sabría la Casa Baenre.
—No tenemos tiempo para hablar de eso —avisó Entreri. Miró atrás para ver el camino que habían recorrido, atrayendo las miradas de los otros dos—. ¿Se supone que tenemos que escondernos aquí? Entonces tenemos que salir de este túnel y entrar en alguna de las habitaciones laterales.
—Por supuesto que no —se apresuró a responder Drizzt—. El primordial está abajo, por eso necesitamos bajar allí. Dejad que los drows abandonen la gran cámara y bajaremos.
—Dijeron que el pozo de la escalera al nivel inferior estaba destruido. ¿Conoces otro camino?
—Dahlia el Cuervo nos puede llevar abajo —respondió Drizzt, pero lo dijo como si estuviera ausente, y apenas le interesara aquello en ese momento, pese a la precaria posición del trío.
Seguro que la Casa Baenre sabría si Jarlaxle había encontrado la muerte.
—Haz como yo te dije —insistió Berellip a su obstinado hermano menor.
—Es mi expedición —replicó Ravel.
Berellip lo abofeteó en la cara con tanta fuerza que casi se le doblaron las piernas. Retrocedió un paso de lado, y miró fijamente no a Berellip, sino a Tiago y a Jearth, que acababan de llegar de la superficie.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Berellip a Tiago, y no a Ravel.
—Encontrarán otro camino hacia las profundidades, si no lo han hecho ya —respondió Tiago—. Los shadovar tienen hechiceros en sus filas y no se van a detener porque no haya una escalera. Y es seguro que los brujos pueden sentir la magia del primordial. Darán con la forja antes de que pase mucho tiempo, eso es lo que creo.
—Debemos defender la forja —insistió Ravel, volviendo al lado de su hermana.
—Nada de batallas abiertas —se pronunció Berellip—. No estoy dispuesta a perder a un drow Xorlarrin a manos de los netherilianos. ¿Por qué seguimos luchando contra los súbditos del Páramo de las sombras?
—Principalmente hemos estado persiguiéndonos, sin lucha —matizó Tiago.
—Es posible que Bregan D’aerthe esté merodeando por ahí —intervino Jearth—. Parecería que una avanzadilla de Kimmuriel vino a Gauntlgrym por delante de los shadovar.
—Serían un gran activo —dijo Berellip—. Pero ¿a qué precio?
—No es fácil saberlo —respondió Tiago e hizo intención de marcharse—. Salgo para la forja. ¿Organizo una defensa o una retirada?
—No sabemos cuántos netherilianos han llegado —observó Jearth antes de que Berellip tomara una decisión.
—Las dos cosas —le pidió la sacerdotisa a Tiago, al tiempo que Ravel dijo:
—Una defensa.
Ravel no miró a Berellip cuando lo dijo, sino a Jearth, que movía la cabeza dubitativo, avisándolo de que se desdijera.
—Cierra las forjas y prepara una retirada —añadió Berellip, sin dejar de mirar con odio a Ravel.
—La estrechez y la oscuridad de los túneles nos favorecería si llegara el caso de que tuviéramos que luchar con los shadovar —opinó Jearth—. Podríamos cometer un error al enfrentarnos a este enemigo inesperado en una batalla campal.
—Tenemos mucha carne de cañón para ello —apuntó Ravel.
—¿La tenemos realmente? —respondió Jearth antes de que Berellip interviniera—. Las líneas de los shadovar cuentan con muchos magos, nada comparable con el poder de tus hiladores de conjuros, probablemente —agregó de inmediato al ver el gesto torcido de Ravel—. Pero suficientes para barrer a nuestros aliados goblins, y los vamos a necesitar para asegurar el complejo cuando los netherilianos se vayan o los despachemos.
—Y Menzoberranzan dejará muy pronto de enviarnos más chusma de esa —agregó sin emoción Berellip pero en indudable tono amenazador, según le pareció a Ravel.
Ravel se frotó los ojos, tratando de poner todo ello en orden. ¿Qué había llevado a esa nueva fuerza a Gauntlgrym, y por qué justo en ese momento? ¡Había estado tan cerca de triunfar! Toda Gauntlgrym iba a ser muy pronto suya, una ciudad para la Casa Xorlarrin, bendecida por la Casa Baenre. La matrona Zeerith lo mantendría en el nivel más alto y ni Berellip ni Saribel ni ninguna de sus demás hermanas se atrevería a levantar un látigo de serpientes contra él.
En ese momento, Berellip se había ausentado, totalmente confiada en que Tiago Baenre cumpliría su orden y no la de él, comprendió Ravel. Y no estuvo en desacuerdo con esa conclusión, porque a decir verdad, la orden de Berellip de retirarse era con mucho la opción más acertada. Que los shadovar avancen. Llévenlos a los largos túneles de la Antípoda Oscura, el lugar favorito de los drows.
«Entonces ¿por qué están luchando contra los netherilianos», se preguntó? Quizá las criaturas del Páramo de las Sombras y las de la Antípoda Oscura no se querían pero tampoco había entre ellas una hostilidad abierta, por lo que Ravel sabía.
—Debemos entender por qué han venido, y por qué nos están atacando —dijo, atrayendo la atención de Berellip y Jearth y la de los demás presentes en la habitación, incluido Tiago, que aún no había partido y que observaba el juego con toda atención. Ravel miró a Jearth y le preguntó—: ¿Quién empezó la lucha en las estancias superiores?
—Cuando dos fuerzas como esas llegan al mismo tiempo y de manera inesperada a un lugar oscuro y peligroso… —observó Jearth, como si eso debiera explicarlo todo—. Y, en cualquier caso, parece que los shadovar ya estaban enzarzados con la patrulla de exploradores de Kimmuriel.
—Entonces tal vez sean nuestros enemigos —siguió Ravel—. Tal vez no.
Berellip dio un paso hacia él.
—En cualquier caso, no vamos a compartir Gauntlgrym —sentenció el hilador de conjuros Xorlarrin. Ahora, este es nuestro complejo, y los shadovar lo tendrán que aceptar a menos que pretendan experimentar la mordedura del metal drow.
—¿Deberíamos entonces reunirnos en la gran caverna de la escalera para tu grandiosa batalla? —preguntó Berellip con sangrante sarcasmo.
Ravel sabía que lo mejor era no entrar al trapo.
—No, querida hermana —respondió—. Estuviste acertada en tu evaluación. Perdona mi airada respuesta, pero tienes que entenderlo en el contexto de que estamos muy cerca de lo que nuestra familia ha deseado durante milenios. No me resulta tan sencillo renunciar a ello. —Berellip frunció el ceño y Ravel agregó rápidamente—: Ni siquiera de manera temporal. Pero desde luego tú tienes razón. Obliguemos a sus líneas a estrecharse por los pasillos que nosotros elijamos. Si son lo suficientemente tontos como para seguir adelante, combatámoslos con las adecuadas tácticas drows, en los adecuados campos de batalla drows.
Berellip se lo quedó mirando un rato, luego asintió levemente con la cabeza, y eso le pareció a Ravel que era como si ella y él hubieran hecho algún progreso para resolver su tácita rivalidad. Por supuesto que deseaba azotarla por haberlo abofeteado en público, porque siempre había sido un varón orgulloso. Pero no, no haría nada semejante. La necesitaba, ahora más que nunca.
—Ve a Yerrininae —ordenó a Jearth—. Los fieros driders estarán hambrientos de lucha, pero no los soltaré, aunque eso signifique que por cada drider muerto mueran cien shadovar.
»¿Dejamos que sean los goblins los que se enzarcen con ellos mientras nosotros estrechamos nuestras líneas? —preguntó a Berellip para no dar la impresión de que trataba de aleccionarla.
Ella negó lentamente con la cabeza.
Ni siquiera la carne de cañón.
De repente la cara de Ravel se iluminó como si hubiera tenido una idea.
—Entonces que sea Brack’thal —dijo—. Que nuestro hermano castigue a los invasores con sus feroces mascotas. Seguro que los shadovar ni siquiera serán capaces de culparnos en caso de que lleguemos a unas negociaciones, teniendo en cuenta quién es el actual señor de esos corredores.
Berellip lo miró fijamente durante unos instantes, pero finalmente dio su aprobación e incluso dedicó a su hermano una sonrisa de felicitación.
—Yo lo informaré —se ofreció Tiago, y con una inclinación de cabeza montó a horcajadas a lomos de Byok y tomó el rumbo de la forja.
Ravel lo vio marchar con desconfianza. Sólo él sabía del tesoro que Tiago buscaba en la forja, la espada y el escudo que Gol’fanin estaba forjando en ese momento, y se preguntaba si el Baenre tendría la paciencia suficiente para rendir la forja a los netherilianos, aunque fuera temporalmente. De todos modos, se sacudió el pensamiento de la cabeza porque ¿acaso la apuesta del propio Ravel en este caso no era al menos igual de grande? Cuando se volvió hacia Berellip, estaba realmente encantado con la expresión de su hermana, pero fueran cuales fuesen los progresos en el entendimiento que hubieran hecho él y Berellip para reducir sus rencillas resultaba una victoria menor a la vista de la nueva amenaza que había interferido en los planes de ambos.
Esta iba a ser la ciudad de Xorlarrin. No iban a permitir que un grupo de shadovar los apartase de ella… por mucho tiempo.
—Entonces vienen aquí para unirse a los amigos de los drows —manifestó Glorfathel con aire sombrío—. Nuestra tarea es mucho más difícil.
—Na —respondió Ambargrís, pero la voz de Alegni tapó la suya.
—En ese caso, los drows se arriesgan a una guerra con los netherilianos —dijo—. ¿Entienden eso?
—No podemos saberlo, pero tal vez si parlamentamos… —empezó a responder Glorfathel, pero Ambargrís lo interrumpió.
—N’hay ningún drow amigo de Drizzt Do’Urden —dijo—. Si fueron en una patrulla de reconocimiento, entonces es probable qu’ese ya’sté muerto.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Alegni con cierto recelo.
—Ámbar Gristle O’Maul, de los O’Maul de Adbar —respondió Ambargrís haciendo una reverencia—. El nombre de Drizzt Do’Urden en bien conocido en la Ciudadela Adbar, no lo dudes. Y él no tiene ningún amigo de su familia. Ellos vinieron a capturarlo antes. Empezaron una guerra por él. Ná, comandante, si Drizzt se refugió entre los drows, y los drows se dan cuenta de qu’es Drizzt, entonces Drizzt acabará capturado o muerto, no lo dudes.
—Entonces los otros drows podrían no haberse dado cuenta de quiénes son —dedujo Glorfathel—. Quizá haya una esperanza de parlamentar.
—Ni siquiera sabemos si los tienen a él o a la espada —razonó Effron.
Herzgo Alegni cerró los ojos y escuchó aquella silenciosa llamada una vez más, la llamada de la telepática voz de Garra, su querida espada.
—Puede que todavía sigan en la superficie —dijo Effron, dirigiéndose a él y sacándolo de sus contemplaciones.
El comandante movió la cabeza con un gesto de seguridad.
—No tiene importancia —respondió.
—Si queremos capturarlos… —empezó a decir Effron.
—Primero queremos pararlos —declaró Alegni, y los cuatro lo miraron con curiosidad.
—Están buscando al primordial —les explicó—. Tratan de destruir la Garra. Por eso es por lo que tienen que venir —añadió, mirando a Ambargrís, que había sido la primera en opinar así.
—No puedes saber eso —replicó Effron, a pesar de que Ambargrís estuvo de acuerdo con Alegni.
La mirada enfurecida de Alegni fue un claro aviso al contrahecho brujo.
—La espada me llama. El tiempo apremia. Debemos encontrar rápidamente a la bestia y asegurar la zona a su alrededor. Vendrán a nosotros, o huirán y entonces se reducirá la amenaza sobre la espada.
—Hay otros drows con ellos —le recordó Glorfathel.
—Si los encontramos, y han capturado a nuestros enemigos o se han aliado con ellos, les diremos lo que tienen y a quién tienen —respondió Alegni—. Si colaboran, entonces les perdonaremos la lucha en los túneles de la superficie. De lo contrario, les haremos pagar por las bajas que hemos tenido. Como consecuencia de esa batalla, se declarará la guerra entre los netherilianos y los drows, y el imperio nos enviará una interminable provisión de soldados.
—Yo puedo encontrar al primordial —aseguró Glorfathel—. Su magia reverbera a nuestro alrededor.
Alegni asintió e hizo una señal a sus mandos más cercanos para que cerraran filas a fin de poder seguir adelante a toda velocidad.
El gigantesco cuervo bajó en picado desde las alturas, llevando en el pico el extremo de una fina cuerda elfa.
Se posó en el borde superior de la escalera más alta que quedaba, cerca de la bisagra que había permitido a los ingeniosos habitantes de abajo doblar la mitad superior de la escalera sobre la mitad inferior. Era un diseño fantástico, pero Dahlia no tenía tiempo ahora para apreciarlo debidamente. Recuperó su forma elfa y amarró fuertemente la cuerda, luego esperó a que los dos que estaban en el descansillo la tensaran aún más y la ataran fuertemente por encima.
Drizzt fue el primero en deslizarse por la línea usando un pasador de cuero del cinturón enganchado a la cuerda como anilla improvisada. Entreri iba casi encima de él y antes de que arrancara, y de que Drizzt hubiera puesto los pies sobre la escalera, Dahlia se convirtió de nuevo en cuervo y volvió a levantar vuelo.
Comprendió la impaciencia de Entreri cuando llegó al rellano al oír el inconfundible estruendo de una fuerza que se acercaba. Ni siquiera abandonó su forma de cuervo sino que se puso a desatar los nudos usando el pico.
Y en un abrir y cerrar de ojos se fue, lanzándose de nuevo en picado desde las alturas, elevándose delante de sus dos amigos, que se afanaban en la escalera, y bajando hasta el fondo para comprobar que la amplia estancia estaba efectivamente vacía.
Los tres compañeros se metieron rápidamente en los túneles y se pusieron a buscar la forja y el pozo de la gran bestia. Dahlia no podía ayudar pero se dio cuenta de que Drizzt estaba cada vez más agitado. No apartaba la mano de su bolsa de cinto, donde ella sabía que guardaba la estatuilla de la pantera.
—¿Qué pasa? —le preguntó con tono calmado cuando Entreri avanzó.
Él la miró con curiosidad, pero ella lo sujetó por la muñeca, porque tenía otra vez la mano sobre la bolsa.
Drizzt hizo una mueca y asomó a su cara una expresión llena de rabia.
—Ella vale la vida de cincuenta Artemis Entreri —afirmó.
—¿Qué?
Murmuró algo indescifrable y se adelantó a ella para alcanzar al asesino.
Con prisas por acabar con Entreri, de una vez por todas, supuso Dahlia, y le produjo asombro la intensidad, la ferocidad con que su amante drow deseaba la muerte de Entreri. Tal vez fuera una vez más la llamada de la espada, o tal vez, caviló, Drizzt sentía ese odio inmenso por Entreri.