18. LA CONFIANZA DE UN COMPAÑERO

Herzgo Alegni atravesó la puerta de sombra y llegó a una pequeña cámara construida en el interior de una estalactita colgada por encima de una vasta caverna subterránea. Sólo habían pasado dos días desde la desastrosa batalla en el bosque, pero el jefe tiflin se sentía mucho mejor. Había aprovechado el fracaso de Draygo Quick para obligar al viejo y marchito mago a redoblar los esfuerzos para su curación y a concederle más refuerzos.

Herzgo Alegni sabía que no podían volver a fracasar. Ahora no. Allí no. Era mucho lo que se jugaban, y esta vez un fracaso significaría el fin de su ansiada espada y acabaría con su reputación.

Effron ya estaba en la cámara del portal, mirando por una pequeña ventana que había junto a la única salida, una puerta abierta que daba a un descansillo y a una escalera de caracol que rodeaba la estalagmita.

Alegni se puso junto al brujo contrahecho y lo hizo a un lado de un empujón. Effron metió la cabeza en el hueco de la ventana y trató de ocultar su sorpresa.

Allí, ante Alegni, al otro lado de un oscuro estanque subterráneo, se cernía la muralla frontal del antiguo complejo enano de Gauntlgrym. Como la fachada de una fortaleza de la superficie, pero encajada en el fondo de una caverna, la muralla del castillo llegaba casi hasta el techo. Allí arriba había parapetos, Alegni podía verlo; esa muralla, toda esta caverna, incluida la estalactita en que se encontraban, había sido preparada para la defensa del complejo.

—Justo abajo —dijo Effron, y Alegni asomó la cabeza y miró hacia abajo, donde vio otro descansillo justo debajo del puesto que ocupaban. En él había montada una antigua máquina de guerra.

—¿Una ballista? —preguntó, no muy seguro de lo que estaba viendo. Se parecía a una gran ballesta, salvo que estaba cubierta por una gran caja parecida a un abanico. Un par de shadovar andaban por allí, trabajando en el artilugio.

—Un diseño inusual —explicó Effron—. Las hay en todo el entorno de la caverna. Balogoth, el historiador, las llamó cañones de descarga.

Alegni, que estaba mirando a Effron, volvió la vista a la ballista, y alzó la mano cuando el brujo se disponía a explicar el porqué de esa denominación. No era necesario, el solo nombre describía a la perfección el fin de esa caja en abanico.

—¿Funcionará? —les preguntó a los shadovar que estaban en la cornisa de abajo.

Los dos alzaron la vista y retrocedieron un paso ante la inesperada presencia de su señor.

—¿Funcionará? —volvió a preguntar Alegni al ver que no contestaban.

—No lo sabemos, mi señor Alegni —respondió uno—. Hemos cambiado la cuerda del arco, pero las palas son tan antiguas que probablemente no tengan mucha tensión.

—Intentadlo.

Los dos se miraron, luego treparon a un cajón que había cerca y que habían llevado del Páramo de las Sombras y empezaron a cargar una por una las flechas largas en la caja en abanico, deslizando los pernos desde atrás. Entonces, un sombrío asió la enorme manivela y tiró hacia atrás de la cuerda.

Las palas de disparo crujieron a modo de protesta.

—No va a funcionar —dijo Effron, pero Alegni ni se molestó en volverse para mirarlo.

Cuando estuvo a punto la manivela, el segundo sombrío asió una palanca. Esta no se movía con facilidad, y estuvo un buen rato intentándolo antes de mirar a su compañero con aire impotente, y muerto de miedo por lo que se veía.

No querían fallarle a su señor. Herzgo Alegni lo entendió y le gustó la manifestación de temor.

Después de muchos pequeños ajustes en los que uno de los sombríos llegó incluso a meterse a gatas bajo el borde de la caja y a escarbar en los soportes de madera con una pequeña cuchilla, finalmente consiguieron que el cargador encajara.

Herzgo Alegni contuvo una risita burlona cuando por fin dispararon la ballista, porque sólo un lado, una de las palas se movió al soltarla. Por la parte frontal salieron las flechas, con tan poca fuerza que en vez de salir volando cayeron a los pies del artefacto. Y las que consiguieron despegar, apenas volaron más allá de la estalactita. De haberlas disparado manualmente habrían llegado más lejos.

Desde el suelo de la caverna llegaron un par de maldiciones y de gritos de protesta.

—La madera es demasiado vieja —dijo Effron.

—Ya lo sé —respondió Alegni—. Es un diseño interesante.

—En su día, las muchas ballistas montadas en estas torres podrían haber llenado el aire de enjambres de flechas —explicó Effron—. Es un diseño que creo que vale la pena copiar, como lo hace Balogoth, que trabaja con entusiasmo en el diagrama de las ballestas y de esas curiosas vagonetas.

Herzgo Alegni recorrió la caverna con la mirada,

—No tenemos soldados suficientes —dijo—. Es demasiado grande y tiene demasiado polvo acumulado —concluyó—. Los hombres resbalarán por ellas.

—Por lo que se ve, hay una sola puerta —respondió Effron.

Alegni miró la enorme muralla y la única abertura que tenía en el centro. Por la puerta pasaban unos rieles y había un par de carretillas, probablemente para transportar mineral de hierro, tiradas en la arena delante del estanque de la caverna.

—Por lo que se ve —repitió—. Dahlia y su compañero drow han estado aquí antes, dentro del complejo. Si hay otras entradas seguramente las conocen.

—Por ese motivo mandé a una sola patrulla que entrase por la puerta —replicó Effron—. En caso de que nuestros enemigos lleguen a la puerta, serán interceptados por nuestros guerreros para que podamos sorprenderlos por detrás. El resto de las fuerzas están desperdigadas por la caverna, tratando de cubrir todos los ángulos de acceso.

Effron hizo una pausa momentánea mientras Alegni miraba por la ventana, pero quedaba algo, el jefe tiflin lo sabía y por eso se volvió hacia el brujo contrahecho.

—Si es que llegan a venir por aquí —dijo Effron.

—Vendrán —dijo Alegni sin vacilación. Sabía que así era, y temía que lo fuera, porque también sabía que una bestia primordial permanecía agazapada en ese antiguo complejo al otro lado del estanque oscuro—. ¿Dudas de tus propios mercenarios?

Ante eso, Effron sólo pudo encogerse de hombros, porque realmente había sido Glorfathel, basándose en información de Ambargrís, quien había informado a Herzgo Alegni de adónde se dirigía el trío. La Cambiante le había confirmado a Effron que los tres se encontraban en los túneles exteriores de esa región hacía muy poco tiempo, inmediatamente después de fracasar en su intercambio de la pantera por la espada, aunque esa información no se le había revelado al tiflin.

Herzgo Alegni paseó la vista por la enorme caverna, detectando a grupos de los suyos apostados para tender la emboscada. Observó, sin embargo, que todos ellos estaban del lado más cercano a él del estanque oscuro, frente a la muralla de Gauntlgrym.

El tiflin se humedeció los labios. Parecía un plan bastante sólido, porque aun en el caso de que el trío lograra atravesar el lago, ¿cómo cruzarían y llegarían al complejo sin que los persiguieran y llegaran a ellos con jabalinas y flechas y conjuros mágicos? A pesar de todo, la idea de que hicieran eso atribulaba a Alegni. Ya había subestimado antes a esos tres, y con desastrosas consecuencias.

—Envía más efectivos al interior del complejo —dijo.

—A duras penas podemos vigilar los accesos a la caverna con las fuerzas que tenemos aquí en este momento —replicó Effron—. Si quitamos más hombres…

—¿Crees que si consiguen entrar antes que nosotros, o entran por otra puerta que no hemos descubierto, los encontraremos alguna vez? —insistió Alegni.

—¿Cuántos? —preguntó Effron.

—¿Qué hay al otro lado de la puerta?

—Un gran salón de audiencias con varios túneles, algunos penetran en el subsuelo hasta las minas según parece, porque tienen rieles como para las vagonetas de mineral de hierro. Y hay algunos que llevan a los niveles superiores. No los hemos explorado en profundidad.

—¿Por qué no? —preguntó el tiflin disgustado.

—Señor, llevamos muy poco tiempo aquí.

Herzgo Alegni echó una mirada asesina al pequeño brujo contrahecho. Effron tenía razón, por supuesto, y Alegni tuvo que admitir que el mero hecho de haber localizado ese lugar y de haberse desplegado y montado algo parecido a una emboscada era realmente impresionante. Eso tenía que admitirlo, sin duda, pero no abiertamente y mucho menos a Effron.

—¿Por dónde entrarán?

—Hay por lo menos cuatro túneles de entrada frente a la muralla —explicó Effron.

Alegni abrió mucho los ojos y se le dilataron las aletas de la nariz. Apretó los puños a ambos lados del cuerpo.

—¡He mandado patrullas a explorarlos todos! —se apresuró a añadir Effron, y dio la impresión de que se encogía ante el espectro de Alegni—. Estamos tratando de determinar cuál de ellos puede llevar a la superficie.

—¿Tratando?

Effron parecía no saber qué decir ni cómo reaccionar. Alzó su mano buena implorante, luego la dejó caer, se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—No me sorprende —dijo Alegni, mirando para otro lado—. Y no he olvidado tu fracaso en el puente de Neverwinter, puedes estar seguro.

—Yo me enfrenté al felino —replicó el brujo contrahecho, pero en voz tan baja que se extinguió mientras trataba de mantener la apariencia de una respiración tranquila.

—Estoy habituado a que me decepciones —prosiguió Alegni, pasando por alto su respuesta. Se dirigió a la puerta para abandonar la habitación, pero se detuvo nada más salir y se volvió hacia Effron, apenas lo suficiente para añadir—: Me decepcionaste desde el momento en que te vi por primera vez.

Effron retrocedió mientras Alegni abandonaba la cámara y, por suerte, quedó oculto por las sombras, porque de no haber sido así, seguramente el corpulento tiflin habría ahondado aún más en la herida al observar las lágrimas que pugnaban por salir de los ojos curiosamente dispares del brujo.

La mano de cazadores shadovar se movía con estudiada precisión, avanzando alternadamente por el corredor iluminado por líquenes. Una fuerte cazadora tiflin de corta edad corrió hacia una hendidura en la pared y se apretó contra ella, mirando en derredor y al frente, y levantó los dedos —uno, dos, tres— haciéndoles señas a los demás.

Zingrawf Bourdadine, un corpulento varón de considerable reputación, se deslizó por delante de ella en silencio hacia la posición siguiente, seguido de cerca por un hechicero y otro guerrero, un halfling sombrío. Cuando llegaron a sus respectivas posiciones, le hicieron señas a la cazadora que había quedado detrás, que alzó su cuarto dedo, despejando el camino para que el último de la mano, otra hembra tiflin, pasara por delante de ella.

La cazadora se asomó ansiosamente un poco más, esperando a que sus compañeros la invitaran a ocupar el primer puesto. Todavía no estaban preparados para ella, ya que la última del grupo apenas había llegado a la posición siguiente de la fila. Se enderezó una vez más, se apoyó en la pared y respiró hondo, preparándose para su siguiente carrera.

Hasta ese momento no se había dado cuenta de que había algo inusual, que esa sección de la pared no era lo que parecía, que no era simplemente una depresión en la pared, sino que había un hueco detrás en el que no había reparado porque estaba… ocupado.

Una mano le tapó la boca y apareció otra que sostenía un cuchillo y que rápidamente le rebanó el cuello.

Artemis Entreri dejó que se deslizara hasta el suelo sin el menor ruido.

Alfwin el hechicero se puso en cuclillas y miró atentamente a su alrededor maldiciendo la ausencia casi total de luz. Había pensado que el siguiente tramo del corredor estaba despejado y así lo había señalado, pero ahora algo hizo que se le erizara el pelo de la nuca.

Aguzó sus sentidos. ¿Había oído un leve sonido? ¿Había captado un atisbo de movimiento? Su mano alzada se convirtió en un puño, la señal de espera, pero era demasiado tarde, porque la siguiente del ciclo, la segunda hembra tiflin, ya estaba demasiado cerca, y sin más cobertura que la hornacina que él había ocupado.

Ella se puso en cuclillas a su lado y siguió su mirada hacia adelante, a donde el corredor se curvaba levemente a la izquierda.

Pasaron unos instantes.

La mujer señaló hacia la pared de la izquierda, exactamente donde hacía la curva, y en un saliente que podría darle cierta cobertura. Con facilidad de experta y en absoluto silencio, la avezada guerrera se desplazó hacia ese punto, y el hechicero partió detrás de ella, pegado a la pared de la derecha, tratando de ver más allá de su compañera.

Todo parecía despejado y tranquilo. Le hizo señas de que continuara.

Ella pasó por debajo del saliente y rodeó la esquina.

Un movimiento un poco más hacia la izquierda la hizo detenerse y ponerse a la defensiva, pero demasiado tarde ya que el arma rotatoria la golpeó en la sien y la mandó dando tumbos al centro del corredor.

Alfwin dio la voz de alarma a los que lo seguían y dio un paso adelante, varita en mano. Trató de evitar el torbellino de movimiento sombrío que tenía ante sí, dos formas de complexión similar entrelazadas y cruzando el corredor de izquierda a derecha.

Estaba a punto de disparar a ese embrollo, esperando dar en el blanco adecuado, cuando se le presentó una tercera opción un poco más lejos.

Cuando disparó, lo mismo hizo su adversario, contrarrestando el proyectil negro del brujo con un ataque relampagueante.

No, no un proyectil relampagueante, sino un proyectil crepitante de energía fulminante. El hechicero cayó en la cuenta cuando la flecha rápida como una centella le atravesó el hombro limpiamente para ir a explotar contra la pared a sus espaldas.

Dio un aullido de dolor y de sorpresa y volvió a apuntar con la varita.

Entonces se dio cuenta de que estaba ciego.

El feroz proyectil del hechicero lo había alcanzado, levantando ampollas en la piel del brazo que tenía adelantado, pero Drizzt no cedió terreno ni se inmutó e invocó sus poderes drows innatos, un vestigio de magia que emanaba de lo más profundo de la Antípoda Oscura, para llenar el corredor delante de sí, la región que rodeaba al brujo, con un orbe de oscuridad absoluta. Mantuvo apuntado a Taulmaril, colocó metódicamente una segunda flecha y la lanzó. La reluciente flecha dio la impresión de haberse desmaterializado en un abrir y cerrar de ojos al desaparecer hundiéndose en la oscuridad.

Tenía que ganar, y tenía que hacerlo rápido, lo sabía, porque esos reducidos espacios sin duda podían favorecer a un hechicero. Su enemigo podría llenar todo el corredor con un muro de mordaces llamas, o desatar una plaga de insectos.

Drizzt no iba a darle ocasión.

Tensó el arco y volvió a disparar.

Cuando se desató el combate por delante de ellos, Zingrawf y su compañero halfling hicieron señas hacia atrás y llamaron a la cazadora tiflin, después se volvieron y avanzaron viendo la forma que se aproximaba velozmente.

No tenían ni idea de que la forma no era su compañera que yacía muerta en una hornacina.

Entreri corrió para darles alcance y, a diferencia del corpulento tiflin que tenía delante, no vaciló cuando el corredor quedó iluminado de pronto por un relámpago.

El guerrero halfling se separó en ese momento, corriendo para unirse al dúo que estaba más adelante, y casi había llegado hasta el mago cuando ambos desaparecieron en la negrura más absoluta.

Una vez más se detuvo el corpulento tiflin que le iba a la zaga, y una vez más no lo hizo Entreri, porque conocía bien las artimañas de Drizzt Do’Urden y había visto muchas veces globos de oscuridad similares en sus batallas junto al drow o contra él.

Podría haberse limitado a ensartar al recio guerrero con su espada en ese momento, pero no le vio la gracia.

—Bien hallado —dijo en cambio.

El fornido varón se quedó paralizado una décima de segundo hasta que, habiendo entendido al parecer lo que pasaba, giró sobre sus talones con fiereza, barriendo la anchura del corredor con su enorme hacha de batalla.

Entreri, demasiado listo para dejarse pillar por un movimiento tan torpe y previsible, dejó pasar el arma sin que le causara ningún daño y clavó la espada en el hombro del tiflin. Haciendo burla del impresionante bruto con sus carcajadas, el asesino dio un paso atrás ágilmente para evitar el contragolpe de revés.

Podría haber cargado otra vez ya que se presentaban muchas brechas en la torpe postura del tiflin, pero un estallido de luz argentada que voló por encima del hombro de su adversario hizo que Entreri tuviera que agacharse para salvar la vida.

Se disponía a gritarle a Drizzt que parara, pero otra flecha se estrelló contra la piedra, cubriendo a Entreri y al tiflin con una lluvia de chispas. Entreri se lanzó cuerpo a tierra hacia el lado contrario, y supo que ahora quedaba expuesto al tiflin, a aquella pesada hacha.

Sin embargo, su adversario ya no parecía interesado ya que se volvió girándose a medias y dejándole ver a Entreri un orificio humeante que la flecha le había producido en la espalda.

Del globo de oscuridad salió el otro guerrero, caminando hacia atrás con los brazos en alto, en postura inútilmente defensiva, delante del asesino.

Una flecha relampagueante lo atravesó limpiamente y siguió su curso hasta clavarse en el pecho del fornido tiflin.

La mano derecha de Drizzt describió un círculo casi perfecto al sacar del carcaj encantado que llevaba a la espalda una nueva flecha, y volver a preparar, tensar y disparar antes de iniciar otra vez el recorrido.

Un torrente de flechas surcó el aire. Drizzt movía el arco, de izquierda a derecha y viceversa, disparando bajo y disparando alto.

Sólo una vez miró a Dahlia, que estaba en cuclillas junto al guerrero al que había derribado.

Una imagen cruzó por la cabeza de Drizzt: la de Dahlia yaciendo con Artemis Entreri, la de los cuerpos de Dahlia y Entreri entrelazados en un apasionado abrazo.

En el gesto de Drizzt, tan tranquilo y determinado hasta ese momento, se perfiló un rictus de crispación. El drow dio un paso adelante.

—Está muerto —se oyó la voz de Dahlia, pero él siguió disparando.

La elfa lo quiso coger por el brazo, pero Drizzt la hizo a un lado e intensificó la andanada, haciendo rebotar flechas en las piedras, a izquierda y derecha, y también en el techo.

—¡Está muerto! —insistió Dahlia, pero ella hablaba del mago, y Drizzt apuntaba más allá, a los demás enemigos shadovar que estaban al otro lado de su orbe de oscuridad, y a un compañero que sabía que se encontraba allí.

El corredor relampagueaba como una tormenta eléctrica. Las piedras humeaban y se resquebrajaban, el aire restallaba como si hubiera caído un rayo.

El corpulento guerrero tiflin seguía de pie, aunque probablemente más por los repetidos golpes que lo mantenían erguido que por una sensación de equilibrio o de conciencia siquiera.

Contra la pared, Entreri le gritaba a Drizzt que parara, pero al parecer sus palabras no podían nada contra la atronadora cacofonía del ataque.

Delante mismo de su cara la piedra se fracturó al rebotar una flecha, las esquirlas le hicieron arder los ojos. Rodando, se apartó de la pared y pasó los pies por debajo del tiflin, pegándose a continuación al suelo y aceptando el peso aplastante del bruto que le cayó encima.

Sin embargo, ¿podría incluso esa pesada manta parar un disparo del devastador arco?

—Poderoso encantamiento —advirtió Glorfathel mientras Ambargrís se desplazaba hacia el magnífico trono cuajado de piedras preciosas situado sobre el estrado de piedra cubierta de mosaico.

—Formula unas protecciones, pues —dijo Afafrenfere mirando codiciosamente esos maravillosos abalorios.

Glorfathel se le rio al monje en la cara.

—Ningún mago del Páramo de las Sombras ni de Toril sería tan tonto como para tocar ese trono. Está imbuido con el poder…

—De los dioses enanos —Ambargrís acabó la frase por él, y ya estaba muy cerca del trono. Miró un poco más allá, a un pequeño cementerio de túmulos funerarios. Realmente curioso, porque ¿a quién se le ocurriría poner esos monumentos tan cerca de un trono en medio de un salón de audiencias? Dos de los túmulos eran más grandes que los demás, y cuando se fijó con atención en los más grandiosos, Ambargrís descubrió otro misterio: eran recientes.

No era que los hubieran colocado hacía diez días, pero las tumbas no tenían una antigüedad comparable a la de todo lo que se veía en el complejo.

—¿Qué secretos estarás guardando aquí, Clangeddin? —preguntó en voz baja—. ¿Y qué poderes, poderoso Moradin? —Estiró la mano tentativamente.

—Ni se te ocurra —le advirtió el elfo, y Afafrenfere tragó saliva.

Ambargrís se puso rígida cuando sus gruesos dedos tocaron el brazo del trono, como si una descarga de poder le hubiera recorrido la espina dorsal. Contuvo la respiración y permaneció en esa postura largo rato mientras los otros dos la miraban con incredulidad.

Ni remotamente podían entender la corriente de poder que estaba atravesando en ese momento a la enana. Vio imágenes del último discípulo de los dioses enanos que había tocado este trono, y después lo vio claramente allí sentado. Observó su barba rojiza y su corona de un solo cuerno, y sus labios se movieron para formar su nombre.

—¿Rey Bruenor?

Aguantó un poco más, pero la energía era demasiado potente. Se concentró en la visión, como si tratara desesperadamente de convencer a este famoso rey enano de que también ella tenía ascendencia Delzoun. ¡De que realmente pertenecía a los Adbar O’Maul! Pero Ambargrís no tenía sangre real, por lo que el trono la rechazaba, aunque amablemente, acumulándose la energía hasta que ella ya no pudo soportarla más.

La enana se apartó tambaleándose.

—No puede ser —musitó, pero sabía que realmente había sido así. Esto no era un engaño.

—¿Qué? —preguntó Afafrenfere, acercándose a ella y alargando la mano hacia el trono.

—Te va a comer vivo —le advirtió Ambargrís.

—Entonces hazlo tú —dijo Afafrenfere volviéndose hacia ella—. ¡Arranca una o dos gemas!

Ambargrís lo miró incrédula y después se le rio en las barbas.

—Ni en diez generaciones elfas —dijo—. Antes preferiría arrancar una gema de entre los dientes de un dragón rojo.

—Bueno ¿y qué vamos a hacer, entonces? —preguntó el monje exasperado—. Es el tesoro de un rey y más.

—Mucho más —dijo Ambargrís.

—Vamos a dejarlo donde está —dijo Glorfathel—. Como lo han dejado donde está todos los que en algún momento han pasado por aquí. Y los que no, han sufrido consecuencias letales, sin duda.

Ambargrís pensó que no todos, pero no lo dijo.

—Entonces, las tumbas —sugirió el monje.

—Toca una piedra y te levantaré una para ti —dijo Ambargrís dejando bien claro que no le interesaba entrar en debate. Le palpitaban las aletas de la nariz y los ojos miraban a Afafrenfere con una furia casi maníaca hasta que el monje retrocedió.

—No se puede privar a una enana de su orgullo —dijo Glorfathel con una carcajada—. Da lo mismo cuánto puedas oscurecer su piel.

Ambargrís asintió, satisfecha de que el elfo hubiera justificado la magnitud de su enfado.

Cuando Glorfathel inició la marcha hacia el túnel que les habían encomendado vigilar, Ambargrís dejó descansar la mirada sobre aquel portentoso trono, y una vez más se imaginó a un enano de barba roja sentado en él, el rey de reyes. Su postrera mirada antes de partir fue otra vez para las tumbas, para la mayor del grupo, porque creía saber quién podía estar estaba enterrado allí.

Le dedicó una leve y disimulada reverencia como despedida.

—¡Drizzt! —gritó Dahlia agarrando al drow por el brazo—. ¡Se acabó!

Él la apartó de un manotazo y empezó de nuevo. La imagen de la elfa con Entreri le hacía hervir la sangre.

¡Iba a dejar ese corredor despejado de ahí a Gauntlgrym!

Una flecha salió volando, pero su resplandor se desvaneció cuando aún no había abandonado el arco. Una segunda corrió la misma suerte e incluso una tercera antes de que Drizzt se diera cuenta siquiera, de que reparara siquiera en Dahlia, agazapada a un lado con su bastón mágico extendido absorbiendo con su energía la magia de Taulmaril en cada disparo.

¡Lo estaba protegiendo!

Los ojos de Drizzt brillaron de furia. En lugar de echar mano a otra flecha levantó el arco como si fuera un garrote intentando golpear a Dahlia con él.

La oscuridad se disipó en ese momento y los dos se detuvieron y miraron en derredor.

El hechicero estaba sentado en una postura desmañada contra la pared, abierto de piernas y de brazos, la cabeza caída sobre el pecho. De los diversos orificios que tenía en el torso salían zarcillos de humo, e incluso alguna pequeña llama. Taulmaril, el Buscacorazones, había hecho honor a su nombre. Junto al mago, encogido en posición defensiva, yacía el cuerpo humeante de un halfling sombrío, y había un cuerpo más voluminoso un poco más lejos. Las paredes estaban llenas de agujeros de los que salía humo, y por todas partes había trozos desprendidos de la piedra.

—¿Qué has hecho? —inquirió Dahlia poniéndose de pie.

Vuelto en sí por el espectáculo, realmente confundido, Drizzt bajó a Taulmaril y dio un paso adelantándose a ella, escudriñando el corredor silencioso y lleno de humo.

A punto estuvo de colocar otra flecha y dispararla cuando el tercero de los cuerpos se movió de repente, pero no tuvo tiempo porque de debajo del mismo salió Artemis Entreri, haciendo volar un cuchillo delante de sí y con las armas desenvainadas en una carga desesperada.

Drizzt desvió el cuchillo poniendo a Taulmaril en su camino, y desenvainó las cimitarras para responder al ataque.

Entreri entró como un bólido, estocada tras estocada, y dio una vuelta que acabó con la daga en alto amenazando desde arriba al drow.

Pero también Drizzt dio una voltereta en sentido opuesto, esquivando la daga. El drow la remató con un golpe de lado de Centella que Entreri paró, como era de prever.

Drizzt se detuvo a medio girar y arremetió hacia adelante con una estocada de Muerte de Hielo. De haberse limitado Entreri a ejecutar un bloqueo sobre Centella, el drow habría encontrado una clara abertura.

Sin embargo, el asesino era demasiado listo para eso, y había luchado contra ese adversario anteriormente. En lugar de haber salido al encuentro de la cimitarra con un bloqueo y un golpe para hacerla a un lado, la parada había hecho que su espada rodeara a la cimitarra por encima.

Entreri dejó que el impulso de Drizzt desviara ampliamente a Centella, liberando a su espada y avanzando con una arremetida propia.

Ambos podrían haber dado un golpe mortal, pero hacer eso equivalía a aceptar un destino similar.

Fue así que ambos acabaron en un bloqueo cruzado, encontrándose espada y cimitarra con un sonoro golpe y quedando estrechamente trabadas.

—¡Parad! —gritó Dahlia con la voz crispada y castañeteando los dientes por alguna razón que ninguno de los dos entendió ni se molestó en notar siquiera.

La daga de Entreri buscó la garganta de Drizzt. La cimitarra libre del drow acudió a bloquear y Drizzt le lanzó un puñetazo a Entreri en toda la cara.

El asesino esquivó el golpe y los dos acabaron enzarzados cuerpo a cuerpo, con los brazos trabados.

Entreri encontró otra arma y lo embistió con la cabeza.

Lo mismo hizo Drizzt. Sus frentes chocaron entre sí violentamente y los dos retrocedieron un par de pasos tambaleantes.

Se proponían volver inmediatamente al combate y acabar con esto.

Pero un largo bastón metálico se interpuso entre los dos como una barra separadora, golpeando con su punta la pared contraria, y con el impacto, Dahlia liberó la energía de tres flechas encantadas de Taulmaril y también una pequeña porción de la del bastón, iluminando el corredor con una descarga punzante y explosiva.

Casi cegada, la mujer consiguió ver sin embargo el movimiento de los dos saltando hacia atrás, como si fueran un solo guerrero apartándose de un espejo. Los dos se volvieron a medias en el aire, ejecutando una vuelta de tornillo, dándose la vuelta y entrando en una voltereta de cabeza para volver a caer de pie exactamente en el mismo momento y con la misma vuelta para enfrentarse una vez más, listos, con los pies separados y las espadas en alto.

—¿Qué pasa, que sois hermanos? —preguntó Dahlia atónita.

—¡Me querría ver muerto! —le contestó Entreri a gritos.

—Y te veré —replicó Drizzt.

—Intervendré en contra del que haga el primer movimiento —los previno Dahlia.

—El primer movimiento ha sido suyo —acusó Entreri.

—Y el último también lo será —prometió Drizzt.

—¡Dejadlo ya! —exigió la elfa.

—¡No! —gritaron ambos al unísono.

De un salto, Dahlia se interpuso entre los dos, mirándolos alternativamente del todo confundida.

—¡Lo necesitas! —le imploró a Entreri—. ¡Para poder librarte de la espada!

El asesino retrocedió y se irguió, y lo mismo hizo Drizzt.

—¿La espada? —dijeron los dos al mismo tiempo.

Drizzt, horrorizado, arrojó sus cimitarras al suelo y echando la mano por encima de su hombro izquierdo asió la Garra de Charon y la sostuvo ante sí con ambas manos.

—La espada —dijo otra vez, entendiéndolo todo.

Absolutamente todo.

Las sospechas, las imágenes de Entreri y Dahlia trabados por la pasión, el impulso de matar a Artemis Entreri…

Con un gruñido hondo, el drow saltó hacia un lado. Empezó a gritar y no dejó de hacerlo mientras una y otra vez golpeaba a la Garra de Charon contra la pared del corredor.

—Drizzt. —Dahlia dio un grito ahogado y se dispuso a acudir a su lado, pero Entreri se interpuso e hizo que se quedara en el sitio.

—La espada le está diciendo que me mate —explicó tranquilamente Entreri.

Drizzt descargó su energía, su rabia, contra la piedra, haciendo saltar esquirlas, pero sin mellar en lo más mínimo la hoja carmesí de la Garra de Charon. A pesar de todo, le estaba imponiendo sus condiciones a la sensitiva y maligna espada: él era el amo y la Garra de Charon, su sierva.

Por fin se detuvo y, con una última mirada de disgusto a la espada, la volvió a colocar en la funda que llevaba a la espalda. Recogió sus cimitarras y también las envainó, miró a sus compañeros, miró más allá de ellos, a la carnicería que había desatado en el corredor, un trío de cuerpos que fácilmente podrían haber sido cuatro.

Dejó pasar unos instantes para que la tensión se disipara un poco antes de mirar a Artemis Entreri a los ojos. No se disculpó porque no habría tenido sentido, pero le hizo una inclinación de cabeza para dejar claro que era él y no la Garra de Charon quien tenía el control.

Artemis Entreri devolvió la espada y la daga a sus respectivas vainas.

Detrás de Drizzt, la guerrera a la que Dahlia había derrotado, gruñó y se revolvió, e incluso trató de levantarse sobre los codos. Dahlia acudió de inmediato, dándole un fuerte puntapié en el costado, y como la mujer intentara doblarse hacia arriba, Dahlia le puso el pie sobre la nuca impidiéndole cualquier movimiento.

—Si te mueves otra vez te parto el cuello —advirtió la mortífera elfa.

Drizzt se acercó y cogió a Dahlia por el brazo, tratando de apartarla. Al principio ella se resistió, pero el drow la miró implorante y tiró de ella con más insistencia.

En cuanto Dahlia levantó el pie del cuello de la mujer y dio un paso atrás, y antes de que Drizzt pudiera inclinarse para ayudar a la cautiva sombría, Entreri pasó por delante de él y asió a la guerrera por el pelo y por un brazo y bruscamente la levantó del suelo.

—¿Tu espada? —preguntó, reparando en su mirada, porque era verdad, su larga espada estaba tirada en el suelo no muy lejos—. Sí, recupérala, para que yo pueda acabar lo que debería haberse hecho ya. —Dicho esto, el asesino empujó a la sombría a un lado y la dejó caer otra vez al suelo, cerca de su arma.

La mujer miró la espada, después volvió a mirar a Entreri, que había vuelto a desenfundar sus armas y estaba esperando, invitándola.

Drizzt observaba el espectáculo con desánimo, un elocuente recordatorio de quién era ese hombre, Entreri, o al menos de quién había sido. ¿Se habría engañado perdido en la nostalgia de días mejores? ¿Había permitido que aquello que deseaba con tanta vehemencia, el regreso a un tiempo y un lugar, no le permitiera ver la realidad de Artemis Entreri?

Miró hacia el otro lado, a su otra compañera, que observaba ávida y con una sonrisa feroz. Drizzt entendía esa expresión: Dahlia quería ver esa pelea, ansiaba ver cómo Entreri hacía pedazos a la sombría.

Drizzt tragó saliva y se recordó que Dahlia tenía buenos motivos para odiar a los sombríos, y que estos eran sus enemigos declarados: sin duda habían entrado en el túnel buscándolos a él y a la espada.

—Recógela —le dijo Entreri a la sombría—. Recógela y ponte de pie. Mis compañeros se mantendrán al margen. Tú contra mí, y si ganas a lo mejor ellos dejan que te marches.

—Lo veo difícil —intervino Dahlia, y Entreri hizo un gesto de contrariedad.

Drizzt captó el intercambio silencioso entre los dos. Tenían la misma mentalidad y se dejaban llevar por deseos que él no podía compartir.

Una vez más le pasó por la cabeza una imagen de Entreri y Dahlia en un abrazo, un beso apasionado, pero la desechó con un gruñido y respondió a la Garra de Charon con un embate de ira y con una imagen de su propia cosecha: una sima profunda en cuyos bordes se arremolinaban potentes elementales del agua y en cuyo fondo se abrían las feroces fauces del primordial.

—Te conozco, Barrabus el Gris —dijo la sombría, que seguía en el suelo y se volvió a alzar sobre los codos—. No voy a luchar contigo.

—Cobarde.

—Te conozco. Luché junto a ti en una ocasión —añadió la sombría encogiéndose de hombros.

Entreri ladeó la cabeza, mirando a la mujer con más atención, pero Drizzt no vio señal alguna de reconocimiento.

—Del mismo modo que conozco a esta elfa, Dahlia, campeona de lo thayanos.

—Entonces sabes que vas a morir aquí —replicó Dahlia, y Drizzt volvió a hacer una mueca de disgusto. Casi deseó que Entreri diera un paso adelante y acabara con este tormento, para la sombría y para él.

En lugar de eso dio un paso adelante y se interpuso entre Entreri y la sombría y le tendió la mano a la mujer. Cuando ella la cogió, le ayudó a ponerse de pie, dejando su espada en el suelo.

—Tu patrulla vino en nuestra búsqueda —dijo Drizzt.

—No —respondió ella negando con la cabeza.

—No me mientas o dejaré que mis compañeros se encarguen de ti. Responde a mis preguntas y…

—¿Y qué? —preguntaron al unísono la sombría y Entreri.

—Y Drizzt la dejará ir —dijo Dahlia con una risita burlona.

—¿O sea que la dejarás? —preguntó Entreri.

—Lo haré —dijo Drizzt contestándole directamente a la sombría—. Responde a mis preguntas y vete hacia donde ibas, por el camino por el que vinimos nosotros.

La sombría miró más allá de Drizzt, a Entreri y después a Dahlia.

—No te creo —dijo, mirando a los ojos color lavanda de Drizzt.

—Es lo que hay —respondió él con calma—. Y no es una pregunta tan difícil. Tus amigos están en la caverna de entrada a Gauntlgrym, o eso parece. Me gustaría saber cuántos son.

—¡Me pides que traicione a Herzgo Alegni, como antes lo traicionó Barrabus! —le soltó la mujer.

—¡Alegni está muerto! —exclamó Dahlia, y la mujer la miró con curiosidad, como si lo que decía fuera simplemente ridículo.

»Vuelve a pronunciar ese nombre y te hundo el cráneo —juró Dahlia, escupiendo a los pies de la sombría.

Por extraño que pareciera, esa amenaza pareció dar a la sombría una nueva osadía. Se irguió, como aceptando su destino. Ya no tenía miedo. Drizzt ya había visto esto antes, de hecho había sentido lo mismo en el pasado, de modo que entendió que su oportunidad para obtener información se alejaba.

—No podéis escapar —le dijo la sombría a Drizzt.

—Están en la caverna —replicó Drizzt.

La sombría sonrió y asintió con la cabeza.

—Os están esperando, y si vosotros no vais hacia ellos, os encontrarán. Y os matarán.

Su sonrisa era sincera, Drizzt lo entendió, porque había sobrepasado el nivel del miedo y había aceptado plenamente la situación. En su cabeza se arremolinaban los pensamientos, recordó la caverna, las estalagmitas y las estalactitas, un panorama tan parecido al de Menzoberranzan. Consideró el trazado del lugar, el somero estanque subterráneo y la playa ante la gran muralla de Gauntlgrym.

—Ve, pues —le dijo Drizzt haciéndose a un lado y señalando túnel abajo, no hacia la superficie como había indicado primero, sino hacia la dirección de donde había llegado la patrulla shadovar—. Vuelve con tus amigos oscuros y llévales mi mensaje. No nos encontrarán. No recuperarán su repugnante espada. Hay muchos túneles en la Antípoda Oscura. Son el entorno propio de los drows, no de los netherilianos.

La sombría se lo quedó mirando. Podía sentir la mirada furiosa de Entreri perforándole la espalda.

—No vas a hacerlo —dijo Dahlia.

Drizzt se volvió para mirarla con dureza, con una silenciosa advertencia.

—Vete —le dijo a la sombría, aunque no se volvió para mirarla—. No te lo voy a volver a decir.

La mujer dio unos pasos vacilantes, mirándolos a los tres, sin saber de dónde llegaría el golpe mortal. Pasó junto a Drizzt, que se volvió para mirar a Entreri, y por fin pasó sigilosamente al lado del asesino.

Entreri dio un paso hacia un lado, volviéndose cuando pasó la sombría, y Drizzt también se movió ostensiblemente, colocándose entre el asesino y la sombría.

La netheriliana rompió a correr y a punto estuvo de tropezar con el cadáver de uno de sus compañeros.

—Te he visto hacer muchas tonterías, drow —señaló Entreri rodeando a Drizzt por detrás y dándole un empujón—, pero nada que supere a esto.

Drizzt se volvió lentamente. Primero vio a Dahlia, que lo miraba con odio, como si acabara de traicionarla, después, cuando completó la vuelta, vio a Entreri… ¡Entreri, que acababa de recoger a Taulmaril del suelo y cuyo empujón a Drizzt había sido sólo una maniobra para ocultar el hecho de que había sacado una flecha del carcaj que el drow llevaba a la espalda!

El asesino tensó la cuerda, apuntando a la sombría, a la que todavía tenía a su alcance.

Y Drizzt no pudo llegar a tiempo a él.

—¡Entreri, no! —dijo el drow con tono más implorante que imperativo.

Al oír eso, Entreri se detuvo, probablemente sorprendido por el extraño timbre en la voz de Drizzt.

—No lo hagas, te lo ruego —dijo Drizzt.

—Para que vaya y advierta a sus aliados de nuestra táctica —acabó el asesino con un gruñido, volviendo a apuntar a la mujer, que huía.

—Mátala —lo animó Dahlia.

—Para que vaya y les diga que hemos descubierto su emboscada —replicó Drizzt.

Entreri lanzó la flecha, y Drizzt hizo un gesto de contrariedad, pero el asesino había desviado un poco el arco, y la flecha relampagueante iluminó el corredor yendo a estrellarse en la piedra. La sombría, indemne, dio un grito ahogado, de sorpresa, y siguió corriendo a trompicones.

Artemis Entreri se quedó quieto y miró a Drizzt, dándose cuenta de que el drow tenía algo en mente, algún plan en el que sacaba ventaja de la sombría a la fuga. Le lanzó el arco a Drizzt, sin pestañear, sin dejar de mirarlo fijamente.

Hubo entre ellos algo más que el simple hecho de dejar libre a la sombría. Drizzt vio algo más en los ojos de Entreri.

Y comprendió además algo muy profundo: Artemis Entreri había confiado en él.