Tres de los sombríos no regresaron a través del portal con Herzgo Alegni. En una colina no muy lejana, Glorfathel estaba de pie ante un cuenco de escudriñamiento flanqueado por la enana Ambargrís y el monje Afafrenfere. Ni la enana ni el monje tenían el aspecto de ciudadanos del Páramo de las Sombras en ese momento, gracias a los conjuros mágicos del collar de perlas negras de Ambargrís.
—Son formidables —comentó Glorfathel.
—Ya te lo había dicho yo —dijo la enana.
—Voy a matar al drow —prometió Afafrenfere.
—Creo que más te vale pillarlo durmiendo —replicó Ambargrís, y Glorfathel se unió a ella en las risas a expensas del monje.
—Tenías razón —le reconoció Glorfathel a la enana—. Habría pensado que se iban a quedar en Neverwinter, o que se echaran a los caminos, yendo hacia el norte o el sur.
—El drow es un explorador —opinó Afafrenfere—. Es probable que se sienta más seguro en el bosque.
—A pesar de todo, ya podrían haber llegado a Port Llast a estas alturas, si es que es ese su destino.
—No lo es —les aseguró Ambargrís a los dos, y con aparente certidumbre. Sintiendo las miradas de sus dos compañeros fijas sobre ella, Ambargrís añadió—: ¿Y por qué iba a querer alguien ir a ese pozo de monstruos umberlee? Se dirigen a Gauntlgrym.
—¿Para qué? —preguntó Afafrenfere, pero Glorfathel, más al tanto de la reciente historia de la región, no hizo el menor caso de él.
—¿Y por qué crees eso? —le preguntó el elfo a la enana.
—Porque me lo conozco yo a este Drizzt el explorador —dijo Ambargrís—. Tiene un problema. Sus amigos tienen un problema mu gordo. La espada es el problema, por eso van a librarse de la espada.
—¿Para esconderla en este lugar, en Gauntlgrym? —preguntó Afafrenfere.
Pero Ambargrís se volvió para mirar a Glorfathel al responder.
—Seee, cómo no, pa esconderla. —El sarcasmo de la enana daba a entender que ella tenía otra idea de lo que eso podría significar—. Pa esconderla donde nadie pueda encontrarla.
—Seguidlos —les ordenó Glorfathel, y su tono sombrío indicaba que había captado lo que Ambargrís quería decir—. Me pondré en contacto a menudo con vosotros. —Dio un paso lateral, donde esperaba otro portal negro hacia el Páramo de las Sombras—. Herzgo Alegni pagará bien por conocer su paradero. No cabe duda de que está cada vez más furioso y Draygo Quick le concederá todo lo que necesita para completar esta tarea y recuperar la espada.
Dio un paso hacia el portal, pero hizo una pausa y miró hacia atrás por última vez, fijando la mirada en Afafrenfere.
—No hagáis nada contra ellos —recomendó.
—No por el momento —concedió Ambargrís—. Pero asegúrate de que cuando Alegni los pille, este monje y servidora estén con él.
—Voy a matar al drow —volvió a prometer Afafrenfere.
—Allí estaremos —los tranquilizó Glorfathel—. Ya me he cuidado de comprometer a Effron para poder estar en la batalla final.
Desapareció con una inclinación de cabeza, y el portal se estrechó hasta disiparse detrás de él.
—Si los apresamos y conseguimos la espada nos saludarán como héroes —dijo Afafrenfere en cuanto estuvieron solos.
Ambargrís puso los brazos en jarras, meneó la cabeza y dio un bufido.
—¿Es que tú no entiendes na? —le preguntó.
Afafrenfere cruzó sus fuertes brazos sobre el pecho y Ambargrís se limitó a lanzar una carcajada y a ponerse en marcha.
—¿Vamos de caza? —preguntó el monje ansioso.
—A ver qué podemos encontrar que valga algo sobre los sombríos muertos —corrigió la enana—. A lo mejor cuando veas cuántos sombríos hay tirados por ahí, lo entiendas por fin.
—¿Entender qué?
—Entender que no m’apetece aparecer muerta al lado de ellos en los próximos días —dijo la enana mientras se ponía en marcha a grandes zancadas.
Drizzt, Dahlia y Entreri coronaron la cresta de una colina y desde allí vieron una pendiente larga y pronunciada hasta una zona de piedras y peñascos. Drizzt y Dahlia conocían bien el lugar ya que habían cargado por esa misma pendiente abajo en la batalla con las fuerzas thayanas de Sylora Salm.
—No estamos lejos —comentó Drizzt señalando hacia la izquierda.
—No muy lejos de los túneles exteriores —lo corrigió Dahlia—. Tardaremos horas en llegar al acceso a Gauntlgrym, si es que queda algo de ella.
Su tono era desafiante, y Drizzt le dirigió una mirada debidamente desconcertante que Dahlia le devolvió multiplicada por diez.
—Es preferible estar en los subterráneos que expuestos en camino abierto —dijo Drizzt.
—¿Temes otro encuentro con los netherilianos? —le disparó Dahlia.
—¿Qué tal si acabamos con todo esto? —dijo Entreri entre dientes y se puso en marcha sin mirar atrás.
Drizzt se sintió como un tonto y suponía que Dahlia estaría en las mismas, porque Entreri les había mostrado a las claras lo ridícula que era su riña de amantes. La animosidad y la discusión entre Drizzt y Dahlia eran la consecuencia de algo más que había entre ellos, y dada la gravedad de su misión al acercarse a su objetivo, el tono burlón y mordaz de Entreri les había cerrado la boca a ambos. Estaban cerca de Gauntlgrym, o sea, cerca del primordial y del momento de destruir la Garra de Charon, un acto que significaría el fin de la esclavitud de Artemis Entreri por el que pagaría con su propia vida.
Al lado de eso, qué mezquina parecía esa pelea de celos de Drizzt y Dahlia.
Tras esa cura de humildad, Drizzt se puso en marcha detrás del asesino. Había recorrido un buen trecho cuando lo siguió Dahlia, a una distancia prudente.
No les resultó difícil encontrar la entrada al túnel y avanzaron con decisión y en silencio por el sendero oscurecido hacia la gran caverna donde estaba la entrada a Gauntlgrym. Los tres caminaban con paso seguro y silencioso, igualado en habilidad y experiencia. Les bastaba con la mortecina luz de la cimitarra de Drizzt, Centella, para guiarse por los corredores.
Esa suave luminosidad blanco-azulada iluminaba una zona muy pequeña por delante del drow que iba a la cabeza, y sin duda lo identificaba como objetivo para cualquier monstruo o goblin que acechara por allí. Sin embargo, eso no era motivo de gran preocupación, porque los tres hervían por una buena pelea. Bajo la perspectiva de Drizzt, si no encontraban pronto un enemigo común, era probable que acabaran peleando entre ellos.
Una vez más, la perspectiva de acabar con Artemis Entreri se le volvió a cruzar por la cabeza, junto con el recuerdo de aquella conversación íntima entre el asesino y Dahlia. Ambos compartían algo, Drizzt lo sabía, algo más profundo que el vínculo que había entre él y Dahlia. Se imaginó asestando una puñalada fatal, y, cosa curiosa, con una espada de hoja carmesí.
—¿Cuánto falta? —preguntó Entreri después de un buen rato, arrancando a Drizzt de sus pensamientos en la quietud de los túneles, un silencio fantasmagórico sólo interrumpido ocasionalmente por el goteo distante del agua o por el golpe de algo duro contra la piedra.
Drizzt se detuvo y se volvió, esperando hasta que Entreri y Dahlia se acercaron lo suficiente. Miró a Dahlia en espera de una respuesta, pero la elfa se encogió de hombros. Al parecer, sus recuerdos eran tan borrosos como los suyos propios.
—Yo diría que estamos a mitad de camino —respondió Drizzt—. Tal vez menos.
—Entonces montemos una guardia y descansemos —propuso Entreri.
—Yo creía que te corría prisa morir —le soltó Dahlia.
—Me corre prisa deshacerme de la espada —respondió él sin vacilación—. Pero no me corre prisa luchar contra más shadovar cuando mis piernas están cansadas de la larga marcha.
Dahlia se disponía a responder, a discutir, pero Drizzt le ganó de mano.
—Estoy de acuerdo —dijo, poniendo fin al debate, aunque el hecho de ponerse del lado de Entreri le valió una mirada ceñuda de Dahlia que probablemente sería el preludio de otra discusión, lo sabía—. Deberemos estar en las mejores condiciones cuando entremos en Gauntlgrym. No sabemos qué nos encontraremos en los claustros oscuros y derruidos.
—Puesto que lo has sugerido —le dijo a Entreri—, sospecho que has descubierto un buen lugar para acampar… ¿O propones que descansemos en mitad del túnel?
Entreri miró por encima de su hombro izquierdo y señaló a la parte superior de la pared de la caverna, en el lugar donde se redondeaba para formar el techo. Siguiendo esa dirección, Drizzt se acercó y levantó a Centella para iluminar hacia arriba. El resplandor de la cimitarra reveló un pequeño túnel sinuoso hacia el lado del corredor.
—Había otro unos doce pasos más atrás —explicó Entreri—, en sentido contrario. Espero que se unan.
—Eso si son siquiera transitables —apuntó Dahlia malhumorada.
Drizzt envainó la espada y trepó, asiéndose al borde del túnel más pequeño. Se alzó para poder mirar en su interior e hizo una pausa para permitir que sus ojos se adaptaran a la práctica ausencia de luz. Su ascendencia drow lo ayudó muchísimo, ya que las formas que había dentro se volvieron más nítidas. El drow fue serpenteando y avanzó a gatas, llegando a una especie de descansillo, un tramo llano y abierto lo bastante amplio para dar cabida a los tres con comodidad. Encontró otras dos salidas de la pequeña cámara, una más elevada y la otra que volvía en curva en dirección contraria, probablemente la abertura que Entreri había detectado antes en el corredor.
Para asegurarse, el drow bajó por allí y pronto llegó a la salida del túnel, justo por encima del corredor por el cual él y sus amigos habían pasado. Hizo el camino de vuelta por el estrecho túnel hasta el corredor principal y corrió a reunirse otra vez con Entreri y Dahlia.
—Sirve —les dijo.
Dahlia ya empezaba a oponerse a interrumpir la marcha en ese momento, pero Entreri se acercó a la pared y trepó, asiéndose a un saliente y desapareciendo en el interior del túnel sin mirar atrás siquiera.
—Se comporta como si esta fuera su expedición y nosotros sus súbditos que debemos hacer lo que él manda —le dijo Dahlia a Drizzt.
—Él es quien más se juega en este viaje —le recordó el drow.
Dahlia dio un bufido y miró hacia otro lado.
—Lo que tú quieres es volver atrás para que no muera —susurró Drizzt.
—Lo que quiero es terminar con esto y salir de aquí.
—No es cierto —respondió Drizzt—. Quieres salir, pero ahora, antes de que nos enfrentemos al primordial, antes de que destruyamos la espada, y por lo tanto, antes de que la espada destruya a este hombre que tanta curiosidad despierta en ti.
Dahlia se lo quedó mirando largo rato, riéndose y meneando la cabeza, como si no pudiera creérselo. Dio la vuelta y trepó por la pared, siguiendo a Entreri por el estrecho túnel.
Drizzt dio un salto y la cogió por el tobillo, obligándola a mirar hacia atrás.
—Voy a explorar, un poco más adelante y más atrás —susurró—. Para asegurarme de que nadie nos siga o nos vea.
Volvió a bajar y se puso en marcha, volviendo por donde habían llegado, tratando de desandar rápidamente muchos metros para detectar cualquier signo de que les hubieran seguido el rastro. Unas docenas de pasos atrás por el corredor, se le ocurrió entrar por el segundo túnel y arrastrarse por él en silencio para poder espiarlos a los dos.
Entonces podría saber al fin hasta dónde llegaba el vínculo entre ambos.
Entonces podría conocer el engaño y la infidelidad de Dahlia.
Entonces podría matar a Entreri, o matarlos a ambos sin cargo de conciencia.
Esta línea de pensamiento crispó a Drizzt mientras corría más allá de la segunda entrada de la cámara superior. Aceleró aún más el paso, deseoso de dejar atrás ese tramo, de dejar atrás esos airados impulsos.
Dahlia entró a gatas en la cámara baja que había en el punto más alto de la entrada con dos túneles. Como los demás túneles y muchos de los corredores de la Antípoda Oscura, este estaba levemente iluminado por diversos líquenes. Sólo podía ver la mitad de Entreri, ya que estaba de pie en la tercera arcada y el túnel subía desde la cámara. No tardó en agacharse otra vez y sentarse debajo de la arcada.
—Infranqueable —explicó—. El camino hacia arriba está bloqueado por algunas rocas.
—De modo que si nuestros enemigos se reúnen en torno a las dos salidas inferiores, estamos atrapados —replicó Dahlia, y cargada de sarcasmo, añadió— fantástica planificación. —Se aseguró de que su inflexión reflejara todo ese sarcasmo, porque sabía que Entreri no podría distinguir muy bien la expresión de su cara en ese lugar oscuro.
—No nos encontrarán —aseguró Entreri.
—¿Porqué hay tantos sitios donde poder esconderse en estos estrechos túneles? —preguntó la elfa sin bajar un punto su sarcasmo. Ella misma tuvo que admitir para sus adentros que resultaba bastante aburrido.
Artemis Entreri negó con la cabeza.
—¿Dónde está Drizzt? —preguntó apartando la mirada de ella.
—Ha vuelto atrás un tramo del camino para asegurarse de que no nos estén siguiendo —respondió, y Entreri hizo un gesto de aprobación—. Puede que ya haya sido capturado por los shadovar y que esté revelando nuestra posición bajo tortura, si es que eso es necesario.
Entreri se volvió para mirar a Dahlia. Ella le sostuvo la mirada con rabia, pero al parecer él no cedió a ese aparente desafío y se limitó a seguir mirándola, como midiendo sus emociones.
—¿Llevas tanto tiempo odiando que no sabes cómo dejar de hacerlo? —le preguntó con una sonrisa irónica.
La elfa se lo quedó mirando, al principio airada, pero después un poco confundida.
—Ya te has vengado de Herzgo Alegni —señaló Entreri—. Sin embargo, estás de peor humor que antes de que nos enfrentáramos a él en ese puente de Neverwinter.
Dahlia ni siquiera pestañeó.
—¿Es posible que la venganza no resulte tan dulce como esperabas? —planteó Entreri—. ¿Acaso la perspectiva de la venganza resultaba más apaciguadora?
—¿Y tú quién eres: el asesino filósofo? —inquirió Dahlia.
—Has estado huyendo de ello toda tu vida —le dijo Entreri.
—¿Huyendo de qué?
—De lo que Alegni te hizo, sea lo que sea.
—Tú no sabes nada.
—Sé que mis palabras han hecho que te removieras incómoda en tu asiento.
—Porque es un asiento estúpido y también lo es este descanso —le espetó—. Si nos encontraran aquí, ¿cómo podríamos defendernos? ¡Ni siquiera puedes ponerte de pie a menos que metas la cabeza en la chimenea! Creía estar viajando con guerreros capaces y me encuentro en esta situación comprometida.
Siguió refunfuñando, y Artemis Entreri no dejaba de sonreírle, lo cual, por supuesto, sólo hacía que Dahlia se enconara todavía más.
—Acabas de dar al traste con tu propia excusa —dijo Entreri.
Dahlia lo miró con evidente confusión. Trató de contestarle, pero todo se quedó en un balbuceo y se limitó a mirarlo.
—Tu excusa para estar enfadada —explicó el asesino—. Obtuviste tu venganza, pero tu humor se ha agriado. Porque ahora te encuentras perdida. Has vivido toda tu vida dejándote llevar por tu enfado y ahora la querida Dahlia no tiene ningún motivo para estar enfadada.
Ella apartó la mirada.
—¿Tienes miedo de asumir la responsabilidad de tus acciones?
—No, si va a resultar que eres de verdad el asesino-filósofo —le retrucó, volviéndose para mirarlo con encono.
El encogimiento de hombros fue la única respuesta que Entreri pudo dar, de modo que Dahlia volvió a mirar hacia otra parte.
Sobrevino un incómodo silencio que duró largo rato.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó Dahlia por fin, sobresaltando a Entreri que estaba absorto en contemplaciones privadas.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó.
—¿Qué es lo que sustenta tu enfado?
—¿Quién dice que yo esté enfadado?
—Conozco tu pasado reciente —sostuvo Dahlia—. Luché contra ti. Fui testigo de tu actuación contra los thayanos. Esas no eran las acciones de un hombre satisfecho.
—Yo era un esclavo —replicó Entreri—. ¿Puedes culparme?
Dahlia trató de rebatirlo, pero otra vez se quedó corta de palabras.
—¿Cómo lo superaste? —preguntó Dahlia en voz baja muchos segundos después—. ¿El enfado, la traición? ¿Cómo encontraste la calma?
—Te ayudé a matar a Herzgo Alegni.
—No esa traición —dijo Dahlia sin rodeos.
Entreri se recostó contra la pared. Miró en derredor, hacia un lado y hacia otro, y por momentos pareció que realmente no podía explicarse.
—Pasando de todo —respondió por fin.
—Eso no me lo creo.
—Créelo.
—No —dijo Dahlia en voz baja, mirando a Entreri hasta que él no tuvo más remedio que sostenerle la mirada.
—Fue mi tío —admitió por primera vez en su vida—. Y también mi madre.
La expresión de Dahlia reveló su confusión.
—Él… me robó algo, y ella me vendió como esclavo… a otros que también querían… robarme algo.
—¿Tu madre? —Dahlia parecía no entender nada.
—Tú quisiste a tu madre como yo, una vez, quise a la mía —razonó Entreri.
—Ella fue asesinada, decapitada por Herzgo Alegni después de… —La voz se le cortó y bajó la mirada, dejándola fija entre sus botas.
—Después de que él te robó algo —dijo Entreri, y Dahlia lo miró duramente.
—¡No sabes nada de eso!
—Tú sabes que sí —replicó Entreri—. Y eres la primera persona ante la cual he admitido jamás algo de esto.
La expresión de Dahlia se suavizó ante esa revelación.
Entreri se echó a reír.
—Tal vez debería matarte ahora, para mantener mi secreto.
—Inténtalo —lo desafió Dahlia, haciendo aparecer una sonrisa más ancha en el rostro de Entreri, porque sabía, por el tono de su voz, que la confianza que había depositado en ella había levantado una losa que pesaba mucho sobre sus hombros—. Todavía me queda rabia suficiente para derrotar a tipos como tú.
Artemis Entreri se puso de rodillas hacia un lado, de modo que su cara quedó muy cerca de la de la mujer.
—Bueno, hazlo rápido —dijo, señalando hacia el túnel por el que Dahlia había trepado hasta ese escondite—. Porque hacia allí está Gauntlgrym, no muy lejos, y allí está la bestia de fuego y el fin de la Garra de Charon, y el final de Artemis Entreri.
Dahlia le cruzó la cara de una bofetada, lo cual los sorprendió a ambos.
Entreri se rio de ella, de modo que ella volvió a abofetearlo, o lo intentó, porque él la sujetó por la muñeca y se lo impidió.
Se quedaron mirándose, con las caras apenas a un dedo de distancia. Entreri asintió y esbozó una sonrisa, mientras Dahlia meneaba la cabeza y se le humedecían los ojos.
—Ya va siendo hora —le dijo Entreri—. Confía en mí para esto. Ya casi es tarde.
Un millar de preguntas asaltaban a Drizzt Do’Urden al volver a los corredores, pero sobre todo una, la permanente falta de sentido de su circunstancia actual.
¿Por qué estaba en ese lugar?
No tenía respuestas, y por eso hizo a un lado las dudas y puso cuidado en no hundirse demasiado en el torrente incesante de imágenes de Artemis Entreri muerto a sus pies, a pesar del placer que le producían.
Aunque ese entorno no lo tenía fresco en la memoria, le resultaba familiar, y le evocaba su viaje anterior a esos parajes, las partes buenas del mismo. Recordaba la cara de Bruenor la primera vez que contempló la entrada a Gauntlgrym, la alta muralla de piedra, como la de un castillo, salvo por el hecho de estar encajada en el interior de una caverna subterránea.
Pensó en el trono, nada más entrar en el gran atrio, y volvió a evocar la expresión de deleite de Bruenor.
—La encontré, elfo —susurró Drizzt en el oscuro corredor, sólo por el gusto de oír una vez más aquellas palabras que a Drizzt le sonaban a dulce victoria, más que cualquier otra cosa.
Su humor fue mejorando a medida que se alejaba de sus compañeros acampados. ¿Y cómo no iba a ser así, teniendo tan cerca al fantasma, al recuerdo de Bruenor Battlehammer?
—¿Tu corazón está apesadumbrado, Drizzt Do’Urden? —preguntó una voz femenina inesperada y desconocida desde la oscuridad.
Drizzt inmediatamente se puso en cuclillas pegado a una pared del corredor, buscando la protección que ofrecía. Miró en derredor, con las manos cerca de sus cimitarras que no se atrevió a desenvainar por miedo a que la luz de Centella lo dejara totalmente expuesto.
—Sabía que te encontraría solo —continuó la mujer, cuyo acento marcado y su forma de comerse las consonantes le resultaban enervantes a Drizzt. No la conocía. Ni siquiera podía determinar su posible origen—. No es difícil encontrar solo a Drizzt Do’Urden en estos tiempos, ¿verdad?
Pensando que había encontrado la fuente de la voz, al menos la dirección de donde llegaba, Drizzt se ladeó un poco, alineándose para atacar en caso necesario.
—No te inquietes —dijo la mujer, como si le estuviera leyendo el pensamiento. La voz llegaba ahora de una zona totalmente diferente del corredor, y no era posible que alguien pudiera haberse movido entre esos puntos sin que él lo hubiera oído o visto. A lo mejor se trataba de conjuros de encubrimiento, como la invisibilidad, pero lo más probable era que estuviera utilizando ventriloquia mágica.
Una hechicera, pues, pensó Drizzt, y supo que necesitaba ser doblemente cauteloso.
—No he venido con ánimo de batallar —explicó—. Ni de ocasionarte el menor daño.
—Entonces ¿quién eres? ¿Tayana o shadovar?
La risa provenía de detrás de él, pero pronto volvió al lugar original, delante de él.
—¿Tiene que ser lo uno o lo otro?
—Al parecer son los más interesados en mí últimamente —dijo.
La mujer volvió a reír.
—Soy del Páramo de las Sombras —reconoció—. Me envía alguien que no es tu enemigo, aunque tú tienes algo que él quiere.
Drizzt se puso tenso. Después de la advertencia de Arunika, sabía adónde llevaba esto.
—La espada —dijo.
—Es una espada netheriliana.
—Una espada infame.
—No soy yo quién para juzgarlo. Nos gustaría recuperarla.
—No puedes tenerla.
—¿Estás seguro?
La pregunta despertó la curiosidad de Drizzt y lo descolocó un poco.
—¿Tanto significa para ti? —preguntó la mujer, y otra vez apareció detrás de él, y después de su última pregunta Drizzt se volvió rápidamente para ponerse a la defensiva. ¿Podría moverse con rapidez suficiente para robarle la Garra de Charon de la vaina que llevaba a la espalda?—. ¿Tanta es tu lealtad para con el hombre al que llamas Artemis Entreri?
—¿Me pides que devuelva una espada o un esclavo? —replicó Drizzt.
—¿Acaso importa?
—Claro que sí.
—¿O sea que este Artemis Entreri es tu amigo? —preguntó la mujer, y su voz provenía de un lugar totalmente diferente, al fondo del corredor y en la otra dirección—. ¿Un compañero leal, una especie de hermano para ti?
Por su tono, incluso más que por sus curiosas palabras, supo Drizzt con claridad que se estaba burlando de él, o al menos de la idea de que Artemis Entreri y él pudieran ser grandes amigos.
—¿Tendría que ser alguna de esas cosas para que yo supiera lo que está bien y lo que está mal? —rebatió Drizzt, procurando por todos los medios dejar de lado su antagonismo con Entreri.
—¿El bien y el mal? —preguntó, y la voz volvió a cambiar de lugar entre una y otra palabra. Esta vez sonaba delante de él—. ¿Blanco o negro? ¿Eres tan simplista como para creer que sólo hay una respuesta a esa pregunta?
—¿Qué pregunta? —retrucó Drizzt—. Al parecer eso es todo lo que ofreces: preguntas.
—No, amigo mío —respondió ella prestamente—. Si no tuviera nada que ofrecer, no estaría aquí. —Dicho esto, salió de las sombras… o simplemente se materializó en el corredor, Drizzt no pudo saberlo con certeza… y lentamente se acercó a él.
—No tienes nada que ofrecer frente a la evidente inmoralidad de semejante elección —insistió Drizzt.
—¿Estás seguro? —Su sonrisa tan confiada, tan cómplice, crispó al drow. Ella se detuvo a apenas unos pasos delante de él—. Quiero la espada —dijo simplemente.
—Pues no puedes tenerla.
Ella levantó la mano lentamente, con la palma hacia arriba y sosteniendo un objeto curioso. Por un momento, Drizzt no entendió el movimiento de dicho objeto y sus manos volaron hacia la empuñadura de sus cimitarras, hasta las sacó levemente de sus vainas. Se preguntó si ella iba a lanzar algún tipo de conjuro, o si este objeto, una especie de cajita remarcada con líneas brillantes de energía y magia, descargaría sobre él alguna fuerza desconocida.
Después de un momento, aquel objeto sufrió una alteración.
No, se dio cuenta, algo que tenía dentro había cambiado, algo dentro de la cajita se había movido.
Drizzt miró más de cerca cuando empezó a entender de qué se trataba. Sintió que se le doblaban las piernas y que el corazón le latía desbocado en el pecho.
Guenhwyvar.
Dahlia mantenía un ojo entreabierto y miró de soslayo a su compañero. Entreri estaba sentado, con las piernas encogidas, la cabeza apoyada contra la pared y los ojos cerrados. La elfa no creía que en ese momento estuviera dormido, y tampoco quería que Entreri notase que ella lo estaba mirando.
Mirándolo y estudiándolo.
Se sentía desnuda ante ese hombre. Tenía la impresión de que él sabía más que ella misma de su torbellino emocional. Pero ¿qué significaba eso para ella? Entreri comprendía su sufrimiento. Conocía lo que había vivido, tal vez no detalles específicos, aunque reconocía que incluso eso fuera posible por todos los años que había pasado con Herzgo Alegni. Sin duda había reconocido las cicatrices porque él mismo las llevaba, o eso había dado a entender, pero ¿sería cierto?
Algo dentro de sí le decía a gritos que Entreri tal vez estuviera usando su secreto oscuro como una manera cínica de conseguir cierto control sobre ella o de ganarse su confianza para obtener alguna ventaja personal. El hecho de que fuera capaz de hablarle tan íntimamente, como si fuera un alma gemela, sin duda la obligaba a ella a bajar algo la guardia.
¿Con qué fin?
Dahlia cerró los ojos y trató de sacudirse esa idea inquietante. Se recordó que también era posible que no la estuviera manipulando.
Al cabo de unos segundos se encontró otra vez mirándolo, su desconfianza se iba debilitando.
Él lo entendía.
Esa idea le escoció y al mismo tiempo le infundió calor, se sintió azorada porque nadie sabía esto acerca de ella. Eso también hizo aparecer una mueca en su cara, porque aun cuando Entreri hubiera llegado a entender una parte de sus tribulaciones, sólo era eso, una parte, una fracción de la vergüenza que no la dejaba vivir. Tenía una idea de la violación de Alegni, hasta ahí estaba claro, pero ¿hasta dónde seguiría siendo comprensivo si conociera el resto de la historia, si supiera…?
Dahlia suspiró y una vez más se acomodó con los ojos cerrados, y aunque estaba en una cueva cerrada y falta de aire, sintió el viento en la cara, se sintió otra vez al borde de aquel precipicio con el niño en brazos.
Su respiración se volvió entrecortada. Abrió los ojos y miró a Entreri con rabia, maldiciéndolo en silencio por recordarle aquel oscuro pasado.
Y a pesar de todo, no pudo mantener durante mucho tiempo el enfado mientras observaba a su callado compañero. Entreri la asustaba, y con razón, y Dahlia no cesaba de repetirse que debía tener cuidado con él.
Pero tampoco podía negar que él también despertaba su curiosidad en un nivel muy profundo y personal.
Él lo sabía.
Lo sabía y no la había rechazado.
Lo sabía, y en lugar de sentir desagrado, le había tendido la mano.
¿Quería ella eso? ¿Merecía eso?
Dahlia no podía abrirse camino entre las contradicciones de su mente y su corazón.
Pensó en matarlo.
Pensó en hacer el amor con él.
Las dos cosas le parecían tan dulces.
Drizzt alargó la mano para apoderarse de la cajita, pero sólo asió el aire cuando la imagen de la mujer desapareció en la caverna tan poco iluminada. Dio un salto y empezó a mirar en todas direcciones. La encontró en el lado opuesto.
—¿Qué treta es esta?
—Ninguna treta —respondió ella—. Tengo en la mano una jaula mágica, y dentro está la compañera que es para ti lo más querido.
—¡Dámela! —exigió Drizzt, pero apenas había dado un paso hacia la mujer cuando esta volvió a desaparecer sólo para volver a aparecer más lejos por el corredor.
—La pantera entró por la puerta de sombra con lord Alegni —explicó—. Él todavía no sabe que tenemos al felino, pero sin duda querrá hacerle pagar un alto precio por las heridas que le infirió.
Tan conturbado estaba Drizzt con la posibilidad de recuperar a Guen, con la idea de que al fin y al cabo no estuviera perdida para él, que le llevó un rato asimilar la noción de que Herzgo Alegni pudiera no estar muerto. La curiosidad se reflejó en su cara y se quedó mirando a la mujer, a esa imagen más reciente de la mujer.
—Alegni está muerto.
Ella se encogió de hombros.
—Tal vez debería estarlo —respondió—. Y sin duda así sería de no haber llegado de vuelta y recibir los atentos cuidados de los clérigos.
Drizzt no sabía qué responder.
—Supongo que pronto sabrás que lo que te digo es cierto —añadió la mujer—. Él te encontrará si sigues con tus compañeros. ¿Acaso pensaste que la batalla que tuvisteis en el bosque fue una mera coincidencia?
—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué me estás contando esto? ¿Eres enemiga de Alegni?
Negó con la cabeza.
—No soy ni enemiga ni amiga. Simplemente me envía otro patrón.
—¿Otro netheriliano?
Sonrió como si eso fuera obvio.
—¿Quién te envió aquí para burlarte de mí?
—¿Burlarme? Yo no he hecho nada de eso.
—Me pones ante los ojos lo que más deseo.
—Una compañera muy apetecible, sin duda, y no sólo para ti.
—Tengo la estatuilla —sostuvo el drow—. Tú no puedes tenerla. ¡No puedes controlarla! Aun en el caso de que me mataras y te apoderaras de la estatuilla que convoca a Guenhwyvar, ella no te serviría.
—Los netherilianos no somos impotentes en el terreno de la magia, incluso de la magia antigua, ni en los viajes interplanarios —replicó—. No necesitamos tu artilugio mágico para convocar a Guenhwyvar, ni tú tampoco, por mucho que lo intentes, la llamarás a tu lado sacándola de la jaula que le hemos construido. Ni lo dudes.
—O sea que te burlas de mí.
—No.
—Pero me la pones delante siendo yo incapaz de liberarla.
—¿Incapaz? No, Drizzt Do’Urden, puedes recuperarla.
Drizzt tragó saliva al oír eso.
—¿Qué es lo que quieres?
—Es muy sencillo —respondió, y el drow no se sorprendió de lo que siguió—. Como ya te he dicho, tienes algo que nos pertenece.
Drizzt se pasó la mano por la cara.
—Dame la espada y liberaré a tu compañero felino —le ofreció la mujer—. Un buen trato de un intermediario honorable.
—Eso es lo que dices.
—¿Por qué habría de mentirte? Sabemos que tus palabras son ciertas. El felino, hermoso como es, no nos resulta útil. Nunca se prestará a servirnos. Su corazón te pertenece. Recupérala, pues, y devuélvenos, devuélveme a mí, la espada netheriliana que llevas a la espalda.
—¿Para que puedas utilizarla para matarme? —le espetó Drizzt, y en cuanto salieron de su boca, las palabras le parecieron ridículas porque sólo eran expresión de su frustración.
—Tú no le interesas al imperio de Netheril, Drizzt Do’Urden.
—Tal vez Herzgo Alegni no piense lo mismo.
Ella se encogió de hombros como si eso no tuviera importancia.
—Fuiste un peón en un juego más grande. No te consideres tan importante en esta batalla, ni para él ni para nosotros. —Alargó la mano que tenía libre y le hizo señas de que se acercara—. Dame la espada, llévate tu mascota y vete de aquí. Estos acontecimientos no son de tu incumbencia.
Drizzt se pasó la lengua por los labios mientras miraba la jaula, sus barrotes reverberantes de energía. Su mirada se concentró y distinguió los ojos familiares detrás de los barrotes. También reconoció el andar elástico de la pantera en miniatura. Era Guenhwyvar. Supo en lo más hondo que no era un engaño.
Echó la mano a la espalda y la detuvo cerca de la empuñadura de la Garra de Charon. Después de todo, ¿qué le importaban a él esa espada o Artemis Entreri? ¿No valía la vida de Guenhwyvar por la de un millar de Entreris? ¡No le debía nada a aquel hombre! ¿Podía decir lo mismo de Guenhwyvar?
—Devuélvemela y me retiraré de la lucha —empezó a responder mientras su mano se cerraba sobre la empuñadura protegida de la Garra de Charon, pero las palabras se le atragantaron mientras trataba de pronunciarlas. Pensó en Dahlia. Tendría que retirarla también a ella del combate, por supuesto.
Pero ¿querría irse? ¿Abandonaría a Artemis Entreri?
Drizzt hizo un gesto de desagrado al recordar a un goblin al que había conocido mucho tiempo antes en un lugar muy lejos de allí. Un esclavo huido, no el típico bruto, sino un goblin singular, fiel a su deseo de apartarse de gente no honorable. Le había fallado a ese goblin y había acabado ahorcado.
Un esclavo.
Artemis Entreri había sido esclavo de Alegni, esclavo de la Garra de Charon. ¿Podía Drizzt ofrecerle que volviera a esa circunstancia, fueran cuales fuesen sus deseos y fuera cual fuese la ventaja que representara para sí?
Y sin embargo ¿merecía Guenhwyvar este destino, merecía estar paseándose en estrechos círculos dentro de una jaula diminuta?
—Te advierto que mis señores no son benevolentes —le advirtió la mujer al observar su vacilación—. Tu apreciada Guenhwyvar no es inmortal en su estado actual, encadenada en una sima del Páramo de las Sombras, rodeada por mastines de sombra ansiosos de hacerla pedazos. ¿Llegarán a ella antes que Herzgo Alegni, que se recupera rápidamente de sus heridas?
Drizzt trató de responder. Una parte importante de él pugnaba por sacar la Garra de Charon y arrojarla al suelo delante de sí. ¿Qué le debía a Artemis Entreri?
Y sin embargo, no podía hacerlo. No podía devolver al hombre a la esclavitud. No podía ofrecer una vida a cambio de otra.
Se quedó allí, inmóvil. Lo único que hacía era negar con la cabeza.
—Estás haciendo el tonto —le dijo la mujer en voz baja—. Te aferras a un principio moral que Barrabus el Gris no merece, y a expensas de tu apreciada Guenhwyvar. ¡Qué mal amigo es Drizzt Do’Urden!
—Tú dámela sin más —se oyó decir Drizzt, en voz baja.
—Piensa tu decisión —respondió la mujer—. Consúltalo con la almohada, si puedes dormir. Sueña con Guenhwyvar, sujeta con estacas en un foso, mientras unos mastines hambrientos le desgarran la piel y la despedazan. ¿Podrás oír sus alaridos de dolor, Drizzt Do’Urden? ¿Te perseguirá la muerte bajo tortura de Guenhwyvar el resto de tu desdichada vida? Yo creo que sí.
Drizzt sintió como que si se encogiera, como si disminuyera de tamaño y el suelo se abriera a su alrededor amenazando con tragárselo. ¡Y en ese horrible momento, deseó que así fuera!
—Tal vez volvamos a hablar —dijo la mujer—. Volveré a buscarte si encuentro ocasión antes de que tu Guenhwyvar sea destruida. O puede que lord Alegni os encuentre a los tres y recupere su espada. Estoy segura de que no te matará sin permitirte antes presenciar la muerte de Guenhwyvar.
Dicho esto, desapareció y Drizzt sintió que estaba realmente solo. Recorrió todo el entorno, agitado, escrutando cada sombra.
—¿Cómo podía haber hecho esto? ¿Cómo podía haber elegido la espada, a Artemis Entreri, antes que a su amada Guenhwyvar?
En verdad ¡qué mal amigo era Drizzt Do’Urden!