15. AÑORANZAS DEL PASADO

La bola de fuego vivo embistió al trío de goblins, derribando a uno y pasándole por encima, mientras amortiguaba sus gritos con el restallido de las mordaces llamas. Los otros dos gritaron y se replegaron. Uno alzó los brazos para protegerse la cara y una de las mangas de su camisa se prendió fuego.

Los gritos resonaron en toda la zona de la forja y recrudecieron cuando aparecieron más de esos pequeños elementales.

El primero salió del goblin, desplegándose, y creció hacia arriba, alcanzando más o menos la mitad de la altura de los goblins, pero con hombros anchos, llameantes, y brazos que dejaban un reguero de llamas en el aire cuando iba de un lado a otro. Cargó contra uno de los goblins que estaba de pie y este salió corriendo y dando voces.

El elemental dejó a su paso una línea de fuego mientras se deslizaba por el suelo de piedra, unas pequeñas llamaradas vivas y crepitantes que lanzaban chispas y daban dentelladas al aire. Otros elementales avanzaron en zigzag, creando un dibujo de líneas ardientes.

Los goblins corrían por todos lados y los drows saltaron ágilmente encima de las diferentes forjas, reaccionando de manera más tranquila y razonable frente a esa amenaza de otro mundo. Porque esta no era la primera vez que en los últimos días se habían producido esas irrupciones de furiosos elementales desatados por la zona de las forjas.

Era de esperar. Este era el poder de un primordial, al fin y al cabo, y las forjas y las tuberías que las abastecían eran viejas y muchas requerían reparaciones que un examen visual a menudo no detectaba. Las grietas se ponían de manifiesto sólo cuando las tuberías y las juntas se deterioraban lo suficiente para que se colaran por ellas las pequeñas bestias de fuego. Y en esos casos, los elementales salían al exterior frenéticamente. El poder caótico de la cosa se oponía enérgicamente a cualquier intento de contenerlo. De ese feroz caos del aliento del primordial provenían estos pseudo-elementales, de la familia del fuego; irracionales, rabiosas y pequeñas expresiones de fuego liberado.

—¡Hiladores de conjuros! —gritaba más de un artesano drow. Todos esos artesanos eran perfectamente capaces de defenderse, y cada vez que un familiar del fuego se acercaba demasiado, era espantado con un arma de refinada confección y poderosamente encantada.

Sin embargo, a los artesanos no les gustaban esas tácticas, porque esos parientes de los elementales eran una parte de la magia y energía pura de la bestia primordial, y castigarlos a ellos era un asalto a la esencia de la propia creación.

—¡Hiladores de conjuros! —repitió el eco por toda la sala y recorrió la multitud de túneles próximos y principales campamentos de los drows.

En uno de esos campamentos, en una zona de la Antípoda Oscura sobre el camino por el que había llegado la expedición, Ravel Xorlarrin lo oyó.

—Otra vez no —dijo entre dientes.

—Otra vez —comentó Jearth acercándose a él.

—¿Dónde está Tiago?

—En los claustros superiores, presionando al máximo nivel.

Ravel no ocultó su decepción por esa noticia. Dio un fuerte bufido y se golpeó el muslo con el puño. Cuando se tranquilizó y miró el gesto divertido de Jearth se dio cuenta de que estaba dando muestras de una petulancia excesiva.

—Os voy a necesitar a los dos a mi lado para solucionar esto —explicó.

—Son elementales, y los pequeños diablillos son mordaces y feroces —replicó Jearth—. Es más una cuestión para hiladores de conjuros que para guerreros.

—Para los magos, quieres decir —replicó Ravel con obvia y manifiesta frustración, y mantuvo la expresión sombría durante un rato para que los demás tejedores de conjuros pudieran verla.

En cualquier caso, todos entendían la verdad que se ocultaba tras ese gesto: las averías de las forjas y la multitud de peligrosos elementales corriendo a sus anchas le venían de perlas al Primogénito Brack’thal, cuyas técnicas anteriores a la Plaga de los Conjuros estaban resultando más eficaces para enfrentarse a las criaturas de fuego que todo lo que pudieran hacer Ravel y sus hiladores de conjuros.

Berellip estaba tomando nota de ello, todos lo sabían, y Ravel en particular.

—He depositado mi confianza en ti y en Tiago —subrayó Ravel.

Jearth se encogió de hombros como si la cosa no fuera con él.

La expresión de Ravel se tornó más maliciosa al mirar a ese drow al que consideraba su amigo, y se recordó que si bien Jearth podía ser eso, también era drow, y además maestro de armas. La primera preocupación de Jearth era él mismo, por supuesto, de no ser así hacía tiempo que habría sentido la mordedura de la espada drow de algún guerrero más joven que tratase de robarle la posición que ocupaba en la jerarquía de la Casa.

Entre los Xorlarrin, se tenía a los hiladores de conjuros en más alta estima que a los guerreros, a muchos incluso más que al maestro de armas, pero no eran más que varones. Las sacerdotisas, las hermanas de los Xorlarrin, eran las que ocupaban la jerarquía más alta. De modo que si Brack’thal superaba a Ravel a los ojos de Berellip, ¿no procuraría Jearth hacerse amigo de Brack’thal a la primera oportunidad?

Esta idea inquietó a Ravel apenas un momento, luego le hizo pensar en quién era él y a qué aspiraba.

El repertorio mágico de Brack’thal le había servido muy bien a Ravel para su rápido ascenso, pero Brack’thal era el Primogénito de la Casa Xorlarrin, el primer hijo de la Matrona Zeerith, y se decía que en los días anteriores a la Plaga de los Conjuros gozaba de gran consideración en todo Menzoberranzan, incluso por parte del archimago Gromph.

Si Brack’thal podía probar que era valioso, incluso heroico, en esta misión de gran importancia, ¿qué podría significar eso para Ravel?

Nada bueno.

—No puedes hacerlo —dijo Jearth, y Ravel lo miró sumamente confundido.

—Desafiar a tu hermano a un combate abierto —le aclaró Jearth—. No puedes hacerlo. Berellip no lo toleraría.

—Berellip se anda con cuidado en lo que a mí respecta —respondió el hilador de conjuros—. Sabe que cuento con Tiago Baenre como aliado, y ella comprende el poder que tiene la Casa Baenre.

La molesta risita de Jearth hirió la sensibilidad de Ravel.

—¿Dudas de que…? —empezó a preguntar.

—Algunas veces dudo de que entiendas el juego —lo interrumpió Jearth—. Tiago es tu aliado porque ve que gozas del favor de la Matrona Zeerith, a pesar de que Berellip o Saribel no estén de tu lado.

Ravel se envaneció un poco al oír esa verdad.

—No creas ni por un instante que la Matrona Zeerith te prefiere por encima de ninguna de las hembras o de tus otras hermanas. He sido testigo de esa tontería muchas veces en Menzoberranzan.

—Acabas de decir…

—Al preferirte a ti, la Matrona Zeerith irrita a sus hijas —explicó Jearth—. Son mayores que tú y recuerdan bien los tiempos gloriosos de Brack’thal, y la gloria que él y sus subalternos aportaron a la Casa Xorlarrin. La mayor parte de esos subalternos murieron en la Plaga de los Conjuros, es cierto, pero si no tienes cuidado, y das a Berellip, particularmente a Berellip, la llama que necesita para encender el fuego de Brack’thal a los ojos de la Matrona Zeerith, descubrirás lo fugaz que es la lealtad de tu gente.

—Esta es mi expedición, y hasta el momento ha tenido un éxito que supera a todas las expectativas —sostuvo Ravel—. Hemos vuelto a poner en marcha las forjas. ¡Hemos utilizado la energía del primordial como se había hecho desde los días de Gauntlgrym!

—Por la gloria de la Matrona Zeerith y las esperanzas de la Casa Xorlarrin —le recordó Jearth—. No por la gloria y las esperanzas de Ravel Xorlarrin. Si Brack’thal juega mejor sus cartas de aquí en adelante, tu hermana, con el beneplácito de tu madre, usará esas cartas y descartará rápidamente a Ravel, no lo dudes.

—Gracias a mí, Gol’fanin hace realidad las fórmulas antiguas consideradas desde hace tiempo artefactos de la edad perdida.

—Gracias a Brack’thal, puede seguir adelante con su trabajo —le replicó rápidamente Jearth—. ¿Cuál de las dos cosas supones que tiene más importancia para los que te harían a un lado en este momento: tus contribuciones iniciales o esas acciones actuales que permiten a la Casa Xorlarrin hacer realidad sus sueños?

Ravel se humedeció los labios y nerviosamente empezó a cambiar el peso de un pie a otro.

—Tiago Baenre me ha convertido en su aliado, y realiza a través de mí los deseos de la Casa Baenre.

—¿Eres más importante para Tiago Baenre que esas armas que Gol’fanin fabrica actualmente para él? —preguntó Jearth, y su sonrisa cómplice reveló el sarcasmo que enmascaraba la pregunta retórica.

—Ya se ha ganado la ira efervescente de Berellip —le respondió Ravel.

—Mientras se enreda con ella, y ella, de buena gana y frecuentemente, con él —fue la respuesta—. Imagina que quedara embarazada con un hijo de Tiago.

¡Esa idea golpeó de tal forma a Ravel que el aire de un pequeño fuelle habría bastado para derribarlo! Tuvo ganas de descargar su látigo sobre Jearth, de gritarle e incluso de golpearlo.

Sin embargo, se calmó, diciéndose sabiamente que Jearth le había prestado un gran servicio al recordarle con crudeza la auténtica naturaleza de su familia y de su especie.

Abbil —dijo, la palabra en drow que significa amigo, aunque en la cultura drow, ese concepto de amistad por lo general significa poco más que una afirmación de una alianza temporal, como la que Jearth le acababa de recordar en relación con Tiago.

—Tenemos que elaborar un plan —dijo Jearth en voz baja.

Brack’thal adquiere más poder a cada avería en las forjas, con la aparición de cada feroz elemental —acordó Ravel—. No puedo negar su eficacia para hacer frente a esas criaturas.

—Es un arte perdido y recuperado, como las recetas de Gol’fanin.

—¿Qué más podría redescubrirse junto con esto? —comentó Ravel refiriéndose al anterior estatus de su hermano dentro del clan Xorlarrin.

Para cuando ambos, liderando Ravel a sus leales hiladores de conjuros, llegaron a la sala de las forjas, una enorme y descomunal bestia de fuego vivo retrocedía desde la forja principal. Parecía muy agitada, con los apéndices a modo de brazos desplegados a los lados como si quisiera tragarse a algo o a alguien, cualquier cosa, y abriendo y cerrando los dedos como garras de fuego como si fueran llamas restallantes que brotaban a uno y otro lado.

Sin embargo, varios drows próximos a la bestia les permitieron adivinar la verdad. Iban de un lado para otro, agachándose y rebuscando detrás de una y otra forja, en busca de más de las fieras criaturas de menor tamaño. Este gran elemental estaba totalmente bajo control, bajo el control de Brack’thal. Ravel comprendió enseguida que esa monstruosidad era una creación de su hermano mayor. Mientras Ravel observaba con preocupación, Brack’thal desalojó a otra de las criaturas de fuego menores y la lanzó hacia su behemoth. Había una línea de fuego ardiendo detrás de la veloz criatura, y como los fuegos de artificio de un mago se elevan hacia el cielo nocturno, el pequeño elemental dio un salto y, volando, se arrojó al interior del torso del monstruo de Brack’thal.

Unos brazos enormes y feroces se cerraron sobre la pequeña criatura, envolviéndola, abrazándola, absorbiéndola.

En cuanto desapareció, el elemental de Brack’thal pareció un poco más alto y un poco más ancho.

Ravel miró a Jearth, que se limitó a alzar las manos, evidentemente incapaz de negar la belleza del espectáculo mágico.

Ravel, en cambio, no podía resignarse. Miró a su hermano. Conocía los conjuros antiguos aunque nunca había llegado a dominarlos. ¿Qué sentido podría haber tenido esa dolorosa práctica teniendo en cuenta la reducción de su poder? Sin embargo, en esta situación particular, Brack’thal no daba la impresión de haber perdido nada de sus facultades. Confiado y con movimientos fluidos, casi naturales, mientras contenía otra más de estas averías frecuentes, el mago abandonó pronto la sala, dirigiéndose al rincón que le habían asignado dentro del complejo, seguido ahora de un formidable elemental que le ayudaría a desalojar a los antiguos y molestos habitantes. Porque ni a las ratas ni a los goblins, y ni siquiera a los fastidiosos fantasmas enanos, les iba bien en los continuos enfrentamientos con los variados conjuntos de mascotas de Brack’thal.

Ravel lo observó mientras se iba. La luz de la sala se redujo mucho cuando se hubieron ido el mago y su mascota, lo cual fue un alivio para los sensibles ojos de los drows. Ravel miró hacia atrás y vio a sus hermanas, Berellip y Saribel, de pie la una junto a la otra, mirándolo con mirada escrutadora y una evidente expresión de censura.

—Cerrad las cuatro forjas de ambos extremos —le dijo Ravel a Jearth.

Jearth lo miró sorprendido.

—Eso retrasará nuestro avance. Hay que hacer muchas puertas y cerramientos y escaleras y cerraduras, por no hablar de las armaduras y armas.

—Estas averías nos hacen perder más tiempo y más trabajadores —añadió Ravel señalando con el mentón a tres goblins muertos que yacían en el suelo, con las ropas todavía humeantes—. Avancemos con mayor cautela durante un tiempo, hasta que consigamos entender y reparar los sistemas de alimentación que abastecen a la forja.

Cuando Ravel miró para otro lado, oyó la risita cómplice de Jearth. Ravel no trataba de reducir las interrupciones ni el inconveniente menor de unos cuantos esclavos muertos. El sentido de su orden era frenar el ímpetu ascendente de Brack’thal.

—A tus hermanas no las vas a engañar —le advirtió en voz baja el maestro de armas mientras pasaba para poner en práctica la orden de Ravel.

Era cierto, el hilador de conjuros lo sabía, pero tenía que hacer algo para ganar tiempo hasta que pudiera descubrir el secreto de Brack’thal.

Brack’thal iba a toda prisa por el corredor que había encima de la sala de las forjas, iluminándolo todo a su paso con la presencia de su nueva mascota. El gran elemental de fuego lo seguía ansiosamente, alentado por la promesa del mago de que encontraría combustible, combustible vivo con que alimentar a sus hambrientos fuegos.

El mago tenía muchas cosas en la cabeza. Sabía que estaba cogido en un juego desesperado. Su hermano se había visto obligado a llevarlo en esta expedición, pero Brack’thal no se hacía ilusiones sobre el nivel de control que pudieran tener sus hermanas, ni siquiera la Matrona Zeerith, sobre el joven hilador de conjuros. Ravel no tenía intención de permitir que Brack’thal sobreviviera a este viaje.

Sin embargo, Brack’thal tenía la suerte de cara porque poseía un objeto de la época previa a la Plaga de los Conjuros. Se trataba de un anillo de rubíes que llevaba en el dedo y que le permitía comunicarse con las mismísimas criaturas engendradas por el poder del primordial y ejercer sobre ellas una tremenda influencia. Precisamente era ese anillo que controlaba a los elementales de fuego lo que le había dado ahora ventaja, una ventaja crítica para superar a su peligroso hermano menor y sobrevivirlo.

El mago aminoró la marcha, observando una puerta desvencijada a la derecha del corredor, una más de las muchas que había investigado a lo largo de los últimos días.

Brack’thal hizo un movimiento ondulante con las manos y susurró un conjuro que hizo aparecer un orbe flotante, un ojo mágico, que envió hacia la puerta con el pensamiento.

Cuando el ojo llegó a la maltrecha puerta pudo ver a través de él, entre las grietas de la madera podrida y rota.

Observó un movimiento en la habitación que había al otro lado. No era una estancia muy grande, pero se adentraba mucho en la piedra. La primera parte estaba hecha de paredes lisas y ladrillos bien unidos todavía por el mortero, como testimonio del buen hacer enano. La parte del fondo, en cambio, parecía una caverna más natural, y a Brack’thal se le ocurrió que la catástrofe que había tenido lugar allí, en Gauntlgrym, los terremotos y las erupciones causadas por el primordial, podrían haber derribado la pared del fondo de la habitación dejando así al descubierto una caverna que había al otro lado.

Ya lo había visto antes en esa parte del complejo, y esto no hacía más que fortalecer su respeto por el primordial.

Un segundo movimiento le llamó la atención, un humanoide pequeño que se escondía detrás de una barrera improvisada.

—Kobolds —dijo en un susurro, y se preguntó si debería tratar de esclavizar a este grupo. Cruzó por su mente la idea de crear su propio contraejército, o si simplemente debería hacerlo desaparecer.

El ojo mágico entró por la puerta rota pero desapareció casi de inmediato, y Brack’thal se dio cuenta de que había esperado demasiado mientras sopesaba las posibilidades.

Se concentró en su anillo mágico y envió delante al elemental, que, ansioso, se lanzó corredor abajo y derribó la enclenque puerta, lanzando en todas direcciones brasas y astillas de madera en llamas. Un instante después llegó una segunda cacofonía, esta vez uno de los kobolds que gritaba asustado ante el evidente poder de ese poderoso enemigo.

Brack’thal empezó a mover los dedos, eligiendo deliberadamente entre los componentes verbales de un conjuro que creía que pronto podría demostrarse importante. El pragmatismo le dijo que abandonara el intento, que usara simplemente la feroz evocación que podía provocar su anillo para protegerlo en caso necesario.

El mago pasó por alto esa noción de sentido común, porque en lo más hondo sentía que estaba a la altura de la tarea que tenía entre manos sin ayuda del anillo.

En la habitación se oían cada vez más fuertes los sonidos de la lucha: las llamas arrasando las barricadas de los kobolds; los kobolds chillando cuando los alcanzaba el mortífero fuego; ruido de piedras y demás proyectiles que los diminutos kobolds lanzaban para combatir a la poderosa criatura de fuego; pisadas, muchas; ruido de pies que corrían.

Como era de prever, una manada de kobolds salió en tromba por la destrozada puerta, irrumpiendo en el pasillo, cayendo los unos encima de los otros en un intento desesperado de escapar. Algunos cargaron contra el mago, otros corrieron en sentido inverso.

Brack’thal levantó una pequeña barra de metal ante sí y completó el conjuro, tratando de no perder la confianza en que algo, alguna energía mágica, acudiría en su ayuda.

El proyectil relampagueante llenó el pasillo con una enceguecedora ráfaga de luz blanca y Brack’thal, sorprendido por la intensidad, sorprendido incluso por haber conseguido la evocación, cayó hacia atrás y lanzó un alarido.

Rápidamente se recompuso, pero sin dejar de sacudir la cabeza, porque el nivel de potencia que lo había atravesado en ese conjuro le recordó a un tiempo muy lejano. Se preguntó si habría sido su trabajo con el anillo.

Mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, Brack’thal reparó en la imagen del corredor que se abría ante sí y, sobre todo, en la quietud del mismo. Más de una docena de kobolds yacían muertos, ni uno solo se retorcía ni gimoteaba. Había lanzado un proyectil relampagueante que lo habría llenado de orgullo en los días anteriores a la Plaga de los Conjuros, un estallido de magia que había arrasado a los kobolds provocándoles la muerte instantánea.

Otras dos criaturas salieron al pasillo, y una rápida mirada los hizo huir corriendo en la dirección opuesta. Apareció una tercera y también huyó.

Brack’thal, demasiado intrigado por su sorprendente despliegue de fortaleza mágica, no les prestó la menor atención. Sólo cuando volvió el elemental de fuego, cuando sintió el hambre desatada e insatisfecha de la bestia, se dio cuenta el mago de que más le valdría dejar a un lado sus pensamientos y concentrarse en la situación que tenía entre manos. De hecho, la bestia avanzaba hacia él, con evidentes malas intenciones en su brillante y alborotado traje de llamas.

Brack’thal buscó en el anillo, recordándole tranquilamente a la bestia que más le valía tenerlo como aliado, y cuando esa línea de pensamiento mostró sólo una moderación limitada en el feroz humanoide, el mago se puso más insistente y exigente, ordenando a la criatura que se detuviera, ordenándole que volviera atrás para que pudieran reanudar la cacería.

El mago no dejaba de recordarse que debía concentrarse en la tarea que tenía entre manos, en mantener un estricto control de su peligroso compañero, mientras se internaban cada vez más en los confines inexplorados del vasto complejo.

El elemental de fuego requería ese nivel de atención incluso con la ayuda de su poderoso anillo.

No obstante, para Brack’thal resultaba una tarea harto difícil, porque no podía pasar por alto las implicaciones de su proyectil relampagueante, la evocación de magia tal vez más potente desde la Plaga de Conjuros que había tenido lugar hacía ya un siglo.

Atemperó su euforia, e hizo bien. Había lanzado proyectiles relampagueantes, magia de las antiguas escuelas venidas a menos, en las últimas décadas, y a veces se había sorprendido por la intensidad de otros conjuros que había conseguido. La caída de la magia tal como la habían conocido no era total ni era coherente. Ese proyectil relampagueante en el corredor podría no haber sido más que el resultado de la gran urgencia experimentada por Brack’thal, o de su uso reiterado del anillo, en sí mismo un artefacto de otra época.

Qué grandioso sería que no fuese así. Qué fantástico que el mago recuperase sus poderes perdidos.

En ese caso, Brack’thal no tardaría en verse libre de su molesto hermanito.