12. ARTEFACTOS

Drizzt hizo una mueca de dolor y por reflejo se apartó. No esperaba que Dahlia lo tocara, especialmente en el hombro herido. Estaba sentado, con el torso desnudo, en una habitación de la posada de Neverwinter. De fuera llegaban todavía, aunque de forma intermitente, los ruidos de la batalla. Los escasos shadovar que aún quedaban en la ciudad habían sido acorralados.

—Es un ungüento para limpiar la herida —explicó la elfa. Inquieta por la falta de atención de Drizzt, Dahlia le asió el brazo sin demasiados miramientos y se lo colocó en su sitio.

Aquello tenía que doler, lo sabía, pero el drow ni siquiera rechistó. Dahlia le sujetó el hombro entonces, para mantenerlo inmovilizado, y le movió el brazo hacia el lado y hacia atrás, separando bien los bordes de la herida.

Tampoco en esta ocasión hubo respuesta. Drizzt permaneció sentado contemplando la estatuilla de ónice que tenía frente a sí sobre la mesa, como si fuera el retrato de su amada perdida hacía tiempo. La elfa sintió una mezcla de disgusto y enfado.

—No es más que un artefacto —musitó. Llevaba ahora el cabello peinado en una melena. La trenza y las pinturas de guerra habían desaparecido. Había asumido su aspecto más dulce para el drow herido y todo lo que hacía él era mirar la estatuilla de ónice.

A pesar de todo, no pudo evitar un sentimiento de compasión al examinar la herida. La espada de Entreri se había deslizado por debajo de la manga corta de la camisa de mithril del drow y había penetrado bastante a fondo. Una vez lavada la sangre y echado hacia atrás el brazo, podía ver dentro, a través de las capas de carne, los músculos cortados.

—Es increíble que hayas podido levantar siquiera el arma con este corte —dijo meneando la cabeza.

—Nos traicionó —dijo Drizzt sin volverse a mirarla.

—Te dije que lo mataras en el bosque o que lo despidieras cuando menos —le soltó Dahlia, con mayor acritud de la que era necesaria, sin duda.

—Y al final nos salvó —añadió Drizzt.

—Fui yo quien hirió a Alegni —respondió la elfa—, y quien le arrebató la poderosa espada. Aunque Artemis Entreri no hubiera estado en ese puente, Herzgo Alegni habría muerto.

Drizzt se volvió para mirarla, y su expresión, tan llena de sarcasmo, hizo que a Dahlia le dieran ganas de meterle un dedo en la herida, para obligarlo a ponerse de rodillas.

En lugar de eso, aplicó rudamente la tela impregnada con el ungüento, haciendo presión. Al ver que Drizzt no protestaba, Dahlia apretó más fuerte, hasta que por fin un ojo de color lavanda se entrecerró de dolor.

—Los sacerdotes acudirán enseguida —dijo Dahlia, tratando de disfrazar su ruda manipulación de una cuestión pragmática.

Drizzt volvía a lucir su expresión estoica.

—¿Dónde está Entreri?

—En la otra habitación con esa furcia pelirroja —contestó Dahlia. El drow ladeó la cabeza y la miró a hurtadillas, un poco molesto si cabía.

Su animosidad contra esa ciudadana, Arunika, no estaba justificada, y ella lo sabía. Y sin embargo, ahí estaba, flotando en el aire entre ellos y muy evidente en su cara sin rastro de añil.

Dahlia ató el vendaje y soltó el brazo de Drizzt. Después echó la mano hacia la figurita de ónice.

—Déjala —le dijo el drow cogiéndola por la muñeca.

Dahlia trató de desasirse, pero Drizzt aún no estaba dispuesto a soltarla.

—Déjala —dijo otra vez antes de soltarla finalmente.

—Sólo estaba tratando de averiguar si podía sentir al felino —dijo la elfa.

—Yo seré el primero en notar el regreso de Guenhwyvar —le aseguró Drizzt, y acercó más la estatuilla hacia él.

Dahlia dejó escapar un gran suspiro y se volvió para mirar el otro artefacto que había en la habitación, la espada de hoja carmesí apoyada contra la pared.

—¿Es un arma poderosa? —preguntó acercándose a ella.

—No la toques.

Dahlia se paró en seco y se volvió para mirar a Drizzt, ladeando la cabeza.

—¿Es una orden? —preguntó.

—Es una advertencia —contestó él.

—Conozco algo de armas sensitivas —dijo la dueña de la Púa de Kozah.

—La Garra de Charon es diferente.

—Tú la trajiste desde el río —dijo Dahlia—. ¿Acaso te robó el alma en ese recorrido, o sólo tu sentido del humor?

Eso hizo que el drow esbozara una sonrisa, pero sólo duró un instante.

Dahlia se acercó al arma e incluso se atrevió a tocar con un dedo la borla de la base de la empuñadura.

—¿Crees que todavía lo controla? ¿A Entreri? —preguntó, actuando deliberadamente como si la complaciera esa posibilidad.

—Lo que creo es que cualquiera que levante esa espada será consumido por ella.

—A menos que sea tan fuerte como Drizzt Do’Urden —añadió Dahlia.

El drow hizo un gesto entre asentir y encogerse de hombros.

—E incluso alguien lo bastante fuerte como para no ser consumido, provocaría la cólera de Entreri.

—La espada lo controla.

—Sólo si quien la esgrime sabe cómo hacer que la espada lo controle —le advirtió Drizzt—. De lo contrario, probablemente la que lo intentara estaría muerta antes de aprender cómo transformar a Entreri en su marioneta.

Dahlia se rio como si el razonamiento de Drizzt fuera absurdo, y sobre todo su uso del pronombre femenino en su advertencia.

Sin embargo, se apartó de la espada.

Un golpe enérgico hizo que los dos se volvieran a tiempo de ver cómo se abría la puerta dando paso a una sucia enana.

—Ámbar Gristle O’Maul, de los Adbar O’Maul —dijo con una inclinación de cabeza.

—Lo mismo nos dices cada vez que entras —fue la seca respuesta de Dahlia.

—Es bueno que lo oigáis —respondió la enana con una carcajada—. La gente conoce a Drizzt Do’Urden, y vincular mi nombre al de ese es bueno para mi reputación, ¡ja, ja! —les dedicó una amplia sonrisa en respuesta a la de Drizzt.

Sin embargo, la sonrisa del drow no se mantuvo.

—¿Cómo sigue? —preguntó, y tanto Dahlia como la enana sabían de quién estaba hablando: de la mujer a la que habían arrastrado desde las alcantarillas en unas parihuelas.

—¡Mejor! —declaró Ambargrís con una sonrisa que descubrió sus dientes—. No lo creí cuando la vi por primera vez, cubierta como estaba con la mugre de las alcantarillas y con las heridas tan sucias, pero va a vivir. ¡No tengáis duda!

Drizzt asintió, con evidente alivio.

—Me’ hecho con un surtido de conjuros curativos pa’ tu herida, explorador —dijo Ambargrís con un guiño exagerado—. Pronto te veremos otra vez por los caminos, sean cuales sean esos caminos.

—Yo no estoy herido, so tonta —le dijo Entreri a la pelirroja que sostenía una jarra humeante de alguna infusión medicinal u otro remedio natural.

—Saliste del puente tambaleándote —replicó Arunika—. Herzgo Alegni te produjo grandes daños con esa maldita espada suya.

Le ofreció la jarra y él trató de apartarla.

Pero fue como si hubiera tratado de apartar un edificio de piedra, porque el brazo de Arunika no cedió ni un ápice.

—Bébetelo —ordenó—. No actúes como un niño. Todavía queda mucho por hacer.

—Yo no le debo nada a esta ciudad.

—Es Neverwinter la que está en deuda contigo, y lo sabemos —dijo Arunika—. Por eso estoy aquí con una infusión medicinal. Por eso vienen los sanadores a atender a tus amigos, y a ti si es necesario.

—Totalmente innecesario.

La pelirroja asintió, y volvió a hacerlo cuando el tozudo hombre por fin cogió la jarra y empezó a beber.

—Cuéntame tu historia, Barrabus el Gris —lo animó—. La verdad, me sorprendió que traicionaras a Alegni, creía que eras su escudero.

Entreri puso cara de pocos amigos.

—Bueno, su campeón, si esa descripción hiere menos tu estúpido orgullo —dijo Arunika con una carcajada—. Pero cuéntame de tus viajes y de cómo llegaste a ser el campeón de un señor netheriliano, porque tú no eres un sombrío a pesar de que tu piel es un pelín gris para alguien de ascendencia humana.

—¿Qué te cuente? —respondió Entreri riéndose—. ¿Me traes una infusión y ya te consideras mi aliada? ¿Acaso he pedido yo esa alianza?

—Los mejores aliados suelen llegar cuando menos se los espera y sin invitación.

Entreri consideró esas palabras a la luz de los dos compañeros que había encontrado a su lado en el puente contra Herzgo Alegni y rio por lo bajo.

—No necesito aliados, mujer —dijo—. Alegni se ha ido y soy libre por primera vez en mucho, muchísimo tiempo.

—Pero si él era tu aliado —protestó la mujer.

Entreri casi la fulmina con la mirada.

—¿Qué era entonces? —preguntó—. Me gustaría saberlo.

Artemis Entreri se sintió impelido de pronto a contarle todo sobre su relación con Herzgo Alegni. A punto estuvo de empezar, pero se arrepintió porque sintió algo muy parecido a lo que había sentido en las muchas ocasiones en las que la Garra de Charon invadía su mente.

Miró a Arunika con ojos escrutadores, como si estuviera ante una hechicera.

—Herzgo Alegni se introdujo en Neverwinter por lo que tú hiciste —replicó rápidamente Arunika—. Jamás habría conseguido un dominio tan absoluto de la ciudad de no haber sido porque Barrabus el Gris se había convertido en un héroe para sus habitantes. —El timbre de su voz cambió de repente, evocando simpatía y haciendo que Entreri se sintiera tonto por haber sospechado—. Y ahora Alegni ya no está, y yo estoy atendiendo tus heridas porque me lo han pedido los jefes de la ciudad —prosiguió Arunika—. Sería una negligencia por mi parte y una desatención de mis deberes para mis conciudadanos si no te preguntara. Además, ¿por qué no deberíamos saberlo?

—Alegni me tenía esclavizado, eso es todo —replicó Entreri casi sin darse cuenta de que estaba pronunciando las palabras. Miró a Arunika con aire intrigado, pero sólo un momento, porque enseguida llegó a la conclusión de que era una interlocutora comprensiva y digna de confianza—. Y ahora se ha ido. Durante casi toda mi vida yo he sido mi único aliado, sólo yo, y no necesito ninguna alianza ni contigo ni con nadie más en esta ciudad.

Trató de sonar desafiante, pero no lo consiguió.

—Entonces un aliado no —dijo Arunika. Acercó su cara a la de Entreri y dijo con tono sugerente—: Una amiga.

—No necesito amigos.

Arunika sonrió y se acercó más aún.

—¿Qué necesitas, Barrabus el Gris?

Artemis Entreri quería decir que Barrabus el Gris no era su nombre. Quería decirle a Arunika que no la necesitaba. Quería apartarse mientras ella se acercaba.

Quería hacer un montón de cosas.

Drizzt flexionó el brazo y lo estiró hacia arriba mientras se acercaba a la puerta de Entreri. El ungüento curativo y la visita de la sanadora habían ayudado, sin duda.

Al menos físicamente.

En su mano buena, el drow sostenía todavía la estatuilla de ónice, y seguía llamando en silencio a su amiga, que no respondía.

La puerta de Entreri se abrió antes de que el drow llegara a ella, y la mujer pelirroja llamada Arunika salió. Se detuvo y le dedicó a Drizzt una sonrisa cautivadora. Después le hizo un guiño a Dahlia, que estaba detrás de él.

Drizzt respondió con mirada inquisitiva a la de Dahlia.

—Es extraña —comentó Dahlia.

—Creo que es una de los líderes de Neverwinter.

Dahlia se encogió de hombros, como si no le importara, y pasando por delante de Drizzt entró en la habitación de Entreri.

El asesino estaba ante el pequeño bar de la habitación, con el torso desnudo, y parecía agotado mientras se servía un buen brandy en un vaso pequeño. Esa había sido la habitación de Alegni durante su breve período como autoproclamado señor de Neverwinter, y el tiflin lo había decorado y equipado bastante bien.

Dahlia entró en la habitación delante de Drizzt, y el drow tuvo que detenerse al hacerlo ella de repente. La elfa se volvió y miró por encima del hombro a la mujer que se marchaba y luego, con un gesto ceñudo mal disimulado, se dio la vuelta hacia Entreri.

Drizzt hizo una mueca.

—¿Ya estás… curado? —preguntó la elfa rezumando sarcasmo.

—Listo para el camino —respondió Entreri, y se bebió el brandy de un trago.

Drizzt se acercó al bar y se sentó. Entreri se sirvió otro trago y deslizó la botella hacia Drizzt mientras lo miraba fijamente.

Eso causó a Drizzt una sorpresa momentánea, hasta que se dio cuenta de que Entreri no lo estaba mirando a él, sino a la gran espada que llevaba sujeta en diagonal sobre la espalda, con un correaje que le había proporcionado un talabartero de Neverwinter.

Drizzt paró el deslizamiento de la botella y la dejó en su sitio, pero Dahlia se sentó rápidamente a su lado y cogió el brandy y otro vaso.

—¿Listo para el camino? —repitió—. ¿Y cuál es el camino que desea Artemis Entreri?

Entreri bebió un sorbo de su vaso y señaló la espada con el mentón.

—¿Gauntlgrym? —preguntó Dahlia.

—Por supuesto.

—¿Serás libre?

—De lo que estoy seguro es de que me moriré —dijo Entreri—. O sea que sí, seré libre.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Dahlia meneando la cabeza.

—Estoy atado a la espada —respondió Entreri—. Mi longevidad se debe a la espada. Es lo único que me ha mantenido en un estado de perpetua juventud… o de mediana edad, tal vez. Esto lo sé desde hace mucho, muchísimo tiempo.

—¿Y sin embargo estás dispuesto a destruirla? —inquirió Dahlia.

—No tendré paz mientras no deje de existir la Garra de Charon.

—¡Pero estarás muerto!

—Es mejor que vivir como un esclavo —dijo Entreri—. Ya debería estar muerto hace tiempo. —Miró más allá de Dahlia, a Drizzt, con una sonrisa maliciosa—. Seguramente tú estarás de acuerdo.

Drizzt no respondió en absoluto. No sabía si prefería ese resultado o no. Entreri era su vínculo con un pasado que echaba mucho de menos. El solo hecho de tenerlo cerca le había aportado una extraña sensación de paz, como si sus amigos estuvieran todavía por ahí, aguardando su regreso a casa.

Pero ¿bastaba con eso? Conocía la terrible historia de Entreri y lo previsible era que su reputación de asesino se mantuviera en el futuro.

Era el mismo dilema al que se había enfrentado Drizzt con este hombre en el pasado, por ejemplo cuando habían salido codo con codo de la Antípoda Oscura. En más de una ocasión, Drizzt podría haber matado a Entreri, y nunca había estado convencido de que contener a su espada hubiera sido la opción adecuada. ¿Y las víctimas de Entreri, si las había habido, después del acto misericordioso de Drizzt? ¿Apreciarían ellas el eterno optimismo del drow y sus tontas esperanzas de redención?

—No sabemos si el primordial la destruirá —intervino Dahlia.

—Al menos sabemos que irá a parar a algún lugar donde nadie pueda recuperarla —le respondió Drizzt.

—Las armas sensitivas tienen su método para conseguir que las encuentren y las empuñen —dijo Dahlia.

—El primordial la destruirá —replicó Entreri con convicción—. Percibo el miedo de la espada.

—Vayamos entonces, sin más vueltas —dijo Drizzt.

—¿Tan interesado estás en matar a este hombre? —lo acusó Dahlia, volviéndose bruscamente hacia él.

La intensidad de la elfa cogió a Drizzt desprevenido e hizo que se echara atrás.

—Yo sí lo estoy —interrumpió Entreri, y los dos se dieron la vuelta para mirarlo.

Entreri se encogió de hombros y vació su vaso. A continuación echó otra vez mano de la botella.

—A todos nos llega la hora de morir —dijo Drizzt con naturalidad, con crueldad incluso—. Algunas veces tal vez demasiado tarde.

—Tu preocupación me conmueve —señaló Entreri.

—Por supuesto, tú eliges —ofreció Drizzt tratando de eliminar la frialdad de su voz sin conseguirlo. Para sus adentros se recriminó. Estaba enfadado e inquieto por la ausencia de Guenhwyvar.

Y en el fondo de su corazón, el drow sabía que eso no era todo. Lo sabía cada vez que pillaba a Dahlia mirando a Entreri.

Se sentía desplazado, como si entre aquellos dos hubiera un vínculo mucho mayor que el que lo unía a él con Dahlia.

Y sin Guenhwyvar ¿qué le quedaba como no fuera su compañerismo con Dahlia? Drizzt respiró hondo.

De pronto, Entreri arrojó su vaso contra la pared del otro extremo de la habitación. El asesino se apoderó de la botella de brandy y echó un largo trago.

Por sorprendente que fuera eso, más los sorprendió a todos, incluso al propio Drizzt, que el drow diera un paso atrás y recuperara la Garra de Charon, que llevaba sujeta a la espalda.

La poderosa espada se acopló a él de inmediato, liberando energía en sus manos.

Los primeros ataques concentrados asaltaron a los centros neurálgicos del drow, a su corazón, a su alma, mientras la Garra de Charon trataba de anularlo totalmente. Y tenía el poder para conseguirlo con la mayor parte de los que trataban de empuñarla, Drizzt lo comprendió sin sombra de duda.

Pero a Drizzt Do’Urden no era tan fácil dominarlo ni destruirlo. Tampoco carecía de experiencia en la forma de actuar de las armas sensitivas. La espada Khazid’hea, la famosa Tajadora, lo había atacado una vez de una forma muy parecida, aunque aquella no tenía, ni mucho menos, el poder de esta, tenía que admitirlo. Y en la academia drow para guerreros, Melee-Magthere, los alumnos dedicaban mucho tiempo al estudio de los poderes de las armas sensitivas y ponían a prueba su voluntad dominando instrumentos mágicos.

El drow reduplicó su propia concentración y ofreció resistencia, exigiendo sometimiento a la espada.

La espada también se resistió.

Poco a poco, Drizzt fue modificando su contraataque, prometiendo a la espada una gloriosa asociación. Él la empuñaría bien.

La Garra de Charon lo tentó con la concesión de poder. Dirigió los pensamientos de Drizzt hacia Artemis, asegurándole que ahora era su esclavo.

Y de hecho, cuando Entreri se afirmó contra la espada desenvainada y dio un paso hacia Drizzt, la Garra de Charon lo obligó a arrodillarse.

Dahlia dio un grito y descompuso la Púa de Kozah en mayales, poniéndolos en movimiento de inmediato.

Drizzt alzó la mano izquierda y le indicó que tuviera paciencia. Le ordenó a la espada que liberara a Entreri, y viendo que no lo hacía, exigió que cesaran las dolorosas vibraciones.

—¡Ahora! —ordenó en voz alta.

Artemis Entreri se tambaleó hacia un lado y poco a poco se fue enderezando. Fue retrocediendo sin apartar en ningún momento los ojos de Drizzt, sin pestañear, aunque era evidente que el dolor había cesado.

Creía que se trataba de una traición, Drizzt lo sabía por su expresión ceñuda.

—Déjalo libre —le ordenó Drizzt a la espada.

La Garra de Charon volvió a atacar el alma del drow, incluso con más ferocidad, y Drizzt gruñó y se tambaleó otra vez. Su mente se llenó con imágenes y pensamientos de anulación, de la nada más absoluta, mientras la espada trataba de utilizar el miedo para debilitar su resolución.

Drizzt había vivido demasiado, había pasado por demasiadas cosas como para ceder a esa desesperación.

No se dejó vencer, pero acabaron en empate. La Garra de Charon se negaba a liberar a Artemis Entreri, y Drizzt no tenía manera de atravesar ese muro torvo. Era probable que pudiera impedir que la espada infligiese, o al menos mantuviese, cualquier forma de tortura sobre el hombre, pero de ahí no podía pasar.

Volvió a la táctica de la propia espada.

Ahora sus pensamientos volvieron a Gauntlgrym, al foso del primordial.

Entreri había dicho que podía percibir el miedo de la espada ante dicha perspectiva.

Drizzt también lo vio, lo sintió intensamente.

Redobló su concentración, pensando en la imagen de la espada que caía hacia las fauces de la divina bestia que la aguardaban.

No era un engaño, y a pesar de su lucha desesperada, una ancha sonrisa se dibujó en la cara de Drizzt. La Garra de Charon tenía un miedo mortal.

Reconoció que estaba perdida.

Volvió a atacarlo, con furia desatada.

Drizzt cambió su imagen mental por otra de Entreri empuñando otra vez la espada, ofreciendo a la espada una opción clara: el fuego o Entreri.

La Garra de Charon se calmó inmediatamente.

Drizzt la devolvió a su vaina. Meneó la cabeza y cuando volvió a mirar a sus compañeros a punto estuvo de caer de rodillas por su repentina debilidad, totalmente agotado por el enfrentamiento.

—¿Estás loco? —le dijo Entreri con voz ronca.

—¿Cómo se te pudo ocurrir semejante cosa? —añadió Dahlia.

—La espada tiene miedo del rumbo que vamos a tomar —explicó Drizzt, y al terminar miró a hurtadillas al asesino—. Antes que un viaje a la boca del primordial preferiría que tú volvieras a empuñarla.

—Eres capaz de controlarla —dijo Dahlia casi sin aliento.

Entreri ni siquiera la miró, tenía los ojos fijos en Drizzt.

—Como ya te dije: tú eliges —dijo el drow.

—Si estuviera a tu lado empuñando esa espada ¿confiarías en mí? —preguntó Entreri.

—No —dijo Drizzt a pesar de que Dahlia se disponía a decir que sí.

Entreri se quedó mirando al drow un buen rato.

—Empúñala tú —dijo por fin.

—No puedo.

—Porque sabes que se volverá contra ti —conjeturó Entreri—. No tienes el guante que la acompaña y no puedes mantener tu disciplina indefinidamente a tan alto nivel. Y esa espada es incansable, te lo aseguro.

—Entonces tampoco puedes empuñarla tú —respondió el drow.

Entreri empezó a beber de la botella de brandy, pero con una risa de impotencia cogió otro vaso del bar y se sirvió una cantidad modesta y dejó la botella.

—A Gauntlgrym —dijo, levantando su vaso.

Drizzt asintió con gesto adusto.

La risa sofocada de Dahlia sonó más bien como un grito ahogado.

Oyeron sus nombres en boca de algunos cuando se dirigían al salón de la segunda planta de la posada, y de ahí a la escalera, y antes de que llegaran a la calle, los gritos se transformaron en una ovación.

—Saludados como héroes —señaló Dahlia.

—Son realmente patéticos —respondió rápidamente Entreri.

Drizzt estudió la expresión del hombre, buscando un indicio de que tal vez estuviera disfrutando más de esta notoriedad de lo que quería demostrar, pero no. No había nada que indicara semejante cosa, y cuando Drizzt lo consideró pensando en el hombre que otrora había sido, realmente no se sorprendió.

Ni a Drizzt ni al asesino les importaban demasiado estos honores. A Drizzt porque comprendía que la comunidad es más fuerte que el individuo. En ese convencimiento, aceptaba las ovaciones porque sabía que le hacían bien a la comunidad.

A Entreri, en cambio, no le importaba porque no le importaban ni los aplausos ni el desprecio ni ninguna otra cosa relativa a su lugar en el mundo y a las opiniones de quienes lo rodeaban. Simplemente no le importaba, y por eso al entusiasmo con que fueron recibidos a su salida de la posada sólo respondió con una expresión ceñuda que Drizzt sabía que era sincera.

Dahlia, sin embargo, parecía muy satisfecha.

Drizzt no supo cómo interpretar eso. Acababa de ejecutar su venganza —esa venganza que era su mayor anhelo— contra un tiflin que aparentemente la había perseguido durante la mayor parte de su juventud. Drizzt no entendía muy bien ese odio visceral que había percibido en la elfa, pero era evidente que esa batalla había significado mucho para ella, y en un nivel muy profundo y muy básico. Hasta sus temores evidentes por la inminente muerte de Entreri parecían olvidados en ese momento en que disfrutaba con el entusiasmo de la multitud.

Y la verdad, los ciudadanos de Neverwinter destilaban fervor y alegría en ese momento. Casi toda la población se había reunido en las calles fuera de la posada, y en primera fila estaban Genevieve y el hombre que habían ayudado a cargar a su compañera herida desde las alcantarillas.

Verlos allí proporcionó a Drizzt una gran paz. Era posible que la muerte de Alegni y la retirada de los shadovar fuese algo más importante para el futuro de Neverwinter, pero personalizar semejante victoria en los tres esclavos salvados del aboleth era algo que producía una satisfacción especial a Drizzt Do’Urden.

La gente alzaba en el aire las armas y los puños desafiantes, y todos coreaban un grito de libertad recuperada. Cuando Drizzt pensó en la historia reciente de esta población, llegó a entender y a apreciar el entusiasmo.

No hacía tanto tiempo que había pasado por Neverwinter con Bruenor, antes incluso de la revelación de la presencia de los thayanos y los netherilianos, y había encontrado a los ciudadanos asediados por las extrañas y descarnadas víctimas zombis del cataclismo volcánico. No habían conocido el origen de la amenaza, del anillo de pavor en aquel momento, y de los inicuos poderes que estaban detrás de los inquietantes y peligrosos acontecimientos.

Pero ahora la cosa había evolucionado y los thayanos estaban dispersos, puede que incluso se hubieran ido de la región, y Alegni y sus netherilianos habían sido expulsados de la ciudad, decapitada la bestia.

¿Alguna vez habían sido más luminosas las perspectivas de una nueva Neverwinter postapocalíptica?

Puede que fuera demasiado atribuir esa victoria a Drizzt y a sus dos compañeros, pensaba el drow, porque había sido obra de toda esa gente que realmente había ganado la batalla. Drizzt y sus compañeros habían derrotado a Alegni y habían mantenido a raya al brujo contrahecho, pero la mayor parte del combate había estado en manos de la gente que ahora los ovacionaba y que era la que había vencido.

Cuando Drizzt pensó en su propio papel en todo esto, que en su mayor parte fue tratar de no perder la vida a manos de un poseído Artemis Entreri, le pareció ridículo que lo vieran como una figura digna de ser puesta en un pedestal.

Pero no le hacía daño a nadie, el drow lo sabía gracias a décadas de experiencias similares. Había visto este tipo de exaltación en Diez Ciudades, sin duda, y en Mithril Hall, y por todas partes. Era una expresión colectiva de alivio y de victoria, y fueran cuales fuesen los símbolos —en este caso Drizzt y sus dos compañeros— eran totalmente irrelevantes para la liberación emocional necesaria. Miró directamente a Genevieve y la saludó con una inclinación de cabeza. La radiante sonrisa que ella le dedicó lo emocionó realmente.

—Bien hallado otra vez, Drizzt Do’Urden —dijo Jelvus Grinch adelantándose un paso a la multitud y avanzando hacia los tres amigos—. Espero que tu compañero enano esté bien.

Drizzt no se inmutó ante la referencia a Bruenor, al que Jelvus Grinch había conocido brevemente con un nombre supuesto. Por un momento, su reacción lo sorprendió, y pensándolo mejor, hasta le gustó. Echaba muchísimo de menos a Bruenor, pero su recuerdo sólo le traía paz.

Se limitó a contestar a Jelvus Grinch con una inclinación de cabeza. No quería entrar en detalles acerca de algo que al hombre de todos modos no le importaba realmente.

—Ya en una ocasión te pedimos que te quedaras con nosotros —dijo Jelvus Grinch—. Tal vez ahora entiendas lo valioso que eres para Neverwinter…

—Nos marchamos —lo interrumpió secamente Artemis Entreri.

Jelvus Grinch dio un paso atrás y miró al hombre intrigado.

—Ahora —añadió Entreri.

—¡No sabemos a qué distancia se han retirado los shadovar! —exclamó Jelvus Grinch—. ¡Muchos se fueron por los portales que abrieron sus magos, y es posible que puedan regresar por esos mismos portales!

—Entonces debéis permanecer vigilantes —respondió Entreri—. O iros de aquí.

—Tú sabes más que nosotros sobre ellos —le espetó Jelvus Grinch, ahora con un tono airado.

—Yo no sé nada de ellos ni del lugar oscuro al que llaman su hogar —replicó Entreri antes de que el otro pudiera tomar impulso—. Se han ido, Alegni está muerto. Eso es todo lo que me importa.

—Y tú tienes su espada. —Jelvus Grinch miró el arma que Drizzt llevaba a la espalda.

Artemis Entreri se rio, con una risa condescendiente y burlona, como diciéndole al hombre de Neverwinter que aquello no venía al caso y que no entendía lo que quería decir con sus últimas palabras.

—Debemos irnos —intervino Drizzt con tono tranquilo—. Tenemos asuntos urgentes que no pueden esperar. No bajéis la guardia, aunque dudo que los netherilianos vayan a volver pronto. Por lo que he visto, obedecen a líderes fuertes, y desaparecido Alegni ¿consideraría algún otro señor netheriliano la posibilidad de reemplazarlo en un lugar tan peligroso y hostil como Neverwinter?

—Eso no podemos saberlo —respondió el líder de Neverwinter.

Drizzt le apoyó una mano en el robusto hombro.

—No pierdas la fe en tus ciudadanos —le aconsejó Drizzt—. La región está llena de peligros, y eso lo sabías bien cuando regresaste.

—¿Y vosotros os quedaréis? —preguntó el hombre esperanzado.

—No iremos muy lejos por el momento, espero —lo tranquilizó Drizzt.

—Entonces no os olvidéis de la gente de Neverwinter, os lo ruego. Vosotros, los tres, siempre seréis bienvenidos aquí.

Una gran ovación acompañó sus palabras, afirmando el sentimiento.

Todos siguieron a los tres compañeros por la ciudad y cruzaron con ellos el puente del Draco Alado.

—¡Volveremos a llamarlo el Paseo de Barrabus! —proclamó Jelvus Grinch y los vítores recrudecieron.

—Barrabus está muerto —replicó Artemis Entreri, borrando la sonrisa de Grinch—. Yo lo maté. No me lo recordéis con vuestros ridículos nombres.

Sonó como una clara amenaza a todos cuantos lo oyeron, y Entreri a continuación fijó en Jelvus Grinch una mirada torva, haciéndole saber sin decirlo que si ponía al puente el nombre como había prometido, Entreri sin duda volvería y lo mataría.

Drizzt se dio cuenta de todo. Conocía esa mirada, fría, absolutamente insensible, despojada de cualquier atisbo de simpatía, de un siglo atrás, y el doloroso recordatorio de la verdad de Artemis Entreri eliminó decididamente cualquier rastro de nostalgia romántica que pudiera tener y lo devolvió sin miramientos a su tiempo y lugar actuales.

Drizzt miró a Jelvus Grinch para ver su reacción, y viendo lo pálido que se había puesto aquel hombretón, se dio cuenta de que Artemis Entreri no había perdido ni pizca de su encanto.

El Primer Ciudadano de Neverwinter carraspeó varias veces antes de reunir el coraje que necesitaba para seguir hablando, esta vez a Drizzt.

—¿Has tenido más suerte con tu pantera?

Drizzt negó con la cabeza.

—Te sugiero que hables con Arunika —dijo Jelvus Grinch—. Está investigando esta cuestión por petición mía. La mujer sabe bastante de magia, y sabe cómo funcionan los distintos planos.

Drizzt echó una mirada a sus compañeros que al parecer no tenían opinión formada al respecto.

—¿Dónde puedo encontrarla? —preguntó.

—Estamos listos para partir —señaló Artemis Entreri.

—Podemos esperar —dijo Dahlia.

—No, no podemos —insistió Entreri—. Si quieres ir a reunirte con la pelirroja, hazlo, pero nosotros nos vamos por el camino del norte. Espero que cabalgues duro para reunirte con nosotros.

Drizzt se volvió hacia Jelvus Grinch, que le señaló la posada que tenía detrás.

—A Arunika se la alojó en una habitación allí para que pudiera atender mejor a tu compañero.

El drow se volvió y miró a Entreri y a Dahlia una última vez. Vio la expresión ansiosa y la evidente agitación de Entreri ante la idea de alguna demora, mientras que Dahlia, por el contrario parecía esperar cualquier cosa que retrasara esta expedición. Drizzt jamás habría esperado de Dahlia algo así, ya fuese que luciera su imagen dura, con la trenza y las pinturas de guerra, o la más suave, esta que tenía ahora pintada sobre su bonito rostro.

El problema de Guenhwyvar era más importante, y entró a toda prisa en la posada. Casi no había dicho siquiera el nombre de Arunika cuando el posadero le indicó una habitación al final del pasillo del primer piso.

Arunika abrió la puerta antes de que hubiera llamado siquiera, y Drizzt entendió el recibimiento al entrar, porque la habitación daba a la calle donde estaba reunida la multitud y la ventana estaba abierta. Apenas había reparado en ello el drow cuando Arunika ya se había dirigido a la ventana y la había cerrado.

—Crees que el hecho de arrojar el arma a la boca del primordial la destruirá —dijo.

—He venido a hablar de Guenhwyvar.

—Eso también —accedió la pelirroja.

Drizzt se sintió muy cómodo mirando su seductora sonrisa… sí, muy seductora, con los hoyuelos con pecas y una dulzura increíble.

Con determinación apartó aquel curioso y curiosamente desviado pensamiento.

—Coincido con tu evaluación de la espada —dijo Arunika, y se reclinó en un sofá con cojines, dejando caer como al azar su cabello largo y suave sobre la cara.

—¿Y nuestro rumbo?

—Artemis Entreri piensa que al destruir la espada también él será destruido.

—No tiene miedo… —empezó a decir Drizzt, pero se paró en seco y se quedó mirando a Arunika fijamente. ¿Cómo había sabido el verdadero nombre de Entreri? En la ciudad todos lo conocían como Barrabus el Gris, excepto él mismo y Dahlia, y hasta donde él sabía ninguno de los dos había dado ninguna pista sobre la verdadera identidad del asesino.

—Ya lo creo que tiene miedo —replicó Arunika, como si no se hubiera dado cuenta de la respuesta sorprendida del drow… o haciendo como que no se había dado cuenta—. Es sólo que tiene demasiado odio acumulado como para admitirlo. Todos temen a la muerte, explorador. Todos.

—Entonces tal vez sea que algunos simplemente tienen más miedo de seguir viviendo.

Arunika se encogió de hombros como si no tuviera importancia.

—Si condescendéis a destruir la Garra de Charon, vuestra mejor opción es el primordial, estoy de acuerdo —prosiguió—. Ah, claro que hay formas mejores, más seguras… me viene a la mente el aliento de un antiguo dragón blanco… pero me temo que el tiempo juega contra vosotros. La Garra de Charon es una espada netheriliana y esos déspotas insoportables harán todo lo que esté en su mano para proteger y recuperar sus artefactos y así poder impresionar a cualquier fanático githyanki.

Drizzt no estaba muy seguro de la analogía. Había oído hablar de los githyanki. A veces se los veía en Menzoberranzan y los pocos que había visto realmente daban la impresión de poseer armadura y armas exageradamente decoradas. A pesar de todo, la referencia parecía clara.

—Como no sé de ningún antiguo dragón blanco dispuesto a cooperar en esta zona, mi consejo es que acudáis al primordial de Gauntlgrym.

—Al parecer sabes bastante sobre bastantes cosas —dijo Drizzt—. ¿La Garra de Charon? ¿Gauntlgrym? Incluso el verdadero nombre del asesino. Confío en que no ande circulando por Neverwinter gran parte de esa información.

—Si sobrevivo es porque soy más inteligente que los que me rodean —respondió Arunika.

—Y sin duda tienes métodos para ver cosas que a los demás se les escapan.

—Sin duda. —La mujer acompañó estas palabras con unas palmaditas al cojín que tenía a su lado en el sofá.

Drizzt prefirió una silla de madera que colocó delante de ella, a lo que Arunika respondió con una risita afectada, demasiado afectada.

—¿Es que mi perspicacia, o tal vez mi visión alternativa, te decepcionan? —preguntó con fingida timidez.

Drizzt se lo quedó pensando un momento antes de responder.

—No en la medida en que me ayuden.

—Tu amada Guenhwyvar —dijo Arunika—. ¿Me dejas la estatuilla?

Sin ser consciente de ello, Drizzt sacó la figurita de ónice y se la alargó a Arunika. Sólo vaciló cuando ella, a su vez, estiró la mano para cogerla. Pocos habían tenido en sus manos la estatuilla, en pocos confiaba el drow para permitirles que la tocaran, y mucho menos para que la recogieran de su mano. ¡Sin embargo, allí estaba, entregándosela a una mujer extrañamente informada a la que casi no conocía! Su instinto hizo que la sujetara con más fuerza.

—Si necesitas de mi consejo y de mi perspicacia, lo mejor es que me permitas estudiarlo debidamente —observó la mujer, y Drizzt se sacudió como si hubiera salido de un sueño y le entregó a Guenhwyvar.

»Me llevará algo de tiempo inspeccionar como es debido el aura que rodea a la figurita mágica —explicó Arunika dándole vueltas en las manos delante de sus bellos ojos chispeantes.

Increíblemente bellos, pensó Drizzt, y no consiguió sacar esas palabras de su cabeza hasta que fue consciente de lo que estaba pensando.

—Tengo poco tiempo —dijo—. Es probable que mis amigos ya se hayan marchado de Neverwinter, y yo no me iré sin Guenhwyvar.

—Sin la estatuilla quieres decir —lo corrigió Arunika, y la realidad de sus palabras hirió profundamente a Drizzt.

—Estás invitado a quedarte y observar —dijo la mujer. Se puso de pie y fue hasta un escritorio que había en un lado de la habitación. Abrió el cajón de abajo, el más grande, y sacó una bolsa. La puso sobre la mesa y, tras rebuscar en su interior, sacó unas velas y unos polvos, un cuenco de plata, una ampolla de líquido traslúcido y un tubo de plata con un pergamino dentro.

Drizzt observaba desde el otro lado de la habitación y no dijo una sola palabra mientras Arunika montaba su mesa de escudriñamiento. Ella cantaba entre dientes mientas encendía las velas, colocándolas en el lugar adecuado alrededor del cuenco. A continuación comenzó un encantamiento diferente mientras vertía el líquido en el cuenco, esparciéndolo sobre la figurita de ónice en el proceso.

Puso las manos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba, ladeó la cabeza y, con los ojos en blanco, empezó a cantar en voz más alta y de forma más insistente.

Pasó mucho, mucho tiempo, y Drizzt no hacía más que mirar por la ventana tratando de calcular las horas que pasaban. Sabía que Dahlia y Entreri no podían entrar sin él en Gauntlgrym. ¡Después de todo, él tenía la espada! Sin embargo, la idea de que los dos estuvieran de camino, solos, no dejaba de escocerle.

El sol ya estaba bajo en el cielo cuando Arunika se puso de pie de golpe y se frotó los ojos. Como al pasar, le entregó otra vez la figurita al drow.

—¿Qué sabes? —preguntó, nada contento con la forma de entregársela ni con la expresión resignada de la mujer.

—No percibo ninguna conexión con la criatura a la que llamas Guenhwyvar —admitió Arunika.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Drizzt, tratando de que su voz no reflejara la desesperación que lo embargaba, aunque seguramente había un alarido primario gorgoteando en su garganta.

La pelirroja se encogió de hombros.

—¿Qué la magia se ha disipado? —inquirió Drizzt con vehemencia—. ¿O que la pant… que Guenhwyvar ha sido destruida? ¿Existe siquiera esa posibilidad?

—Por supuesto —dijo Arunika, y Drizzt tragó saliva.

—Ella es la esencia astral de la pantera, tiene algo de diosa —protestó Drizzt.

—Hasta los dioses pueden ser destruidos, Drizzt Do’Urden. Aunque no tenemos certeza de que sea el caso. De algún modo se ha cortado la conexión entre la pantera y la estatuilla. ¡Debes entender que no son la misma cosa! Artemis Entreri tiene el símbolo de la pesadilla y tú el de un unicornio, pero son creaciones mágicas unidas a objetos mágicos. Tu silbato es tu corcel. La destrucción del silbato haría desaparecer el concepto mágico al que llamas Andahar. Lo mismo es aplicable a la montura de Entreri. No son formas de vida, sino encantamientos hábilmente disfrazados como tales. Sin el disfraz, podrías cabalgar en tu silbato kilómetros y kilómetros, aunque no creo que eso resultara muy grato a tu sensibilidad, y mucho menos a tu trasero.

Drizzt a duras penas podía seguir el hilo de su discurso después de la enormidad que la mujer había dicho sobre Guenhwyvar. Su mirada en blanco hizo que Arunika se acercara a él y le apoyara una mano consoladora en el hombro.

—El de Guenhwyvar es un caso diferente del silbato —explicó—. Diferente del corcel infernal de Entreri. Guenhwyvar es una criatura viva de otra dimensión, una esencia no capturada por la estatuilla, sino invocada por ella. ¡Es un encantamiento antiguo, de los días de los grandes mythales supongo! Algo que ningún mago viviente podría reproducir con facilidad, ni siquiera el propio Elminster.

—Crees que está muerta —subrayó Drizzt.

Arunika se encogió de hombros y lo volvió a palmear en el hombro.

—Creo que no podemos saberlo. Lo que sí sabemos, lo que yo sé, es que no hay conexión que yo pueda percibir entre tu estatuilla y esa criatura, Guenhwyvar. Tu figurita sigue irradiando magia, eso puedo verlo claramente, pero es un faro que nadie ve.

Drizzt tragó saliva y meneó lentamente la cabeza. No quería oírlo.

—Lo siento, Drizzt Do’Urden —dijo Arunika, y poniéndose en puntillas le dio un beso en la mejilla.

El drow se apartó.

—¡Sigue buscando! —Se acordó de aquel malhadado día en Mithril Hall, hacía ya mucho tiempo, en que asió a Jarlaxle por el cuello y le imploró, sólo en esa ocasión, que encontrara a Catti-brie y a Regis.

Arunika se limitó a mirarlo con esa sonrisa comprensiva, tranquilizadora, y a asentir.

Drizzt salió dando tumbos de la habitación de la posada y de allí a la calle, donde sólo quedaban algunas personas que lo miraron con curiosidad.

—Se ha acostado con la pelirroja —dijo una mujer con tono burlón a su amiga cuando pasaron a su lado, confundiendo claramente su andar vacilante.

—Guenhwyvar —dijo Drizzt en un susurro mientras le daba vueltas en la mano a la estatuilla de ónice. Se sintió invadido por la rabia. Hizo sonar su silbato de plata y saltó a lomos del fuerte unicornio cuando este se presentó atronando la calle. A continuación puso al poderoso corcel a galope tendido.

Necesitaba el ejercicio, quería acabar agotado. Sólo en la acción podía encontrar solaz en ese momento tenebroso.

Salió en tromba por la puerta principal de Neverwinter; los cascos de Andahar batían el polvo del camino del norte y el viento llevó humedad a los ojos de color lavanda del drow.

O tal vez no fuera el viento.

—Pensé que odiaba a Alegni —dijo Entreri sentado frente a Dahlia con una pequeña hoguera entre ambos. La prudencia aconsejaba no encender fuego en las zonas inhabitadas del Bosque de Neverwinter, pero estos dos no solían escuchar esas voces moderadas, o tal vez eran precisamente esas voces las que movían a estas dos almas atormentadas a encender esa luz, invitando a los peligros y a la pelea.

—¿Y no era así? —preguntó la elfa con sarcasmo.

Entreri se rio.

—Por supuesto que sí, con todo mi corazón, o al menos eso creía hasta que comparé mi odio con el tuyo.

—A lo mejor tu corazón no es tan grande como el mío.

—A lo mejor mi corazón no es tan oscuro como el tuyo. —El asesino incluso acompañó la pulla con una sonrisita, esperando una contrarréplica de la avispada elfa. Sin embargo, y ante su sorpresa, Dahlia se limitó a mirar el fuego y a reavivarlo con un palo que había salvado de la hoguera. Removía y empujaba las brasas, haciendo saltar pequeñas llamaradas que hacían refulgir sus ojos con sus reflejos danzantes y esquivos. Había dolor en los hermosos ojos de Dahlia, y también una rabia solapada; no, más que rabia, como la ira más pura cristalizada en un punto de luz penetrante y punzante.

Artemis Entreri lo reconoció, él también había sentido lo mismo, y también cuando era muy joven.

—Sacas muchas conclusiones —dijo Dahlia—. Fuimos a matar a Alegni, y fue lo que hicimos, y tú lo atacaste tanto como yo.

También esto, estas evasivas, era algo que conocía bien Entreri.

—No tenía elección. No podía escapar del hombre —aclaró—. Era el portador de la espada y la espada me poseía. Mi opción era luchar…

—Para morir —lo interrumpió la elfa.

—Era preferible a lo de antes.

La mujer alzó la vista para encontrarse con su mirada, pero apenas un segundo antes volvió otra vez a la seguridad del fuego como distracción.

—Era el camino más fácil, y el más seguro —dijo Entreri—. Un prisionero trata de liberarse o acepta su servidumbre. Pero no era tu caso. Herzgo Alegni no tenía ningún dominio sobre ti, y sin embargo nos llevaste allí, a ese puente y a esa lucha.

—Yo pago mis deudas.

—Cierto, y esta debe de haber sido una deuda importante, ¿no?

Lo volvió a mirar, pero esta vez no como reconocimiento compartido sino con una mirada de advertencia. Y otra vez volvió a contemplar el fuego.

—Y cuando todo parecía perdido, con el ejército de Alegni rodeándonos, Drizzt herido por mi propia espada y yo impotente bajo la espada de Alegni, Dahlia estaba libre.

Esta vez sí que levantó los ojos y lo miró con dureza.

—Libre para salir volando.

—¿Qué clase de amiga sería…? —empezó a decir, pero la mirada socarrona de Entreri se burló de ella.

—Te conozco demasiado bien —declaró el hombre.

—Tú no sabes nada —dijo Dahlia, pero sin convicción, porque mientras miraba a Entreri y él la miraba a ella, ninguno de los dos pudo dejar de notar la conexión que había entre ambos.

—No volviste volando al puente por lealtad, sino por algo muy profundo y oscuro que había dentro de ti y que no te dejaba irte. Yo dije que prefería morir antes de volver a mi servidumbre, pero Dahlia no estaba menos prisionera que yo. Yo por una espada y tú por…

Dahlia apartó la mirada bruscamente, volvió a mirar el fuego, al que dio una patada lanzando al aire una lluvia de brasas. Era evidente que necesitaba la distracción, un cambio de tema, cualquier cosa.

—Un recuerdo —acabó Artemis Entreri, y los hombros de Dahlia se hundieron hasta tal punto que pareció que iba a derrumbarse sobre el fuego.

Y a pesar de sí mismo, a pesar de todo lo que había estado perfeccionando a lo largo de un siglo y medio, Artemis Entreri fue hasta ella, justo a su lado, y la rodeó con el brazo para sostenerla. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Dahlia y caían al suelo, pero él no se las enjugó.

Ella se irguió y respiró hondo para recobrar la compostura. Cuando otra vez estuvo firme, Entreri se apartó hacia un lado y se quedó mirando el fuego, concediéndole un momento de privacidad mientras Dahlia atravesaba la oscuridad.

—Lo odiabas más de lo que yo pude odiarlo nunca —admitió Entreri.

—Está muerto —afirmó Dahlia con rotundidad.

—Y es una lástima que cayera a través de las dimensiones mientras daba su último suspiro —dijo Entreri—. Me habría gustado atar su cadáver a mi pesadilla y arrastrarlo por las calles de Neverwinter hasta que la piel se despegara de sus huesos rotos.

Sintió que Dahlia lo miraba aunque no le devolvió la mirada.

—¿Por mí? —preguntó la elfa.

—Por los dos —respondió. Teniendo en cuenta lo que sabía ahora sobre Dahlia, semejante acto le habría proporcionado un alivio más profundo de una cicatriz más antigua, ya que Herzgo Alegni habría sustituido a uno que lo había traicionado muchas décadas antes.

Dahlia saludó estas palabras con una risita.

—Me habría gustado ver eso —dijo.

Escondido entre la maleza, no lejos de allí, Drizzt Do’Urden no podía oír muchas de las palabras que intercambiaban. Había desmontado y despedido a Andahar más atrás, en cuanto distinguió el fuego. De algún modo supo que era el campamento de Dahlia y Entreri.

Y sin embargo no se había acercado abiertamente, aunque trataba de convencerse de que no los estaba espiando.

Los había observado mientras conversaban, y podría haberse acercado más sin ser notado, tal vez lo suficiente para oír sus palabras.

Sin embargo, al parecer no eran las palabras lo que le interesaba. Drizzt tenía más interés en sus movimientos, en especial en su forma de mirarse, y, lo que era aún más patético, en su forma de esquivar el uno las miradas de la otra.

No había nada sexual entre ellos, nada que le hiciera pensar que Entreri le había puesto los cuernos ni nada por el estilo.

No obstante, Drizzt tenía la extraña sensación de que una revelación de ese tipo no lo habría herido tan profundamente.

Porque ahora comprobaba lo que llevaba tiempo sospechando: Artemis Entreri sabía algo sobre Dahlia, comprendía algo de Dahlia, que él no conocía ni entendía, ni podía siquiera conocer ni entender. Había un vínculo entre ellos. En sus lágrimas y en su risa contenida, Dahlia había compartido más de lo que había compartido con Drizzt en todas las noches que habían pasado juntos.

¿Cómo podía ser que esa conversación tranquila frente a una fogata en el bosque, en plena noche, fuera algo más íntimo que hacer el amor?

No tenía sentido.

Y sin embargo, lo tenía ante sus propios ojos.