11. EL PRECIO DE LA LIBERTAD

—Tendríamos que haber intervenido antes —se lamentó el mago Glorfathel cuando la batalla sobre el puente tomó un mal cariz. Se dispuso a actuar, pero una fuerte mano enana lo sujetó por el hombro. Se volvió para mirar a Ambargrís.

—Naa, es como te dije que sería, y si lo hubieras hecho nos habrían matao a todos —replicó la enana—. ¡La gente de la ciudad está observando, no lo dudes!

Glorfathel miró a su alrededor. Era cierto, la mayor parte de los postigos estaban abiertos, al menos un poquito.

—¿No te lo decía yo? —dijo Ambargrís, y señaló a una esquina un poco más lejos donde se había reunido algo de gente, gente del lugar armada—. Ya están oliendo su libertad y quieren apoderarse de ella.

—A Draygo Quick no le va a gustar nada.

—Menos le gustaría si perdieras a la mitad de tus fuerzas. Lord Alegni eligió su camino, siempre. Quería pelea y tuvo pelea. —La enana miró puente arriba justo en el momento en que la pantera saltaba sobre el tiflin—. Uuh —gruñó la enana—. ¡Lo ha cogido!

Glorfathel miró a su grupo de Cavus Dun y asintió.

Artemis Entreri se enderezó sin tardanza. Su dolor había desaparecido, su esclavitud ya no existía. Se apartó tambaleante de las figuras difusas de Alegni y Guenhwyvar, tratando de entender lo que había pasado, tratando de recuperar la compostura.

Dahlia, a quien no afectaba esa ambivalencia, no se detuvo. Se puso de pie de un salto haciendo caso omiso de los cortes y magullones y se lanzó con ansia sobre el lugar donde había estado Alegni, azotando el aire con furia impotente.

—¡Muere! —gritaba como si el tiflin estuviera todavía allí.

—¡Guenhwyvar! —El grito que sonó al otro extremo del puente hizo mirar a Entreri que vio a Drizzt que se acercaba a él tambaleándose con la estatuilla de ónice en la mano.

Entreri se preocupó. ¿Podría ser que Drizzt fuera a por él después de su traición anterior?

Pero pronto se olvidó del drow porque le llamó la atención una escena que tenía lugar detrás de Drizzt.

—Dahlia —dijo con tono sombrío—. Dahlia, la batalla no ha terminado.

Más allá del puente, en la plaza, estaba Effron. Su figura contrahecha se estremecía de rabia. Y junto a él se vislumbraban las fuerzas samovar, por lo menos cien efectivos.

—¡Dahlia! —insistió hasta que ella por fin interrumpió su estallido de furia para prestarle atención.

—Los voy a matar a todos —prometió la elfa entre dientes.

—Llama a tu unicornio, drow —dijo Entreri mientras sacaba el símbolo encantado que lo comunicaba con su corcel pesadilla. Cuando Drizzt hizo una pausa para mirarlo, señaló a espaldas de él.

Drizzt miró por encima del hombro y después otra vez a Entreri, enseñándole la estatuilla de ónice. Drizzt realmente parecía vencido en ese momento. Un destello de impotencia había reemplazado a la máscara de estoicismo que solía lucir.

—Tenemos que irnos —dijo Entreri.

Drizzt ni se movió, sólo miraba la estatuilla.

—Después —le prometió Entreri.

Drizzt asintió por fin y echó mano de su silbato, pero hizo una pausa antes.

—¿Y la espada? —preguntó corriendo hasta la barandilla del puente.

—¡Llévate a Dahlia! —le dijo—. ¡Me reuniré con vosotros en el Bosque de Neverwinter!

Y dicho esto, Drizzt salió a todo correr hacia el extremo más lejano del puente, después saltó sobre la barandilla y se perdió de vista.

—Yo misma la recuperaré —gruñó Dahlia, y echándose la capa por encima de la cabeza se convirtió en un cuervo gigante. Después les lanzó un potente graznido a los shadovar que se aproximaban, un graznido desafiante.

—Vete de una vez, idiota —le dijo Entreri, y arrojando su símbolo hizo acudir a su corcel pesadilla. Recogió su espada y saltó sobre el caballo demoníaco. Por reflejo miró un momento el lugar donde solía llevar su daga, antes de recordar con satisfacción que el arma había ido al Páramo de las Sombras clavada en las entrañas de Herzgo Alegni.

—Tal vez deberías venir conmigo —dijo Dahlia el Cuervo, cuya voz tenía un tono más agudo y más brusco en su forma alada. Mientras hablaba, señaló al otro extremo del puente y a las huestes shadovar que se estaban reuniendo también allí—. Daría la impresión de que al final fue Herzgo Alegni el que nos atrapó a nosotros, y no al revés.

Artemis Entreri pasó por alto ese último comentario, estaba considerando sus opciones. Podía meterse sin problema en el río, con la pesadilla que amortiguaría la caída, como había hecho al saltar de la torre árbol de Sylora Salm.

O podía ir con Dahlia, pero… ¿confiaba realmente en que ella se alejara volando? Su rabia rayaba en la locura. Esa forma en que se había lanzado contra Alegni, el veneno que destilaba ahora cada una de sus palabras… Allí había algo más, una herida profunda que él todavía no había entendido pero que le resultaba demasiado familiar.

Estaba a punto de despedir a su montura y salir volando con Dahlia cuando se encontró con la decisión tomada, porque en la plaza que había en la dirección por donde habían llegado, surgió una gran conmoción y se oyó el sonido de cuernos y gritos de batalla.

Tanto Entreri como Dahlia se volvieron para presenciar el espectáculo, ya que aparecieron de golpe los ciudadanos de Neverwinter con Jelvus Grinch a la cabeza, armados y listos para pelear con sus puños si era necesario.

—Una revuelta —dijo Entreri entre dientes. Se volvió hacia Dahlia, pero ella ya había remontado vuelo y se estaba incorporando a la batalla.

Entreri acicateó a su pesadilla y lo puso al galope. Los fieros cascos resonaron en las piedras del puente. Era posible que se hubiera perdido los últimos momentos de Herzgo Alegni, pero había algo más importante: ¡Había conseguido escapar de Herzgo Alegni!

Effron miró atónito a su alrededor cuando la gente de Neverwinter empezó a bajar a la plaza atacando los flancos de sus fuerzas incluso antes de que estas entendiesen que tenían encima a un enemigo.

¿Cómo era posible que los ciudadanos se hubieran enterado de lo que estaba pasando? ¿Cómo podían estar tan preparados para aprovechar esta oportunidad inesperada?

Nada de aquello tenía sentido para él.

Estudió el panorama, tratando de encontrar una forma de conducir a los shadovar a la victoria.

Entonces observó la llegada del cuervo —¡de Dahlia!— seguida de cerca por aquel peligroso asesino. Y estaba además ese drow, de pie en una piedra en medio del río, abriéndose camino hacia el borde de los cimientos del puente y llevando la espada de Alegni.

Demasiadas variables, pensó, meneando la cabeza. Todo era caótico e impredecible. Miró al cuervo gigante que descendía hacia donde él estaba, y tuvo unas ganas locas de descargar sobre él la furia de su magia.

Pero aquella maldita pantera había consumido tantos de sus recursos.

Effron pasó la frontera hacia las sombras, volvió al Páramo de las Sombras.

El mago Glorfathel miró a la enana que tenía a su lado.

—No vale la pena tantas pérdidas —dijo Ambargrís—. Draygo estará esperando pa’ oír tu explicación.

Glorfathel asintió con la cabeza, después hizo una seña a los demás nobles shadovar, los comandantes de esta fuerza, dando su permiso.

Sólo a los netherilianos nobles y guerreros de gran categoría les estaba permitido el paso hacia las sombras, pero los que poseían esa capacidad hicieron uso de ella, y eran, en todos los casos, los jefes de los diversos pelotones, los comandantes y los paladines.

Sólo quedaron los sombríos plebeyos, en flagrante inferioridad numérica y desorganizados, enfrentados a un grupo de gentes duras que luchaban por lo que era suyo.

Y contra ellos iba también el hombre al que muchos conocían como Barrabus y que, habiendo sido otrora su principal campeón, ahora los mataba sin piedad.

Y contra ellos iba Dahlia, que antes había sido la campeona enemiga, a veces un cuervo gigantesco, otras veces la guerrera elfa a la que antes y todavía en ese momento temían tanto.

De haberse impuesto Alegni en el puente, se habrían apoderado de la ciudad sin problema. De no haber huido Effron y los demás, tal vez habrían tenido una oportunidad.

Glorfathel recordó las instrucciones de Draygo Quick, y la decisión no le resultó difícil. No dio el paso a las sombras, como había hecho Effron. En lugar de eso abrió un portal en medio de la plaza, una puerta reluciente negro-purpúrea, e invitó a sus subordinados a abandonar el campo de batalla.

—Fui yo quien los llamó —lo tranquilizó Ambargrís.

En ese momento, a Glorfathel parecía importarle poco y, de hecho, fue el primero en utilizar su puerta dimensional.

Aunque no el último, por cierto.

Muchos sombríos murieron, muchos escaparon por la puerta o incluso abandonaron la ciudad por encima de las murallas, y muchos otros, en especial los del extremo más distante del puente, se rindieron, porque la batalla de Neverwinter se transformó rápidamente en una derrota aplastante.

Luchando del lado de la guarnición de Neverwinter estaba Ambargrís, de los Adbar O’Maul, porque con un simple giro de una de las cuentas negras de su sarta de perlas encantadas, la enana había convertido la apariencia de sustancia de sombra en polvo del camino. Era evidente que sabía quién iba a ganar, y Ambargrís siempre prefería combatir en el lado ganador.

En medio de la batalla estaba Arunika, espada en mano. Más de un shadovar saltó sobre la mujer de aspecto tan normal pensando que sería presa fácil, y acabó muerto un instante después.

Observando cómo caían las filas de los sombríos, la súcubo supo que había jugado muy bien sus cartas.

La amenaza thayana había sido derrotada, y ahora habían puesto en fuga a los shadovar.

La Soberanía no tardaría en volver, y aunque así no fuera, Arunika sabía que encontraría un lugar destacado.

Temblando y sorprendentemente libre de manchas de sangre, el hermano Anthus llegó hasta ella tambaleándose y hecho un mar de lágrimas. Por un momento, Arunika lo miró y se preguntó si habría sufrido alguna herida seria.

Pero no, pronto se dio cuenta de que eran lágrimas de felicidad.

—He sido un necio al dudar de ti —le espetó el monje.

Arunika le brindó una afectada sonrisa y a continuación lo derribó a tierra con un fuerte puñetazo.

—No vuelvas a cometer ese error —le advirtió.

—Venga, mujer, ¿no tenemos enemigos suficientes con los que combatir? —dijo una voz a sus espaldas, y al volverse, Arunika vio a Jelvus Grinch que se acercaba. A diferencia de Anthus, este sí que había tenido su dosis de batalla ese día, su buena dosis a juzgar por las salpicaduras de sangre que tenía por todas partes.

—Neverwinter es libre —dijo—. Gracias a ti.

—Nada de eso —respondió Arunika, que realmente no quería que la considerasen como la instigadora de esta revuelta ni tampoco como una figura decisiva en la derrota de Alegni. ¡Al fin y al cabo no había que descartar la posibilidad de que los netherilianos volvieran con refuerzos!

Echó una mirada al puente, atrayendo hacia allí la atención de Jelvus Grinch para que viera al otrora campeón de Alegni de pie cerca del borde y al explorador drow avanzando hacia él con la poderosa espada del jefe tiflin. Mientras estaban mirando, un cuervo gigantesco bajó desde el aire recuperando la forma de Dahlia.

—Gracias a ellos —corrigió Arunika.

En la mano derecha, Drizzt sostenía la espada de hoja carmesí por uno de los gavilanes de la cruz decorativa, con el metal apretadamente cubierto con vendajes. En la otra mano, el drow llevaba la estatuilla de ónice de la pantera. Seguía llamando a Guenhwyvar cuando Entreri montó en su corcel demoníaco para unirse a él.

El drow sabía que era inútil llamar a Guenhwyvar, porque tenía la sensación de que la pantera estaba fuera de su alcance, fuera del radio de invocación de la estatuilla.

Dahlia se posó junto a ellos y recuperó su aspecto de elfa. Era evidente que no estaba contenta. Drizzt no necesitaba preguntarle por qué, pues sabía que no había presenciado la muerte real de Herzgo Alegni. Y lo peor era que Drizzt se temía que Herzgo Alegni pudiera haber escapado a su ataque al desmaterializarse. Si esa posibilidad lo inquietaba a él, cómo no iba a inquietar a Dahlia, cuyo odio por el tiflin era el más profundo que Drizzt hubiera visto jamás.

—Deberías haber dejado eso en el río —dijo Entreri meneando la cabeza, evidentemente contrariado y también temeroso.

—¿Donde pudiera encontrarla cualquier ciudadano de Neverwinter? —preguntó Drizzt.

—La espada lo superaría.

—La espada lo devoraría —dijo Drizzt—, o lo esclavizaría… —El drow miró a Entreri con dureza, mostrando su decepción—. ¿Sacrificarías así a una persona desprevenida?

—¡Haría lo que fuera por liberarme de esa maldita espada!

—No te dejaría marchar —replicó Drizzt—. No importa qué otros esclavos pudiera encontrar la Garra, volvería a ti y te obligaría a volver a ella.

—¿Qué hago entonces? ¿Cogerla y empuñarla?

Drizzt lo miró, pero instintivamente alejó la espada de él. Algo sabía de armas sensitivas, artefactos de gran poder y ego potente, y comprendía que Entreri, tras décadas de esclavitud, no podría ni de lejos controlar a la Garra de Charon, ya fuera que la empuñara o no.

Entreri también lo sabía. Drizzt se percató de ello cuando el asesino se rio de lo absurdo de su propia pregunta.

—Entonces destrúyela —le sugirió Dahlia.

—Y entonces seré polvo —dijo Entreri, y lo dijo con convicción. Se rio otra vez con tristeza y resignación—. Lo que debería haber sido hace ya medio siglo.

Dahlia lo miró con una expresión alarmada que hirió a Drizzt de una manera desproporcionada.

—Destrúyela —accedió Entreri—. No podrías hacerme mayor favor que liberarme del vínculo que me une a la Garra de Charon.

—Debe de haber otra forma —dijo Dahlia casi con desesperación.

—Destrúyela —repitió Entreri.

—Das por supuesto que podemos hacerlo —le recordó Drizzt. Él sabía que no es tan fácil deshacerse de los artefactos poderosos.

Pero aún no había terminado de decirlo cuando ya había encontrado la respuesta. Miró a Dahlia y supo que ella también lo había entendido.

Porque ella, igual que Drizzt, había sido testigo de una fuerza mucho más poderosa que la Garra de Charon, con una magia y una energía más antigua y más primaria que la de los encantamientos que llevaba incorporados esta magnífica y maligna espada.