10. EL PASEO DE BARRABUS

—Está ahí abajo —le dijo el gnomo a Arunika.

—¿Estás seguro?

La petulante criaturita dio un resoplido y cruzó los brazos engañosamente flacos sobre el descarnado pecho mientras agitaba adelante y atrás la cola punzante, como un gato cuando espera que un ratón acorralado salga de debajo de un mueble.

—Lo conozco —respondió el gnomo—. Puedo olerlo.

—¿Drizzt Do’Urden?

—En las alcantarillas, avanzando hacia el puente. Va a la caza de Alegni del mismo modo que yo iba a por él y ¿adónde si no?, ¿adónde?

—¿Con sus dos compañeros?

—Los dos a los que odia el brujo, sí.

—¿Y tú le has dicho a Effron que Dahlia y Barrabus han vuelto a Neverwinter, mi querido y traicionero esclavo? —La súcubo vio un atisbo de curiosidad en la cara del pequeño ser, y eso la reconfortó mucho. Effron había puesto a Invidoo en un compromiso, ella bien lo sabía pues el desdichado lo había admitido incluso delante de ella, pero al fin y al cabo ese no era Invidoo, a pesar del notable parecido físico.

—Yo hablo contigo —dijo por fin el gnomo—. Sólo contigo en este mundo. Quisiera irme pronto… ¡puf! Me voy ahora mismo, si me lo permites.

—Todavía no, puede que pronto, mi pequeña mascota —prometió Arunika. Su cabeza era un hervidero. Aquellos tres habían ido a por Alegni, tal como esperaba, y al parecer lo habían hecho con gran ingenio y eficiencia. Y si se encaminaban al puente, probablemente encontrarían al jefe tiflin. Iba allí todas las mañanas y el sol estaba saliendo. ¿Se atrevería a esperar que tal vez lo mataran?

¿Y después qué? Ella, ellos, tenían que actuar con rapidez.

—Escóndete —le indicó a su subordinado—. No abandones esta habitación. Vuelvo enseguida. —Dicho lo cual, Arunika cogió su abrigo y salió a toda prisa de su pequeño cuarto. Ni siquiera se preocupó por su disfraz. Abrió sus alas de diablesa y salió volando a toda velocidad. Sólo las plegó otra vez y asumió su apariencia humana cuando aterrizó delante de la puerta lateral correspondiente a la habitación del hermano Anthus en el espacioso templo.

Entró sin miramientos, despertó al hombre y tras exponerle sus planes sin demora, lo mandó a hacer su parte.

Ella, a su vez, fue a cumplir su cometido. Otra vez alzó el vuelo y se dirigió a la casa de Jelvus Grinch.

Tenían que estar preparados. Esta sería su única oportunidad de liberarse, y Jelvus Grinch tenía que entenderlo. Sin embargo hizo una pausa antes de entrar y sopesó todas las posibilidades, tanto si Alegni se mantenía como señor de Neverwinter como si era derrotado.

El segundo de los escenarios se presentaba más prometedor, y sin duda le daría más poder.

Tenía que prevenir a Jelvus Grinch, y a partir de él, hacer correr la voz.

Él era la clave.

—¿Qué es lo que sabes? —le preguntó Effron a Alegni con la voz cargada de sospechas cuando el corpulento tiflin sacó su espada de hoja carmesí y la levantó ante sus ojos. El brillo de la hoja reflejado en la cara de Alegni le daba un aspecto aún más diabólico que de costumbre.

—Están aquí —le informó Alegni.

Effron miró en derredor, casi presa del pánico, como si esperara que Barrabus y Drizzt y Dahlia, la más odiada de los tres, fueran a saltar de entre las sombras para estrangularlo en ese preciso momento.

—Ingenioso —comentó Alegni, y Effron se dio cuenta de que estaba hablando con la espada.

El brujo estuvo a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor. En un momento dado, Alegni se volvió hacia él.

—Da la impresión de que se percataron de nuestros refuerzos —le explicó Alegni—. Por eso nuestros sigilosos enemigos evitaron totalmente la muralla. —Cuando terminó dio una vuelta a la espada y la clavó en las tablas del suelo. Alegni estaba en la segunda planta de la posada de la colina, y la poderosa espada atravesó el suelo y se abrió camino a través del techo de la habitación de abajo, asustando y arrancando gritos a sus ocupantes.

—No podían atravesar la muralla sin llamar la atención —explicó Alegni, de modo que decidieron pasar por debajo.

Effron miró al suelo, sin saber muy bien lo que quería decir el corpulento jefe.

—Debajo de la ciudad, por donde circulan los desechos que van a parar al río.

—¿El alcantarillado? —preguntó Effron frunciendo la cara.

—Un lugar apropiado para ese traidor de Barrabus, ¿no te parece? Y todavía más para Dahlia; no se me ocurre un camino mejor para que circule por él.

—Ni un lugar mejor para que muera —respondió Effron, pero Alegni negó con la cabeza.

—No es necesario. Han venido a por mí. Barrabus sabe dónde encontrarme.

—¿Aquí?

Alegni volvió a negar.

—No van a dejar las alcantarillas antes de que salga el sol —explicó.

—El puente —dijo Effron con un suspiro.

—Reúne a mis hombres —le ordenó el jefe tiflin—. Bloquead todas las vías de salida del puente.

—¿Tienes intención de hacerles frente? —preguntó Effron.

—Tengo intención de disfrutar al máximo de este espectáculo —replicó Alegni.

—Ellos son tres y tú sólo uno —lo previno el brujo.

—¿Lo son? —preguntó Alegni con una sonrisa maliciosa mientras recuperaba su espada clavada en el suelo—. ¿Lo son realmente?

—¡Yo te ayudaría a matar a Dahlia! —exclamó Effron y él mismo quedó sorprendido por la estridencia de su tono.

—Supongo que te lo has ganado —replicó Alegni, y Effron le sostuvo la mirada, realmente aliviado porque en un principio temió que su exabrupto le valiera un castigo de ese bruto inclemente—. Pero primero me ayudarás a tener a sus compañeros bajo control. Si somos cautelosos, podríamos coger a Dahlia viva.

—¡Tiene que morir! —insistió Effron. Sin embargo, sus palabras lo sorprendieron, especialmente por la convicción que percibió en su propia voz. Durante mucho tiempo se había estado diciendo que quería hablar con la elfa, que quería hacerle preguntas que sólo ella podía responder. Ahora, en cambio, en el momento de la verdad, no había sentido la menor piedad.

—Cuando llegue el momento —replicó Alegni.

Esa idea que a Alegni le producía un gusto evidente, le causó a Effron un extraño desconcierto. Quería que Dahlia muriera. Nada deseaba tanto en el mundo y quería ser el brazo ejecutor de esa muerte… sin embargo, ahora la noción de algo que iba más allá de matarla sin más, de capturarla y torturarla…

Debería haberle dado gusto también a él, pero, sorprendentemente, no era así.

—¡Ve! —le dijo Alegni, y cuando miró al tiflin y consideró el tono explosivo, Effron se dio cuenta de que era probable que el netheriliano hubiera repetido la orden varias veces.

El brujo salió corriendo de la habitación. A punto estuvo de caerse por la escalera y casi tropezó con tres personas en el primer descansillo, un hombre y una mujer vestidos con ropa de dormir y el dueño de la posada.

—Eh, ¿pasa algo? —preguntó el posadero.

—Vaya a preguntárselo a él —dio Effron riendo y mirando escaleras arriba a la puerta de Alegni.

Entendía el estado de agitación de Alegni y lo compartía, y sabía que si el posadero y estos otros dos necios subían para quejarse del techo roto, Herzgo Alegni los cortaría en pedacitos.

En oriente, despuntaba apenas la aurora, pero ya se notaba la promesa de un día hermoso y memorable.

—Pronto va a salir el sol —comentó Drizzt desde el recodo del túnel más estrecho. Los demás casi no podían oírlo, porque el sonido del agua que corría retumbaba alrededor de ellos.

—Entonces estará en su puente —dijo Entreri—. Siempre está en el puente al amanecer. Se pone mirando al mar, en el oeste, y proyecta una larga sombra sobre el río. Posiblemente eso le hace sentir una especie de dominio sobre la ciudad, o tiene algún otro simbolismo estúpido.

Dahlia no le contestó, ni siquiera lo miró, sólo empezó a subir por el túnel cuya entrada le llegaba a la altura del pecho. Fue evidente su contrariedad cuando tuvo que retroceder al volver Drizzt gateando hasta ellos. Bajó con los pies por delante, apoyándose en el corredor más ancho que tenían al lado.

—¿Pensáis que podréis localizarlo? —les preguntó el drow a los tres antiguos esclavos del aboleth.

Los dos que aguantaban de su malherida compañera se miraron dudosos.

—No es necesario —intervino Entreri—. Ya recuerdo esta zona. Si se limitan a seguir este túnel más ancho encontrarán una salida fácil, más adelante y cerca de la muralla norte de la ciudad.

Drizzt miró al asesino con curiosidad, pero Entreri no se tomó el tiempo necesario para devolverle la mirada y se deslizó por el túnel estrecho.

—Entonces vamos con ellos —dijo el drow—. Aquí abajo hay otros peligros…

—Ve tú con ellos si te parece —dijo Entreri, que se sentó en el borde del conducto mirando hacia atrás y le tendió la mano a Dahlia. La elfa la aceptó sin pensárselo dos veces y dio un salto, decidida, mientras Entreri la izaba hasta la pequeña entrada e incluso la dejó avanzar por el estrecho túnel por delante de él.

—Es nuestra oportunidad de sorprender a Alegni —dijo—. Probablemente nuestra única oportunidad de encontrarlo sin una poderosa escolta.

—No los podemos dejar librados a su suerte.

—Yo sí que puedo —respondió Entreri—. Ya está amaneciendo. —Miró túnel abajo y comprobó que, a pesar de no haber superado el recodo, el interior se veía más iluminado—. Y avanza rápidamente. Alegni esperará que amanezca y después se marchará. No tenemos tiempo de viajar por el subsuelo hasta la muralla norte y volver atrás para encontrarlo, tampoco podemos salir allá arriba sin llamar la atención de una docena de centinelas shadovar.

—No tienen armas —se quejó Drizzt.

—Entonces dadles las tuyas —respondió Entreri con un gruñido, y empezó a avanzar por el túnel detrás de Dahlia.

Drizzt miró a los tres humanos.

—Ve —le dijo el hombre—, haz lo que debes. Ya has hecho bastante por nosotros, y que sepas que te estamos agradecidos y nunca lo olvidaremos.

—Lo conseguiremos —añadió Genevieve.

El drow se frotó la cara y miró hacia lo más profundo de su ser, buscando alguna alternativa. Por fin se metió de un salto en el estrecho túnel y avanzó a toda prisa.

De haber sabido que Entreri mentía, que el asesino no tenía la menor idea del trazado de esa zona, ni sabía dónde desembocaba el túnel más ancho que había aconsejado a los tres, tal vez Drizzt habría tomado otra decisión.

El túnel estrecho conducía a una reja de hierro que tenía varios barrotes arrancados o torcidos.

—Entré por esta misma reja —les dijo Entreri a sus compañeros en un susurro, aunque lo bastante alto como para que pudieran oírlo a pesar de la canción melódica y continua del agua del río—, cuando me escapé del volcán. —Empujó uno de los barrotes con su espada y lo arrancó de la base, apartándolo luego hacia un lado—. Obra mía.

—Al parecer, la lava completó el trabajo después de ti —señaló Drizzt, porque sólo dos de los ocho barrotes de la reja permanecían intactos, y el que Entreri había señalado como obra suya no era el que mejor permitía el paso. Había piedra negra sobre lo que antes había sido terreno despejado, estrechado la altura vertical de la abertura, y ahora el canal del río era menos ancho debido al enfriamiento de la lava que actuaba como un dique natural, haciendo que el nivel del agua más próximo a la reja fuera más alto que en el pasado.

A pesar de todo, a Drizzt no le resultó difícil deslizarse hasta el otro lado, usando la propia reja para sujetarse al salir a la orilla del río.

El draco alado que identificada el puente de Alegni se cernía sobre él, a la derecha, al salir, y se veía claramente el sendero que llevaba hasta su entrada. Un poco de maleza que había en la orilla le ofreció amplia cobertura para llegar hasta la base del puente sin ser visto.

A pesar de ser la más ansiosa por llegar a esta confrontación, Dahlia también fue la última en salir del túnel a la orilla, y no empujó a los demás para que avanzaran más rápidos hacia el puente.

Era el enfrentamiento que había estado deseando durante toda su vida adulta, la ocasión de vengarse de ese violador y asesino. Sin embargo, ahora la mera idea de ello la ponía enferma, haciéndola sentir presa entre el impulso del odio y las lágrimas del recuerdo, el anhelo de venganza y el miedo inconfesado, el que no se atrevía a reconocer porque tal vez no tenía nada de dulce.

Y si ese sabor no restañaba la herida de su corazón, ¿qué le quedaba entonces?

Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para situarse convenientemente mientras se arrastraba siguiendo la línea de la maleza. No reparó en la corpulenta y solitaria figura de pie en el centro del largo puente hasta que Entreri le dio unos golpecitos en el hombro y le hizo una seña con el mentón para que mirara hacia allí.

Dahlia se encogió. De pronto volvía a ser la niña indefensa aplastada bajo el gran volumen de Herzgo Alegni.

Su madre volvió a caer muerta en sus recuerdos.

Sostenía a un recién nacido en los brazos mientras el viento le azotaba la cara y el barranco se abría ante ella…

No tenía ni idea de cuántos segundos pasaron, pero sabía que habían sido muchos, porque no sólo Entreri la incitaba a avanzar, sino que también Drizzt, que había vuelto de su posición avanzada, le decía que se moviera.

Dahlia se llevó una mano a los ojos para enjugarse las lágrimas. No podía ocultar su llanto a aquellos dos, tan cercanos, que la miraban intensamente con expresión confundida y comprensiva.

La elfa respiró hondo y de sus labios escapó un pequeño gruñido. Transformó su dolor en rabia, y con cara decidida les indicó a los otros dos que avanzaran.

Tenía que permanecer detrás de ellos, se dijo, tenía que usarlos como un escudo contra la furia básica que amenazaba con lanzarla de cabeza contra Alegni y, sin duda, de cabeza a la muerte.

En la ciudad casi todos dormían. La mayoría de las ventanas estaban todavía oscuras y no se veía un alma por las calles. Sólo aquella figura solitaria de pie junto al pretil en el centro del elegante arco del puente. El cielo relucía en el este y los primeros rayos del sol no tardarían en asomar por encima de los árboles del Bosque de Neverwinter proyectando largas sombras sobre la cercana Costa de la Espada.

Drizzt miró a Entreri, moviendo los dedos con decidida lentitud en el lenguaje de signos de los drows para preguntarle al asesino si aquella quietud era lo habitual en Neverwinter a esa hora temprana de la mañana.

Entreri, que tenía un conocimiento muy rudimentario de ese lenguaje, se encogió de hombros evitando una respuesta, y a continuación se distrajo cuando Dahlia llegó reptando hasta él.

Al cauteloso explorador drow aquello le parecía demasiado fácil. Miró a Entreri una vez más y se preguntó si el deseo de Dahlia de enfrentarse a Alegni no les habría nublado la razón. ¿Los habría conducido Entreri a una trampa?

Drizzt desechó la idea casi en cuanto se le ocurrió. El dolor que reflejaba la cara de Entreri era demasiado real; el hombre deseaba tanto como Dahlia ver muerto a Herzgo Alegni.

A veces, en realidad casi siempre, las cosas eran lo que parecían.

El drow salió de entre la maleza y, poniéndose de pie, entró en el puente. Empuñaba a Muerte de Hielo en la mano derecha e introdujo la mano izquierda en su bolsa.

Entreri llegó junto a él en un abrir y cerrar de ojos, mientras Dahlia iba más atrás, un poco a regañadientes. Así iniciaron el acecho.

Apenas habían dado unos pasos por el puente cuando el jefe tiflin reparó en ellos. Se volvió, se irguió y se los quedó mirando. En ese preciso momento, los primeros rayos del sol dieron sobre el puente. Dio la impresión de que pasaban de largo junto a los tres intrusos e iluminaban sólo al tiflin, como si estuvieran destinados exclusivamente a él. Esa luz reveló una extraña sonrisa en la cara de Alegni que pudieron ver a pesar de estar todavía a treinta buenos pasos de él.

Alegni los estaba esperando.

Drizzt se dio cuenta de que no importaba, e hizo una pausa para sacar la estatuilla de ónice en el momento en que Entreri se paró a su lado.

Pero no así Dahlia, que pasó corriendo entre sus dos compañeros empujándolos a un lado mientras volvía a montar su largo bastón que llevaba a modo de jabalina. Al parecer había dejado su vacilación y sus lágrimas entre la maleza.

—¡Guenhwyvar, a mí! —ordenó Drizzt y en cuanto se oyó la llamada, volvió a colocar la figurilla en su sitio y sacó su segunda espada, siguiendo a Entreri, que ya iba a la carga.

Allá adelante, al acercarse Dahlia, Herzgo Alegni llevó la mano sin prisas a la cadera y desenvainó su enorme espada de hoja carmesí.

Dahlia no acortó el paso. Arremetió furiosa, con un poderoso golpe dirigido a la cara del tiflin.

La Garra de Charon entró de lado apartando el arma de la elfa.

Drizzt bajó la cabeza y pidió a sus tobilleras mágicas que le dieran velocidad para pasar por delante de Entreri y llegar hasta Dahlia. Tenía que llegar hasta allí, se daba cuenta de que su amante estaba demasiado ansiosa y había llevado a cabo un ataque demasiado impetuoso contra el poderoso tiflin.

¡Alegni la iba a destrozar!

Corrió para sortear a Entreri y a punto estuvo de conseguirlo, pero la espada del asesino salió como un rayo de lado y lo alcanzó en el hombro izquierdo.

El drow se arrojó a un lado y a punto estuvo de caer al suelo. Trató de girar y montar su defensa, pero casi no podía alzar el brazo izquierdo y lo único que pudo hacer fue evitar que Centella se le cayera de la mano.

Artemis Entreri, Barrabus el gris, se le echó encima, manejando con rapidez espada y daga.

¡Había sido tan fácil!

Herzgo Alegni a duras penas podía contener la risa al ver a esos dos compañeros de la estúpida elfa combatiendo a medio camino de la entrada del puente. Con apenas un pensamiento, su valiosa espada había vuelto a vencer a Barrabus. ¡Había vuelto al hombre contra sí mismo! Porque realmente Alegni podía sentir su odio hacia él, hacia la espada.

Y Alegni se dio cuenta de que Barrabus no podía hacer nada al respecto.

Daba la impresión de que Barrabus ya tenía bajo control al drow, a ese legendario explorador que se había prendado de Dahlia, y por lo tanto él, Alegni, que por supuesto tenía otros aliados al acecho, podía dedicarse tranquilamente a la elfa.

A la bonita y joven Dahlia.

Ella mantenía su andanada de golpes y rabiosos virajes, y Alegni ni siquiera intentaba contraatacar. Se limitaba a bloquear y a desviar los ataques o a esquivar para evitar cualquier golpe contundente. Dejó que su adversaria descargara su rabia en muchos movimientos y luego, cuando dio la impresión de que estaba perdiendo velocidad, añadió un nuevo paso a la danza.

El bastón de Dahlia apuntó al tronco del tiflin y la Garra le salió al paso apartándolo sin consecuencia, pero esta vez, la espada de hoja carmesí dejó a su paso una línea de ceniza, una barrera opaca.

Alegni dio un paso atrás y hacia un lado, y cuando el bastón estuvo a la vista otra vez, presumiblemente atacando de nuevo a través de la nube de ceniza, asió a la Garra con las dos manos y asestó un mandoble con la idea de destrozar el arma.

Sin embargo, la cabeza del bastón penetró con demasiada velocidad y a un ángulo inesperado, y por un instante, Alegni pensó que la elfa debía de haber dado un salto imposible para atravesar la barrera de ceniza.

Cuando la propia Dahlia irrumpió a través de la barrera, Alegni lo entendió… entendió el movimiento inesperado de la cabeza del bastón, pero no la manera en que se había producido esa transformación, porque ahora la elfa tenía en las manos no un solo bastón largo, sino un par de mayales exóticos, que giraban y se cruzaban en todos los ángulos imaginables.

Alegni retrocedió para rehacerse, pero Dahlia estaba demasiado cerca. El guerrero tiflin meneaba la espada de un lado a otro y la impulsaba hacia adelante para bloquear, y la retraía para conseguir algún acierto, tal vez. Hizo una mueca de disgusto cuando el bastón volador descargó un fuerte golpe sobre su hombro. Sólo su gruesa cornamenta le salvó el cráneo cuando el golpe descendente y en diagonal de Dahlia lo conmovió y lo hizo trastabillar.

Él retrocedió tambaleándose y ella se le echó encima, convertida su cara en una máscara de furia. Entrechocaba sus bastones mientras lo perseguía, arrancando chispas a cada golpe.

Alegni vio su oportunidad y le lanzó una estocada, consciente de que sería desviada. En ese bloqueo, una descarga de energía relampagueante procedente del arma de Dahlia sacudió a la Garra y a través de ella llegó a las manos de Alegni.

Seguramente su mano izquierda acusó la descarga mágica, pero la derecha, cubierta por el guantelete que acompañaba a la espada, la recibió sin problema.

Dahlia arremetió; pensó que su ingeniosa treta lo vencería, por supuesto.

Tal como él había imaginado.

En un poderoso revés acudió la Garra, y Dahlia, evidentemente sorprendida de que Alegni siguiera sujetando la espada con semejante fuerza, desesperada, echó las caderas hacia atrás.

Sin embargo, no pudo evitar que la Garra le desgarrara la camisa y la carne, dejando en su vientre un rastro de sangre. Un destello de agonía contrajo la bonita cara de Dahlia. La herida producida por la espada era algo más que la producida por un simple acero afilado. Tenía la carga de los poderes del mundo infernal, la esencia de la propia muerte.

Alegni dejó que su movimiento se prolongara ampliamente hacia la derecha, acompañándolo incluso con el giro de su propio cuerpo.

Sabía que la rabia de Dahlia superaría incluso a ese profundo dolor, sabía que se lanzaría directamente sobre él a pesar de la herida.

Siguió girando y, mientras lo hacía, levantó la pierna derecha, retrasada, en una patada perfectamente sincronizada. Sintió el golpe de los mayales de Dahlia en su cadera y muslo, pero más que eso, notó el soplo de la respiración de Dahlia abandonando su cuerpo al recibir el golpe de su bota.

Remató el giro en una postura defensiva, sin acusar casi el efecto de los golpes, contrarrestándolos con su gran fuerza muscular.

Sin embargo, no tenía a Dahlia encima. Su patada la había lanzado a una distancia considerable y allí estaba, sentada en el suelo, evidentemente aturdida y dolorida.

—¿Crees que voy a matarte? —dijo burlonamente mientras se acercaba—. Pronto rogarás que lo haga, preciosa. Voy a hacerte daño. ¡Ya lo creo que lo haré! ¡Y después te mantendré prisionera durante años, y te llenaré con mi simiente y arrancaré a mi progenie de tus entrañas!

—¡Resístete! —le imploró Drizzt a Entreri, pero a duras penas consiguió decirlo antes de volverse y tambalearse hacia un lado, esquivando las centelleantes espadas del asesino. Logró echar una mirada al puente, donde vio la niebla gris de Guenhwyvar que empezaba a cobrar forma. Si conseguía aguantar unos segundos, Guen le sacaría de encima al enloquecido Entreri.

Y se dio cuenta de que ya iba siendo hora cuando vio a Dahlia salir despedida y caer al suelo y al corpulento tiflin avanzando hacia ella.

—¡Guen! —gritó Drizzt.

Sintió que el hombro le ardía y sangraba, pero apretó la mano izquierda con obstinación y luchó contra el dolor. Un movimiento descendente de Muerte de Hielo para bloquear la estocada baja de Entreri, después hacia arriba, veloz y en sentido horizontal para obligar al asesino a recortar el movimiento de su malévola daga que tal vez hasta pensaba lanzar a la cara del drow.

Un rugido proveniente del extremo del puente restó esperanzas a Drizzt, porque en esa llamada de la gran pantera había dolor. Realizó un movimiento circular que le permitió colocarse entre Entreri y Dahlia, mirando hacia el lugar de donde habían llegado, hacia donde estaba Guenhwyvar.

La pantera giró y lanzaba furiosas dentelladas mientras el aire a su alrededor se llenaba de proyectiles oscuros. Su negra silueta todavía dejaba a su paso bocanadas de humo, aunque ya estaba totalmente formada, la niebla gris se había coagulado por completo.

Drizzt se dio cuenta de que esos terribles proyectiles le producían quemaduras, y cuando siguió su rastro se encontró con un tiflin contrahecho y deforme vestido con una túnica roja y negra que los lanzaba con una varita. Todo hacía pensar que había aparecido en escena en el momento en que la pantera se había corporizado, atacándola antes de que tuviera tiempo siquiera de ver lo que había a su alrededor, distrayéndola con el dolor intenso que le producían sus proyectiles.

Cuando Guenhwyvar trató de acudir a la llamada de Drizzt, el brujo tiflin hizo aparecer ante ella una nube negra y crepitante que la pantera recibió con sordos gruñidos.

—¡Mata a quien te atormenta! —le ordenó Drizzt a la pantera.

No podía depender de Guen en ese momento.

Desvió hacia un lado otro golpe y deslizó un pie hacia la izquierda, siguiendo el círculo. Tenía que llegar a su cimitarra caída, tenía que superar el dolor y la pérdida de sangre y combatir contra Artemis Entreri con ambas manos. No había otra manera.

Realizaba movimientos laterales vertiginosos, hacia uno y otro lado, valiéndose de su velocidad para hacer imposible cualquier ataque directo del asesino. Muerte de Hielo se movía como un torbellino delante de él, produciendo un zumbido cada vez más intenso a medida que aumentaba su velocidad, pero nunca una velocidad excesiva que permitiera a Drizzt interrumpir repentinamente el movimiento y lanzar una estocada, al frente o de lado, como hacía a menudo.

Ahora estaba otra vez frente a Dahlia, y vio con alivio que volvía a estar de pie haciendo girar sus mayales. Un salto y una voltereta le permitieron apartarse hacia un lado y aterrizar suavemente para volver a cargar contra la imponente figura.

Sin embargo, reculó de inmediato para evitar un barrido transversal de la gran espada de hoja carmesí.

Drizzt contuvo la respiración y pagó su distracción con un golpe en el antebrazo.

¡Se estaba enfrentando a Artemis Entreri, y el hombre no había perdido ni pizca de su pericia en las décadas transcurridas desde el último combate que habían mantenido! Drizzt se repetía una y otra vez que no podía hacer nada por Dahlia si antes no podía ganar esa pelea.

Obligó a Entreri a moverse hacia el pretil de la derecha del ancho puente, apartándolo de la cimitarra caída.

—Resístete —le imploró al asesino entre bloqueo y bloqueo—. Alegni va a matar a Dahlia. Resístete a la llamada de la Garra.

Como respuesta, Entreri rechinó los dientes y dejó escapar un grito de dolor. Los nudillos se le pusieron blancos de tanta fuerza con que asió sus armas antes de retroceder un paso.

—¡Lucha contra ella! —le volvió a pedir Drizzt. Y, la verdad, Entreri parecía estar librando una lucha interna contra algo que evidentemente lo atormentaba.

Ese era el momento que Drizzt podría haber aprovechado para atacarlo y acabar con él, el momento en que el asesino no podía defenderse. Un paso adelante, una sola estocada, y Drizzt quedaría libre para poder ayudar a Dahlia.

Se centró en los últimos momentos de vida de su madre. Esa imagen espantosa sobrevolaba los pensamientos de Dahlia alternándose con los demás recuerdos dolorosos. El de esa bestia encima de ella, dentro de ella, la llenaba de furia, pero de inmediato se dio cuenta de que la perjudicaba. Porque mezclada con la rabia que le provocaba esa violación suprema había demasiada culpa, demasiada vulnerabilidad. Si dejaba que su mente la retrotrajera a esos momentos horrorosos, acabaría paralizada.

Sin embargo, el cruel destino de su madre no despertaba emociones enfrentadas.

Aquello era sólo rabia.

Rabia pura.

Nada de culpa, nada de vulnerabilidad, nada de miedo.

Sólo rabia.

Le ardía el vientre por el corte ponzoñoso de la Garra, pero Dahlia transformó ese ardor en energía, y en más rabia. Saltaba y se movía veloz alrededor de él, obligándolo a volverse, y la espada del tiflin cortaba el aire a apenas un dedo por detrás de ella, pero siempre a un dedo de ella.

Sus mayales siempre se quedaban cortos para golpear a Alegni, y la sonrisa del tiflin mostraba que lo sabía y que sabía que Dahlia gastaba mucha más energía que él, ya que corría a su alrededor mientras que él se limitaba a girar siguiéndole el ritmo.

La elfa salió corriendo hacia la derecha, dio una voltereta y acabó plantando el pie derecho y volviéndose hacia él mientras el tiflin la perseguía.

Y en ese inteligente movimiento, Dahlia le borró a Alegni la sonrisa de la cara, porque mientras ejecutaba su salto, sus manos trabajaban independientemente, contrayendo cada una de ellas el mayal respectivo en un bastón singular de un metro treinta de largo, y cuando se puso de pie los unió en uno, sólo por un breve instante, antes de volver a dividir en dos partes la Púa de Kozah, esta vez unidas por un trozo de cuerda mágica.

Cuando su mano izquierda atacó a Alegni, que le iba a la zaga, no fue con un mayal acortado, sino con otro mucho más largo. El primer tramo encajó en su sitio, y el extremo posterior cambió súbitamente de dirección, atravesó las defensas del tiflin y le cruzó la cara, momento que aprovechó Dahlia para descargar la energía relampagueante.

Herzgo Alegni se tambaleó hacia atrás con un surco de piel chamuscada en el lado izquierdo de la cara, desde debajo de la cuenca del ojo hasta la barbilla.

Dahlia arremetió, recompuesto su bastón en una sola pieza y blandiéndolo delante de sí como si fuera una lanza. Sabía que había dejado aturdido a su adversario. Lo podía ver en sus ojos.

Esos odiados ojos.

Sin embargo, a pesar de su aturdimiento, a pesar del ultraje sufrido, el señor de la guerra mantenía altas sus defensas, y su espada salía al paso de cada arremetida de la Púa de Kozah.

—Tu amigo drow está muerto —dijo en un momento, riendo, pero incluso en eso vio Dahlia la mueca de dolor detrás de su fingida sonrisa.

Ella casi no escuchó sus palabras. Casi no le importaba.

En ese momento, todo lo que le importaba era su madre y ejecutar por fin su venganza.

Le ardía la herida del vientre y debería haber dejado caer los brazos exhaustos por la furia con que había realizado sus movimientos, pero siguió peleando, haciendo caso omiso del dolor y del cansancio.

El dolor ponía a prueba los sentidos de la pantera, y peor aún, uno de esos proyectiles negros había portado criaturas, y ahora Guenhwyvar daba furiosos zarpazos para deshacerse de una fila de arañas que escarbaban bajo su piel y salían a la superficie.

Enloquecida, se debatía y se revolcaba y se rascaba con tanto ahínco la zona afectada que desgarró incluso su propia piel.

—¡Guen! —oyó a lo lejos la llamada lastimera—. ¡Guen, te necesito!

Aquella llamada atrajo la atención de Guenhwyvar. Esa voz tan familiar, tan querida, la sacó un momento de su dolor y su confusión y le permitió ver el siguiente proyectil mágico que volaba hacia ella.

Guenhwyvar cargó contra él, le pasó volando por encima con un gran salto, y cayó desde lo alto sobre el origen de su sufrimiento: el nigromante contrahecho.

Era la esencia de la pantera, del cazador, primaria y pura, y conocía la cara de su presa, la cara de la vida en su momento extremo.

El tiflin no tenía esa expresión.

Cuando Guenhwyvar descendió sobre él, él también descendió, como si su forma se hubiera convertido en la de un espectro, y se coló entre las grietas, entre las piedras.

Guenhwyvar aterrizó con dureza. Sus grandes zarpas arañaron la piedra. Se dio la vuelta, furiosa, y vio al brujo recomponiéndose a doce pasos de ella. Sus patas lucharon desesperadamente sobre la superficie resbalosa tratando de encontrar la tracción necesaria, y se lanzó otra vez sobre él.

Otro mordaz proyectil surcó el aire y alcanzó a la pantera, arrancándole un rugido, tras lo cual el artero nigromante volvió a desaparecer entre las piedras antes de que lo alcanzaran las letales zarpas.

Las uñas de Guenhwyvar rechinaron sobre las piedras mientras giraba en redondo buscando a su presa. Esta vez le llevó demasiado tiempo encontrarla, lo sabía, y recibió un castigo más duro, una esencia mágica más sustancial.

Enloquecida por el dolor, el ardor y las criaturas que se arrastraban bajo su piel, la pantera dio un gran salto, obligando al nigromante a meterse otra vez bajo tierra.

Oyó un grito, distante y desesperado, y supo que era Drizzt.

Pero Guenhwyvar no podía dar la espalda a esta amenaza mágica. Eso seguramente equivaldría a condenar a su querido amo.

Tenía el manto rasgado en gran parte del cuerpo, pero volvió a saltar, aterrizando sobre la piedra, y empezó a buscar desesperadamente a su presa, jadeando, pero lista para saltar y cargar una vez más.

Era su oportunidad, pero Drizzt no dio el golpe mortal.

No sabía muy bien por qué, no estaba seguro de qué instinto o plan subconsciente tal vez, había contenido su mano. Dahlia lo necesitaba y todo lo que se interponía entre él y ella era esta antigua Némesis, Artemis Entreri, que lo había traicionado una vez más allí, en ese mismo puente y en ese preciso momento.

Sus palabras habían hecho que el asesino se tomara un momento para resistirse a las intrusiones de la Garra, y esa pausa había creado un momento de vulnerabilidad.

Pero Drizzt no lo aprovechó.

Dio un salto hacia un lado, rodó sobre el suelo y recogió su cimitarra caída.

Cuando se puso de pie ya estaba listo para combatir, pero con el brazo izquierdo colgando, dolorido y sangrando.

A pesar de todo, el drow consiguió desbaratar el ataque de Entreri con espada y daga, porque el momento de esperanza había pasado y Entreri había perdido en su lucha contra la Garra de Charon.

Ahora combatía con furia, y Drizzt con un gruñido olvidó su dolor y reanudó el asedio. Se volvió a oír una melodía que ambos habían esperado no volver a oír: el continuo entrechocar de metal sobre metal mientras estos dos feroces guerreros bailaban la zigzagueante danza que habían compartido antes tantas veces.

Rotaba los brazos violentamente, y con ambas manos en posición baja sobre el bastón, el tramo superior empezó a girar como un molinillo. Quería conseguir que Alegni tratara de seguirlo, y cada tanto cambiaba el ángulo de inclinación por la curva del bastón en lugar de hacerlo por la realineación de sus brazos. Si bien Alegni tenía la ventaja de su tamaño y de la larga espada que usaba, Dahlia tenía un alcance importante y su notable rapidez, y necesitaba usar ambas cosas, lo sabía, si quería tener alguna oportunidad.

Esas tácticas no se le ocurrían con facilidad en ese momento, no frente a ese adversario.

Lo único que quería era arrojarse contra él y hacerlo picadillo.

Sació parte de esas ansias cuando una de sus arremetidas superó las defensas de Alegni y lo golpeó duro debajo de las costillas. Le pareció que la mueca que contrajo su cara era buena señal.

Pero entonces él respondió. Y ya no sólo trataba de parar sus golpes sino que arremetió salvajemente, moviendo esa mortífera espada en todas direcciones, como un péndulo, para hacer a un lado el bastón, y cada paso lo acercaba un poco más a la elfa, que ahora retrocedía frenéticamente.

Se dio cuenta de que por más que lo alcanzara cincuenta veces y recibiera otros tantos golpes, siempre estaba condenada a perder.

Otra vez Dahlia dejó de lado la rabia y recurrió a la táctica. Tenía a Alegni casi encima, y su espada descargaba potentes golpes oblicuos.

Giró hacia atrás poniéndose fuera de su alcance y se lanzó hacia adelante y hacia la izquierda, y Alegni, por supuesto, lanzó la espada en sentido opuesto con un poderoso revés, o bien para partirla por la mitad o, cuando menos, para obligarla otra vez a retroceder.

Sin embargo, Dahlia no corrió a ponerse fuera de su alcance ni trató de bloquear el golpe. En cuanto hubo pasado el flanco de Alegni, la elfa plantó su bastón e impulsándose con él se elevó por los aires, y cuando el tiflin dio la vuelta, moviendo la espada en todas direcciones sin alcanzar su bien plantada pértiga, ella atacó desde lo alto con una doble patada, perfectamente sincronizada y dirigida.

Sintió el crujido que produjo su pie sobre la cara del netheriliano, sintió cómo se le partía la nariz bajo el peso de ese golpe.

Dahlia aterrizó blandamente, con una expresión feroz y encantada al notar el estallido de sangre en la cara de Alegni. El ansia se apoderó de ella y dividió su bastón en dos, y esas dos partes en cuatro y se lanzó contra el corpulento tiflin haciendo girar furiosamente los mayales.

Pero también Alegni estaba lleno de furia y contrarrestó con estocadas cortas y contundentes, más que dispuesto a intercambiar varios aciertos del arma de Dahlia por uno de los suyos.

Sin embargo, a Dahlia no le convenía ese intercambio. Sólo el instinto era capaz de controlar su rabia, y con destreza los desviaba justo antes de que se reunieran en el centro del amplio espacio.

Empezó a saltar, sintió la estrecha persecución y con osadía se paró en seco, se volvió de repente y lanzó un golpe alto con el codo.

De haber podido Alegni colocar su espada en línea, Dahlia habría quedado ensartada allí mismo, era consciente de ello, pero su apuesta fue acertada, y en lugar de sentir la punta de esa terrorífica espada, sintió una vez más el contacto de la maltrecha cara de Alegni, esta vez con el codo.

Supuso que el tiflin habría trastabillado bajo el peso de ese golpe, que fue por cierto un señor golpe, y se dispuso a girar para hacer molinillo con sus armas.

Sin embargo, se quedó en la intención.

Porque Herzgo Alegni, con su proverbial fortaleza, mantuvo su posición, y le atizó un revés con su mano libre que la alcanzó debajo del hombro justo cuando la elfa empezaba a girar.

Dahlia salió despedida a través del puente y fue a dar contra las piedras, donde quedó acurrucada contra la barandilla metálica.

Alegni era demasiado fuerte, demasiado poderoso.

No podía vencerlo. No con pura rabia y fuerza bruta, y tampoco con estrategia.

De repente se volvió a sentir como una niña desvalida.

Oyó la voz perdida de su madre que la llamaba.

Se convirtió en una batalla de adivinanzas, muy parecida a la de Dahlia y Alegni. Se trataba de hacer la suposición correcta simplemente para sobrevivir, mientras que lo contrario significaba ser alcanzada por un proyectil. En esta situación, el contrahecho nigromante tiflin tenía ventaja temporal, pero Guenhwyvar comprendía la cuestión más profunda.

Estaba haciendo que el brujo desgastara su poder. Ya había recibido lo peor de su repertorio y había sobrevivido a ello. Podía seguir lanzándole dardos punzantes todo el día, y más, pero si conseguía dar con él, una sola vez, le arrancaría la cabeza del pellejudo cuello.

Por eso cada vez que Guenhwyvar tocaba tierra después de un salto infructuoso, volvía a saltar en otra dirección. El nigromante no podía ver esos saltos desde sus excursiones subterráneas, y por lo tanto sólo la suerte podía evitar que reapareciera justo debajo de su salto. Sólo la suerte podía mantenerlo vivo y fuera del alcance de las lacerantes zarpas.

La pantera trató de determinar una pauta en los movimientos del nigromante. Lo que intentaba era alejarla del puente y del resto de los combatientes.

Otra vez saltó, fácilmente unos tres metros, examinando el terreno a su alrededor mientras volaba. Cuando vio salir al nigromante de una junta entre las piedras del suelo y se dio cuenta de que había fallado en su suposición, cambió de orientación de inmediato y volvió a saltar.

En uno de esos saltos, el tiflin apareció no muy lejos y a un lado, y Guenhwyvar vio, por la expresión de temor de su cara, que su táctica lo estaba poniendo nervioso. Cuando tocó tierra otra vez, estaba a apenas dos zancadas del brujo, que ni siquiera intentó alcanzarla con uno de sus disparos de energía oscura sino que volvió a disolverse de inmediato.

Guenhwyvar ya estaba otra vez en el aire y fue más allá de la última posición en que había asomado, pero no tanto. Sospechó que su enemigo instintivamente retrocedería un poco, o que incluso podría volver a su posición anterior en la esperanza de que ella hubiera saltado más allá.

Y eso hizo, pero apenas desviado hacia un lado, y Guenhwyvar, habiendo acortado el salto, pudo volver a saltar sin tener que buscar desesperadamente un punto de apoyo, y cuando el nigromante reapareció, la lista y letal pantera ya estaba en el aire y descendiendo en el lugar preciso.

Drizzt prefería atacar con el brazo izquierdo, pero no podía darse ese lujo con sus defensas ya que Entreri, consciente de la ventaja, no le daba tregua. La espada del asesino buscó el flanco izquierdo del drow. Era un ataque que requería un bloqueo fácil, desde el centro y hacia fuera, de Centella. Sin embargo, Drizzt usó la mano derecha y Muerte de Hielo hizo el camino transversal para desviar ampliamente la espada de Entreri sin peligro.

Desde el otro lado atacó la daga del asesino, y en lugar de bloquear simplemente con un revés de Muerte de Hielo, en esta ocasión Drizzt sí usó la mano izquierda, realizando Centella un movimiento transversal que era prácticamente la imagen invertida de su último bloqueo.

La parada de la daga, más ligera, no dañó tanto el hombro herido de Drizzt, y más aún, como consecuencia del menor alcance de la daga, ahora Drizzt, al volverse, estaba más cerca.

Alzó la mano derecha por encima de las defensas de Entreri, buscando sin ambages la cara del asesino, que tuvo que echarse desesperadamente hacia atrás para evitar un tajo.

Drizzt tenía la sensación de haber retrocedido en el tiempo, a un lugar y una mentalidad de verdades más elementales. ¡Estaba en una repisa de la montaña en las afueras de Mithril Hall! ¡Estaba en las alcantarillas de Calimport, luchando contra el secuestrador de Regis!

No podía negar que esto le producía una especie de júbilo. Aunque Guenhwyvar estuviera luchando desesperadamente detrás de él, y tuviera delante a su amante en una situación de gran peligro, esta era la vida que Drizzt había conocido, la mejor vida que había conocido, de moral más pura y con una clara distinción entre el bien y el mal. Y este era precisamente el hombre con el que había luchado tantas veces y en tantos lugares.

Y Drizzt tenía plena conciencia de que Artemis Entreri era un enemigo digno de él.

Como era de prever, el consumado asesino invirtió el movimiento y se lanzó sobre él, atacando con la mano derecha y buscando con la espada la cara de Drizzt cuando el drow todavía estaba retrayendo su propia arma.

Ahora necesitaba usar a Centella, y repeler el ataque con un sólido bloqueo. ¡Cómo le dolió el hombro por el esfuerzo!

Entreri no cejó, sino que emprendió un giro invertido hacia su derecha.

Instintivamente, Drizzt hizo el mismo movimiento a la inversa, y cuando estaba promediando la vuelta comprendió su error. Porque al rematar el giro y hacer Entreri lo propio, el asesino no arremetió con un revés de su daga como podría haber hecho Drizzt con su espada más larga, sino que realizó un ataque más corto y más rápido, sacando a relucir su espada con un poderoso golpe de derecha.

Drizzt no tuvo más remedio que salirle al encuentro con Centella, con el brazo izquierdo, y el dolor entumecedor a punto estuvo de superarlo, entre el mareo y la náusea, y casi le hace soltar otra vez su cimitarra dejándola caer al suelo.

Entreri atacó agresivamente, y Drizzt tuvo que reaccionar furiosamente para contrarrestarlo, con ambos brazos.

Se dio cuenta de que no podría mantener ese ritmo mucho tiempo.

—¡Opón resistencia! —le imploró al asesino cuando un salto hacia atrás le brindó un instante de tregua—. ¡No eres el esclavo de nadie!

Vio un atisbo de duda, apenas un atisbo, pero Entreri lo superó con un gruñido y otra vez arremetió.

—¡No eres esclavo de ninguna arma! —insistió Drizzt, pero esta vez no contó con la menor tregua. El ardor del combate. El entrechocar de metal contra metal, ahogó todo lo que pudiera haber de sensatez en sus palabras.

De pronto, Drizzt comprendió las necesidades encontradas. Se dio cuenta de que este combate estaba alimentando la locura de Entreri. La agresividad instintiva y necesaria de un enfrentamiento tan brutal hacía que la intromisión de la Garra de Charon fuera mucho más intensa.

Drizzt dio un salto atrás, utilizando sus tobilleras para ganar algo de espacio.

—¿Te acuerdas cuando luchamos codo con codo debajo de las cámaras de los enanos? —le dijo a Entreri en tono lo bastante alto para que pudiera oírlo.

Entreri, que se había lanzado a perseguirlo, titubeó un poco y por un momento pareció aturdido.

Drizzt no retrocedió y respondió a los ataques del asesino con una serie de bloqueos y desvíos y esquives, y en medio de ese encuentro repitió remarcando bien las palabras:

—¿Te acuerdas cuando luchamos codo con codo debajo de las cámaras de los enanos?

No hubo en Entreri la menor vacilación ni se apreció la más mínima duda en su mirada.

El fragor de la batalla perjudicaba a Drizzt.

Distraído como estaba pensando en esta revelación, Drizzt se encontró de repente en una situación comprometida. Entró con una estocada de Muerte de Hielo y sólo consiguió que Entreri girara su espada por encima de la suya apartándola hacia la derecha del drow para volver a arremeter con una estocada.

El único bloqueo de Drizzt se produjo con Centella, y el fuerte choque de las espadas hizo que una corriente de agonía recorriera su hombro herido.

Entreri no cejó y se desplazó hacia la izquierda de su adversario, obligándolo a usar esa espada, ese brazo herido, a responder uno por uno a sus contundentes golpes.

Drizzt se tambaleó y trató de seguirle el ritmo al hombre, de hacer participar más a Muerte de Hielo, pero Entreri contrarrestaba todos sus movimientos y volvía atacar, una y otra vez.

Drizzt apenas sentía la cimitarra en la mano izquierda, y obstinadamente se obligaba a resistir. Por fin consiguió parar aquel golpe con la mano derecha, pero aunque eso le produjo cierta satisfacción, llegó a darse cuenta de que también aquello era una finta, que en aquel momento fugaz Entreri conseguía levantar su daga y colarla por debajo de Centella. Con un giro de muñeca, el asesino hizo que la espada volara de la mano de Drizzt.

Entonces intensificó el asedio, pero el drow le salió al encuentro una y otra vez con Muerte de Hielo. Sorprendentemente, liberado de la espada, o más bien, liberado del dolor que representaba sostener la espada, Drizzt plegó el brazo izquierdo y encontró mayor energía, la suficiente para repeler el asalto, e incluso para manejar la otra cimitarra con golpes que pusieron a Entreri en guardia.

Sin embargo, la felicidad le duró poco, ya que vio a Dahlia volar por los aires ante sus ojos. Echó una mirada hacia atrás para llamar a Guenhwyvar, y vio que la pantera estaba a bastante distancia de él, al otro lado de la plaza que había al final del puente. Y lo peor de todo era que otros shadovar se aproximaban.

No había posibilidad de que derrotara a Entreri a tiempo para auxiliar a Dahlia, y eso si lo derrotaba, cosa que dudaba, porque el hombro le seguía sangrando y el dolor iba mermando sus fuerzas.

Había conseguido un alivio temporal, eso era todo.

Y aunque consiguiera de algún modo superar a Entreri, llegaría demasiado tarde para Dahlia.

Dio un salto hacia atrás.

—¡¿Eres Artemis Entreri o Barrabus el Gris?! —gritó.

El asesino se quedó envarado, como si le hubieran dado una bofetada.

Pero como las veces anteriores fue sólo un respiro.

Drizzt dio otro salto atrás y salió corriendo, seguido por Entreri.

Había conseguido la distancia que necesitaba, pero ahora Drizzt necesitaba encontrar el valor para ejecutar lo que era su última esperanza. En lo que se tarda en parpadear, repasó mentalmente todo lo que sabía de Artemis Entreri, del hombre que había capturado a Catti-brie, de las veces que había luchado contra él y junto a él.

A pesar de todo, al final llegó a la sencilla verdad de que no tenía elección. Por el bien de Dahlia, por el bien de Guenhwyvar, Drizzt no tenía elección.

Dejó caer a Muerte de Hielo sobre la piedra y abrió los brazos exponiendo el pecho ante el asesino que se acercaba.

—¡¿Eres Artemis Entreri o Barrabus el Gris?! —le gritó otra vez—. ¡¿Un hombre libre o un esclavo?!

El asesino se le venía encima.

—¡¿Hombre libre o esclavo?! —gritó Drizzt, y sonó casi como un grito de desesperación final en los oídos de Drizzt cuando su tono se convirtió casi en un alarido al buscar la espada del asesino su corazón.

Cada vaivén de aquella espada de hoja carmesí hacía a Dahlia moverse con desesperación, esquivando, agachándose o saltando.

Él se reía de ella.

Herzgo Alegni, su violador, el asesino de su madre, se reía de ella.

Ella no dejaba de golpear un mayal contra el otro durante los movimientos tratando de acumular una carga poderosa, tratando de encontrar algo, cualquier cosa, para poner a ese tiflin de rodillas.

La espada cayó cortante a su izquierda, después subió y cayó otra vez a su derecha, y a cada pasada dejaba como estela un velo de ceniza negra.

Dahlia avanzó, incluso consiguió golpear levemente a Alegni girando la muñeca y lanzando un mayal directo por delante de ella.

Él apenas acusó el golpe y salió a toda prisa hacia un lado moviendo la espada en todas direcciones e interponiendo entre ellos velos de ceniza.

—Estás sola, pequeña —se burlaba de ella, y Dahlia comprendió que estaba creando esos campos cenicientos no para conseguir ninguna ventaja táctica, sino simplemente para aumentar su sensación de desesperación.

Se preguntó si le estaría dando una oportunidad. ¿Estaría configurando el campo de batalla para adecuarlo mejor a sus ventajas de velocidad y agilidad?

Dahlia irrumpió a través de una cortina de ceniza, agachándose pegada al terreno, después atravesó otra de un salto. Allí estaba Alegni ante ella, pero no de frente. La elfa entró a toda velocidad, haciendo rotar sus mayales, golpeando primero con uno y luego con otro.

Sin embargo, el codazo que él le dio al volverse tuvo más impacto en ella que el puñado de golpes que ella le había infligido, y una vez más se encontró atravesando cortinas de ceniza, pero esta vez involuntariamente, porque salió disparada por el aire. Cayó con una voltereta y otra vez lo hizo junto a la barandilla del puente. Allí giró y se preparó para recibir a su adversario, colocándose de modo que pudiera salir a derecha o izquierda según fuera necesario.

Sin embargo, no podía verlo tras la espesa pared de ceniza.

Respiró hondo, o lo intentó antes de sentir el dolor agudo que la hizo doblarse sobre sí.

Supo que tenía una costilla rota.

Una vez más supo que no podía ganar.

Drizzt Do’Urden apenas se atrevía a respirar.

—¿Hombre libre o esclavo? —preguntó en un susurro, con la mortífera espada de Entreri tocándole el pecho y sin posibilidad alguna de evitar que el asesino se la clavara en el corazón.

En la cara de Entreri vio las señales de su lucha interior.

—¿Eres Artemis Entreri o Barrabus el Gris? —preguntó Drizzt.

Entreri se estremeció.

—Yo te conozco, te recuerdo —dijo Drizzt—. Rechaza la llamada de Herzgo Alegni. No hay una espada capaz de controlarte; ningún artefacto puede robarte lo que es tuyo.

—Cuánto tiempo llevo queriendo matarte —declaró el asesino, y Drizzt se dio cuenta de que estaba tratando de justificar lo que la espada le obligaba a hacer.

—Y sin embargo te has parado porque conoces la verdad —replicó Drizzt—. ¿Es esta la forma en que querrías matarme? ¿Es esto lo que satisfaría a Artemis Entreri?

El asesino hizo una mueca.

—¿O sería más bien una forma de perpetuar a Barrabus el Gris? —preguntó el drow.

Entreri se dio la vuelta y Drizzt sintió tal alivio que estuvo al borde del desmayo.

Casi no podía creérselo, porque ante sus ojos, negando decididamente con la cabeza a cada paso, Entreri se dirigió, haciendo girar espada y daga en sus manos, puente arriba hacia Herzgo Alegni y el laberinto de cenizas.

El drow se dispuso a seguirlo, y sólo entonces se dio cuenta de lo malherido que estaba, de cómo la herida había mermado sus fuerzas, porque se tambaleó, cayó sobre una rodilla y tuvo que luchar con todas sus fuerzas para recuperar el equilibrio.

El brujo no llegó siquiera a materializarse del todo, de haberlo hecho, Guenhwyvar lo habría matado sin duda. Volvió a desaparecer entre las piedras y reapareció mucho más lejos, corriendo en busca de los refuerzos shadovar, haciendo señas desesperadas con su brazo sano mientras el otro se balanceaba sin ton ni son, y clamando por Glorfathel en busca de ayuda.

Guenhwyvar había cambiado otra vez de dirección en cuanto sus zarpas hicieron chirriar otra vez la piedra, y había saltado hacia el puente. En pleno salto oyó los gritos del brujo y supo que se había equivocado en su suposición.

Y ahora se encontró ante sí a Drizzt, de rodillas, herido, y mortalmente por lo que parecía, porque Artemis Entreri lo había dejado allí.

¿Para que muriese?

Pensó en los días de su juventud, corriendo por las calles de Calimport, corriendo libremente porque era respetado, incluso temido.

Era temido porque se había ganado una reputación, porque era Artemis Entreri.

Eso había sido antes de Barrabus, antes de la traición de Jarlaxle y de convertirse en esclavo de la Garra de Charon. En la actualidad, Artemis Entreri pocas veces podía evocar aquellos días, especialmente cuando estaba cerca de Alegni y de aquella espantosa espada. La Garra no se lo permitía.

La Garra le había mandado matar a Drizzt.

Y ahora insistía en que se diera la vuelta y diera muerte al drow.

Sus pasos se hicieron más lentos. No podía creer que hubiese rechazado la intrusión durante todo ese tiempo, pero incluso la incredulidad momentánea ante esa idea le hizo perder terreno.

En un momento de osadía, Entreri había permitido que los ciudadanos de Neverwinter le pusieran a ese puente «El Paseo de Barrabus». ¡Cómo había enfurecido aquello a Herzgo Alegni! ¡Y cómo lo había castigado Alegni por su insolencia!

Lo había castigado a través de la espada.

Ahora recordaba vívidamente aquel dolor.

Utilizó ese recuerdo de dolor intenso en el sentido contrario. El castigo había tenido por objeto advertirle, pero ahora Entreri lo utilizó para reforzar su odio contra la Garra y contra Alegni, y, sobre todo, para reforzar su odio supremo… por Barrabus el Gris.

—El Paseo de Barrabus —dijo en voz baja.

—El Paseo de Barrabus.

Transformó esas cuatro palabras en su letanía, en un recordatorio del dolor que Alegni le había infligido, y en un recordatorio del hombre que había sido antes.

La Garra daba gritos de protesta dentro de su cabeza. Y él negaba a cada paso.

Sin embargo, Artemis Entreri seguía repitiendo «el Paseo de Barrabus» y poniendo obstinadamente un pie delante de otro.

Irrumpió a través del muro de ceniza dando estocadas y mandobles con todas sus fuerzas y toda su furia, y de no haber acertado Dahlia a dar una voltereta en el ultimísimo momento, seguramente habría caído víctima de su arremetida.

Alegni siguió con su táctica, creando más barreras visuales a su paso, riéndose de ella, burlándose de ella, seguro de tenerla casi acorralada.

Dahlia no podía negar que así fuera, especialmente cuando al acabar su voltereta atravesando una cortina de cenizas se golpeó violentamente contra el pretil del puente, ya que estaba más cerca de lo que había supuesto.

A través del torbellino de negrura que había dejado atrás, la elfa notó la actitud confiada de Alegni.

¡Demasiado cerca!

Miró a izquierda y derecha, buscando una vía de escape, y a la izquierda observó algo curioso. Al parecer, fue la actitud del propio Alegni la que la puso sobre la pista, porque cuando lo volvió a mirar, vio que la mirada del tiflin también estaba fija en esa dirección.

—¿Barrabus? —preguntó, y su voz reveló una falta de confianza que Dahlia no había percibido antes.

La elfa se puso de pie de un salto, pensando que tenía ante sí una oportunidad, pero Alegni se volvió de inmediato y arremetió contra ella.

No tenía posibilidad de lanzarse hacia la izquierda, ni hacia la derecha, ni tampoco podía parar ni bloquear al poderoso tiflin tal como estaba, con la espalda contra el pretil.

Hizo, pues, lo único que podía hacer: saltó por encima de la barandilla.

Alegni se lanzó a la carga con una poderosa estocada mientras Dahlia se ponía fuera de su alcance, y dio un gruñido airado al ver que su ataque había sido infructuoso. El río llevaba poca agua a estas alturas del otoño, la caída era importante y había rocas en abundancia, de modo que la huida desesperada probablemente representaría el fin para la elfa, él lo sabía.

Sin embargo, le daba la impresión de que era una victoria vacía si se pensaba en el dolor y las torturas que tenía previstas para Dahlia. Se atrevió a esperar que los suyos la encontraran viva y consiguieran restablecerla lo suficiente para que él pudiera jugar con ella.

Dejó de lado esos pensamientos sobre Dahlia y se volvió hacia Barrabus.

¡Barrabus!

No, no Barrabus el Gris, sino Artemis Entreri. Se dio cuenta cuando la Garra lo informó de que aquel idiota estaba oponiendo resistencia.

—Impresionante —dijo en voz lo bastante alta para que el hombre lo oyera.

Artemis Entreri no acusó recibo de la palabra y se limitó a seguir caminando, con la cabeza y la mirada firmes mientras en sus labios se dibujaban unas palabras, algún mantra, que Alegni no conseguía descifrar.

Herzgo Alegni se llevó la mano al cinto y sacó el diapasón.

—Tendrías que reconsiderar lo que vas a hacer —le advirtió.

Con un rugido sordo, Artemis Entreri se lanzó adelante de repente.

Alegni golpeó el diapasón contra la hoja de la espada, y las vibraciones hicieron brotar el poder descarnado de la Garra de Charon.

¡Qué cerca había estado Entreri! A apenas un paso, cuando la onda sonora lo alcanzó e hizo que se detuviera, como si todos los músculos de su cuerpo se hubieran prendido fuego de repente. Se tambaleó, lanzó un gruñido.

—¡El Paseo de Barrabus! —consiguió decir una vez más antes de encontrarse de rodillas.

—Vaya, una verdadera pena —se burló Alegni, y con una sonrisa malévola volvió a golpear el diapasón contra la espada.

Entreri hizo una mueca. Las venas se marcaron con nitidez en su frente mientras luchaba contra la energía perturbadora. A punto estuvo de caer al suelo. ¡Cómo se parecía eso a aquella vez en que Alegni se había enterado del nombre que pensaban ponerle al puente!

Pero no se derrumbó. Esta vez no. Era probable que las ondas lo destruyeran en su tozudez, pero no le importaba. ¡Allí, de rodillas, incluso consiguió elevar la vista hacia Alegni, dejar que el tiflin viera sus ojos llenos de odio, que se enterara de que él no era Barrabus!

¡Era Artemis Entreri, y ya no era un esclavo!

Herzgo Alegni lo miró con ojos desorbitados. No podía creer lo que veía. Era probable que Entreri no pudiera liberarse de la prisión de dolor físico que le imponía la Garra, pero había resistido al encierro mental.

Había conseguido resistir.

—Ah, necio —dijo Alegni con profundo pesar en la voz—. No puedo volver a confiar en ti. Anímate, porque has encontrado la libertad, y la muerte.

Herzgo Alegni sabía que iba a perder al mejor cómplice que hubiera tenido jamás a sus órdenes, y eso lo apenaba, pero también sabía que Barra… Entreri, había encontrado por fin su camino en el laberinto de las maquinaciones de la Garra. Lo cierto era que no iba a poder fiarse de él nunca más.

Dio un paso adelante. Entreri trató de alzar una espada contra él, pero de una patada Alegni se la arrebató de las manos. Después dio un golpecito con el diapasón y las oleadas de agonía también hicieron que se le cayera la daga.

Alegni asió a Entreri por el pelo y brutalmente le echó la cabeza hacia un lado.

Alzó la Garra de Charon.

Al final del puente, Drizzt Do’Urden lo observaba todo impotente. No sabía lo que había sido de Dahlia, sólo que no estaba, porque su visión había quedado oscurecida por nubes de ceniza flotante, pero sí podía ver con claridad el final de Artemis Entreri cuando la espada se cernió sobre él.

Drizzt se sintió invadido por una profunda desolación.

¿Otra vez volvía a estar solo?

No, solo no. Lo supo cuando Guenhwyvar, maltrecha pero todavía muy animada y evidentemente hambrienta, llegó a donde él estaba.

—¡Ve! —le gritó al felino empujándolo, y sin duda la esperanza volvió a surgir en él, pero cuando volvió a mirar puente arriba, supo que era demasiado tarde.

—¡Mata al shadovar! —ordenó—. ¡Mátalo, Guen!

Sin embargo, Drizzt era consciente de que esto sólo sería una venganza, porque seguramente Entreri estaba condenado y a Dahlia no se la veía por ninguna parte. Eso llenó al drow de furia, y la rabia le devolvió las fuerzas y lo impulsó a ponerse de pie.

Herzgo Alegni vio al felino que llegaba a toda velocidad, pero mantuvo la concentración. ¡Entreri era demasiado peligroso para distraerse!

Torció aún más la cabeza del asesino mientras alzaba aún más la Garra de Charon, brindándole un blanco fácil, y la espada descendió.

O casi.

Una sombra apareció junto a ellos, y antes de que Alegni tomara conciencia de ello, una figura enorme chocó contra él, un cuervo gigantesco que lo azotó con sus alas y le asestó un picotazo, directamente en el ojo, con su poderoso pico.

Se tambaleó hacia un lado y puso la espada ante sí para repeler a la bestia, pero entonces ya no era una bestia, sino una joven guerrera elfa.

Y en las manos, Dahlia no tenía un largo bastón, ni unos mayales, sino un bastón triple que giraba y lanzaba chispas de energía, y antes de que el corpulento tiflin pudiera orientarse, ya estaba delante de él, luego a un lado, atizándole un contundente golpe en los dedos con el mango de su arma. El bastón triple descendió y su tercer tramo se introdujo por debajo para golpearlo en la cara, obligándolo a retroceder aún más y haciendo más precario su equilibrio.

Dahlia no fue tras él. Se apartó más y tiró con todas sus fuerzas, desplegando la Púa de Kozah y liberando en ese preciso momento toda la energía relampagueante que había acumulado. La fuerza de la torsión y la descarga hicieron caer a la Garra de Charon de la mano de Alegni. La espada salió volando y cayó por encima de la barandilla del puente.

Herzgo Alegni lanzó un rugido de protesta y saltó encima de la elfa. La cogió por la fina garganta y apretó con todas sus fuerzas, pero en ese momento sintió el pinchazo profundo de una daga que llegó dando volteretas por el aire y se le clavó en el vientre al tiempo que veía al traidor, Entreri, levantando su espada del suelo.

Y detrás de ese formidable enemigo llegó otro, la pantera, que dio un gran salto y se lanzó sobre él desde el aire.

Alegni dejó caer a Dahlia sobre la piedra, pero no había posibilidad de salir corriendo.

Fue así que Herzgo Alegni no corrió.

En lugar de eso atravesó un umbral.

El umbral de las sombras.

Guenhwyvar cayó sobre él a medio camino, y atravesó con él el portal hacia el Páramo de las Sombras.