9. EL PUNTO DE APOYO

La forja era suya.

Esa idea sorprendente sobrevolaba a Ravel Xorlarrin mientras se dirigía al encuentro programado con sus hermanas y algunos de los demás jefes de la expedición.

La forja era suya.

El resto de las cámaras que habían tomado desde su entrada en el complejo de Gauntlgrym les habían dado esperanzas, tanto en la gozosa sorpresa de reconocer su destino en primer lugar como en el hecho de haberse dado cuenta de que podían ganar algo de seguridad y de defensa contra los obstinados guardianes fantasmales de la antigua patria enana. Sin embargo, todo eso habría carecido de importancia sin el gran premio.

La forja era suya.

Ravel tuvo que contener su alegría cuando entró en ese lugar precisamente, la antigua forja de Gauntlgrym, para asistir a la reunión. Miró a los ojos de todos, por turno, empezando por Berellip, que estaba sentada con gesto adusto, y pasando rápidamente a Saribel, cuya evidente incomodidad hablaba a las claras de su disconformidad con el odio sin fisuras de su mezquina hermana. Saribel comprendía la gravedad de ese momento y evidentemente comprendía que la victoria era, más que nada, de Ravel.

Daba la impresión de que la pobre sacerdotisa no sabía cómo reaccionar, y de que no era tan avezada como Berellip en el arte de taparlo todo con ira.

Envalentonado por el dilema de Saribel, Ravel miró a Tiago, que estaba al lado de Jearth, y allí encontró aliados.

Tiago incluso inclinó la cabeza y sonrió.

Si el malestar de sus hermanas le había dado alas, el saludo de la Casa Baenre le dio todavía más ínfulas.

Detrás de los dos maestros de armas, el drider Yerrininae estaba apoyado en sus ocho patas y también parecía ansioso, y por qué no habría de ser así, porque esta era la promesa de una existencia con dignidad y posibilidades.

La forja era suya.

Ravel pasó lentamente por delante del grupo, incluidos los demás magos de la Casa, y unos cuantos de los más importantes jefes de los pelotones de asalto, dirigiéndose a la forja más próxima, un gran horno de ladrillos, más alto que él. Para el guerrero drow, era como cualquier otra forja, pero le habían dicho otra cosa, y lo entendió ahora en cuanto la examinó.

No tenía una boca por donde cargar el combustible.

Detrás de la forja se veía algo así como una chimenea que iba desde el suelo hasta el techo, de gruesos ladrillos, tan hábilmente unidos con argamasa que daba la impresión de que el paso de los siglos no los había tocado. Tras un examen sumario a las bandejas de carga y enfriado, Ravel se sintió atraído hacia esa chimenea. Pasó las manos por la piedra, sintiendo su solidez.

—Indemne al paso de los milenios —dijo, rodeándola para ponerse otra vez de frente al grupo.

—Es probable que requiera alguna reparación menor —replicó Yerrininae—, pero es cierto.

—¿Dónde está Brack’thal? —inquirió Berellip con su tono incisivo y altanero de siempre.

Ravel sonrió con la expresión de una bestia desplazadora acechando a su presa, y se movió hacia el grupo, mirando a los demás magos.

—¿Habéis averiguado cómo funciona? —preguntó.

—Hemos descubierto la fuente —empezó a responder el hilador de conjuros, pero Berellip lo interrumpió sin contemplaciones.

—¿Dónde está Brack’thal? —preguntó con voz imperativa.

—Está haciendo su trabajo —le respondió Ravel secamente.

—Debería estar con nosotros.

—Es preciso asegurar las estancias perimetrales antes de empezar a trabajar en serio —replicó Ravel—. No es magra tarea.

—Es tarea para ese —replicó Berellip señalando a Jearth—, y su amigo Baenre. Y los driders ¿por qué están aquí?

Tiago se rio con ganas ante las atolondradas palabras de la sacerdotisa, y Ravel entendió que lo había hecho para favorecerlo a él. Sí, el hijo de los Xorlarrin tenía en él a un poderoso aliado, a un aliado que no se arredraba ante la actitud intimidatoria de Berellip.

—Mi querida hermana, soy Xorlarrin —replicó Ravel. Miró a Jearth e hizo una reverencia que parecía ser una disculpa antes de terminar—. No confiaría una tarea de tal importancia a un simple guerrero.

Por un momento pensó que Berellip se iba a tragar los labios, tan tensa se volvió su expresión.

—Tampoco os importunaría a ti y a tus sacerdotisas, que tenéis tareas mucho más importantes como comprobar que este lugar, esta ciudad de Xorlarrin resultará adecuada para la diosa que a todos nos es cara —añadió, volviendo a mirar a Tiago, que asintió manifestando su aprobación.

Por el momento, Ravel había desarmado a su hermana.

—Tenemos mucho que hacer —intervino Jearth—. Mis exploradores me han asegurado que este complejo es enorme, incluso sin contar los kilómetros y kilómetros de minas que hay por debajo y al lado. Hay otros grupos aquí además de nuestras fuerzas y los tozudos fantasmas enanos. Hemos detectado la presencia de corbis terribles a los que habrá que eliminar.

—Parece una distracción menor —dijo Saribel, de natural callado, y su mirada a Berellip mientras hablaba le dio a Ravel la pista de cuál era su verdadera intención: complacer a su hermana dominante.

—Muchas de las estancias interesantes que hemos encontrado son poco estables —prosiguió Jearth con cierta vacilación, porque él, al igual que Ravel, habían perfeccionado el arte de no hacer caso de la molesta Saribel—. Este lugar fue asolado por el cataclismo de hace unos años. Puede haber tesoros y secretos inimaginables por aquí, defensas que podríamos aplicar para nuestro provecho, salas laterales que podrían ser un alojamiento más adecuado para los nobles.

Saribel pareció disponerse a intervenir, pero Jearth siguió adelante.

—Puede haber una fuente para estos molestos fantasmas también, un templo para un dios enano, y eso no puede permitirse en ningún lugar que la Casa Xorlarrin pueda aspirar a llamar suyo.

La más joven de las hermanas Xorlarrin dio un respingo al oír eso.

—Tenemos mucho que hacer —reiteró Jearth, y ya no habría más argumentos para rebatirlo.

—Sí, mucho —corroboró Ravel paseando la mirada por la fila de forjas hasta el imponente y enorme horno que ocupaba un lugar central en la pared del fondo del lugar—. Y para empezar, tenemos que descubrir cómo encender estos hornos. —Su expresión mientras hacía este comentario daba a entender que sabía más de lo que revelaba, lo cual era cierto, sin duda.

—La fuente está próxima —dijo Berellip—. Debe estarlo, junto con el combustible…

—La fuente está allí. —Ravel señaló la pared próxima a la gran forja, donde había un túnel abovedado que no habían explorado porque el pasadizo al que parecía dar acceso había sido bloqueado con ladrillos.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Soy hilador de conjuros —replicó Ravel—. No pensarás que un montón de piedras me va a cerrar el camino, ¿verdad?

Fijó la vista en Tiago, el más importante de todos los presentes, y observó que el joven guerrero Baenre estaba evidentemente intrigado y que miraba con insistencia el túnel abovedado y después lo volvía a mirar a él.

—¿Nos vas a tener esperando? —preguntó Berellip irritada cuando vio que pasaban varios segundos de silencio.

—Me temo que si explico lo que hay al otro lado no voy a hacerle justicia —dijo Ravel.

—Reúne un equipo de excavadores goblins para despejar el túnel que no es demasiado lago y recorrámoslo juntos para apreciar debidamente la suerte que tenemos. —Miró a Jearth y asintió, y el maestro de armas partió de inmediato para cumplir su orden.

Cuando la reunión informal se disolvió, Tiago se puso al lado de Ravel.

—Has despertado expectativas —dijo en voz baja—. No las frustremos o tu hermana volverá a tener la voz cantante. Eso es algo que no nos podemos permitir.

—¿Frustrarlas? —repitió Ravel con incredulidad—. Detrás de esa pared se encuentra un dios. Un dios atrapado. La energía de Gauntlgrym.

—¿La bestia de fuego? —preguntó Tiago sonriendo.

—El primordial —confirmó Ravel—. La bestia de fuego que mi madre matrona identificó como el origen del cataclismo. Existe realmente y está ahí, delante de nosotros. Lleva milenios ahí atrapado. —Hizo una pausa y su sonrisa se expandió aún más—. Tan cerca de la forja mágica.

La expresión de Tiago, su ancha sonrisa mientras contemplaba el lejano túnel abovedado, hablaba a las claras de lo mucho que apreciaba ese momento. Por todo Faerun se había extendido la legendaria fama de las armas de la antigua Gauntlgrym y de los poderes que otorgaba; incluso los que se resistían a admitir la existencia de esa patria enana de leyenda podían discutir el origen pero no las maravillas de esos antiguos artefactos.

—Quiero las dos primeras piezas maestras que se creen cuando vuelvan a encenderse las forjas.

—Eso fue parte de nuestro acuerdo, según me has dicho —respondió Ravel con una pizca de sarcasmo—. Supongo que tus sirvientes habrán traído los materiales necesarios.

Sin apartar los ojos del túnel abovedado, de lo que este prometía, el joven Baenre asintió.

—Suponiendo que se pueda considerar a Gol’fanin un sirviente.

Eso dejó a Ravel lleno de estupor.

—¿Gol’fanin?

—Has viajado desde Menzoberranzan hasta una de las forjas más famosas del mundo antiguo. Por favor, dime que tú, un mago de gran reputación, eres demasiado inteligente para que una revelación como esta te sorprenda.

Expresado en esos términos, por supuesto, Tiago tenía razón, pero lo cierto era que Ravel se había visto sorprendido, más por toda la planificación que los Baenre habían hecho de esa expedición que por la inclusión secreta en la misma de uno de los herreros más consumados de Menzoberranzan. De repente, el hilador de conjuros empezó a poner en duda todos los detalles de esa expedición, incluso que fuera una empresa de la Casa Xorlarrin. ¿Cuánta influencia, cuántos subterfugios de la Casa Baenre había en todo aquello?

—Comprenderás que esta parte de nuestro acuerdo tendrá para mí un elevado coste —dijo Ravel cuando consiguió recuperar la compostura—. Quiero decir ante Jearth.

—Y tú comprenderás que eso me tenga sin cuidado —fue la respuesta inmediata, una respuesta digna de un Baenre, sin duda.

La energía hacía retemblar el lugar y oleadas de calor salían de la fosa oblonga que ocupaba el centro de la estancia. No obstante, ese calor quedaba sofocado por el vaho que saturaba el aire, y la niebla baja que permanecía pegada a las piedras.

De pie en el borde de la sima, Ravel y los demás no podían por menos que apreciar la pura energía de la bestia de las profundidades: un poder espumoso que se agitaba contra las piedras convirtiéndolas en lava y lanzando hacia arriba borboteantes bocanadas de escoria ardiente.

Y no menos impresionante era la contención de ese monstruo volcánico, una densa fuerza acuática que formaba un torbellino rodeando la sima, desde el borde mismo hasta las profundidades donde habitaba el primordial. También desde el elevado techo corría más agua de forma continua. Por más que fueran chorros muy finos, contribuían sin duda a mantener intacto el equilibrio del ambiente.

—Elementales —dijo Brack’thal Xorlarrin en un susurro—. Docenas de ellos.

Ravel dirigió una mirada escéptica a su hermano mayor, pero no puso en duda sus palabras. Sabía que más le valía no hacerlo, ya que Brack’thal era un estudioso de las viejas escuelas de la magia, y su especialidad era conseguir que este tipo de bestias se sometieran a sus designios. Sus poderes habían quedado muy mermados después de la Plaga de los Conjuros y de la caída del Tejido de Mystra, pero en sus días se lo solía ver recorriendo los caminos de Menzoberranzan con algún compañero de agua o de fuego y dejando un rastro de gotas o de humo por las calles.

El joven hilador de conjuros miró a su hermana cuando Brack’thal hubo terminado, y Berellip se limitó a asentir, nada sorprendida al parecer. Sólo entonces comprendió Ravel por qué había insistido la matrona Zeerith en que Brack’thal formara parte de la expedición, y por qué Berellip lo había hecho acudir apartándolo de sus otras tareas mientras el túnel que daba acceso a ese lugar era despejado por los esclavos goblins.

Volvió a tener la sensación, como en su última conversación con Tiago, de estar pisando sobre arena y no sobre piedra. Sentía que gran parte de la gente que participaba en esa expedición, su expedición, se dedicaba a tramar a su alrededor y por encima de él. ¿Por qué la matrona Zeerith no le había explicado simplemente por qué pensaba que Brack’thal podría ser una valiosa contribución? ¿Por qué Tiago Baenre no le había explicado simplemente la presencia de Gol’fanin para que el herrero pudiera circular libremente y ser tratado con el respeto propio de su categoría, en lugar de ocultarse y viajar como un simple plebeyo?

Ravel miró el interior de la sima, entre el torbellino acuoso hasta el ojo feroz de la divina bestia, y se rio de su propia estupidez. ¿Por qué? ¡Porque al fin y al cabo eran drow, y la información era poder y el poder no era algo que se compartiera de buen grado!

—Han terminado —le oyó decir a Berellip, y cuando alzó la vista se dio cuenta de que le estaba hablando a él. Ella guio su mirada hacia la derecha, donde otrora había existido un puente de piedra. Con planchas de hongos gigantescos llevadas desde las regiones más profundas de la Antípoda Oscura, los trabajadores goblins y orcos ya habían construido una pasarela que atravesaba la sima. Estaba formada sólo de cuatro piezas largas y gruesas trabadas de tal modo que en la parte central tenía el triple de espesor que en los extremos.

Saribel había supervisado el proyecto junto con Jearth, y ahora los dos empujaban a un grupo de pesadas pesadillas para que cruzaran la pasarela poniendo así a prueba su solidez. Ni siquiera se combó.

Tiago Baenre y uno de sus «sirvientes» que, en realidad, no era otro que Gol’fanin, se unieron a los Xorlarrin en su recorrido de la pasarela y por un túnel abovedado bajo hasta una segunda cámara, mucho más pequeña, que tenía una gran palanca en el suelo. En el mango de la palanca había manchas de sangre.

—No son muy antiguas —dijo Saribel después de examinar la sangre y de aplicar una adivinación menor.

—Alguien obligó al primordial a volver a su agujero —anunció Brack’thal y todos los ojos se volvieron hacia él.

Miró hacia atrás, por el pasaje abovedado, y señaló la terrible sima donde el agua seguía corriendo en la cámara del primordial. Después volvió a señalar la palanca.

—Esto volvió a poner a los elementales en sus puestos de guardia.

—Eso no puedes saberlo —dijo Berellip, pero Brack’thal no hizo caso de sus dudas y siguió asintiendo con la cabeza.

—Ya he visto los canales que los conducen hasta aquí, como grandes raíces que recorren los túneles de Gauntlgrym —replicó el mago de más edad. Volvió a señalar la palanca—. El primordial está contenido. Alguien ha hecho por nosotros el trabajo más importante.

—Entonces ¿tenemos que volver a liberar a la bestia para volver a encender las forjas? —preguntó Tiago.

Cinco juegos de ojos Xorlarrin lo miraron con incredulidad, y hasta su «sirviente» se atrevió a reírse un poco a su costa.

—Si tienes intención de hacerlo, te ruego que me avises primero —dijo Brack’thal—, así podré emprender el regreso a Menzoberranzan para informar a tu madre matrona Quenthel de que encontramos Gauntlgrym pero tú decidiste hacerlo volar por los aires.

Tiago se puso tenso, aquello no lo divertía en absoluto.

De repente, en la cara de Brack’thal Xorlarrin apareció una expresión de pánico cuando se dio cuenta, igual que el resto de los presentes, de que había ido demasiado lejos en la burla del orgulloso Baenre.

—Tiene que haber otra estancia, otro control —balbució—, para llevar energía a las forjas. Porque seguramente esta bestia es la fuente de su legendaria potencia. ¿Qué otra cosa podría serlo?

—Entonces encuéntralos —dijo Tiago secamente, y ni siquiera parpadeó. Si en ese momento hubiera saltado sobre Brack’thal y lo hubiera decapitado, ninguno de los presentes se habría sorprendido lo más mínimo.

—Ahora —añadió al ver que Brack’thal vacilaba y se atrevía a apartar la vista de él para mirar a Berellip.

Berellip prudentemente asintió, pero Brack’thal de todos modos ya se había puesto en marcha y había salido de la habitación y estaba cruzando la pasarela de tablas de hongo.

Tiago lo siguió poco después, indicándole a Gol’fanin que fuera con él y lanzando una mirada aviesa y amenazante a Ravel al pasar.

—Malditos Baenre —musitó Saribel con manifiesto desprecio cuando él hubo salido de la cámara del primordial.

En su fuero interno, Ravel Xorlarrin sintió que el suelo se estremecía un poco más bajo sus pies.

No tardaron demasiado en encontrar la segunda cámara, tal como Brack’thal había predicho, debajo de un panel secreto en el piso de una de las forjas alineadas. Esta en particular no era una forja real, sino un inteligente disfraz para ocultar la cámara subterránea.

No le llevó demasiado tiempo al experto herrero Gol’fanin descifrar la multitud de palancas, manivelas y ruedas de la habitación llena de vapor. Cada grupo de tres conducía a una de las forjas de la larga sucesión, y una combinación que consistía en tirar de una palanca y girar la manivela y la rueda determinaba la cantidad de calor y de pura energía del primordial que se dejaba pasar a la forja respectiva. Había un juego doble de controles más grandes frente a los demás que, evidentemente, correspondían a la forja principal.

—Encended primero los hornos menores —le aconsejó Gol’fanin a Ravel, que estaba con él, Jearth y Tiago en la cámara más baja—. Uno por vez y lentamente. Eso nos permitirá ver hasta qué punto podría ser realmente contenida la bestia primordial.

Ravel miró primero a Jearth con una sonrisa elocuente, y este, tras un breve movimiento de cabeza, se limitó a devolverle la mirada.

—No —dijo el hilador de conjuros—. Encenderemos primero la forja principal.

—No sabemos si la chimenea que lleva hasta esa forja y la atraviesa está intacta —sostuvo Gol’fanin—. Sería mejor dejar que cualquier escape de la energía del primordial saliese a través de una cámara más estrecha ¿no os parece?

—A corto plazo, es posible —dijo Ravel—, pero prefiero aprovechar una ventaja cuando doy con ella.

—¿Y si una parte sustancial de energía del primordial se libera y causa un desastre? —preguntó Tiago.

—Culpamos a Brack’thal —respondió Ravel sin vacilar.

—Él carga con la culpa, aunque tú te llevas el crédito —señaló Tiago.

—Como es debido —dijo Ravel, y se dirigió a la escalera metálica que conducía a la sala de forjas. Sin embargo, hizo una pausa ante el primer peldaño y se volvió hacia los presentes—. Ni una palabra de esto —dijo.

—Me caes mejor que Berellip, aunque eso no es mucho decir, lo reconozco —replicó Tiago.

—Y yo necesito la forja principal —añadió Gol’fanin.

Poco después todos se reunieron en la sala de forjas, más de cien elfos oscuros e incluso unos cuantos driders.

Ravel le hizo una seña a Gol’fanin, habiéndose decidido previamente dejar que el herrero hiciera los honores, aunque pocos conocían la verdadera identidad del «sirviente» de Tiago. El drow que los aventajaba en edad entró en el horno de la falsa forja y bajó por la escalera.

Momentos después, la sala de forjas se estremeció con una serie de estallidos e incluso pequeñas explosiones, y el ruido de pesadas piedras que pasaban rozando las unas con las otras.

Un grito ahogado a su lado hizo que Ravel volviera la mirada a la forja principal, y viera un súbito resplandor en el fondo. El hilador de conjuros se pasó la lengua por los labios y se acercó a las llamas que empezaban a crecer. Se agachó, pero inmediatamente se enderezó sorprendido a la vista de varias pequeñas y traviesas criaturas de puro fuego danzando dentro de la forja.

Su número fue creciendo primero hasta veinte y esas veinte se convirtieron en mil, y todos los presentes dieron gritos de sorpresa cuando la luz y el calor se hicieron sentir obligando a muchos drows a protegerse los sensibles ojos. Y había allí algo más que luz y la fuerza de las llamas que habían provocado la respuesta. Ravel lo sentía con total claridad: allí había energía mágica. No era simplemente un fuego que no necesitaba combustible, no era sólo un fuego más potente capaz de fundir todas las aleaciones. No, este fuego era diferente. Este fuego estaba realmente vivo, mágicamente vivo, con un millar de elementales listos para proporcionar sus energía mágicas a cualquier instrumento que se creara en su interior.

De regreso de la cámara subterránea, Tiago Baenre se acercó al sorprendido hilador de conjuros seguido de cerca por Gol’fanin.

—¿Responde a tus expectativas? —le preguntó Ravel al herrero cuando recobró el habla.

—Las supera —respondió el anciano en un susurro.

—Mis armas serán la envidia de Menzoberranzan —comentó Tiago, y Ravel le echó una mirada, y a continuación a Gol’fanin, cuya expresión admirada demostraba que estaba de acuerdo con esa afirmación.

Instintivamente, Ravel miró al otro lado, a Jearth, y se preguntó cuál sería el precio que tal vez tendría que pagar por su acuerdo con Tiago.

—Funciona de acuerdo con su diseño —dijo Gol’fanin volviendo a llamar su atención—, ingenioso y perfecto en su simplicidad. El primordial anhela ser liberado y por eso se lanza con ansias por estos canales, estos pequeños espacios de libertad. Entrega una porción de su vida a esos elementos que escapan al horno de la forja. ¡Y ved cómo danzan!

—¿Y las conducciones aguantan? —inquirió Ravel.

Gol’fanin se encogió de hombros

—Las válvulas están abiertas, aunque no del todo. Si el primordial pudiera liberarse, lo haría… lo más probable es que lo hubiera hecho ya.

—¿Y las otras forjas? —quiso saber Ravel—. Debemos encenderlas ya.

—Una por una hasta que comprobemos su integridad —aconsejó el herrero.

—Ocúpate de ello —respondió Ravel. Le hizo a Jearth una seña para que se uniera a ellos. También se sumó Brack’thal, a lo cual Ravel no puso reparos. En realidad, en ese momento y con lo que tenían por delante, era posible que hasta ese idiota de hermano suyo pudiera aportar algo.

—Explícales lo que podrían tener que hacer en caso de fallar alguna de las forjas —le indicó Ravel a Tiago, aunque los dos sabían que en realidad se estaba dirigiendo a Gol’fanin, que al parecer era el que mejor entendía lo que estaba pasando.

A la mayoría de los drows y a todos los driders se les permitió volver al trabajo que tenían asignado en las demás salas: explorar, desalojar a los fantasmas y demás criaturas indeseadas y fortificar las defensas, y durante aquel largo día, las forjas de Gauntlgrym fueron cobrando vida, una tras otra. Sólo una de las cuarenta que había en la sala tuvo un problema al principio, y una hueste de diminutos elementales se abrió camino por la sala y causó cierta conmoción, escupiendo hirientes bolas de fuego a todo el que osaba acercarse, y dejando regueros de fuego en sus alocadas carreras por todos lados.

Sin embargo, los magos drows controlaron enseguida la situación, y especialmente eficaz se mostró Brack’thal, no en vano había sido maestro en la invocación y el control de elementales. Mientras que Tiago y Jearth y sus subordinados destruían a las malévolas criaturitas, Brack’thal las atraía hacia sí y las controlaba, ordenándoles que se fusionaran, y para cuando Ravel, Berellip y Saribel volvieron a la sala de forjas, interrumpida su sesión de planificación por los gritos de conmoción que llegaban por los pasillos, Brack’thal tenía de pie junto a él a un formidable elemental del fuego.

Como era de esperar, los dos magos Xorlarrin intercambiaron una mirada, y Ravel tuvo la sensación de que Brack’thal había conseguido una importante ventaja sobre él en ese momento, en ese preciso momento. Apartó la mirada y reparó sobre todo en la sonrisa sardónica de Berellip. Eso le reveló que Berellip coincidía con su apreciación, y que parecía complacida, demasiado para su gusto.

—Destrúyelo —le ordenó Ravel a su hermano.

Brack’thal se lo quedó mirando sin podérselo creer.

—¡Entonces ponlo en la forja principal! —exigió.

—Ya, la forja principal —respondió Brack’thal, y se volvió para mirarla—. Me pregunto qué mascotas podría extraer de ahí.

—Hermano —lo reprendió Berellip.

Brack’thal se volvió al oír la voz de Berellip.

—Debes admitir que es una idea interesante —dijo, y se dispuso a despedir a su mascota elemental, que tenía su estatura y dos veces su corpulencia.

Pero se paró en seco.

—No —dijo, volviéndose hacia Ravel—. Creo que por ahora me voy a quedar con este. Me prestará un gran servicio en mis tareas en las salas exteriores.

—Tus tareas ahora están aquí —replicó Ravel—. Todavía quedan muchas forjas por encender.

—Entonces puede que tras terminar me acompañe una escolta aún mayor cuando vaya hacia las salas exteriores —dijo Brack’thal ladinamente dirigiéndose a las forjas todavía apagadas—. Dile a tu lacayo que continúe, joven Baenre —dijo—. Todo está bajo control.

Ravel entornó los ojos y empezó a hablar entre dientes, como si estuviera formulando un conjuro, como si su intención fuera castigar allí mismo a su obstinado hermano.

Sin embargo, una mirada de Berellip le hizo desechar esa peregrina idea.

Ravel se dio cuenta de que a la sacerdotisa no le hacía más gracia que a él que Brack’thal anduviera por ahí jugando con fuego, pero también era consciente de que Berellip disfrutaba con su disgusto.

Con una risita malévola, Berellip les indicó a Saribel y a Ravel que era hora de continuar con su reunión privada.

El hilador de conjuros fue el último de los tres en abandonar la sala. Al llegar a la puerta se volvió para mirar a Brack’thal y a su elemental. Ese día había sido el de su mayor logro hasta la fecha, incluso mayor que su descubrimiento inicial de Gauntlgrym.

Sabía que la promesa de esas forjas sería la piedra de toque de los planes de la Casa Xorlarrin, porque necesitaban algo más que un complejo enano vacío si querían realmente liberarse de las sofocantes casas gobernantes de Menzoberranzan. Necesitaban la magia de Gauntlgrym, la promesa de magníficos artefactos, armas y armaduras. Necesitaban que Tiago volviera a Menzoberranzan armado con espadas capaces de hacer que todos los guerreros drows babearan de envidia.

Pero estaban jugando con fuego, por lo cual ese día también había sido el más aterrador del viaje por el momento.

A pesar de todo lo que había hecho cuando se encendió la forja principal, Ravel se humedeció los labios y acató la orden de su hermana.