Dahlia se cubrió la cara con la mano al meterse en las aguas poco profundas que había delante de la reja de metal.
—¿Vamos a arrastrarnos por ahí? —preguntó con asco.
Delante de ella estaba agachado Artemis Entreri, que tiraba de uno de los barrotes para moverlo hacia un lado. Casi había conseguido combarlo lo suficiente como para poder colarse dentro.
Drizzt, que estaba al lado de Dahlia, comprendía su renuencia, porque el olor de los gases que salían del túnel oscuro era realmente insoportable.
—No necesitamos hacerlo —le dijo, y señaló con la barbilla hacia el norte—. Podríamos tomar el camino a Luskan. O llegar incluso más allá, a Diez Ciudades, aunque no podríamos llegar antes del invierno al Valle del Viento Helado.
—O el camino del este hacia Mithril Hall —retrucó Dahlia, a quien estaba visto que esto no le resultaba divertido.
El barrote se soltó en la mano de Entreri, lo cual pareció sorprenderlo. Se quedó mirando el extremo oxidado y lo tiró al agua. Se agachó más y se lavó las manos en el líquido salobre.
—Decidíos —dijo—. Por aquí se va hacia Alegni.
Dahlia se abrió camino de un empujón y de un salto entró en el túnel de rodillas, después se puso en cuclillas mientras miraba a los otros dos que habían quedado atrás.
—Encended una antorcha —les dijo.
—Te va a estallar en la cara —respondió Entreri con un resoplido burlón.
—Vamos a necesitar una luz —sostuvo Dahlia, porque tenía necesidad de decir algo en ese momento. Artemis Entreri había tomado la delantera y la había dejado en ridículo delante de Drizzt, cosa que no podía soportar.
—Yo salí sin ella —replicó el asesino con ánimo de enredar, y Dahlia se limitó a hacerle una mueca.
Puso los brazos en jarras y se quedó mirando al hombre con furia, pero Drizzt apuntó hacia adelante con Centella. La espada mágica atendió a su llamada y emitió un suave resplandor azul-blancuzco. El drow se metió en el túnel y pasó con dificultad al lado de Dahlia para colocarse en cabeza, iluminando tenuemente el camino.
La alcantarilla abierta a nivel en la piedra tenía a veces altura suficiente para que avanzaran de pie, pero a menudo tenían que agacharse. La base era cóncava, más baja en el centro, y por ella corría un agua oscura que a veces les llegaba a los tobillos y otras, más arriba de las rodillas, lo cual era bastante alarmante. Por todas partes, de reojo, veían bichos que pasaban deslizándose o reptando.
Al principio, les parecía que la luz de la espada no era suficiente, pero a medida que se internaban más en el sistema de túneles —un laberinto de ángulos, curvas y piedras irreconocibles— y la luz del día iba quedando cada vez más lejos, la luminosidad de Centella iba pareciendo más brillante. Empezaron a menudear las ratas en las sombras de los lados del túnel y las serpientes que se metían en el agua y una multitud de insectos que volaban y picaban, y cosas parecidas a arañas que los miraban desde el extremo de sus redes.
Ninguno de ellos mencionó lo obvio: la espada apenas iluminaba algo más de un metro a su alrededor, pero para alguien o algo que la viera desde la distancia, era como un faro de advertencia.
Por supuesto, Drizzt, nacido y criado en la Antípoda Oscura donde casi no existía la luz, era más consciente de ello. Cualquier drow que circulase con una fuente de luz por los corredores de Menzoberranzan, era candidato seguro a la muerte y el robo. Llevar la espada encendida era algo contrario a todo lo que había aprendido en su juventud. Con su vista superior podía recorrer esos túneles estupendamente sin necesidad de luz.
—Yo puedo ver en la oscuridad —dijo Entreri detrás de él. Eso lo sorprendió e hizo que se volviera a mirar al hombre.
—Llevabas un anillo de ojo de gato —recordó Drizzt, y alzó la espada para confirmar que en el presente no lo llevaba.
—Ahora es un don —explicó el asesino—, gracias a Jarlaxle.
Drizzt asintió y se dispuso a envainar la espada, pero Dahlia le sujetó el brazo. El drow la miró con sorpresa y ella negó con la cabeza. Su cara reflejaba inquietud.
—No me gustan las serpientes ni las arañas —dijo—. Que sepas que si enfundas la espada vas a tener que cargar conmigo.
Eso hizo reír a Entreri, pero se cortó enseguida, ya que la mirada asesina que le echó Dahlia le dio a entender sin el menor género de duda que estaba cruzando una línea peligrosa.
Drizzt volvió a ponerse en marcha, y Dahlia fue tras él chapoteando.
—Un caballero me llevaría —murmuró entre dientes.
—¿Por qué tú eres una de esas damas? —le preguntó Entreri desde atrás.
Drizzt, que marchaba delante, respiró hondo. Se le había cruzado una imagen de los dos dándose un apasionado abrazo y, aunque la desechó de inmediato, estaba que mordía.
Con la luz de Centella abriendo camino, los tres siguieron avanzando por el túnel principal que pronto se convirtió en una red laberíntica de túneles laterales impresionantes y excavados manualmente. Se dieron cuenta de que estaban debajo de los barrios extremos de la ciudad, al menos de la ciudad antigua. Al principio sus opciones fueron limitadas porque eran túneles mucho más pequeños, casi todos impracticables y con un par de ellos por los que tendrían que haber avanzado arrastrándose… algo a lo que no estaban dispuestos. Pero poco después de eso, llegaron a una red de túneles más grandes, muchos de ellos tan transitables como ese que ahora recorrían, y un par de ellos aún más grandes.
—¿Recuerdas el camino? —le preguntó Drizzt a Entreri. Susurró las palabras, porque el eco repetía otros sonidos contra las piedras húmedas y limosas.
Entreri avanzó hasta ponerse junto a él, que estaba en una intersección de cinco vías, y estudió la zona. Con los brazos en jarras acabó meneando la cabeza.
—Fue hace mucho tiempo —dijo.
—No tanto —afirmó Dahlia con clara impaciencia.
Entreri y Drizzt miraron a la elfa.
—Cuando estuve aquí la última vez me limité a seguir la corriente del agua —explicó—. Me preocupaba lo que tenía delante, no lo que había detrás.
—Habría sido mucho más inteligente por tu parte marcar por dónde pasabas, o al menos, haber vuelto y hecho un mapa después de escapar —continuó Dahlia.
Entreri la miró fijamente.
—No tenía intención de volver nunca por aquí.
Dahlia hizo un gesto despectivo.
—Me decepcionas —dijo—. Un auténtico guerrero siempre se prepara.
Drizzt estudió atentamente a Entreri, esperando que el hombre explotara y se lanzara sobre Dahlia con ansia asesina, pero simplemente se quedó allí mirándola un poco más antes de volverse hacia Drizzt para estudiar los túneles una vez más.
—Yo diría que hacia la izquierda —dijo—. El río queda a nuestra izquierda y yo entré a las alcantarillas siguiendo su orilla. Es la fuente del agua que fluye por estos túneles, y por lo tanto…
—¿Qué fluye? —Dahlia removió un montón de basura y de heces con la mitad del bastón que llevaba y puso cara de asco.
El montón se apartó y de debajo salió una serpiente, negra y gorda y enrollada. Era fácilmente tan larga como alta era Dahlia. Se alzó en el aire, amenazando claramente a la elfa.
Dahlia reculó y trató de alejarse mientras las fauces llenas de dientes se cerraban buscando su cara.
Una línea descendente de luz destelló ante sus ojos, pero para ella lo más importante era que la serpiente le cayó encima. ¡No dejaba de gritar y sacudirse! Se olvidó de toda su disciplina y sólo pensaba en apartar de sí a esa cosa horripilante. E incluso cuando cayó a un lado, la mujer tardó unos instantes en entenderlo, en darse cuenta de que no la había mordido, en comprender que la luz había marcado el descenso de la cimitarra de Drizzt, y de que lo que le había caído encima era el cuerpo decapitado de la serpiente, que había salido despedido y que se debatía en los estertores de la muerte.
Drizzt sujetó a Dahlia con los brazos pegados al cuerpo, tratando de calmarla mientras Entreri pasaba junto a ellos.
—¿Me mordió? ¿Estoy envenenada? —preguntaba una y otra vez.
—Es posible, y no —respondió Entreri y los dos lo miraron, Dahlia con cara de asco. Sostenía la cabeza cortada, ensartada en la punta de la espada—. Es una constrictor —dijo—. No te mataría su picadura, lo que haría sería apretarte y dejarte sin respiración mientras trataba de tragarte empezando por la cabeza.
Entonces fue Drizzt el que le echó a Entreri una mirada asesina.
—No es… era venenosa —explicó con calma—. Y además no te mordió.
Eso pareció dejar a Dahlia un poco más tranquila. Le dio un puntapié al grueso cuerpo de la serpiente alejándola más de sí, y el cuerpo se sacudió espasmódicamente una vez más. Dahlia dio un respingo y se alejó de un salto.
—Realmente no te gustan las serpientes, ¿eh? —dijo Entreri, y con un movimiento de su espada arrojó lejos la cabeza del animal. Volvió a pasar al lado de Drizzt y de Dahlia—. Vamos, pues. Cuanto antes salgamos de estas alcantarillas apestosas, tanto mejor.
Ni Dahlia ni Drizzt se opusieron a esa moción, y se dieron prisa para alcanzarlo. Drizzt volvió a tomar la delantera, pero esta vez Dahlia se puso a su lado.
Entreri le entregó la otra mitad de la Púa de Kozah. Dahlia la miró insegura y no la cogió.
—Si cumple la función que creíamos, no ha revelado el menor contacto de la Garra de Charon en todo el tiempo que la llevé conmigo —explicó—. Si la espada me buscó y me encontró, tu arma no lo notó. Sea como sea, ahora será mejor que vayas armada.
—¿Qué has visto? —inquirió Dahlia.
—Eso —respondió Drizzt—, y cuando Dahlia y Entreri se volvieron hacia él, señaló con su espada hacia adelante, y su luz iluminó un tramo más largo del túnel permitiéndoles ver más serpientes que se retorcían. Algunas se metieron en el agua, otras reptaban unas encima de las otras, y todas tenían los ojos fijos en ellos.
—Salgamos de este lugar —dijo Dahlia.
—Es lo que intentamos hacer —le recordó Entreri.
—Volvamos por donde vinimos —insistió Dahlia mientras unía los extremos de la Púa de Kozah, formando un único bastón de dos metros y medio. No era demasiado práctico para luchar en un túnel estrecho, pero cuando Dahlia hundió el bastón en diagonal por delante de sí, Drizzt comprendió que quería que su arma mantuviese a esas reptantes criaturas lo más lejos posible de ella.
—No son venenosas —respondió Entreri—. Saben que no pueden matarnos y no tienen forma de matarnos. Lo más probable es que reculen.
—¿Cómo la primera? —dijo Dahlia con sarcasmo y retrocedió por el corredor unos cuantos pasos.
—Tú la asustaste y te atacó por miedo —respondió Drizzt. Era explorador y conocía bien las costumbres de los animales salvajes. Avanzó, o intentó hacerlo, hasta que una serpiente dio un salto en el aire hacia él. Alzó el brazo para pararla e interceptó las fauces abiertas de la serpiente que se cerraron sobre su brazo con fuerza mientras trataba de rodear su torso para iniciar su abrazo sofocante.
La fuerza de la criatura sorprendió al drow. Sus músculos trabajaban en una coordinación perfecta. Al notar un movimiento a su lado entrevió a Entreri y en un primer momento pensó que el asesino acudía en su ayuda, hasta que comprendió que Entreri tenía sus propios problemas.
Las agresivas serpientes avanzaban, deslizándose por el agua, reptando por las paredes, lanzándose por el aire.
Con un gruñido, Drizzt levantó el brazo izquierdo en el que había sido mordido, extendiendo a la serpiente por delante de su hombro derecho, se volvió y se retorció hasta liberar su otro brazo y descargó un rápido revés de Centella para cortar a la criatura por la mitad. Inmediatamente sintió que la parte inferior de la serpiente aflojaba la presión sobre él y caía al agua, pero la cabeza seguía obstinadamente en su sitio. Demasiado preocupado en asir su otra espada (con cierta torpeza porque Muerte de Hielo, a la que habitualmente llevaba en la mano derecha, estaba envainada sobre la cadera izquierda). Drizzt dejó allí, colgando, la otra mitad de la serpiente.
Seguía centrado en lo que tenía por delante, como debía ser, y se defendía con estocadas, mandobles y patadas para mantener a raya a las asaltantes.
A su lado, Entreri se debatía con igual furia, desviando con la daga a las serpientes que saltaban y cobrándose víctimas con la espada.
Pero detrás oyeron una larga serie de golpes sordos, y en una de las escasas pausas del combate, Drizzt miró hacia atrás, lo mismo que Entreri, y vio a Dahlia, que avanzaba chapoteando en el agua, con su bastón extendido ante sí en sentido horizontal y moviéndolo rápidamente hacia arriba y hacia abajo, hacia la izquierda y hacia la derecha, haciéndolo restallar contra las paredes de piedra.
—¡Serás idiota! ¡Golpea a las serpientes! —le gritó Entreri y a punto estuvo de caer de bruces al terminar la frase cuando una de las serpientes se coló entre sus defensas y se le enroscó alrededor de las piernas, tirando fuertemente de él.
—¡Dahlia! —le imploró Drizzt.
Pero los golpes continuaban, lo mismo que el ataque de las serpientes que parecían no tener fin. Entreri se liberó y volvió a recibir otro golpe, y Drizzt a punto estuvo de dejar caer a Muerte de Hielo cuando una serpiente se agarró a él.
Se empezaron a ver destellos en el túnel, no por el movimiento de la cimitarra luminosa de Drizzt sino como agudas descargas de luz, fogonazos relampagueantes.
Entreri no dejaba de maldecir a Dahlia y de gruñir a las serpientes mientras se defendía con la espada y a patadas. Y precisamente cuando Drizzt pensaba que había ganado cierta ventaja, se le apareció delante una serpiente, en el techo. Se echó hacia atrás, agachándose al mismo tiempo, y las ávidas fauces se cerraron en vacío, a muy escasos milímetros de su oreja izquierda. La serpiente se retrajo antes de que pudiera decapitarla con su espada y volvió a lanzarse sobre él con tal fuerza que a punto estuvo de hacerle perder pie.
Drizzt sabía que caer equivalía a ser superado. El agua era un hervidero de serpientes vivas.
—¡Dahlia! —gritó pidiendo ayuda.
Esta vez la elfa respondió, no con palabras, sino con un trueno. Clavó la Púa de Kozah en el agua para golpear en el suelo y allí liberó la energía que los golpes habían acumulado en el interior del bastón. La réplica los hizo saltar a los tres por los aires, aunque todos aterrizaron de pie. El agua se agitaba y borboteaba, y despedía un vapor maloliente y tan espeso que casi no se veía nada.
Drizzt trató de responder, de decir algo, pero se encontró con que tenía la mandíbula agarrotada por la energía que vibraba a través de él.
Y de repente se acabó, de forma tan inesperada y abrupta como había surgido, y una quietud sobrenatural reemplazó a la furia de los momentos previos.
Las serpientes caían de las paredes y del techo, o quedaban colgadas, enganchadas en una viga natural o en un resalto o una grieta de la piedra. Las había tiradas en el suelo en diferentes posturas, como runas o glifos vivientes, o flotando en el agua. A veces tropezaban contra una pierna o un pie.
Puede que estuvieran muertas, o atontadas. Esta segunda posibilidad, muy real, tenía a Drizzt bastante preocupado.
Junto a él, Entreri ensartó a uno de los reptiles, y la convulsión que tuvo cuando la espada lo atravesó dejó claro que antes de eso estaba viva.
—¡Vayámonos, y rápido! —gritó Drizzt—. ¡Dejadlas, son demasiadas!
—¡Por dónde hemos entrado! —dijo Dahlia.
—Alegni está por ahí —le recordó Entreri, señalando hacia adelante—. Y el camino es más corto.
No tuvieron tiempo para pensarlo. No tuvieron tiempo para considerar el comportamiento tan inusual de unas criaturas tan comunes. Simplemente tuvieron que reaccionar. Tal vez fuera la zanahoria de Alegni que Entreri había agitado delante de Dahlia, pero fuera cual fuese la razón, Drizzt se sorprendió cuando la mujer llegó chapoteando a donde ellos estaban, empujándolos para que se movieran.
Observó que Entreri se había agachado para sacar algo del agua antes de alcanzarlos a grandes zancadas, pero no se preocupó más de ello mientras los tres iban abriéndose camino entre un laberinto de serpientes atontadas.
Por suerte, la energía mágica de la Púa de Kozah se había propagado lo suficiente dentro del túnel para afectar a la mayor parte de las serpientes, y superaron ese punto bastante rápido. Por suerte también, o eso les pareció, el corredor se ensanchaba un poco más y se hacía más alto, lo que les permitió avanzar con más rapidez.
Sólo tuvieron que esperar un momento mientras Entreri se subía a una roca y se sentaba. Entonces Drizzt comprendió qué era lo que el asesino se había parado a sacar del agua: uno de sus botines.
La sacudida de Dahlia lo había hecho saltar dejando atrás el calzado.
Con unas cuantas maldiciones a media voz mientras meneaba la cabeza, Entreri se volvió a poner la bota humeante y se puso de pie.
—Me debes un par nuevo —dijo mirando a Dahlia con rabia.
—Te he salvado la vida —replicó ella.
—Si te hubieras molestado en sumarte a la contienda, no tendrías que haber salvado a nadie, ¿no?
Otra vez Drizzt observó mucho menos que divertido a los dos mientras intercambiaban pullas verbales, pero no podía centrarse realmente en ese momento, porque algo del encuentro con el lecho de serpientes lo inquietaba ahora que lo miraba retrospectivamente.
—¿Por qué eran todas esas serpientes exactamente del mismo tamaño? —preguntó cuando reanudaron la marcha.
—¿Y por qué no habían de serlo? —preguntó Dahlia.
—Las serpientes mudan la piel y crecen rápidamente y de forma continua —explicó Drizzt.
—O sea que eran todas de la misma edad —replicó la elfa, demostrando por su tono que no le veía mucho sentido a esa conversación.
—Las serpientes no se mueven en masa —dijo Drizzt meneando la cabeza.
—Pues esa era una manada de serpientes —le retrucó Dahlia sin dudarlo.
—Un lecho de serpientes —la corrigió el explorador, pero sin mucho entusiasmo, porque no dejaba de tener sentido lo que ella decía. Sin embargo, Drizzt negó con la cabeza, no muy convencido. Las serpientes se reunían en invierno, por supuesto. Él había encontrado muchas de sus guaridas a lo largo de sus viajes, algunas en las que había miles de ellas, pero jamás había visto a una masa de cazadoras como la que acababan de encontrarse. ¡Y jamás había oído hablar de un ataque coordinado de serpientes!
—¿Un conjuro mágico? —preguntó Dahlia, y eso le pareció acertado a Drizzt, hasta que intervino Entreri.
—Crías.
—¿Crías? —repitió Dahlia con tono de duda, expresando lo obvio porque ¿cómo podía ser una cría una serpiente de casi dos metros?
Pero fue la forma en que lo había dicho Entreri lo que hizo que los dos se volvieran hacia él y siguieran a continuación su mirada.
En dirección a la madre.
En una pequeña habitación iluminada por una sola vela, estaba el hermano Anthus sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo desnudo. Tenía los ojos cerrados y las manos apoyadas en la fresca piedra al lado de las piernas con las palmas hacia arriba. Entonaba en voz baja un cántico que casi era un gemido. Estaba concentrado en la respiración, y el movimiento ascendente y descendente de su vientre le servía para purificar el torbellino de sus pensamientos, para encontrar un lugar de paz y vacío.
Ese era su único refugio y ni siquiera allí, al principio, parecía encontrar la serenidad.
¿Debía ir a Aguas Profundas y alertar a los señores de que tenían un baluarte del imperio de Netheril un poco más al norte?
Lo asaltaban imágenes del camino, atisbos de lo difícil que le resultaría marcharse sin llamar la atención, o de las consecuencias que le llevaría si los muchos soldados de Herzgo Alegni lo capturaran antes de que consiguiera salir. Y en caso de irse, por supuesto no podría regresar a Neverwinter a menos que Alegni hubiera sido expulsado y hubieran sido derrotados los agentes de Netheril.
Uno por uno, el hermano Anthus fue eliminando esos pensamientos.
Sentía que su vientre subía y bajaba.
¿Y Arunika? ¿De dónde había sacado la mujer la fuerza que él había experimentado directamente en su casa? Y dicho sea de paso, ¿cómo se las arreglaba una mujer tan menuda para vivir tan cómodamente fuera de las murallas de la ciudad? La región estaba llena de salvajes y de malvados, organizados como los thayanos o bandidos independientes, goblins u osos-lechuzas.
El hermano Anthus vio la imagen de Arunika y la fue apartando poco a poco.
Sentía que su vientre subía y bajaba.
¿Qué pensaba de él Herzgo Alegni? ¿Sabía siquiera el señor de la guerra quién era él? ¿Y ese Jelvus Grinch? ¿Qué podría aportarle Anthus a Jelvus Grinch que tuviera valor para él y lo indujera a presentárselo al señor netheriliano?
En su mente, Alegni y Grinch estaban uno junto a otro, sonriéndole, pero no era una sonrisa amistosa. Sabía que lo más probable era que se estuviesen burlando de él y no le permitieran ascender dentro de las jerarquías de la ciudad, porque, la verdad, ¿qué tenía él de valor para ofrecerles?
Pero también esos dos fueron desapareciendo, empujados por el creciente vacío del hermano Anthus.
Sentía que su vientre subía y bajaba.
Y eso era todo, no había nada más. Había desalojado los pensamientos, el tumulto, la incertidumbre.
Ahora simplemente era.
Un recipiente vacío, en paz y satisfecho, y el mundo exterior no importaba.
El tiempo no importaba, no contaba para él.
Sólo su vientre que subía y bajaba, el frío vacío.
Entonces sintió la punzada.
No era un recuerdo, no era un pensamiento interno, no era una pregunta que hubiera que responder.
Su vientre se hinchó suavemente, y en la fresca oscuridad de su meditación advirtió un destello, una oscilación, una intrusión.
El hermano Anthus había visto esto antes, por supuesto, y ahora luchaba con denuedo por mantener su desapego, por silenciar el ruido. Era un estado de recepción, con sus filtros involuntarios y su anulación del ruido, pero no era tan fácil, porque había sentido antes este tipo de punzada y sabía lo que significaba, y conocía su origen, al menos en un sentido general.
Tenía que permanecer en su estado puramente receptivo para seguir oyéndolo, lo sabía, pero ¿cómo podría, teniendo en cuenta las implicaciones de haberlo oído siquiera?
Y si seguía esa línea de razonamiento sobre esas implicaciones, y el potencial, lo perdería todo.
«Te estás engañando —lo recriminaban sus pensamientos—. Lo quieres con demasiada vehemencia».
Pero no, estaba allí, una vez más, y él sabía lo que era.
La Soberanía.
¡Un aboleth!
La respiración del hermano Anthus se aceleró, cada vez más, hasta el punto en que empezó a jadear para poder respirar. Abrió los ojos de par en par, descruzó las piernas y rápidamente se puso de rodillas, con las manos juntas en actitud de súplica.
«Otórgame esto», le rogaba en silencio a su dios, porque deseaba el regreso de la Soberanía, lo necesitaba.
Mentalmente buscó la señal, pero ahora sus pensamientos otra vez daban vueltas, llenos de implicaciones y posibilidades.
Pasaron muchos instantes, y tan desesperado estaba por oír una vez más la música telepática de la criatura, que ni siquiera se daba cuenta del dolor que las piedras del suelo causaban en sus huesudas rodillas.
—Por favor —dijo primero en un susurro, y luego más insistentemente y en voz más alta—. ¡Por favor!
Negó con fuerza con la cabeza combatiendo su miedo creciente de haber querido tanto que esto pasara que se había convencido a sí mismo de que lo oía. Se puso de pie con dificultad. Le dolían las rodillas y se dirigió con las piernas rígidas hacia la puerta para salir de la pequeña cámara.
Salió a la capilla central del templo, aferrándose a la jamba de la puerta para no caerse, recorriendo con la vista la estancia débilmente iluminada por las velas, como si esperara que un visitante lo estuviera aguardando.
Pero no había nadie más que él en la capilla. Y también ahora estaba sólo él, solo con sus pensamientos.
Negando esa realidad evidente, con los ojos húmedos por el llanto, Anthus corrió hacia la puerta exterior.
—¡Por favor! —decía una y otra vez mientras salía tambaleándose a la calle, al aire frío y bajo las estrellas rutilantes de una noche de fines de otoño en Neverwinter, tapado con nada más que su taparrabos.
El hermano Anthus anduvo sin rumbo por las calles, rogando, implorando y gimiendo, sacudiendo su puño y denunciando una traición, y ya fuese por miedo de que se hubiera vuelto loco, o simplemente por indiferencia, ni un sombrío, ni un ciudadano, acudieron en su ayuda.
Más de una vez le pareció volver a oír el dulce sonido de la voz de un aboleth, aunque parecía estar a su alrededor y no dirigida a él, y Anthus otra vez cayó de rodillas en el centro de una amplia encrucijada de caminos.
Aparentemente ajeno a lo que lo rodeaba, a las miradas curiosas que atraía, el hermano Anthus empezó a entonar un cántico.
Sentía que su vientre subía y bajaba.
—Necesito más —le imploró Herzgo Alegni a la espada carmesí. Había tenido una sensación, un atisbo, de que su asesino andaba por allí, no demasiado lejos. Era cierto que el control que tenía la Garra del hombre conocido como Barrabus era limitado, y aún más restringido por la distancia. Por suerte para Alegni, el peligroso hombrecillo jamás había conocido esta verdad.
En las situaciones que realmente importaban, en las que Barrabus quería arremeter contra Alegni, la Garra era muy eficaz. Era capaz de advertir y de reaccionar a los ataques de Barrabus el Gris incluso antes de que él los iniciara. El tiempo entre el pensamiento de un ataque y su ejecución era sumamente corto para un observador exterior, pero la Garra observaba desde dentro, y esas ínfimas fracciones de segundo eran mucho más largas dentro del universo de pensamiento en el cual residía la espada.
La Garra no respondía a la llamada de Alegni en ese momento, y eso hizo aflorar una expresión ceñuda en la cara roja y demoníaca del tiflin.
—¿Dónde está? —preguntó directamente el señor de la guerra—. ¿Dónde está tu esclavo?
La respuesta que obtuvo el tiflin le dio la impresión de que Barrabus estaba cerca, pero entonces sintió algo más.
A lo lejos, Alegni oyó un grito, un ruego desesperado, un «por favor» repetido una y otra vez en la noche de Neverwinter.
Lo desechó como algo sin importancia. Lo más probable era que uno de los nuevos soldados sombríos hubiera tenido un encuentro con uno de los patéticos ciudadanos. Peor para el ciudadano. Volvió a concentrarse en la espada de hoja carmesí y en esta otra sensación.
Comprendió que había energía en el aire. Energía telepática.
Herzgo Alegni se recostó en la butaca de su balcón, repentinamente preocupado.
La idea de que Barrabus —Artemis Entreri— volviera a la ciudad no lo inquietaba en absoluto, aunque acudiera acompañado de Dahlia y de ese explorador drow que se había asociado con ella. Para Alegni podían ser una molestia, pero era más probable que fuesen una oportunidad. No Dahlia, por supuesto. A ella habría que capturarla y torturarla, y tal vez matarla, pero mientras tuviera esa espada, Barrabus no podía hacerle daño. De eso Alegni estaba seguro.
Sin embargo, ese otro poder… Lo sentía ahora porque la Garra lo sentía. ¿Qué podría ser? ¿Quién o qué acudía a amenazar su control de Neverwinter?
No obtuvo nada más de la espada, y al final desistió y volvió a envainarla en su cinto. Pensó en acudir a Effron, seguramente que un nigromante estaría en mejores condiciones para captar energías místicas como las que había percibido, pero en seguida desechó la idea porque ¿cómo podía estar seguro de que el origen de esta energía no era el propio brujo tullido?
Por fin, el tiflin se limitó a suspirar y olvidarse. Echó una mirada a la decorada empuñadura de su portentosa espada y se preguntó si realmente habría sentido algo ajeno a la propia Garra. Tal vez hubiera sido energía de la espada empeñada en encontrar a Barrabus y que él había interceptado sin darse cuenta. Tendió la mirada sobre la ciudad, sobre la multitud de controles y puestos de centinela que había dispuesto en Neverwinter. Barrabus y sus nuevos amigos, si realmente eran aliados de Barrabus, no iban a atravesar esa muralla sin que Alegni se enterara.
Recorrió con la vista la ciudad oscurecida, pasando de una hoguera a otra, de una antorcha a otra. Al parecer, no había nada fuera de sitio, nada fuera de lo normal.
Alegni asintió, satisfecho, recogió la espada y las botas que acababa de quitarse y volvió a su habitación, con la esperanza de conseguir media noche de sueño antes de que amaneciera.
La enorme serpiente, de cuerpo tan grueso como el tronco de un hombre robusto, alzó del suelo la desmesurada cabeza para fijar los ojos en los tres invasores de su reino cloacal.
—Abríos en abanico —les dijo Drizzt a sus compañeros, Entreri a su derecha, Dahlia a su izquierda—. Todo lo que podáis. Tenemos que flanquear esas mandíbulas.
Acabó con un respingo cuando la cabeza de la gigantesca serpiente se volvió hacia él con un chasquido, con la velocidad de un rayo.
Lo primero que se le cruzó por la cabeza fue poner sus cimitarras en posición de bloqueo, pero le pareció ridículo a la vista de las fauces abiertas, de una boca capaz de tragárselo entero, de arremeter contra él con la fuerza de un caballo a la carga. El instinto pudo más, y el drow la esquivó desesperadamente echándose a un lado. El aire se conmovió con tal violencia cuando la cabeza pasó a su lado que eso sólo bastó para que Drizzt estuviera a punto de perder pie. Consiguió mantener el equilibrio, pero el retroceso de la serpiente fue tan rápido que no le dio tiempo a atacarla.
—No podemos luchar contra esto —susurró Dahlia, y Drizzt detectó algo más que pragmatismo en su tono de derrotismo, y cuando miró a la guerrera, a esa elfa que disfrutaba en la batalla, la vio con los brazos caídos, en actitud de indefensión, como rendida.
Volvió a mirar a la gigantesca serpiente, a la enorme cabeza zigzagueante y desafiante, a esos ojos negros que le devolvían la mirada y lo atravesaban, haciendo burla de él con su potencia.
Pasaron unos instantes terribles. A Drizzt se le ocurrió más de una vez que Dahlia tenía razón en este caso, que no podían luchar contra aquella poderosa criatura. La serpiente estaba muy por encima de ellos, era un enemigo aplastante.
Y no quería matarlos.
Eso parecía una verdad evidente, y tenía sentido… hasta que Drizzt consiguió dejar de lado lo obvio y pensar realmente en ello.
Sólo entonces amplió Drizzt su campo de visión abarcando el entorno de la serpiente y vio a otra media docena de personas que flanqueaban a la bestia, con expresión satisfecha.
Con expresión satisfecha.
Allí estaban, ciudadanos humanos de Neverwinter y un par de shadovar, todos desarmados y de pie junto a la serpiente, como si fuera su amiga.
O su ama.
El drow miró a izquierda y a derecha. Dahlia había dejado caer la Púa de Kozah y allí estaba, meneando la cabeza con aire de impotencia, y Entreri, tal vez el hombre más intrépido que Drizzt había conocido jamás, un guerrero que ante una situación aparentemente desesperada se crecía y se volvía más feroz, no hacía más que dar vueltas a su espada y a su daga y casi no se atrevía a mirar a la gigantesca criatura.
Drizzt supo que no había necesidad de luchar contra aquella criatura. En realidad, no podían tener esperanzas de ganar, ni siquiera de sobrevivir, si se enzarzaban en una batalla tan inútil. No, lo mejor era rendirse sin más a sus cualidades evidentemente divinas, aceptar que eran inferiores y vivir felizmente junto a esa deidad viviente.
Así tendrían una vida plácida y pacífica.
Drizzt sintió que las cimitarras se le escapaban de las manos. Estaba perdido. Todo estaba perdido.
Alguien curioseaba en sus pensamientos y los liberaba.
Dahlia se dio cuenta de ello, pero le pareció natural, y la intimidad creada en ese momento compartido le pareció en cierto modo cálida e invitadora. Esa criatura que tenía ante sí, ese dios, la entendía. Veía su dolor más profundo y sus mayores temores. La desnudaba ante sí, para que todos pudieran verla, y allí, abierta y sin secretos, se sintió… libre.
Ese no era un enemigo.
¡Era la salvación!
Su dolor quedó expuesto ante sí, la violación, su culpa, su elección terrorífica y malvada de asesinar a su hijo, el origen de su rabia, la multitud de amantes muertos… y Drizzt. ¿No estaba Drizzt muerto sobre ese montón de cadáveres?
¿O no sería lo bastante fuerte como para matarla a ella, en cambio, y liberarla? ¡Después de todo, de eso se trataba!
Pero se dio cuenta de que quizá no necesitaba llegar a ese extremo, ese sistema de suicidio por amante para poner fin a su dolor.
A lo mejor la respuesta estaba allí, ante ella, a su alcance, en los ojos oscuros de esa criatura sabia y brillante.
Alguien curioseaba en sus pensamientos y los liberaba.
Entreri se dio cuenta de ello, pero le pareció natural, y la intimidad creada en ese momento compartido le pareció en cierto modo cálida e invitadora. Esa criatura que tenía ante sí, ese dios, lo entendía. Veía su dolor más profundo y sus mayores temores. Lo desnudaba ante sí, para que todos pudieran verlo, y allí, abierto y sin secretos, se sintió… libre.
Este no era un enemigo.
¡Era la salvación!
A pesar de todo, Entreri, siempre cauto, se retrajo instintivamente. ¿Y cómo no hacerlo? Él, que había vivido una vida de mentiras, incluso ante sí mismo, que había vivido en las sombras del embuste y de la falta de aceptación de la realidad, de repente descubrió un cambio radical, y no sólo por parte de esa criatura, como le había sucedido con la Garra de Charon, sino abierto a todos los miembros de la «familia» colectiva que la criatura le ofrecía.
Sus prevenciones desaparecieron sin que les dedicara un solo pensamiento consciente.
Sin embargo, sus recuerdos flotaron ante sus ojos: la traición de su madre cuando era niño, la traición suprema de su tío y de aquellos otros, el barro de las calles de Calimport.
Sintió una violación, como la que había conocido siendo niño, una violación de lo más íntima y dañina. Volvió a hacerle frente, o lo intentó, pero se dio cuenta de algo… algo totalmente inesperado.
Entreri dejó de lado sus propias contemplaciones por un momento de sorpresa y miró a Dahlia. Dahlia lo miró a él. Estaban desnudos, juntos, y no había dónde esconderse.
Alguien curioseaba en sus pensamientos y los liberaba.
Sin embargo, a diferencia de sus compañeros, este tipo de intrusión no era nada nuevo para Drizzt Do’Urden, que reconoció casi de inmediato las sutiles artimañas, la esclavitud voluntaria.
Durante los días que había andado deambulando por la Antípoda Oscura, después de dejar Menzoberranzan, Drizzt ya había sido objeto de una seducción como esta —promesas lógicas y visiones portentosas y despreocupadas de una vida paradisíaca— por parte de los ilitas, los malditos desolladores de mentes. Con obediencia y adoración, Drizzt y sus compañeros habían sobado la mente colectiva de la comunidad ilita.
Drizzt ya había recorrido antes este camino, había sido víctima de eso y había visto violada su identidad. Decidido a no volver a sufrir nunca semejante esclavitud, se había entrenado para resistir con un muro de ira. A la luz de una experiencia tan terrible, no le resultó difícil a Drizzt volver a levantar ese muro casi de una manera instantánea.
Lenta y subrepticiamente rebuscó en su bolsa y sacó la figurita de ónice para invocar en silencio a Guenhwyvar, y al igual que sus rendidos compañeros, bajó las espadas y empezó a caminar despacio y pacíficamente hacia la hipnotizante criatura. Cada paso era un esfuerzo, porque en este caso la intrusión era fuerte, realmente poderosa. Drizzt había aprendido dolorosamente a enfrentarse a ella, pero de todos modos no estaba seguro de poder resistir.
O peor aún, de poder resistir sin revelar sus intenciones.
Vio la multitud de imágenes que flotaban a su alrededor, y de haber encontrado un momento libre de las exigencias de la disciplina, tal vez se habría sorprendido al atisbar los secretos íntimos de sus compañeros, en especial los de Dahlia, sobre todo la imagen en la que aparecía él muerto encima de una pila de cadáveres de los amantes anteriores.
Pero dejarse ir en la contemplación de las imágenes habría significado que también sus pensamientos flotaran liberados, y por lo tanto que también él quedara atrapado por la red telepática.
Se mantuvo detrás del muro, fortalecido a cada paso. Recordó su terrible experiencia con los ilitas. Sólo una cosa lo había salvado en aquella ocasión.
Sintió que empezaba a deslizarse, sintió los tentáculos de otra mente, de esa serpiente divina, rebuscando en sus pensamientos más profundos.
Pensó en Catti-brie y en Bruenor, en Belwar y en Clacker, en Zaknafein y en Regis y Wulfgar, en los amigos perdidos y en aquellos a quienes debía su identidad. No paraba de repetirse que ese intruso le robaría sus recuerdos, y así fortalecía su muro de ira.
Porque sin esos recuerdos, Drizzt Do’Urden no tenía nada.
Su marcha se fue haciendo más lenta hasta que se detuvo, sus espadas descendieron porque no podía levantarlas. De reojo vio que Entreri y Dahlia habían empezado a mirarlo con desconfianza, incluso amenazantes.
Aquella deidad había reconocido su resistencia y su engaño, lo sabía, y volvería a sus propios compañeros contra él.
—¡No! —gritó Drizzt en un último acto de desafío, y retrocedió, obligando a sus cimitarras a ponerse en guardia, pero Dahlia y Entreri se volvieron contra él, moviendo sus armas como para atacar. Drizzt tuvo que enfrentarse a la posibilidad de matar a su amante y de matar a Entreri, este vínculo con un pasado que tanto echaba de menos. Sin embargo, todo pasó tan rápido que esos pensamientos apenas fueron algo más que una pena fugaz, y, por puro instinto, el drow atacó con dureza. Mientras con un revés de Centella desviaba un golpe de la Púa de Kozah, Muerte de Hielo mantenía a raya a Entreri.
Podía ganar, porque ellos no luchaban como Entreri y Dahlia, sino como armazones vacíos de esos magníficos guerreros, como meros peones del dios-serpiente.
Pero no tardó en darse cuenta de que no podía ganar, porque además de estos dos quedaban los otros esclavos, y peor aún, la gigantesca serpiente, un enemigo al que no creía poder vencer.
Un enemigo al que sabía que no podría vencer.
¡Un enemigo tan superior a él que se burlaba de él por pensar siquiera que podía derrotarlo, que podía siquiera resistirse a él!
La sutil red se cerró cuando Entreri y Dahlia retrocedieron, y Drizzt perdió otra vez, y estaría perdido, totalmente perdido, como lo había estado ante los ilitas en su juventud, hacía ya un siglo.
Ni toda la disciplina, ni toda la ira, podían ganar.
No frente a un dios.
Además se dio cuenta de que la vida sería buena al servicio de esa criatura omnisciente. La vida sería todo paz, y calma y satisfacción atendiendo a las necesidades de su amo.
Suspiró y bajó la guardia ante la gran serpiente…
Fue él el primero de los esclavos que gritó una advertencia cuando la negra silueta de Guenhwyvar saltó encima de la enorme criatura. Drizzt dio un alarido, primero de rabia y después de sorpresa, cuando vio que la serpiente no era en absoluto una serpiente, sino una cosa horrenda parecida a un pez. Y cómo gritaba, tanto con una voz acuosa audible como en la mente de Drizzt, tan brutalmente dentro de su mente que lo hizo caer, junto con Dahlia, Entreri y los demás, sobre el suelo mojado.
Allí había una serpiente gigantesca que yacía muerta a un lado, y esa extraña criatura que había asumido su identidad, su lugar y su imagen. Pero nada más. El ataque de Guenhwyvar había destruido esa ilusión, dejando en su lugar a una criatura de aspecto mucho menos formidable.
Drizzt se puso de pie de inmediato y atacó, tomándose antes el tiempo de derribar a Entreri y de quitar de una patada el bastón de las manos de Dahlia, porque sabía que él era libre, pero no sabía si los demás habían roto sus ataduras.
Lo indudable era que los seis esclavos que habían acompañado a esa extraña criatura no habían dejado de lado su alianza. Un par de humanos avanzaron y saltaron a por Guenhwyvar, quien de una patada con su zarpa posterior los sacó del camino, haciéndole a uno un grotesco corte desde la barbilla hasta el hombro.
Los otros cuatro pasaron de largo para interceptar a Drizzt, que giró hacia su derecha y plantó la empuñadura de una cimitarra en la mismísima nariz de uno de sus perseguidores al que hizo caer hecho un ovillo. No quería matar a ese grupo, sabiendo como sabía que no actuaban por voluntad propia, pero cuando un sombrío que seguía a ese humano se adelantó con una estocada asesina, el instinto del drow le hizo parar y responder incluso sin haber tomado conciencia de lo que hacía. Trató de controlar el golpe y le dio al sombrío debajo de las costillas, pero sin clavar la hoja. Sin embargo, cuando vio que eso no frenaba al atacante, que aparentemente no sentía dolor, poseído como estaba, Drizzt no tuvo más remedio que golpear de nuevo, con más fuerza y varias veces.
No tenía tiempo que perder, de modo que derribó al sombrío, y cuando el humano se levantó obstinadamente contra él, el drow le hizo un corte en las piernas con un golpe amplio de sus cimitarras. Trató de que el corte no fuera demasiado profundo, e hizo una mueca de desagrado cuando vio la sangre, aunque poco más podía hacer.
Esperando no haber producido un daño permanente, Drizzt se unió a Guenhwyvar en su ataque contra el aboleth, porque la verdad era que esta era una de esas extrañas y poco conocidas criaturas, un joven aboleth al que la Soberanía había dejado atrás como centinela y como explorador de un lugar que no habían abandonado definitivamente.
Drizzt inició un ataque duro y rápido, más aún cuando rodeó a la bestia con aspecto de pez y pudo echar un vistazo a sus amigos. El ataque de Guenhwyvar los había liberado, y los dos peleaban brillante y ferozmente contra los esclavos restantes. Drizzt trató de centrarse en la criatura que tenía ante sí. Cierto que era físicamente débil, pero tenía la posibilidad de derribarlo, o de paralizarlo al menos, con una sugerencia. El drow no podía bajar la guardia mentalmente y tenía que manejar sus armas con rapidez. No pudo evitar una mueca cuando Dahlia, accionando sus mayales en perfecta coordinación, se enfrentó a uno de los esclavos shadovar. Sabía lo que se avecinaba, y lo único que pudo hacer fue mirar para otro lado, centrándose otra vez en el aboleth, cuando las letales armas de Dahlia golpearon repetidamente el cráneo del esclavo desgarrando la piel y rompiendo el hueso hasta convertir el cerebro del sombrío en una masa informe.
Entreri no se mostró más compasivo y le recordó mucho a Drizzt la auténtica disposición de este hombre al que consideraba como un vínculo con su pasado, haciendo trizas cualquier idea nostálgica que lo anduviera rondando por la reaparición de su antigua Némesis. El drow dio un grito ahogado cuando la espada de Entreri atravesó el torso de un esclavo humano saliéndole luego por la espalda. Entreri retiró la espada casi instantáneamente, pero inició un giro repentino que acabó cortando la garganta al hombre en plena caída.
Aunque la amenaza ya había sido superada, el despiadado Artemis Entreri no pudo resistir la tentación de asestar el golpe final.
En aquel momento Drizzt se veía asaltado por demasiadas dudas, dudas sobre la trayectoria y la de sus compañeros, pero las hizo a un lado, hasta llegó a decirse que no eran más que implantaciones de aquella insidiosa bestia psíquica. Prefirió dirigir esa decepción, esa rabia incluso, contra su opresor, el aboleth.
Cayó Centella con un golpe aplastante, quebrando huesos, y detrás llegó Muerte de Hielo, penetrando por la brecha abierta por su compañera para buscar el cerebro de la criatura.
Siempre el cerebro, el origen de la fuerza de la bestia.
De un salto, Drizzt se montó a horcajadas sobre la escurridiza criatura, hundiendo alternativamente las cimitarras en la herida, y cuando una entró a fondo, el drow giró la muñeca y la deslizó hacia uno y otro lado, cortando las conexiones internas.
Vio al esclavo que quedaba, un shadovar, que corría hacia él en un último y desesperado intento de salvar a su amado señor.
Pero demasiado tarde. Guenhwyvar seguía desgarrando y destrozando y las espadas de Drizzt dejaban su impronta.
El aboleth se desplomó sobre el suelo de piedra y quedó mortalmente quieto.
El shadovar que se aproximaba frenó en seco y se quedó mirando a Drizzt en un estado de absoluta confusión. Drizzt se preguntó si tal vez habría encontrado un aliado en su intento de atravesar las defensas de Alegni; podía comprender el profundo sentimiento de gratitud hacia sus salvadores que podría embargar a cualquiera que se hubiera encontrado en semejante situación de esclavitud.
Sin embargo, antes de que Drizzt pudiera explorar esas posibilidades, antes incluso de que pudiera observar alguna señal en la cara del shadovar, lo distrajo una silueta que acudía rauda y veloz desde detrás del liberado esclavo.
—¡Dahlia, no! —gritó, pero entre una y otra palabra se oyó el crujido del destrozo producido por el mayal de Dahlia en el cráneo del shadovar. Era probable que aquel estacazo hubiera tenido consecuencias fatales, pero Dahlia prefirió no dejar lugar a dudas y siguió con un aluvión de golpes contundentes.
—¿Te paraste a pensar siquiera que nos podría haber proporcionado información importante? —le preguntó Drizzt.
Al parecer eso no hizo mella en Dahlia, que miró al shadovar caído y le escupió encima como golpe de efecto.
—Es un perro netheriliano —dijo, como si eso lo explicara todo—. De todos modos nos habría mentido.
—Tal vez conociera las defensas de Alegni —sostuvo Drizzt—. No sabemos cuánto tiempo habrá pasado esclavizado…
—A lo hecho, pecho —dijo Entreri. Cuando Drizzt y Dahlia lo miraron, señaló a dos de los humanos, el que Drizzt había derribado y otra más. Los dos estaban vivos, aunque heridos, y sus heridas no parecían mortales. Había una tercera que aparentemente estaba viva, pero con lesiones mucho más serias.
Drizzt puso su petate en el suelo y acudió primero a la mujer gravemente herida. Sacó algunas vendas y un emplasto de varias hierbas maceradas y rápidamente paró la hemorragia. Tan pronto como tuvo controlado el sangrado, miró a sus compañeros que lo miraban con incredulidad.
—¡Atended a los demás! —los apremió.
—Nos atacaron —le recordó Dahlia.
—Fue la… esa criatura la que nos atacó a través de ellos —les replicó Drizzt—. ¡Atendedlos!
Dahlia miró a Entreri con escepticismo, y a Drizzt con resignación. Daba la impresión de que la elfa era más tozuda y menos compasiva que Artemis Entreri.
—Atendedlos o nosotros… o yo… me quedaré aquí con ellos —les advirtió Drizzt, y eso zanjó la cuestión. Le arrojó su bolsa a Entreri.
Fueron seis los que poco después iniciaron el viaje por los túneles, los dos heridos leves, un hombre y una mujer, que entre los dos llevaban medio cargada y medio a rastras, a su otra compañera en unas improvisadas parihuelas que Drizzt había hecho con un capote y con los huesos de la criatura pisciforme que los había tenido esclavizados. Eran ciudadanos de Neverwinter, o lo habían sido.
—Yo me crie a las afueras de Luskan —le explicó a Drizzt la mujer, de nombre Genevieve, mientras andaban—. Mi familia llevaba allí una granja.
Siguió describiéndole el deterioro de aquella región, un triste relato que el drow conocía muy bien.
—¿Conocías a una familia Stuyles? —le preguntó Drizzt.
—Sí, el nombre me suena familiar —replicó Genevieve—, pero hace mucho tiempo. Ya llevo aquí muchos años. Desde antes de la catástrofe.
—Pero has sobrevivido —dijo Drizzt, y miró a Entreri al decirlo. El asesino tenía, por lo menos una expresión de interés.
—Todos lo hicimos —dijo el hombre que cargaba con la litera por el otro lado—. Gracias a esa cosa de allí.
—Sí, hemos estado aquí abajo durante años —añadió Genevieve. Hizo una mueca y pareció muy apenada mientras trataba de entender las cosas—. Un par de veces subimos después de la catástrofe. Supongo que a espiar, aunque casi no lo recuerdo.
—Pues habréis sido una espía fantástica entonces —dijo Entreri sarcástico.
—Era la criatura la que miraba a través de nosotros —explicó—. Y vaya si podía hacerlo. Podía hacer casi cualquier cosa.
—Mató a la gran serpiente y controló a su camada sin grandes problemas —añadió el hombre.
—Eran crías, entonces —comentó Drizzt, y se estremeció al pensar que las cloacas de Neverwinter podrían convertirse en poco tiempo en una floreciente comunidad de boas constrictor gigantescas.
Dejó entonces a aquellos tres para volver a reunirse con sus compañeros en la línea delantera.
Drizzt quería hablar con Entreri sobre aquel viaje, para ayudarle a reconocer la intrusión como lo que realmente era, a aprender de la dominación de los aboleth para que pudiera aprovechar esas lecciones mientras trataba de resistirse a un dominio semejante por parte de su vieja espada. Sin embargo, el drow se dio cuenta de que no podía hablar con el hombre en ese momento, ni con Dahlia, y rápidamente volvió atrás, siguiendo a los tres humanos heridos, ayudándolos en lo que podía, mientras Entreri y Dahlia lideraban la marcha, llevando el asesino una vez más la mitad del bastón de la elfa para protegerse de cualquier intrusión no deseada. Ya no necesitaban la luz de Centella porque fuera estaba saliendo el sol y se filtraba desde arriba por grietas o por enrejados ofreciendo luz suficiente para que los dos pudieran marchar en condiciones de baja visibilidad.
Mientras caminaban, iban charlando, y Drizzt sólo podía captar retazos de su conversación, lo cual aumentaba su frustración. Tras unas cuantas revueltas del camino, incluso esos retazos se le perdieron, ahogados por el ruido del agua que caía, ya que iban paralelos al río, muy cerca de él.
No obstante, los observaba y de repente se sentía muy alejado de ellos.
Se sentía muy perdido.
—Pronto —le susurró Entreri a Dahlia mientras iban adelantados con respecto a los demás.
Dahlia lo miró con curiosidad, sin llegar a entenderlo. ¿Se refería a que pronto saldrían de las alcantarillas? Tal vez, pero sospechaba que se trataba de algo más, especialmente teniendo en cuenta la extraña mezcla de secretos personales.
Entreri asintió, y ese sencillo gesto encerraba muchas cosas, el reconocimiento de cosas mucho más profundas que las implicaciones prácticas de esa única palabra que había pronunciado.
—Pronto —decía, refiriéndose a que Dahlia encontraría «pronto» una solución adecuada.
Ese «pronto», daba a entender, según Dahlia, que la resolución de su mayor tragedia y el momento más grandioso…
La guerrera elfa apartó la vista. No quería que él viera las lágrimas en sus ojos azules, no quería que este extraño, este antiguo adversario, que a lo mejor todavía lo era, volviera a escudriñar otra vez en su alma.
¿O acaso era sólo vergüenza?