7. SOMBRAS, SIEMPRE SOMBRAS

Effron no dejaba de mirar por encima del hombro, escudriñando la niebla cenicienta y las sombras interminables del Páramo de las Sombras. Se suponía que no debía estar ahí, y si Draygo Quick, el viejo y marchito mago de batalla, descubría su infracción contra la etiqueta y contra su condición, seguramente le aplicaría un severo castigo.

Pero tenía que saberlo.

Esto tenía que ver con Dahlia. ¡Tenía que saberlo!

A pesar de su desesperación, Effron no se atrevía a acercarse a la sede del gremio de Cavus Dun ni tampoco a hablar con ninguno de los jefes de esa organización. Ni hablar, irían corriendo a contárselo a Draygo, lo sabía, no iban a proteger la confidencialidad de un noble en ascenso como Effron frente a la posibilidad de desatar la ira de Draygo Quick.

Sabía que sólo contaba con unas horas, y al no poder localizar a Jermander ni a Ratsis en sus lugares favoritos habituales, y, lo que era más preocupante, cuando se enteró de que a Ratsis lo habían visto ese mismo día en el Páramo de las Sombras, se dirigió a unas ruinas retiradas en las que había una pequeña cabaña que al parecer nunca estaba en el mismo sitio más de unos instantes.

Effron esperó un cambio y entonces corrió hacia la puerta, estiró la mano y se encontró con… la nada más absoluta.

Sonriente, apreciando la inteligencia de la propietaria de la casa, el brujo contrahecho esperó y observó, tratando de descubrir alguna pauta dentro de los juegos ilusionistas. Cuando creyó haberla descubierto, empezó rápidamente un conjuro, programándolo para otro salto de la casa.

La cabaña desapareció y volvió a aparecer entre un par de grandes rocas. El fantasmal Effron se metió en el suelo, deslizándose por grietas de la piedra, dejándose caer y volviendo a aparecer justo donde debería haber estado la casa.

Pero estaba al otro lado del camino, junto a una roca diferente.

—¡Qué ingenioso! —dijo Effron para sí—. ¿Habrá estado realmente en este lugar alguna vez?

—¿Qué quieres? —le llegó desde detrás de él la cortante réplica, y sobresaltado se volvió con tanta vehemencia que el brazo tullido quedó convertido en un gran péndulo sobre su espalda.

—Cambiante —fue lo único que logró decir con voz vacilante al encontrarse frente a frente con la imponente mujer… o, como él mismo se dijo, con la apariencia de la mujer.

—¿Qué quieres? —le espetó otra vez, mordiendo las palabras con su áspero acento—. No me gustan las visitas inesperadas.

—Soy Effr…

—Ya sé quién eres. ¿Qué quieres?

—Tú fuiste con Jermander.

—Das mucho por supuesto.

Effron se enderezó y carraspeó antes de reformular la frase de forma más gentil.

—¿Fuiste con la banda de Jermander?

—Otra vez —repitió la Cambiante y desapareció a continuación. Effron pensó en volverse, suponiendo que ella estaría justo detrás de él, pero se lo pensó mejor.

—Yo contraté a Jermander de Cavus Dun…

—La mención de ese grupo, el reconocimiento de haberle pagado, el simple hecho de hablar de ello es razón suficiente para que lo maten a uno —fue la respuesta que le llegó desde detrás de él—. Suponiendo, por supuesto, que esa persona o ese grupo existan siquiera.

Effron se dio cuenta de que en su desesperación y su miedo de Herzgo Alegni… (¿o acaso era su miedo de decepcionar a Herzgo Alegni?), se estaba volviendo muy descuidado.

—Necesito saber cuál fue el destino de Dahlia —dijo simplemente, conteniendo su deseo de añadir detalles que pudieran involucrar a Cavus Dun, a Jermander, a Ratsis o cualquier otro.

—¿Dahlia? —preguntó la transformadora. De pronto Effron empezó a dudar de si realmente Jermander había subcontratado a la Cambiante, pero en ese momento ella añadió algo inesperadamente, en un susurro—. El hombre de Alegni.

Effron no sabía con certeza si la Cambiante se estaría refiriendo a él o a Barrabus el Gris, pero por la forma en que ella pronunció las palabras se inclinó por lo segundo, y eso le hizo pensar que estaba directamente relacionado con lo que había pasado, o no, en relación con Dahlia.

Se dio la vuelta para mirar a la mujer de frente.

—Todo lo que puedas decirme, todo lo que puedas averiguar para mí, será muy apreciado.

Ella lo miró con expresión de escepticismo.

—Y generosamente recompensado —añadió el brujo.

En la bonita cara de la Cambiante apareció una ancha sonrisa.

—Quinientas piezas de oro —dijo sin titubear.

Normalmente, Effron habría discutido, incluso hasta el punto de rechazar la transacción, tan escandaloso era el precio, pero una vez más el espectro de Alegni lo sobrevoló y, sacando una bolsa de monedas se las entregó a la Cambiante.

Por supuesto, aquello no era más que una imagen de la desconcertante mujer, y sintió un tirón desde un lado cuando la dama invisible se adueñó de la bolsa, que pareció desmaterializarse transformándose en nada en cuanto abandonó su mano.

Effron oyó el tintinear de las monedas al otro lado y a punto estuvo de volverse, pero se mantuvo en su sitio y se limitó a reír con impotencia. Puede que ella estuviera allí o puede que no, ya que aquella inteligente hechicera era capaz de cambiar el rumbo del sonido con la misma facilidad con que creaba las discrepancias visuales.

—No le dijiste a Jermander que el hombre de Alegni defendería a Dahlia —dijo.

—¿Defenderla? ¿No sería que quería adjudicarse su muerte? —replicó Effron.

—Fuera como fuese, Jermander está muerto.

Effron tragó saliva. De pronto entendió que tal vez habría que pagar un precio muy alto por la catástrofe que se avecinaba.

—¿Y Dahlia? —consiguió preguntar a pesar de que tenía la garganta agarrotada.

Herzgo Alegni se sentía prisionero en su propia ciudad de Neverwinter, y era una sensación que no le gustaba en absoluto.

—Me gustaría ver el resultado —afirmó tajante, y se dispuso a ir hacia la puerta.

—Nada de eso —le respondió Draygo Quick con aspereza.

Alegni hizo una pausa y se compuso, sin volverse para mirar al viejo y marchito brujo. La noticia comunicada por Draygo Quick de que Jermander y algunos otros de Cavus Dun habían muerto, no había sido bien recibida por Alegni; tampoco lo sorprendió porque se había imaginado en cuanto vio a Jermander en Neverwinter que Effron había contratado a los mercenarios y que Effron tendría la osadía de tratar de atacar a Dahlia a pesar de sus órdenes de no hacerlo.

Después de todo, para el joven brujo contrahecho eso sería una doble victoria.

—¿No crees que van a venir a por ti? —preguntó Draygo Quick—. ¿O que te tenderán una emboscada en cuanto abandones las defensas de este lugar?

Alegni se encogió de hombros como si aquello no tuviera mucha importancia. Después de todo Barrabus el Gris no tenía muchas posibilidades de esconderse de él, aunque le habría gustado que el vínculo mágico que tenía con ese peligroso hombre fuera más informativo y más continuo.

—¿No crees que van a venir a la ciudad a por mí? —preguntó.

—¿Y tú?

—Yo cuento con ello —contestó Alegni con una sonrisa—. Lo espero.

—No subestimes…

—No subestimo a nadie —le interrumpió Alegni—. A ti tampoco.

A Draygo Quick no era fácil sorprenderlo en una conversación, pero era evidente que Herzgo Alegni lo había conseguido ahora, y el guerrero tiflin hizo bien en no regodearse en ello.

—Effron es joven —dijo Draygo Quick y Alegni casi no podía creerse que el testarudo y fiero brujo estuviera cambiando de tema—. Es toda una promesa.

—Y un conflicto permanente —añadió Alegni.

—Lo es —dijo el brujo—. Especialmente en esta delicada situación.

—No fui yo quien lo trajo aquí —le recordó Alegni—. Yo no lo quería aquí. —Hizo una pausa y se quedó mirando con dureza al marchito brujo—. No lo quiero aquí.

Sin embargo, pensó que tal vez se había excedido cuando vio que Draygo Quick se ponía tenso y endurecía la mirada.

—Y sin embargo, está aquí —dijo tajantemente el brujo—. Y aquí se queda porque yo lo ordeno.

La expresión de Alegni se hizo tensa, pero el tono de Draygo Quick no dejaba lugar para la discusión.

—Hay castigos adecuados y hay castigos excesivos —le advirtió Draygo Quick—. Cuando uno de mis acólitos recibe un castigo desmesurado lo tomo como algo personal.

—Y hay compensaciones —ofreció Herzgo Alegni.

Draygo Quick ladeó la cabeza intrigado. Parecía tan decrépito y marchito que, de haber estado echado, Herzgo Alegni podría haber pensado que había muerto.

—Sylora Salm está muerta y entre los thayanos reina la confusión —explicó Alegni—, pero no están totalmente derrotados. Y hay otros intereses en la región, entre ellos los de estos ciudadanos de Neverwinter a los que he subyugado, y algunos agentes, supongo, de otras partes interesadas. Ha llegado el momento de hacer una buena manifestación de fuerza.

—Otra vez pides más soldados.

—Podría parecer prudente —dijo Alegni con un encogimiento de hombros.

—Lo mejor que podrías hacer para asegurar tu dominio sobre este lugar es destruir a estos asesinos que te persiguen —replicó Draygo Quick.

—Eso haré —le aseguró Alegni, y por instinto llevó la mano a la empuñadura de la Garra, aunque últimamente la espada le había dado poca información sobre Barrabus el Gris—. Pero de todos modos… para minimizar el daño ocasionado por Effron…

—Cien —accedió Draygo Quick.

—Trescientos —empezó a regatear Alegni, pero Draygo Quick lo cortó en seco.

—Cien —dijo con tono definitivo.

Tras una reverencia cortés y prudente, Herzgo Alegni se marchó.

—¿Entiendes cuál es tu papel? —preguntó Draygo Quick en la habitación aparentemente vacía.

De detrás de un tapiz salió un elfo shadovar vestido con bombachos finos y un lujoso chaleco. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de copa adornado con una cinta de gemas. La camisa blanca ablusada abierta hasta la altura del chaleco mostraba un cuello bien torneado y un pequeño tatuaje a la derecha de la tráquea: las letras CD, de Cavus Dun, entrelazadas.

—Aquí se nos presenta una gran oportunidad —dijo Draygo Quick.

—Y un gran riesgo —replicó el elfo, Glorfathel, cuyas palabras tenían más peso a la luz de las recientes pérdidas sufridas por Cavus Dun.

—Tú eres mi protección contra eso —dijo el viejo y poderoso nigromante.

El elfo hizo una profunda reverencia.

—¿Cómo lo sabré?

—Confío en tu buen juicio —le aseguró Draygo Quick—. Esta región de Toril, en especial el Bosque de Neverwinter, es importante para nosotros, sin duda, pero no con la urgencia que tiene Herzgo Alegni. Y no me dolerán prendas si tengo que embarcar a este temperamental tiflin en alguna empresa descabellada.

—Lo entiendo.

—Ya sabía que lo harías.

—¿Pensaste que sería de otro modo? —preguntó Arunika a Jelvus Grinch cuando se lo encontró junto a algunos otros ciudadanos destacados de Neverwinter. Todos estaban con los brazos en jarras contemplando mudos de asombro diversos puntos de las murallas de la ciudad que estaban sumidos en una penumbra más profunda. En todos esos puntos habían aparecido sombrías puertas mágicas, como portales al vacío, y por ellas entraban soldados netherilianos, sombras todos ellos.

—¿Es una invasión? —le preguntó Jelvus Grinch a la pelirroja.

—Si lo es, sería prudente pensar en marcharse —respondió desde atrás una voz mientras hacia el espacio abierto avanzaba una enana cubierta con la suciedad del camino.

—¿Y quién vienes a ser tú, buena enana? —añadió Jelvus Grinch.

—Ámbar Gristle O’Maul, a tu servicio —dijo la interpelada con una profunda reverencia—. De los O’Maul de Adbar. Mi amigo y yo acabamos de llegar a vuestra hermosa ciudad.

—¿Tu amigo?

—Durmiendo —explicó Ámbar.

—¿Y venís de dónde?

—De Luskan. ¡Y en menudo lío se ha convertido ese lugar!

—Un paraíso comparado con Neverwinter —comentó otro hombre, ocurrencia que varios rieron, aunque con una risa nerviosa sin duda.

—Ah, veo que tenéis algunos problemas, y creo que mi amigo y yo seguiremos camino tan pronto como podamos.

—Deberíais hacerlo ya mismo —dijo Arunika con bastante frialdad—. Esto no os incumbe.

La enana la miró con curiosidad unos instantes, después se limitó a hacer una inclinación de cabeza y a marcharse.

—¿Por qué iba a invadir Herzgo Alegni lo que ya es suyo?

Grinch le dirigió a Arunika una mirada furiosa.

—Tú tuviste bastante que ver en su camino ascendente —le recordó—. Al principio, cuando llegó, nos animaste diciendo que podría ser nuestra gran esperanza.

—No podríamos haber previsto la caída de Sylora Salm —admitió Arunika—. Al menos no de la manera en que sucedió. Eliminado el contrapeso de los thayanos…

—Sólo quedan Alegni y los netherilianos —terminó Jelvus Grinch.

—No tiene por qué ser así —dijo Arunika—. Confío en que haya más en juego.

—Cuando decidas que soy digno de recibir tu información, no olvides decirlo —replicó sarcásticamente Jelvus Grinch.

Arunika no se molestó en responder al hombre, y en realidad no tenía nada definitivo que decir ni que decirle a él. Creía que Dahlia y su explorador drow, Drizzt Do’Urden, iban a por Alegni, puede que incluso seguidos por el campeón del netheriliano, pero no podía estar segura. Y aunque fueran a por él, pensó para sus adentros ¿qué podrían hacer tres personas contra las docenas de nuevas aportaciones netherilianas que recorrían las calles de la ciudad? Porque a diferencia de Sylora, que estaba excesivamente confiada en su fortaleza del bosque, era evidente que Alegni ahora estaba en guardia.

La súcubo se aconsejó paciencia. La Soberanía Abolética se había marchado por el momento, pero era probable que volvieran. ¿Volverían realmente?

Sus propios pensamientos hicieron que Arunika se parara a pensar. Le había asegurado al hermano Anthus que la retirada de la Soberanía sería sólo temporal, pero ¿cómo podía saber ella nada sobre aquellas extrañas criaturas con forma de pez venidas de otro mundo? Irían y volverían como les diera la gana.

¿Y realmente los quería allí, siquiera? Arunika pensó que había conseguido entenderlos, al menos en lo relativo a su pasión por el orden que incluso superaba a la suya, pero en esto había algo más, y la súcubo no pudo negar cierta sensación de alivio al saber que los aboleth se habían retirado de la región. Porque dentro de su promesa de orden se atisbaba una amenaza de esclavitud, puede que incluso para un ser tan poderoso como ella.

La súcubo pensó en el panorama de la ciudad a su alrededor. Había invertido mucho allí, años de su tiempo en el plano material. Glasya había accedido a regañadientes a dejarla ir a ese lugar y quedarse tanto tiempo, y sólo por la pasión e insistencia de Arunika que afirmaba que sus sutiles enseñanzas podían conseguir que los desesperados habitantes de las ruinas de Neverwinter se sometieran sutilmente a la voluntad de Glasya, a quien ella profesaba lealtad.

Pero en qué punto se encontraba ella ahora, con respecto a todo aquello. Los cambios en la región podían resultar muy espectaculares, y después de todo ¿llegaría ella a verlos siquiera? Porque si bien le resultaban seductores el movimiento de tropas y el cambio de poder en la región, puede que se estuviera aburriendo un poco de todo eso.

En primer lugar, ¿por qué había de interesarle oponerse a Herzgo Alegni? Jelvus Grinch tenía razón, ella misma había alentado a ese osado guerrero tiflin a asumir un poder más sólido en Neverwinter. Y aunque sinceramente había sido más para ofrecer un contrapeso a la amenaza de los thayanos, ¿en qué iba a favorecerla a ella que Jelvus Grinch y los suyos recuperasen la supremacía en Neverwinter en ese momento?

Al fin y al cabo, ninguno de ellos podría satisfacerla del modo en que lo hacía Alegni. Ninguno de ellos podía aspirar a una posición real de poder e influencia, dentro o fuera de Neverwinter, como la que Alegni había alcanzado y sin duda mantendría.

Tal vez pudiera llegar a convertirse en consorte de Alegni, y contribuir a que él alcanzara nuevas cumbres de poder y emprendiera empresas más osadas. Tal vez podría usarlo para atraer la atención de Aguas Profundas y así desencadenar sobre Neverwinter una contienda aún mayor, una que enfrentase directamente al imperio de Netheril contra los señores de Aguas Profundas.

Podría ser sublime.

A pesar de todo, la súcubo no consiguió esbozar una sonrisa. Esas acciones temerarias desencadenarían una oposición poderosa. Tal vez demasiado poderosa. Supongamos que lo conseguía para encontrarse finalmente con que la Soberanía había regresado y no veía con buenos ojos sus elecciones, el hecho de que hubiese ayudado a Netheril a afianzarse allí.

Y sin embargo…

—El anillo de pavor de los thayanos sigue animando cadáveres —le dijo Alegni a Effron a altas horas de la noche.

—Sylora Salm está muerta y el poder del anillo muy disminuido —le aseguró Effron, y el joven brujo intentó con todas sus fuerzas no mirar a Alegni con demasiada curiosidad, aunque sospechaba por el tono del corpulento tiflin que Alegni estaba sugiriendo algo.

—Pero sigue funcionando.

Effron se encogió de hombros y trató de parecer desinteresado. Al fin y al cabo, ¿qué importaba?

—Afectan incluso a nuestros propios shadovar caídos, que vuelven a ponerse de pie, esta vez contra Netheril —dijo Alegni.

—Así ha sido.

—Un curioso zombie nos atacó este mismo día. Supongo que lo conocerás.

Effron tragó saliva y cuando miró al enorme guerrero supo lo que realmente quería decir Alegni: Jermander.

—Atacaste a Dahlia sin mi permiso —fue la acusación franca de Alegni.

S-sólo para capturarla —tartamudeó el brujo tiflin—. No tenía que sufrir ningún daño.

—¿Y tus mercenarios de Cavus Dun eran tan refinados como para hacer semejante distinción? —preguntó Alegni con un escepticismo mordaz.

—¡Por supuesto! —insistió Effron tomándose apenas tiempo para pensar las palabras antes de pronunciarlas—. Empleé a Ratsis y sus arañas. ¡Y a la Cambiante! Incluso la Cambiante…

Casi pudo terminar antes de que Herzgo Alegni le atizara un revés que lo lanzó al otro lado de la habitación, donde cayó al suelo desmadejado. El jefe tiflin se lanzó a por él y lo cogió por el cuello, poniéndolo de pie antes de que pudiera recuperarse del golpe.

—No eres una entidad independiente —le advirtió Alegni—. Tú eres mío y yo hago contigo lo que me place.

—Draygo —consiguió farfullar Effron, pero eso sólo le valió una violenta sacudida que dejó flameando su brazo tullido y le hizo castañetear los dientes. Cuando acabó, Effron estaba sin resuello, pero consiguió decir—: La Cambiante —una vez más, esta vez con voz lastimera.

Alegni lo tiró sobre una butaca.

—Era una banda poderosa —dijo Effron cuando consiguió recomponerse. Alegni había ido a la puerta de su balcón y estaba allí contemplando Neverwinter, la vista fija en el puente que llevaba su nombre.

»Habría sido un regalo para ti —añadió el joven brujo después de un largo silencio.

Herzgo Alegni se dio la vuelta y miró a Effron con incredulidad.

—De haber matado mis mercenarios al drow y haber apresado a Dahlia —trató de explicar Effron alzando el tono de la voz, ya que esperaba que el furioso Alegni se precipitase sobre él y lo golpeara de nuevo, o algo peor.

—¿Querías capturar a Dahlia para mí? —preguntó Alegni escéptico.

—¡Seguro que tú querías que la capturara!

—¡Lo hiciste por ti! —le gritó Alegni, y su sonora voz sofocó cualquier patético intento de negar la evidente verdad de la cuestión—. Quieres vengarte de Dahlia. ¡Tu lujuria supera incluso a la mía!

—Yo… yo… —Effron negó con la cabeza y fijó la vista en el suelo, incapaz de negar lo evidente. Sabía que tenía los ojos húmedos y no sabía si ocultar la mirada o si enjugarlos para que las lágrimas no se deslizaran por su rostro enjuto.

Herzgo Alegni no era de los que admiten lágrimas.

El corpulento tiflin no avanzó, y Effron se dio cuenta de que la postura de Alegni se había suavizado bastante, lo mismo que su expresión burlona.

—No puedo culparte —dijo.

—Creía que sería una victoria segura —admitió Effron—. La Cambiante, Jermander, Ratsis el criador de Arañas, y otros guerreros y monjes además de ellos. —Se animó un poco al ver que Alegni daba muestras de conocerlos, porque seguramente los netherilianos más importantes de la región del Páramo de las sombras conocerían esos nombres.

—No era una banda cualquiera, y tampoco resultaban baratos. Son cazadores expertos.

—Y sin embargo, Dahlia y su nuevo compañero consiguieron derrotarlos —replicó Alegni.

—Puede que tuvieran aliados —razonó Effron, y notó que Alegni llevaba la mano a la empuñadura de la Garra al oír eso. Ninguno de los dos lo dijo en voz alta, pero ambos sabían que era muy probable que Barrabus el Gris hubiera tenido algo que ver.

—No encontrarán aliados suficientes para entrar en la ciudad —declaró el guerrero tiflin.

—Aprovechaste mi acción para conseguir refuerzos —dedujo Effron, y se atrevió a sonreír—. Convertiste mi error en ventaja en tu continua negociación con Draygo Quick.

—Harías bien en guardarte tus conjeturas —lo interrumpió Alegni, y su expresión se volvió más ceñuda que nunca. Effron abrió mucho los ojos y cerró la boca, dándose cuenta de que avanzaba por un camino peligroso ya que se enfrentaba a Herzgo Alegni que, aunque comprendiera la motivación de Effron, no era de los que perdonan, ni era muy dado a apiadarse. Sin embargo, Alegni parecía distraído.

Lentamente, el joven brujo se levantó de la butaca a la que lo había arrojado Alegni, sin perder ojo al corpulento tiflin, a todos sus movimientos, y listo para dejarse caer otra vez en cuanto pensase que estaba enfadando al voluble guerrero. Aun cuando ya se había puesto de pie, Effron se movía con cautela, pero el tiflin no dio muestras de seguir con ganas de castigarlo.

Effron se dirigió lentamente a la puerta del balcón. Alegni lo miró fijamente y él se quedó paralizado, esperando un ataque.

Pero sorprendentemente, la expresión de Alegni era de simpatía. Miró a Effron, asintió lentamente con la cabeza, y dijo:

—La apresaremos.

Después de su encontronazo con Jelvus Grinch, Arunika no estaba de humor para el avinagrado hermano Anthus, que a horas avanzadas de la noche acudió a llamar a la puerta de su cabaña situada al sur de la ciudad.

—¡Arunika! —llamó a viva voz mientras daba golpes en la puerta.

Arunika abrió la puerta de golpe, sorprendiendo al joven monje en mitad de un golpe.

—Arun… —empezó a decir, pero se calló abruptamente.

—Eso es, anuncia nuestra relación a estas horas a todo el mundo —respondió Arunika, marcando cada sílaba con sarcasmo. Cogió a Anthus por la muñeca y tiró de él con fuerza—. Entra aquí —ordenó, y cerró la puerta con un portazo tras él.

—¡Dijiste que no conseguiría más ayuda de Netheril! —dijo el monje con tono de reproche y apuntando con su dedo a la cara a Arunika.

La cansada y furiosa diablesa tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no arrancarle el dedo de un mordisco.

—No parecía probable.

—¡Pues te equivocaste!

Arunika se encogió de hombros y alzó las manos como si eso no tuviera la menor importancia.

—¿Es que si yo hubiese previsto la llegada de estos refuerzos podríamos haber hecho algo para cambiar las cosas? —preguntó—. ¿Qué medidas habrías tomado, o me habrías hecho tomar a mí para evitar que Alegni afianzara su control?

—Podríamos haber acudido antes el embajador —decía Anthus con rabia, casi incoherentemente—. Podríamos haber convencido a la Soberanía…

—¡De nada! —lo interrumpió Arunika. Se le había acabado la paciencia.

—¡No! —Anthus salió despedido hacia atrás por los aires, lanzado por una mano abierta aplicada sobre su pecho. Se dio un buen golpe contra la pared, y de no haber sido por ella seguramente habría caído al suelo.

Casi sin aliento, Anthus se volvió a mirar a Arunika, a la que había conocido como una simple mujer humana, atrevida en su actividad furtiva y en el espionaje y sin duda con una sexualidad muy poderosa, pero nada más que una mujer.

Arunika se dio cuenta de que se estaba planteando esas cosas en ese preciso momento. Lo había golpeado con fuerza, con más fuerza de la que era dado esperar en cualquier mujer de su estatura.

¿Habría traicionado su verdadera identidad?

Por un momento, Arunika pensó que tal vez sería prudente ir y romperle el cuello sin más a aquel necio.

Sin embargo, fue sólo un momento. El hermano Anthus podía ser un tonto, pero al final era su tonto. Los contactos del joven con el embajador abolético le habían ahorrado muchas negociaciones personales con las criaturas de otro mundo. Podía manipularlo y controlarlo sin problema, y eso era un dato a su favor.

—No podríamos haber hecho nada si hubiéramos pensado que el imperio de Netheril reforzaría las fuerzas de Herzgo Alegni —dijo con calma—. Con los thayanos en franca retirada y después de haberse ido la Soberanía, tenemos poca influencia contra los netherilianos.

—Entonces ¿qué vamos a hacer? —preguntó Anthus, o más bien intentó preguntar, porque tuvo que repetirlo varias veces hasta que recobró por fin el aliento. Se puso de pie y se alisó la túnica—. ¿Nos vamos a limitar a permitir este dominio de los netherilianos?

—Si se extralimitan, llamarán la atención de Aguas Profundas —dijo Arunika, consciente de que sus palabras no sonaban convincentes—, pero hay otras posibilidades en marcha —añadió rápidamente cuando el hermano Anthus se disponía, predeciblemente, a rebatirla.

El monje la miró, con expresión evidente de curiosidad y claro escepticismo.

—De modo que por ahora lo que debemos hacer es observar —le aconsejó Arunika—. Habrá brechas en las defensas de Alegni, siempre las hay. Encuentra esas brechas, encuentra sus debilidades. Cuando sus enemigos, sean quienes sean, hagan su aparición, nosotros, tú y yo, estaremos preparados para aprovechar esas debilidades.

—¿Qué enemigos? —preguntó Anthus.

—Eso también nos toca averiguarlo a nosotros —dijo Arunika crípticamente, poco dispuesta a mostrar sus cartas por temor a que ese blandengue de Anthus se pusiera a interrogar a Alegni en caso de que sucediera. Y teniendo en cuenta sus gritos ante la puerta de su casa y su manifiesta agitación, Arunika no descartaba que el tonto no tardara en atraer sobre sí miradas curiosas poco deseables.

Como para corroborar sus temores, Anthus empezó otra vez a gruñirle y a gritarle, incluso se atrevió a dar un paso adelante. Pero Arunika ya había tolerado demasiado. Esta vez no lo castigó físicamente, sino que utilizó sus poderes mentales. Asaltó a Anthus con una ráfaga arrolladora de fuerza de voluntad, transmitiéndole imágenes en las que ella le arrancaba el corazón y otras gracias que hicieron que el monje se parara en seco y se la quedara mirando con expresión de incredulidad.

—Yo también he aprendido unos trucos de la Soberanía —mintió Arunika—. Herzgo Alegni ha hecho avances temporales en un juego tan fluido como el mar. Las olas volverán a romper contra él.

—Lo subestimaste —dijo en voz baja Anthus, al que evidentemente se le habían bajado los humos.

—Y tú me subestimas a mí —le advirtió Arunika. Lo dijo con tanta fuerza que la súcubo a punto estuvo de tragarse su propio farol. Alegni podría ganar en esto, o podría perder, y aunque ella prefería lo segundo, si la Soberanía regresaba ella tenía intención de encontrar su lugar favorito en ambos casos.

Se dirigió a la puerta y la abrió de par en par.

—Sal de aquí —le indicó—. Y no vuelvas dirigiendo tu ira sobre mí a menos que quieras dirigirte rápidamente hacia el fin de tus días.

El hermano Anthus se puso de lado para pasar junto a ella, como si no se atreviera a perderla de vista mientras estaba a su alcance. Sin embargo, no había hecho más que atravesar la puerta cuando se volvió, alzó un dedo y empezó otra vez con su perorata.

Arunika le cerró la puerta en las narices y se repitió varias veces que Anthus era un idiota, pero le era útil. Era lo único que la disuadía de volver a abrir la puerta y arrancarle el corazón.

—¡No, no puedes! —dijo Invidoo con un silbido y un gesto desdeñoso, lanzando su cola de punta emponzoñada por encima del hombro.

Sólo una hábil maniobra del otro gnomo impidió que ese aguijón le sacara un ojo, aunque de todos modos le arrancó buena parte de la enorme oreja.

—Te he buscado por toda la extensión de los Nueve Infiernos y el Abismo —dijo Invidoo con voz estridente, y el diminuto diablo cayó de lado llevándose la mano a la destrozada oreja. El veneno no iba a perjudicar al gnomo, por supuesto, pero la herida era real y dolía lo suyo—. ¡No puedes negarte!

—¡Tú quieres imponerme un contrato! ¡No! —gritó el gnomo, pero en ese preciso momento, antes de que se desatara una auténtica gresca en las cenizas humeantes de esa tierra infernal, surgió una voz más potente.

—No, él no —dijo el gran demonio—. Yo te lo impongo.

El furioso gnomo contrajo la cara y dejó escapar un gruñido ronco de frustración entre los dientes puntiagudos, porque comprendió lo inevitable de la situación, teniendo en cuenta a su señor, desde el momento en que se enteró de la averiguación de Invidoo.

—Vas a reemplazar a Invidoo como sirviente de Arunika —indicó la gran bestia—. Este es mi deseo.

El pobre gnomo se relajó entonces y miró con odio a Invidoo. La criatura estaba indefensa. Su señor había hablado.

Y por supuesto todo tenía sentido, teniendo en cuenta la historia.