5. EL GÉNERO OPRIMIDO

Los driders no son precisamente unas criaturas tranquilas, especialmente cuando una veintena de ellos, provistos de armas y armaduras y sedientos de lucha se pasan el tiempo rascando el suelo y las paredes rocosas de una caverna.

Yerrininae creía que se estaba tramando algo. Podía sentirlo, y era una sensación tangible, no sólo un instinto visceral.

El aire estaba más frío, y no era un frío natural.

El jefe drider acompañado de sus fuerzas emprendió una marcha desaforada, tomando de una forma temeraria las curvas cerradas del corredor. Había enviado a dos exploradores por delante y ahora sabía, simplemente lo sabía, que se iban a encontrar… con algo.

Tan concentrado iba el gran mutante que a punto estuvo de pasar por alto un cruce destacado en un corredor que en general no tenía nada de notable.

Yerrininae derrapó hasta detenerse, tratando de afirmarse en la piedra con las ocho patas. Detrás de él, varios driders frenaron rápidamente, intentando con denuedo evitar un choque con su implacable jefe.

—¿De qué se trata, mi comandante? —se atrevió a preguntar uno mientras los demás miraban en derredor confundidos.

Yerrininae seguía mirando la pared y no el corredor abierto que tenían delante. Se desplazó lentamente, casi con respeto, y con la lanza que llevaba en la mano izquierda describió un gran círculo mientras que con la otra tanteaba una peculiar grieta de la pared. Al hacerlo, una ancha sonrisa se dibujó en su cara.

—¿Mi comandante? —volvió a preguntar el otro drider.

—Esto no es una grieta natural en la piedra —explicó Yerrininae—. Esto es una junta… en una época, hace tiempo, tal vez un portal… una especie de puerta.

El otro drider se atrevió a acercarse y, a instancias de Yerrininae, alzó la mano para tantear las líneas rectas de la piedra trabajada.

—¿Qué significa? —preguntó.

Yerrininae se enderezó y miró en derredor, estudiando las cavernas y los corredores que habían recorrido ese día.

—Significa que esta era la coordenada exterior.

—¿De qué?

Yerrininae miró al drider y sonrió.

Un alarido los interrumpió. Resonó en todas partes, repetido por el eco, como si de repente un centenar de guerreros driders estuvieran en una situación apremiante. Yerrininae se lanzó de un salto corredor abajo, coordinando perfectamente sus movimientos para alcanzar la máxima velocidad de carga, lanza en ristre.

Cuando apenas habían superado unos cuantos recodos del camino, encontraron a sus exploradores, aunque los driders eran apenas visibles debajo de un montón de enanos espectrales semitraslúcidos que movían frenéticamente brazos y piernas.

No, se dio cuenta Yerrininae, no eran enanos espectrales sino auténticos espíritus, y ordenó a sus subordinados que se metieran en el tumulto.

Él encabezó la acometida. Yerrininae jamás observaba una batalla desde fuera. Se enfrentó a una pequeña horda de fantasmas, cortando y acuchillando con su hermosa espada drow a diestro y siniestro.

Pero el resultado fue magro, porque esas criaturas sólo estaban parcialmente unidas al plano material. Era muy difícil hacer blanco en ellas, ya fuera con un arma o con las extremidades. Del mismo modo, tampoco los embates con que respondían llegaban fácilmente a su objetivo.

Sin embargo, otra docena de fantasmas abandonó a uno de los desdichados exploradores para cargar contra él; Yerrininae se dio cuenta de que esos ataques aparentemente insustanciales, combinados podían ser muy efectivos, porque el explorador del que se habían apartado se desplomó en el suelo con la cara convertida en una máscara sanguinolenta a la que le faltaban los ojos y con los labios destrozados, la cabeza aplastada como si se la hubieran apretado entre pesadas piedras. La criatura tenía un aspecto mustio, sustentada por la simetría de sus ocho patas, pero más muerta que viva.

—¡Cerrad filas! —ordenó el jefe drider.

Cuando los valiosos guerreros drider se replegaron, Jearth ordenó a sus tropas de choque que se colocaran delante y cargaran contra el enemigo.

Goblins, orcos y pesadillas avanzaron en tropel por el corredor hasta la caverna que se abría al final del mismo, luchando contra todos sus instintos que les decían que se dieran la vuelta y salieran huyendo, porque si alguno lo hacía, si alguno tenía la menor vacilación, sentía en sus carnes la mordacidad de las ballestas drows.

—¡Fantasmas enanos! —gritó Ravel contento desde atrás—. ¡Gauntlgrym! ¡Tiene que ser Gauntlgrym! Justo delante de nosotros. Hemos encontrado la ciudad enana.

—No podemos saberlo con certeza —dijo Berellip a su lado.

—Puedo sentir la energía del lugar —sostuvo Ravel—. Energía primordial.

Y no era un farol ni se imaginaba nada como consecuencia de la aparición de los fantasmas enanos. La sensación de magia vinculada era fuerte y primordial. Podía sentirla bajo sus pies. Ravel había trabajado mucho con elementales durante el tiempo pasado en Sorcere. Gromph Baenre era muy dado a convocarlos por docenas, de todos los tipos, con el solo objeto de atormentarlos.

Pensó en mantener una consulta con su hermano Brack’thal, de quien se decía que era muy versado en las artes elementales en los años anteriores a la Plaga de Conjuros. Sólo una breve consulta, porque no quería darle a Brack’thal esa satisfacción.

Aun sin esa confirmación, Ravel conocía la sensación de la magia elemental, y de ese tipo era la energía crepitante que sentía ahora en el suelo y en las paredes, una resonancia profunda de la más pura energía.

Siguiendo la pared de la izquierda llegaba Tiago Baenre, cargando con su lagarto por encima de las cabezas de la multitud de drows que había en el lugar.

—Los goblins no producirán gran efecto —les dijo a Ravel y a los demás—. Estos defensores espectrales los superan con creces.

—¿Vas a lanzar una red relampagueante sobre ellos, querido hermano? —inquirió Berellip, y detrás de ella Saribel soltó una risita.

—Podría resultar muy potente —respondió Ravel haciendo caso omiso del sarcasmo.

Berellip lanzó un suspiro exasperado y pasó a su lado, seguida de Saribel y las demás sacerdotisas de Lloth.

En cuanto hubieron pasado, el joven Baenre se comunicó con Ravel por señas:

¿Quieres que reúna a tus magos para que podáis montar una segunda red relampagueante?

La pregunta pilló a Ravel descolocado, tanto que se opuso e incluso dio un paso atrás. Se quedó mirando a Tiago unos momentos para asegurarse de que el guerrero hablaba en serio. Miró corredor abajo; los sonidos bastaron para convencerlo de que su carne de cañón goblin estaba siendo masacrada.

Ravel asintió. No iba a darles a sus hermanas la satisfacción de ser las salvadoras.

—Son una ralea contumaz —admitió Berellip ante Saribel. Habían lanzado contra los enanos un vasto repertorio de conjuros, desde haces brillantes de luz impura hasta oleadas de mordaces llamas. Habían hecho uso de su alianza con Lloth para ahuyentar a los espectros e incluso habían intentado someter a los espíritus a su voluntad, dominarlos y volver a algunos contra los demás.

Pero realmente eran porfiados, mucho más de lo que suelen serlo estas criaturas no muertas.

—Están luchando por su patria más antigua —continuó Berellip, razonando sobre la marcha—. Están vinculados a este sitio como guardianes, por una devoción excepcional.

—No va a ser fácil hacerlos desistir, ni tampoco destruirlos —reconoció Saribel.

—Seguid combatiendo —les indicó Berellip a Saribel y a las demás, y se disponía a formular el siguiente conjuro cuando se detuvo abruptamente, sobresaltada al ver a Tiago Baenre y a Jearth Xorlarrin, que pasaban por delante de ella con una multitud de jinetes sobre sus lagartos.

La caballería irrumpió en la caverna, desviándose hacia la derecha mientras extendían su línea.

Siguiéndolos de cerca llegaron Yerrininae y los driders, reforzando la línea cuando empezó a avanzar hacia la izquierda, despejando exitosamente la esquina más próxima a la derecha de la caverna.

Ravel y sus magos se colocaron en ese espacio abierto. Berellip escupió sobre la piedra e instó a sus sacerdotisas a proseguir con conjuros más potentes. Ella empezó a lanzar sus propias ráfagas de devastación brillante, líneas concentradas de luz impura, mientras Ravel y los suyos se colocaban y empezaban a hilar sus conjuros.

Se transformó en una competición ya que la sacerdotisa y el mago pretendían llevarse los mayores honores en la matanza de espectros.

—Maldito seas —le dijo Berellip a Tiago cuando él ordenó un repliegue en el momento preciso, retrocediendo el jinete drow y el drider al mismo tiempo hacia el flanco opuesto en el momento exacto para que la red relampagueante pasara por encima de ellos sin producir ningún daño.

Los fantasmas enanos no huyeron como habían hecho los orcos en el fondo de la caverna, y multitud de ellos cayeron bajo esa red. Los filamentos crepitantes, mordaces chisporroteaban mientras se ensañaban con ellos.

Berellip y muchos otros drows apartaban sus sensibles ojos de la brillante energía blanca.

Cuando todo se aquietó finalmente, el número de fantasmas se había reducido considerablemente. Los pocos que quedaban se retiraron a los corredores más estrechos gimiendo todo el tiempo.

—¡Tomad la caverna! —sonó la voz de Jearth por encima del barullo reinante—. ¡Hurra por Ravel!

Se oyó una gran ovación mientras Berellip echaba chispas.

Su expresión no se suavizó cuando Tiago Baenre cabalgó hasta llegar junto a ella y a Saribel.

—Has elegido un bando —le advirtió Berellip—. Te has equivocado.

—Nada de eso —respondió Tiago con displicencia—. Fue un trabajo conjunto, y tú y tus sacerdotisas hicisteis lo vuestro al fin y al cabo. Quiero decir que no sólo en el dormitorio.

—Blasfemia —masculló Saribel, y Berellip se quedó mirando al ambicioso varón sin podérselo creer.

—Menuda paliza le disteis a vuestro hermano por un desaire tan inocuo y, por cierto, tan digno —dijo el confiado Baenre, siempre tan lleno de sorpresas.

—¿Están acostumbradas tus hermanas Baenre a que les hables de esa manera? —dijo Berellip con tono amenazante.

—¡Por supuesto que no! —dijo Tiago riendo.

—¿Cómo te atreves? —lo increpó Saribel.

—Mi querida Berellip —dijo Tiago, que a Saribel sólo la consideraba digna de un guiño lascivo—, eres una sacerdotisa de Lloth. —Acompañó sus palabras de una leve reverencia, impedido como estaba por el hecho de estar sentado a horcajadas sobre su lagarto—. Y yo soy el hijo de la Casa Baenre.

—Eres un varón —dijo Berellip, como si eso fuera suficiente para que Tiago tuviese que mostrarse humilde, pero él se irguió más en su montura y se rio de ella.

—Ya entiendo —dijo Tiago acompañando sus palabras con una inclinación de cabeza—. Según todas las convenciones, tú eres mi superior, y crees que eso es así. Pero piensa un poco: ¿de qué lado estaría la Madre Matrona Quenthel en nuestra batalla? En lo que concierne a las costumbres, tienes razón en indignarte, pero en el aspecto práctico…

—Estás muy lejos de la Casa Baenre —le advirtió Berellip.

—¿Crees que fui elegido al azar para acompañaros?

Eso dejó pensativa a Berellip.

—Elegido —repitió Tiago, enfatizando la palabra—. La Casa Baenre conoce todos tus movimientos, y todas tus intenciones. Espero que entiendas que yo, y sólo yo, decidiré si la Casa Baenre concederá a los Xorlarrin el espacio que deseáis para fundar vuestra ciudad. Sólo yo. Una palabra en contra por mi parte condenará a Xorlarrin al papel de un noble… a excepción, quizá, de algunos hiladores de conjuros, cuyos poderes han interesado a la Madre Matrona Quenthel últimamente. Puesto que Gromph permanece la mayor parte del tiempo en sus aposentos de Sorcere y no se mete mucho en los asuntos de los Baenre, Quenthel ha notado una laguna cada vez mayor en la armada de la Casa Baenre, una laguna que podría subsanarse muy bien absorbiendo a algunos de los eximios hiladores de conjuros de los Xorlarrin.

—¡Entonces querría que fueran obedientes! —sostuvo Berellip, y su tono reflejó cierta desesperación que demostró a las claras que había perdido la iniciativa en esa discusión.

Tiago había pasado sin dificultad a tener la voz cantante, y no estaba dispuesto a perderla.

—Ella querrá lo que yo le diga que quiera —replicó el joven y descarado guerrero—. Y para acabar con cualquier esperanza secreta que puedas albergar, quiero que sepas que en caso de que yo resulte muerto aquí fuera de Menzoberranzan, la Madre Matrona Quenthel hará responsable a Zeerith Xorlarrin, y por supuesto también a sus hijas.

Berellip se lo quedó mirando sin pestañear, sin retroceder ni un paso. No estaba dispuesta a darle esa satisfacción.

—Condenarías a Xorlarrin al papel de un noble —repitió Tiago con calma; después sonrió y dijo por señas algo que sólo Berellip pudo ver: Espero con impaciencia nuestra próxima cita. Dicho lo cual se alejó cabalgando, como si nada hubiera pasado.

No mucho más atrás de donde había tenido lugar ese encuentro, Brack’thal Xorlarrin se apoyaba contra la pared de piedra del corredor, repasando la piedra con sus dedos sensitivos, penetrándola con sus pensamientos. Ravel había sentido allí el cosquilleo de la energía elemental, pero ni de lejos llegaba a la comprensión que tenía Brack’thal de esa magia. En sus tiempos había sido uno de los evocadores más potentes de Menzoberranzan, un drow capaz de llegar a los planos elementales, o eso parecía, para producir fuego y relámpagos y otros poderes primordiales. En una ocasión había estado al mando de una compañía completa de elementales de la tierra, y eso sólo para impresionar a los maestros de Sorcere.

Ahora podía sentir a la feroz bestia, al dios de la destrucción llameante. Por esa razón lo había incluido la matrona Zeerith en la expedición de su odiado hermano, y ahora, de repente, al sentir ese poder, al experimentar la claridad mental que sólo podía desencadenar una comunión tan estrecha con un poder antiguo y básico, Brack’thal se guardaba sus maldiciones e incluso daba las gracias a Zeerith por permitirle hacer este viaje.

Ni siquiera observaba la batalla que se estaba librando delante de él. Sus hermanas ganarían, estaba seguro, y no podía apartarse de esta piedra, de las hondas sensaciones y vibraciones de la bestia primordial del fuego, del mismo modo que no podría dejar de lado una cita con la mismísima lady Lloth.

Porque la promesa era equiparable.

La promesa del poder.

La promesa de energía mágica tal como la había percibido muchos años antes.