4. UN CHOQUE

No era un hombre proclive a los accesos de nostalgia, ni de esos que se dejan llevar por la melancolía de las cosas pasadas, sobre todo porque la mayor parte de lo acontecido antes no era digno de ser recordado. Sin embargo, el pequeño asesino humano de piel grisácea se encontró en un lugar emocional extraño para él una tarde en las afueras de Neverwinter.

—Artemis Entreri —dijo en un susurro, y no fue la primera vez ese día. Era un hombre que otrora había sembrado el miedo en toda la ciudad de Calimport, en casi todos los territorios del sur. El nombre en sí mismo le había dado otrora gran ventaja en la batalla, porque la fama que lo acompañaba abrumaba las sensibilidades de sus enemigos. Quienes lo contrataban solían pagarle con mayor generosidad tanto por temor a enfadarlo como porque sabían que nadie hacía mejor que él su trabajo.

Aquella idea hizo aparecer una rara sonrisa en el rostro de Entreri. ¿Enfadarlo? «Enfado» implicaba un mayor nivel de agitación, un estado de exasperación personal.

¿Se enfadaba alguna vez de verdad Artemis Entreri?

O mejor aún, ¿alguna vez no había andado enfadado?

Mirando hacia atrás, Entreri recordó un momento en que había estado más que enfadado, había estado indignado. Todavía recordaba cómo se llamaba el hombre: el clérigo principal Yinochek. Aquel era más que un nombre para él. El título, el hombre, todo lo que representaba a esta criatura que era Yinochek daban cuerpo y alma al enfado que Artemis Entreri llevaba dentro, y por un instante, después de que hubo matado a Yinochek y de que él y su compañero hubieron quemado la iglesia de aquel hombre vil, Entreri pudo tener una sensación de libertad.

En esa libertad, sobre un acantilado desde el que se veían la ciudad de Memnon y la Casa del Protector en llamas, Artemis Entreri se echó una larga y última mirada a sí mismo, a su vida, a su enfado, y consiguió dejarlo a un lado.

Pero aquello duró poco.

Pensó en Gositek, el sacerdote al que había perdonado la vida, el hombre al que había ordenado salir al mundo y vivir según los principios de la religión que propugnaba, en lugar de usar esa religión como una tapadera de sus propias flaquezas como era tan común entre los sacerdotes de Faerun.

Gositek había acatado la orden. Entreri lo había comprobado en subsiguientes visitas a la reconstruida Casa del Protector. La clemencia tan poco frecuente en Entreri había dado sus frutos.

Ahora, contemplando a la maltrecha, pero todavía formidable muralla de Neverwinter, se preguntó cómo había perdido esos momentos, esos breves años de libertad. Qué fugaz le parecían ahora.

Y qué tentadores.

¿Qué podría encontrar cuando se hallara libre de Herzgo Alegni?

Entreri hizo a un lado los recuerdos porque ahora no tenía tiempo para ellos. Drizzt y Dahlia iban a ir a por Alegni. Tenía que encontrar una forma de alejarse de ese lugar, física y emocionalmente, y de Alegni, antes de que llegaran, porque seguramente su expectación pondría sobre aviso a la Garra de Charon, y por consiguiente a Alegni, del inminente ataque.

Puso a su corcel pesadilla en marcha hacia la ciudad, pero lo volvió a sofrenar cuando no había recorrido más que unos pasos.

Pensó entonces en la Garra de Charon y en la forma en que se entrometía en sus pensamientos. En realidad se dio cuenta de que no era una intrusión, porque en los años que llevaba esgrimiendo la diabólica espada había hecho más que eso. El escudriñamiento que hacía la Garra de los pensamientos de Entreri tenía más de fusión que de intrusión, y a veces era tan sutil que Entreri no tenía la menor idea de que la espada lo estaba observando.

No podía engañar a la espada, y pensar lo contrario era una ilusión, lo mismo que cuando pensaba que podía sorprender a Alegni si actuaba por reflejos, sin pensar.

Aquel día sobre el codiciado puente, cuando Alegni se enteró de que la gente de Neverwinter le había puesto el nombre de Barrabus, Alegni lo había torturado sin piedad, dejándolo tirado en las piedras, retorciéndose de dolor. Entreri había contraatacado al señor netheriliano sin pensar, demasiado rápido, según pensó, para que la Garra pudiera intervenir.

Se había equivocado. La Garra lo supo y no pudo engañarla.

Y ahora estaba a punto de dirigirse a Neverwinter, de enfrentarse a Alegni, de enfrentarse a aquella espada, y sin duda le revelaría que Drizzt y Dahlia estaban de camino.

A lo mejor ya lo había hecho. A lo mejor la distancia mientras se encontraba en el bosque de Neverwinter no lo había protegido de las intrusiones de la espada.

Sin saber muy bien qué hacer, y eso era lo peor de todo, Entreri hizo que su corcel diera la vuelta y se alejó a galope tendido de la ciudad.

Drizzt y Dahlia caminaban sigilosos por el bosque esa mañana, aunque el crujido ocasional de la leve capa de nieve, el ruido de las hojas y ramitas bajo sus pies, revelaban a veces su presencia. El terreno era desparejo. Arbustos y plantas de hoja caduca salpicaban el paisaje sin configurar ninguna forma discernible. Alcanzaría el camino del norte a mediodía, y allí invocarían a Andahar para llegar rápidamente a Neverwinter y entrar directos por las puertas de la ciudad y en sus avenidas. Por imprudente que pudiera parecer ese asalto frontal, podría resultar su mejor oportunidad para acercarse a Herzgo Alegni.

A pesar de todo, a Drizzt le parecía una idea absurda. Dahlia y él todavía no habían discutido los pormenores, no habían pasado del «matar a Herzgo Alegni», pero tendrían que planear algo, lo sabía. Seguramente el comandante estaría en guardia en caso de que Entreri hubiera vuelto a su lado.

Sin embargo, no habían avanzado más que unos cientos de metros cuando a Drizzt se le empezaron a erizar los pelos de la nuca y toda su sensibilidad de guerrero empezó a aconsejarle que midiera sus pasos.

El bosque estaba silencioso, demasiado para el educado oído de Drizzt Do’Urden. Dahlia también lo notó, y no dijo nada. Se limitó a mirar a Drizzt con curiosidad.

El drow le indicó que se hiciera a un lado y lentamente se descolgó del hombro a Taulmaril el Buscacorazones. Probablemente fuera un felino que andaba de caza, o un oso, pero en esa tierra peligrosa los enemigos menudeaban, de modo que no quería correr riesgos.

Un leve chasquido le hizo mirar a Dahlia, que con todo cuidado separó su bastón en otros dos de menor tamaño y después en mayales que se puso a revolear lentamente a ambos lados del cuerpo.

El drow se agazapó, entrecerrando los ojos para fijarse en el espacio comprendido entre el monte bajo y la fronda. Algo había llamado su atención, aunque todavía no sabía con certeza de qué podría tratarse.

Lentamente preparó el arco y movió la mano casi imperceptiblemente por encima del hombro hasta el carcaj que tenía a la espalda.

Una rama alta de un arbusto se movía, pero no por influjo de la brisa de la mañana. Algo o alguien la había removido.

Drizzt se quedó inmóvil, con todos los músculos de su cuerpo preparados para el momento siguiente. Sólo se movían sus ojos, escrutando la espesura de izquierda a derecha, esperando.

No era fácil que lo cogieran por sorpresa, pero cuando a su lado, justo entre él y Dahlia, el suelo se alzó y se sacudió, liberando una oleada de energía a través de la vegetación y lanzando nieve recién caída en todas direcciones como si fueran las ondas de un estanque, ni Drizzt ni Dahlia pudieron hacer nada más que dejarse llevar por el inevitable impulso.

De pronto se encontraron a veinte pasos el uno del otro, rodando y esquivando troncos y piedras mientras Drizzt trataba de evitar que el Buscacorazones se quedara enredado en algo. Y cuando la energía mágica se disipó, el enemigo cayó sobre ellos con brutal desenfreno.

Dos guerreros sombríos, humano y tiflin, saltaron de un lugar muy próximo a donde había aterrizado Drizzt. Era evidente que se trataba de una emboscada minuciosamente planificada, y el conjuro que había sacudido la tierra había sido meticulosamente dirigido. Iban a tiro fijo. Plantaron las armas en el suelo y se lanzaron al aire para descargar patadas, girando y tratando de clavar la espada mientras se abalanzaban sobre su presa.

Drizzt tal vez podría haber derribado a uno con el arco, pero prefirió desenvainar sus espadas, haciendo frente a los furiosos ataques con bloqueos y contraataques defensivos. Bastaron unos segundos para que se diera cuenta de que aquellos no eran simples salteadores de caminos ni tampoco simples guerreros del Páramo de las Sombras, porque estos trabajaban brillantemente concertados, de una manera muy similar a como lo había hecho él con Entreri o con Dahlia.

Los monjes empezaron a ampliar su enfoque, como si su intención fuera flanquear a Drizzt por ambos lados, pero cuando Drizzt giró los hombros y entró con un revés de izquierda acompañado de una patada voladora, el monje humano lo bloqueó con su lanza, pero cayó con el peso del golpe hacia atrás y hacia el centro. Descendió en un giro de lado, mientras su compañero tiflin saltaba hacia arriba y hacia atrás en el otro sentido, despejándolo, de modo que ahora el tiflin estaba a la izquierda de Drizzt y el humano, con una voltereta hacia atrás que remató de pie, atacó por la derecha.

La arremetida de la lanza del tiflin casi consiguió su objetivo, desviada en el último momento por un revés desesperado de esa misma cimitarra.

Drizzt utilizó también sus tobilleras encantadas, pero no para una repentina arremetida, sino para una prudente retirada.

Con sus tumultuosas armas ya en la mano, Dahlia estaba más preparada de lo que había estado Drizzt para una emboscada directa, pero a pesar de todo se encontró casi superada por el poder y la coordinación de los dos adversarios que salieron en estampida de la maleza.

Se le vino encima una tiflin descomunal, con pesada armadura y con un mayal castigador que parecía hecho para un gigante y con el que describía círculos por encima de su cabeza mientras cargaba.

Ni siquiera prestó atención a las ramas al correr hacia Dahlia, las arrollaba, sin dejar en ningún momento el movimiento rotativo de su arma que arrancaba astillas de los obstáculos con los que se topaba.

Del lado opuesto llegaba una mujer, alta y fuerte, que manejaba un espadón de palmo y medio con estudiada facilidad.

Dahlia miró a uno y otro lado, tratando de determinar su mejor opción. Supo inmediatamente que no tenía ninguna posibilidad de bloquear el gigantesco mayal del tiflin, de modo que tenía que hacer uso de su velocidad para evitar cualquier golpe demoledor. Un solo bastón le daría la movilidad que necesitaba, pero no era el arma que prefería contra un espadón, contra el cual su táctica solía ser la de meterse por dentro del arco de cualquier embestida para actuar rápidamente con los mayales.

Sin embargo, no pudo dedicar más tiempo a pensar, porque no tenía más remedio que confiar en su capacidad para improvisar y en salir airosa. Se lanzó a por la mujer, haciendo girar sus mayales, pero reculó en sentido contrario cuando la mujer se paró en seco. Dahlia se lanzó en una voltereta hacia adelante, tomando impulso, y arremetió con dureza contra el enorme tiflin, atacando bajo mientras se encogía para evitar un golpe alto de su mayal.

«Qué raro tan alto», pensó un instante, pero no se detuvo a poner en duda su suerte y lanzó una andanada de golpes contra el vientre y las piernas del sombrío.

Todavía no entendía por qué la tiflin había puesto el mayal atravesado por encima de su cabeza —y lo más probable era que hubiera errado a su cabeza aunque no la hubiera esquivado con facilidad— hasta que empezó a retroceder hacia el otro lado y se encontró un par de fuertes filamentos extendidos ante ella que a continuación la alcanzaron en la cadera y la pantorrilla.

Vio las arañas, enormes, peludas, del tamaño de un poni, y a su derecha y a su izquierda, completando el cerco a su alrededor.

Tuvo que esquivar otra vez cuando la tiflin amagó con más furia aún, y esta vez sólo un poco más bajo, obligando a Dahlia a agacharse.

En un movimiento de puro y obstinado desafío, la elfa atacó hacia arriba con un mayal, golpeando contra el mayal enorme, que no se apartó un ápice del curso que llevaba.

Dahlia no había esperado que lo hiciera y ya estaba girando cuando su mayal se liberó de la descomunal arma. Maniobró rápidamente con la mano izquierda, golpeando repetidas veces su bastón rotatorio contra la ancha espada de la guerrera. Sólo después de tres de esos golpes se dio cuenta de que no estaba bloqueando la espada de la mujer, ya que su adversaria realmente no trataba de atacarla.

El ángulo de los golpes de la guerrera parecía más bien un intento de contener que de matar.

Dahlia lo comprendió sin la menor sorpresa cuando vio a las arañas tejiendo su tela hacia ella, llenando el aire todo en derredor con sus filamentos. Sintió en la pierna un gran tirón de uno de los hilos cuando trató de correr hacia un lado, y tuvo que agacharse una vez más cuando el pesado mayal atacó por abajo para bloquear su huida.

Dahlia accionaba sus mayales velozmente, imprimiéndoles un movimiento rotatorio de modo que los bastones voladores chocaban una y otra vez, y a gritos pidió ayuda a su compañero que de pronto parecía muy lejos.

Desde un punto cercano, entre la maleza, Ratsis observaba el encuentro, acompañado de Jermander y la Cambiante. Ambargrís estaba escondida delante de ellos en previsión de tener que reforzar a cualquiera de los dos grupos de combate. En cuanto la Cambiante hubo separado a la pareja con el encantamiento inicial que había sacudido la tierra, Ratsis había invocado a sus mascotas.

Convencido de que Dahlia estaba ya lo bastante sujeta como para que Bol y Horrible pudieran controlar sus movimientos, Ratsis ordenó telepáticamente a sus arañas que modificaran sus ángulos de ataque. Los siguientes filamentos que dispararon se anclaron en los árboles a cierta distancia por detrás de Bol, o sea entre Drizzt y el lugar donde combatía Dahlia.

—No es necesario que hagas eso —comentó la Cambiante.

Ratsis estudió el combate entre los tres del otro lado. Sabía que Parbid y Afafrenfere eran muy capaces, a pesar de su orgullo casi ridículo, y su compañerismo y la coordinación de sus movimientos alimentaban leyendas y bromas en ciertos círculos. Cada uno de ellos era formidable a su manera, pero juntos eran mejores que tres cualesquiera de pericia comparable.

Sin embargo, la reputación de este explorador drow, por formidable que fuera, parecía quedarse corta frente a sus movimientos en ese momento. Saltaba y giraba, volviéndose según lo exigiese la situación, pero siempre lanzando sus espadas curvas en el ángulo preciso y con la potencia adecuada no sólo para repeler un ataque sino también para lanzar hacia uno u otro lado a uno de los monjes.

—Los monjes no conseguirán apresarlo —empezó a decir Ratsis, protestando ante las palabras de la Cambiante.

—En ningún momento pensé que serían capaces de hacerlo, pero ya hay contingencias en marcha —le aseguró la Cambiante.

Cuando Ratsis se volvió para mirar al sombrío, la Cambiante le hizo una seña para que mirara hacia el otro lado.

Dahlia lo hacía mucho mejor de lo que Ratsis esperaba. Cada vez que hacía girar su mayal conseguía un golpe contundente —en el otro mayal o no— y a pesar de la red que le iba sujetando las piernas, conservaba movilidad suficiente como para golpear a Bol y a su pareja repetidamente, y si sus adversarios reculaban en algún momento para mantenerla ocupada, la obstinada elfa conseguía aflojar un poco los pocos hilos que la sujetaban. A ninguno de los dos guerreros sombríos les sentaba bien, Ratsis podía verlo, dada la feroz reputación de Bol y su propensión a matar como opción preferente.

Ratsis hizo volver las arañas a la presa principal. Necesitaba sujetar debidamente a la conflictiva Dahlia, por su propio bien.

A pesar de los frenéticos movimientos de sus muy activos oponentes, Drizzt no dejaba de pensar en la difícil situación de su compañera. Reparó en las arañas y vio la luz del sol reflejada en los escasos filamentos entre él y el lugar donde peleaba Dahlia, obstáculos que confiaba en poder cortar sin problema.

Una lanza trató de alcanzarlo por la derecha, al tiempo que el monje humano, colocado frente a él por la izquierda, saltaba en el aire y le lanzaba una doble patada.

Drizzt echó la cadera hacia la izquierda, evitando a duras penas el lanzazo, y se retorció balanceándose hacia atrás y hacia la derecha. Sintió la bofetada del aire en su cara al pasarle casi rozando los pies del monje humano.

El drow se enderezó, enfrentándose con las dos cimitarras a la lanza, a pesar de que el monje saltarín volvió a saltar, y esta vez con su arma plantada en el suelo más cerca de Drizzt para poder extender su ataque.

Drizzt se lo permitió. Tenía que desbaratar rápidamente este juego y acudir para ayudar a Dahlia. Formó una cruz con sus espadas, absorbiendo la ofensiva con Centella, que manejaba con la izquierda, y abriéndose camino con Muerte de Hielo, y respondiendo a sus esperanzas, la fina hoja con filo diamantino penetró en el borde de la lanza de madera.

Drizzt lanzó hacia arriba el brazo izquierdo y por fin inició su bandazo hacia la derecha, aunque demasiado tarde. Se vio sorprendido por el peso del golpe del monje. ¡Para alguien tan ligero, este luchador entrenado era capaz de golpear como un ogro! Pero cuando el monje hizo contacto, Drizzt ya estaba pegado al suelo, tratando de apartarse hacia la derecha, cosa que hizo, impulsándose lo más lejos posible, dando tumbos y rodando, metiendo hacia adentro diestramente el hombro derecho y al mismo tiempo echando hacia atrás la mano izquierda.

Acabó la voltereta sin las cimitarras, de frente a su anterior posición y de rodillas, pero para nada indefenso mientras el tiflin con la espada rota se disponía a cargar contra él.

Drizzt había abandonado las cimitarras adrede, para recuperar su arco y una flecha, y con la precisión adquirida en cientos de horas de práctica, de repetición y cálculo interminables, de pura memoria muscular, se puso de rodillas, mirando hacia atrás con el Buscacorazones colocado transversalmente delante de sí y una flecha colocada en el arco.

El monje tiflin saltó, pero no lo bastante rápido, y una flecha relampagueante hizo honor al nombre del arco, clavándose en el pecho del monje y lanzándolo de vuelta por donde había llegado, con los pies por delante, ya que el poderoso impulso de la flecha lo dejó sin sentido. Aterrizó de cara en el suelo sin emitir ni un gemido.

El segundo monje estaba en el aire, justo por encima de su compañero caído. Puede que Drizzt, tan rápido y tan diestro, consiguiese colocar otra flecha, o puede que no. No lo intentó. Se arrastró hacia adelante y se metió debajo del monje en pleno salto, y cuando este extendió las piernas para tocar tierra más rápido, Drizzt alzó el arco por encima de los pies del monje volador, enganchándolos entre el cuerpo y la cuerda. El drow se afirmó bien y tiró con todas sus fuerzas, haciendo que el monje saliera dando tumbos, aunque Taulmaril salió arrancado de sus manos y voló detrás de su enemigo.

Sin vacilar ni un instante, el drow improvisó. Lo más importante de todo era llegar hasta Dahlia, de modo que allá fue a toda velocidad, recogiendo a Centella y Muerte de Hielo al pasar.

Un destello de luz en el aire delante de él lo puso sobre aviso. Pensó que sería un hilo de telaraña, de modo que dispuso sus espadas por delante para cortarlo.

En el último momento y sin tiempo ya para cambiar de táctica, Drizzt se dio cuenta de que los bordes del destello no coincidían exactamente con las plantas que tenía delante.

Cayó a través de la puerta extra-dimensional, la trampa de la Cambiante, y fue a reaparecer al otro lado de Dahlia, muy alejado. Se las arregló para frenar con un derrape antes de caer, y volvió la cabeza y los hombros a tiempo para ver a una sombría hembra con una amplia sonrisa y un brazo tendido hacia él.

Del puño tendido hacia él, de un anillo que llevaba en el dedo, se le venía encima por el aire la cabeza traslúcida de un carnero.

Drizzt trató de encogerse y girar, pero recibió el golpe de lado y se vio arrojado de la cornisa hacia el vacío.

—Ve con él. Mata al drow —le ordenó Jermander a Ambargrís cuando el enfurecido Afafrenfere pasó corriendo por su lado, frenando la marcha sólo para saltar por encima de los filamentos de araña que había entre él y el drow como una barrera que le impedía acudir corriendo a vengar la muerte de su compañero.

La enana asintió y a toda prisa se dirigió hacia la cornisa de donde había salido lanzado Drizzt.

—Todavía no está sujeta —dijo la Cambiante señalando a Dahlia que, con su resistencia increíble y a pesar de la sujeción de los filamentos, había conseguido liberar una pierna, y por mucho que se esforzaran Bol y Horrible, seguía agachándose y esquivando y lanzando sus mordaces golpes.

—¿Son estos los mercenarios a los que prometiste una parte completa? —preguntó la Cambiante, cuyo sarcasmo quedaba marcado por su acento, que consistía en pronunciar las palabras como si las estuviera mordiendo.

—Bol y Horrible se ven constreñidos por sus órdenes —replicó Jermander con dureza—. Sus armas son letales, sus tácticas diseñadas para matar, pero les hemos prohibido que hieran siquiera a Dahlia.

—Que sin duda es formidable —añadió Ratsis.

—Prometisteis que la cogeríamos con facilidad siempre y cuando la separáramos de su compañero drow —les recordó la Cambiante—. Y eso he hecho, con gran habilidad.

Ratsis miró de soslayo a Jermander, que puso los ojos en blanco y después apuntó con la cabeza a la más cercana de las enormes arañas. Habiendo captado el mensaje, Ratsis redobló los esfuerzos de sus subordinadas, incitándolas con órdenes telepáticas.

Las arañas, agitadas, pusieron en funcionamiento sus múltiples patas y lanzaron más filamentos hacia la esquiva guerrera elfa que continuaba luchando con esos mayales metálicos.

Y castigaba con furia, observó Ratsis, y aunque sus armas rotatorias no conseguían acercarse más a Bol ni a Horrible… tampoco golpeaban en vacío. Dahlia siempre parecía dar a sus armas la inclinación adecuada para que estuvieran alineadas, y cada rutina de ataque acababa con un roce entre ambas que hacía saltar chispas.

Más chispas a cada golpe, observó Ratsis, como si estuvieran acumulando energía.

—Una mujer inteligente —empezó a decir, pero se detuvo abruptamente cuando Dahlia hizo su jugada.

La pesada cabeza del mayal de Bol dio un giro más en torno a ella y el de la mujer golpeó hacia arriba, un golpe que casi no debería haber desviado la pesada bola del mangual. Sin embargo, cuando el palo hizo contacto, hubo un estallido relampagueante, una gran liberación de energía, incluso más grande que el impulso tremendo de la bola balanceante.

La bola salió disparada hacia arriba de repente, y el sorprendido Bol no pudo hacer otra cosa que aferrarse instintivamente al arma que se sacudía.

Debería haberla soltado, porque cuando la bola llegó al extremo de su cadena, siguió su trayectoria hacia atrás y hacia abajo.

Ratsis abrió los ojos como platos cuando la cabeza del hombretón rebotó hacia adelante, convertida su cara en una máscara de confusión. El corpulento guerrero se balanceó hacia un lado y cayó, con el mango del mangual debajo de él, de modo que cuando tocó el suelo, el tirón del mango y de la cadena hizo girar su cabeza, dejándolo tirado de lado pero con la cara pegada a la tierra.

La bola del mangual quedó sobre la parte de atrás de la cabeza, fijada por las púas que se le habían clavado en el cráneo.

Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, pero ahora el tiempo parecía haberse ralentizado, de modo que el grito de sorpresa e indignación de Horrible se prolongó mientras la mujer, olvidadas sus órdenes por la rabia que sentía, irrumpió dispuesta a aniquilar a Dahlia sujeta por la telaraña.

Dahlia consiguió volverse y parar ese ataque inicial, pero mientras tanto los filamentos seguían envolviéndola e impidiéndole los movimientos. Ahora tenía un brazo bien sujeto hacia abajo, y aunque bloqueaba muy bien con el mayal que le quedaba, ya no tenía reserva de energía y tampoco podía acumularla.

Jermander le gritó a Horrible que parara, pero la mujer furiosa no cejaba.

—¡Párala! —le dijo Ratsis a la Cambiante, que ya tenía el puño levantado y sonreía.

Horrible se apartó de Dahlia de un salto, poniéndose fuera del alcance del mayal rotatorio. Cuando Dahlia echó el brazo hacia atrás, también quedó apresado en la telaraña, dejándola incómodamente retorcida a la altura de la cadera. Con los dos brazos sujetos, Dahlia permanecía indefensa mientras Horrible balanceaba su espada por encima de su cabeza para asestar un golpe mortal.

Pero Horrible experimentó una extraña sacudida, entonces apareció a su lado una fantasmagórica cabeza de carnero que le dio un topetazo desplazándola lateralmente varios metros. Siguió moviéndose hacia adelante cuando tocó tierra, casi por reflejo, e incluso trató de continuar con su balanceo por encima de la cabeza, pero el espadón se le enredó en las ramas de un árbol mientras ella se daba de bruces contra el tronco.

Cayó al suelo de lado y quedó muy quieta.

—¡Las arañas! —le gritó a Ratsis la Cambiante cuando él se volvió a mirarla sorprendido.

—¡Las arañas! ¡Cógela enseguida!

Tocó el suelo con la elegancia que le era propia, y podría haber mantenido el pie el tiempo suficiente para bajar corriendo la pronunciada pendiente y absorber parte del peso de la caída, pero el descenso de Drizzt lo llevaba directamente a las ramas cortas y lacerantes de un árbol muerto. Tocó la ladera arenosa, la leve nevada y el frío temprano no habían contribuido a solidificar el suelo suelto, y tuvo que echarse hacia atrás, esquivando desesperadamente esas ramas letales. Al hacerlo, girando en redondo y echándose hacia adelante y agachado para tratar de controlarse, el suelo cedió debajo de él y en su resbalón la pierna se le enganchó bajo la raíz expuesta de un árbol.

El envión que llevaba Drizzt lo impulsó hacia atrás por encima de esa raíz con una fuerza tremenda. Se le dobló la pierna y se dio un buen golpe contra el suelo, donde quedó, apresado y apenas consciente, muy mareado por el golpe. Las dos espadas habían volado de sus manos, pero casi no tenía conciencia de ello, y le había quedado la pierna doblada debajo del cuerpo, haciéndose más exagerada y dolorosa la postura debido a la pronunciada pendiente, que dejaba la cabeza del drow mucho más baja que la rodilla.

Drizzt buscó puntos de claridad, fondeadores de consciencia a los que asirse. Dos realidades tenía muy claras: estaba en una situación complicada y Dahlia estaba en un serio apuro.

Ese último pensamiento lo obligó a imponerse algo de claridad. Sintió el agudo dolor en la pierna y comprendió que le llevaría algo de tiempo y un gran esfuerzo salir de esa situación, si es que lo conseguía.

Llevó la mano a la bolsa que colgaba del cinto y la encontró abierta y vacía. Miró a su alrededor, luego hacia atrás, colina abajo, donde localizó la forma oscura.

—¡Guenhwyvar! —gritó—. ¡Te necesito!

Ambargrís tenía que confiar en que Jermander y Ratsis no hubieran reparado en su conjuro, en el movimiento ondulante de sus dedos que había creado una maza traslúcida en el aire, detrás de Horrible, que golpeó con contundencia en el cráneo de la mujer apenas un momento antes de que la Cambiante hubiera detenido el golpe moral de la guerrera más eficazmente aún con el ataque de la cabeza de carnero.

Mientras corría detrás de Afafrenfere, se tranquilizó un poco por la seguridad de que el monje no había reparado en su traición. Con su visión y su trayectoria reducidas por su pura rabia, Afafrenfere no veía nada más que la línea recta que lo llevaría directamente hasta el drow.

Se dio cuenta de que ella no llegaría nunca antes que él, ni siquiera al mismo tiempo que él.

Aminoró el paso apenas lo suficiente para lanzar un segundo conjuro, una orden de «alto» susurrada que tenía detrás el peso del poder divino. A pesar de su urgencia y de su rabia, Afafrenfere derrapó hasta pararse, sólo momentáneamente, pero lo suficiente para que Ambargrís le diera alcance.

—¡Va a morir! —insistió el monje.

—Claro, claro, como todos —respondió la enana y cogió a Afafrenfere del brazo para que no pudiera salir corriendo delante de ella.

—¡Rápido! —la urgió el monje.

—Con calma —lo contuvo la enana—. ¡Si pretendes saltarle a la cara a este elfo oscuro, es que quieres morir!

De todos modos, Afafrenfere trató de desprenderse, pero Ambargrís tenía tanta fuerza que bien podría haber hecho sentir orgulloso a un gigante de piedra, y este no se iba a soltar. Llegaron juntos al borde del acantilado. Abajo yacía Drizzt, bien a la vista, todavía apresado y doblado incómodamente hacia atrás sobre la raíz. Por debajo de él, hacia un lado, empezaba a formarse una niebla gris.

—¡Sal corriendo! —le gritó Ambargrís al monje, empujándolo hacia un lado. Afafrenfere trató de protestar, pero Ambargrís lo golpeó con el hombro y los dos salieron corriendo ladera abajo, por una pendiente no tan pronunciada como aquella en la que estaba Drizzt, pero que de todos modos planteaba dificultades para no perder pie.

—¡Corre! ¡Corre! —seguía diciendo la enana, y cada vez que el monje trataba de rebatirla o de frenar la marcha, cargaba contra él, con la hebilla por delante, y lo obligaba a seguir en movimiento.

Por fin, muchos metros colina abajo, Afafrenfere consiguió cogerse de un árbol al pasar y ponerse fuera del alcance de la insistente enana.

Ambargrís frenó patinando.

—¿Qué estás haciendo? —le gritó un Afafrenfere aturullado y balbuciente.

—¡Mantenerte con vida! —le gritó ella a su vez.

Afafrenfere respondió con un gruñido y se dispuso a pasar delante de ella.

Ambargrís lanzó su Rompecráneos hacia arriba, golpeando al monje en la cara y derribándolo al suelo.

—Calla, zoquete. Estarías alimentando gusanos si no m’apeteciera compañía, y pa que sepas, de esa tropa eres el único al que nunca pude aguantar.

Cogió al mareado y desorientado monje por el cuello, y se lo cargó sobre los hombros antes de internarse a paso ligero en el bosque.

Eliminados Bol y Horrible, las arañas de Ratsis aumentaron su actividad, tejiendo su tela alrededor de Dahlia, y a pesar de sus protestas y frenéticos movimientos, la elfa iba quedando inexorablemente envuelta y atrapada. Uno de sus brazos quedó sujeto al lado del cuerpo, y perdió el mayal que llevaba en la otra mano, imposibilitada de liberarlo de la telaraña.

A pesar de su fuerza muy considerable, Dahlia no podía mover su arma para liberarla, ni soltar el brazo que tenía atrapado, ni dejar las piernas libres de la telaraña que las sujetaba.

—Bien hecho —celebró Jermander y se dispuso a salir de entre la maleza espada en mano. Casi había llegado al lado de Dahlia cuando apareció una forma que saltó de las ramas del mismo árbol en el que había sido derrotada Horrible. El ágil recién llegado alcanzó el suelo con un segundo salto que lo hizo caer justo encima de una de las arañas de Ratsis. Arremetió con fuerza y con precisión de experto, clavando la espada en el ojo bulboso de la araña que tenía el tamaño de un poni. La bestia de ocho patas se sacudía y se debatía mientras una sustancia viscosa burbujeaba alrededor de la espada, pero eso duró poco porque enseguida se desplomó y quedó inerte.

Jermander miró al recién llegado. Detrás de él, Ratsis dio un grito de protesta por el fin de una de sus preciosas mascotas.

El recién llegado, un hombre más bien pequeño pero musculoso, liberó la espada y se encaminó hacia él. Su espada iba chorreando icor y en la mano izquierda sostenía una daga de reducido tamaño.

Pero Jermander no era un comandante de los que se esconden entre la maleza. Era conocido por su hábil manejo de la espada y no rehuía muchos combates, de modo que levantó su hermosa espada de plata a modo de saludo y dio un paso adelante.

—¿Estás con Dahlia, entonces? —preguntó acercándose y balanceando la espada ante sí.

—No —fue la seca respuesta, mientras el pequeño hombre propinaba mandobles de un lado a otro para evitar el impulso inicial de Jermander.

Jermander describió un rodeo con la hoja y la liberó diestramente, corrigió el ángulo y retrotrajo la espada en línea recta, pero se encontró con un movimiento circular de la daga que desvió su trayectoria.

Por supuesto que Jermander esperaba esa maniobra, de modo que actuó con rapidez, retrayendo de repente y lanzando una estocada, táctica que repitió volviendo la espada hacia arriba y a continuación en un corte diagonal descendente. Su expectativa no era asestar un golpe, y ni siquiera se acercó a ello, sino simplemente tomar la medida a ese adversario inesperado y desconocido.

—Y sin embargo acudiste en su defensa —señaló el sombrío.

—No me gustan las arañas.

—¿Y qué te parecen las mujeres elfas? —preguntó Jermander con una leve sonrisa, una sonrisa que se le borró de los labios en cuanto el recién llegado cargó de repente, con un veloz movimiento de pies mientras sus espadas se desdibujaban en movimientos circulares y estocadas.

¡Jermander reaccionó furiosamente con su hermosa espada, y más aún con sus pies, ya que se encontró en la desusada situación de retirada total! Este guerrero de Cavus Dun era muy conocido en muchas regiones del Páramo de las Sombras. Con su aspecto largo y desgarbado, aparentemente veloz y armado con una espada de mithril ligera y delgada que relucía con energía mágica, Jermander había ascendido pronto en las filas de los cazadores mercenarios no sólo por su capacidad combativa sino también por sus cualidades para la organización y el liderazgo, incluso más en sus comienzos.

Y todas esas virtudes le resultaban poco para parar ahora las veloces acometidas de su adversario, y aunque no era buen momento para ponerse a pensar y a considerar el momento, o a su oponente, una idea le vino a la cabeza.

—¡Tú eres el hombre de Alegni! —gritó en medio del sonoro entrechocar de metal contra metal. No había acabado de pronunciar las palabras y ya sabía que no se equivocaba; la complexión y la reputación de ese hombre lo precedían.

Artemis Entreri ni siquiera sonrió a modo de respuesta. Continuó con su impecable andanada defensiva y manteniendo a Jermander en vilo.

Ratsis estaba a punto de ordenar a la otra araña que enfocara su actividad tejedora sobre el recién llegado, cuando él y la Cambiante oyeron a Jermander afirmar que aquella reciente incorporación a la pelea era el hombre de Alegni.

Los dos se miraron y Ratsis tragó saliva.

—¿Es que no estamos actuando según los deseos de un señor netheriliano? —preguntó la Cambiante casi sin aliento.

Su respuesta tuvo que esperar ya que un hondo rugido felino llenó el aire.

Los ojos de la mujer se desorbitaron cuando miró por detrás de Ratsis, y su expresión hizo que este se volviera también. Lo que vieron los dos fue una gran pantera negra encima de la cornisa por la que había salido disparado el drow. Una gran pantera negra que parecía muy interesada en ellos.

—¡Guenhwyvar! —gritó Dahlia con la voz un poco asordinada por la pertinaz telaraña.

La mirada de Ratsis iba del felino a Dahlia, de esta a Jermander y al hombre de Alegni, para volver a continuación a la Cambiante, que no hacía más que menear la cabeza.

—Espero recibir mi paga completa —dijo la mujer y precipitadamente se diluyó en las sombras, de vuelta a su mundo.

Ratsis volvió a mirar a su alrededor. Tres de los integrantes de su grupo mercenario yacían muertos, y, por lo tanto, el valor de Dahlia había aumentado para él personalmente. Pero cogido entre la vida y la bolsa Ratsis no tardó en comprender cuál sería el precio casi seguro que tendría que pagar si seguía la senda de su codicia.

Mandó a la araña que le quedaba a interceptar al felino, pero sin esperanzas razonables de que el arácnido fuera capaz de frenar a tan poderosa bestia.

Volvió a mirar a Dahlia, envuelta y lista para la entrega.

Habían estado muy cerca.

Pero se dio cuenta de que ese no era el momento, y se alegró de haber aprendido también el difícil arte de introducirse en la sombra.

—¡El hombre de Alegni! —volvió a gritar Jermander, esquivando por un pelo una estocada que consiguió superar a su espada y a punto estuvo de alcanzarlo en la cadera.

—Sigues diciendo eso como si supieras lo que significa —dijo Entreri provocador.

—¡Conozco a Alegni!

—Conoces lo que él quiere que conozcas. —La espada llegó de través, haciendo a un lado la de Jermander que trataba de bloquearla, y el hombrecillo entró con una media vuelta y una amplia cuchillada de su daga, y a continuación una estocada de revés que a punto estuvo de alcanzar a Jermander en la cara mientras trataba de contraatacar.

—¡Effron me empleó! —arguyó Jermander mientras trataba de que el pánico no se notara en su voz, aunque no lo logró, según pudo ver por la cara del campeón de Alegni.

—También me empleó a mí —dijo su adversario—, para matarte.

Jermander se lo quedó mirando mudo de asombro, pero no antes de retroceder para ponerse fuera de su alcance.

—Está enamorado de Dahlia —explicó Entreri y dio un salto adelante, abriéndose camino con un movimiento circular y desenfrenado de su larga espada que obligó a Jermander a mover desesperadamente brazos y piernas para seguirle el ritmo.

Y el pequeño hombre lanzó su daga. No se la arrojó a Jermander, sino que simplemente la lanzó al aire por delante de él, lo bastante cerca para que el mercenario pudiera cogerla al vuelo. El guerrero sombrío estuvo a punto de hacer aquello precisamente, pero se dio cuenta de que era una maniobra de diversión, y en lugar de eso se protegió contra una probable estocada.

Debería haberse protegido de algo más, aunque no podía saberlo, porque de hecho Entreri avanzó con la estocada prevista, dando otra vez una media vuelta, pero Jermander no tardó en darse cuenta de que lo hizo sólo para poder ocultar el movimiento de la mano que le quedaba libre hacia la hebilla de su cinturón y repentinamente hacia adelante.

En un primer momento, Jermander pensó que había recibido un golpe en el pecho y retrocedió tambaleándose algunos pasos, con su espada en posición defensiva. Sólo cuando se dio cuenta de que Entreri no iba tras él, cuando observó la expresión petulante del hombrecillo, empezó a comprender, entonces se miró el pecho y vio un pequeño cuchillo clavado hasta la empuñadura.

Trató de hablar, pero se encontró con que no tenía aire en los pulmones.

Jermander trató de combatir el mareo y el ahogo. Era extraño, pero no sentía dolor. Recobró el equilibrio y se aprestó a continuar, pero cuando amplió su punto de mira y miró a su oponente, vio que el hombre tenía otra vez la daga en la mano… (¿la habría recuperado antes de que golpeara el suelo?), y ahora flexionaba el brazo, aprestándose a lanzarla de nuevo.

Jermander trató de encogerse para ofrecer menor blanco y preparó la espada para un bloqueo.

Entreri flexionó el brazo y el guerrero esquivó, después esquivó otra vez ante un segundo amago.

Cada movimiento lo mareaba más, le provocaba oleadas de desorientación. Jermander se dijo que era hora de escapar, y también él empezó la transformación en sombra, inició el regreso al otro mundo, al Páramo de las Sombras.

Pero para eso se necesitaba concentración, y esta vez lo de Entreri no fue un amago.

Jermander sintió el choque sordo de la daga al hundirse al lado del cuchillo. Vio al hombre que caminaba hacia él mientras su cuerpo iba perdiendo sensibilidad, y después una niebla gris lo envolvió.

Por un momento, Jermander pensó que se estaba deslizando hacia el Páramo de las Sombras. Las sensaciones y el panorama eran muy parecidos.

Un destello enceguecedor puso fin a ese pensamiento, a cualquier pensamiento, cuando una espada le partió el cráneo.