No es la patria enana, le transmitió con los dedos Jearth a Ravel Xorlarrin.
Los exploradores de avanzada de la expedición, después de trece días de viaje desde Menzoberranzan, habían llegado a una amplia caverna con las paredes excavadas en forma de anfiteatro. Las primeras noticias que llegaron desde la primera fila habían hablado de que podría tratarse de barracas o de algún tipo de ciudad subterránea, algo con lo que Jearth no estaba de acuerdo al parecer.
—¿Lo sabes con certeza?
Jearth hizo un gesto afirmativo y añadió otro para indicar que se acercaba Tiago Baenre montado en su famoso lagarto.
—Son viviendas orcas —dijo en voz alta, incluyendo a Tiago en la conversación—. El lugar está infestado de ellos y de pesadillas.
—Entonces probablemente estemos más cerca de la superficie de lo que pensábamos —conjeturó Ravel, y echó una rápida mirada para demostrar que había reparado en la llegada de Tiago antes de volver a dirigirse directamente a Jearth—. Deberíamos enviar exploradores, puede que a este amigo tuyo, por los túneles ascendentes para averiguar si podríamos dejar atrás las cavernas.
La referencia a Tiago Baenre, noble de la Primera Casa de Menzoberranzan que con toda probabilidad sería nombrado pronto maestro de armas de la familia drow más importante, como explorador, provocó en Tiago una sonrisa tirante. Ravel sabía que si sonreía no era porque hubiera encontrado divertidas sus palabras, sino porque el joven Baenre quería hacerle saber que había tomado buena cuenta del comentario y que no lo olvidaría.
Su orgullo movía a Ravel a replicar, pero no carecía de sensatez suficiente para saber que era mejor reprimir el impulso.
—Tenemos exploradores aptos para la misión —replicó Jearth, mayor y más sabio—. Ya están buscando esos caminos.
Cuando Ravel se disponía a responder, Jearth lo fulminó con una mirada de advertencia.
Ravel detestaba esto, detestaba llevar a Baenre en sus filas porque, al igual que muchos en su familia, odiaba a la Casa Baenre por encima de todas las cosas. Por supuesto que los Xorlarrin no solían admitirlo, y se reservaban sus vituperios públicos para Barrison Del’Armgo, la Segunda Casa de Menzoberranzan, y de hecho, los enfrentamientos más airados de la Madre Matrona Zeerith en el Consejo de los Ocho solían ser con la matrona de Barrison Del’Armgo.
Porque ¿quién osaría enfrentarse abiertamente a Quenthel Baenre?
Y ese joven Baenre estaba cortado por la misma tijera, Ravel lo sabía. Observó a Tiago con atención mientras este desmontaba ágilmente, alisando su elegante traje y su cota de malla plateada antes incluso de llegar al suelo. Llevaba el cabello blanco y corto perfectamente peinado, en sintonía con su aspecto general: las finas facciones de su cara, la mirada y el brillo de sus ojos, incluso la leve insinuación de un bigote blanco, algo nada común entre los drows, eran expresión de esa perfección Baenre. Se corría el rumor de que últimamente gran parte de las energías mágicas de la Casa Baenre se dedicaban, por razones superficiales, a crear belleza en el círculo más selecto de la Casa, pero si esa intervención mágica se había aplicado a Tiago, debería haberse hecho mucho tiempo atrás, en el momento de su nacimiento, porque este siempre había dado la impresión de tener «la seta de cara», como reza la expresión drow en referencia a la buena suerte.
Tiago se acercó con un andar displicente, natural, mostrando un completo dominio de sí, por lo que le pareció a Ravel. Sus manos descansaban sobre las empuñaduras de las espadas gemelas envainadas a uno y otro lado, sin duda unas de las armas más fabulosas de todo Menzoberranzan. Al hilador de conjuros le habría encantado formular un conjuro para determinar la abundancia indudable de artilugios y complementos mágicos que llevaba ese noble privilegiado, y se prometió realizar secretamente dicho conjuro la próxima vez que viera acercarse a Tiago.
Apartó la mirada del atractivo guerrero y se volvió hacia Jearth.
—¿Podemos rodear la cámara?
Cuando Jearth esbozaba ya una respuesta afirmativa, Tiago interrumpió con un sonoro «no» que hizo que los dos Xorlarrin se volvieran hacia él sorprendidos.
—¿Por qué habríamos de hacerlo? —preguntó Tiago.
—Es cierto —intervino Jearth antes de que Ravel pudiera hablar—. Sin duda los orcos y las pesadillas se acobardarán ante nuestra marcha y no se atreverán a cortarnos el paso.
—¿Y por qué habríamos de permitirles que lo hicieran? —preguntó Tiago.
Ravel miró alternativamente a uno y a otro, con un gesto de disgusto e incredulidad al ver que se atrevían a tener semejante discusión delante de él como si él ni siquiera estuviera allí.
—Cierto —insistió Jearth, captando sin duda la creciente y peligrosa ira del hilador de conjuros.
—Deberíamos exigir un diezmo de forraje por la molestia de tener que pedirlo siquiera —replicó Ravel.
—No —volvió a interrumpir Tiago inesperadamente, y otra vez los Xorlarrin lo miraron sorprendidos.
—Ya es hora de que combatamos —explicó el joven Baenre.
—Hemos tenido combates —le recordó Jearth.
—Con una banda de bestias desplazadoras y unas cuantas criaturas errantes —explicó Tiago—. Ningún enfrentamiento con un enemigo afianzado como los que seguramente nos encontraremos cuando por fin demos con ese lugar llamado Gauntlgrym. Esta es una gran oportunidad para poner a prueba la coordinación de nuestras diferentes facciones. Que nuestros guerreros vean el poder de Ravel y de sus hiladores de conjuros.
Ravel entornó un poco los ojos al oír esas palabras, preguntándose si lo que Tiago querría decir realmente era que él personalmente quería ver lo formidable que podía ser Ravel como enemigo.
—Seamos testigos todos, guerreros e hiladores de conjuros, de las tácticas, la potencia y los límites de estos malditos driders que hemos traído con nosotros —acabó Tiago.
Ravel siguió mirándolo con dureza, mientras Jearth asentía, habiéndose dejado convencer, en apariencia, por el argumento del joven guerrero. Ravel se preguntó si no sería que Jearth se dejaba convencer fácilmente por cualquier argumento esgrimido por un Baenre.
—Necesitamos un combate así —dijo Tiago dirigiéndose directamente a Ravel, y la deferencia con que lo dijo cogió al Xorlarrin un poco desprevenido—. Elevará la moral y nos permitirá poner a punto nuestras tácticas. Además —añadió con una sonrisa pícara e irresistible—, será divertido.
A pesar de las reservas, desconfianzas y rechazo general que le inspiraba el noble Baenre, Ravel se sorprendió creyendo en la sinceridad de Tiago. Hasta tal punto que el hilador de conjuros llegó a preguntarse si alguno de los recursos mágicos de Tiago habría influido sobre él con algún conjuro secreto para que se enamorase del joven guerrero.
—De acuerdo —dijo Ravel casi a su pesar—. Arregladlo.
Tiago le devolvió una sonrisa resplandeciente y con un gesto le indicó a Jearth que lo siguiera antes de volver a montar.
—Yo lideraré el primer asalto —exigió Ravel cambiando repentinamente su tono—. Yo y mis hiladores de conjuros lanzaremos las primeras piedras.
Tiago respondió con una respetuosa inclinación de cabeza, montó en Byok y esperó a que Jearth recuperara a su propio lagarto. En los escasos instantes en que quedó a solas con Tiago, Ravel se dio cuenta de que aquel intercambio que habían mantenido no estaba terminado ni mucho menos.
Libérate de tu envidia, hijo de Xorlarrin, le transmitió Tiago con el código de señas de los drows.
Ravel lo miró con reticencia antes de responder:
No sé a qué te refieres, presuntuoso hijo de Baenre.
¿Ah no?, fue la respuesta, pero fue transmitida con una expresión de sincera curiosidad, sin consternación, lo cual minimizó la acusación.
Los dedos de Tiago actuaban con energía y rapidez, ya que Jearth ya estaba montando su cabalgadura y no tardaría en regresar.
Cuando nuestros mayores hablan de los varones más prometedores de Menzoberranzan, los dos nombres que surgen más a menudo son los de Tia go Baenre y Ravel Xorlarrin. ¿No es cierto? Jóvenes y prometedores estudiantes, líderes respectivos de sus academias. Puede que estemos condenados a ser rivales y que esto tenga consecuencias fatales para uno de los dos. Su expresión mientras articulaba su mensaje hablaba claramente de cuál de los dos esperaba que saliera airoso. O tal vez los dos podamos salir reforzados, si encontramos aquí un beneficio común. Si tú descubres Gauntlgrym y sometes a la bestia del lugar, la Casa Xorlarrin abandonará Menzoberranzan. Todos lo sabemos, añadió dejando a Ravel boquiabierto. ¿Crees que los designios de Zeerith son un secreto para la Madre Matrona Quenthel?
Su referencia a la matrona de Ravel sin emplear su título, unida al tratamiento de Madre Matrona al hablar de la líder de la Casa Baenre, acentuaron las dudas y el enfado de Ravel que, sin embargo, los refrenó para centrarse en las insinuaciones y los designios del joven guerrero.
Puede que Baenre, Barrison Del’Armgo y las cinco casas restantes de las ocho que gobiernan Menzoberranzan consideren esto como una traición y destruyan totalmente a los Xorlarrin y a todos los que se hayan asociado con ellos. Tal vez deberías fomentar las relaciones con alguien de Bregan D’aerthe para que facilite tu huida en caso de que eso suceda, añadió con displicencia, pues tan intricado era el lenguaje de signos drows que hasta permitía estas inflexiones.
O tal vez no, y en ese caso, Ravel Xorlarrin haría bien en contar con un amigo entre los nobles de la Casa Baenre, acabó Tiago, ya que Jearth llegaba a lomos de su lagarto.
—Vamos, amigo mío —le dijo Tiago Jearth, burlándose de Ravel con el tratamiento y disponiéndose para la marcha.
Ravel se lo quedó observando e incluso dijo «buena actuación» para sus adentros. Porque lo cierto era que la representación de Tiago había sido creíble. El joven Baenre no había dado el menor indicio de que él pudiera ser otra cosa que un enemigo en caso de que la Casa Baenre y las demás decidiesen ir a por la Casa Xorlarrin. Al fin y al cabo, a pesar de que su referencia a la banda mercenaria Bregan D’aerthe era muy enigmática, Tiago era un Baenre. Y Bregan D’aerthe trabajaba, sobre todo, para la Casa Baenre.
¿Había en esto una insinuación de que, en caso de que se declarara la guerra a la Casa Xorlarrin, Tiago podría ser la única salida de Ravel?
El hilador de conjuros no podía estar seguro.
Buena actuación, sin duda.
Ravel y sus colegas hiladores de conjuros podían oír los murmullos tras la muralla de negrura que los separaba del sector principal de la inmensa cámara subterránea. No una oscuridad como la práctica ausencia de luz tan característica de la Antípoda Oscura, sino la superposición de orbes mágicos, visualmente impenetrables y totalmente vacíos de luz.
Los nobles hiladores de conjuros de la Casa Xorlarrin habían instalado estos orbes, esta pared visual, nada más entrar en una de las entradas menos notorias de la cámara. Otro mago había creado un ojo flotante y lo había elevado por encima de la pared de negrura para que hiciera las veces de vigía.
Entró la carne de cañón goblin, disciplinada, porque desviarse equivalía a morir y emitir un sonido, cualquier sonido, lo mismo. Las pequeñas y feas criaturas se alinearon codo con codo, formando un semicírculo dentro de la habitación, un escudo vivo, mientras los hiladores de conjuros entraban silenciosamente en la zona despejada que había detrás de ellos y empezaban su trabajo.
Diecinueve pares de manos Xorlarrin se alzaron realizando movimientos ondulantes con los dedos y entonando cantos en voz baja. Este ritual había sido el mayor logro de Ravel, una manera especial de combinar los poderes de muchos hiladores de conjuros.
De esos dedos movedizos empezaron a brotar filamentos de luz que buscaban a otros magos situados con precisión, equidistantes unos de otros dentro de este anillo peculiar, con cuatro en el centro, seis en la parte media y ocho en la más externa. En el centro mismo de la formación estaba Ravel, con las manos en alto sosteniendo una esfera casi tan grande como su cabeza.
Los filamentos se entrelazaban formando ángulos casi perfectos, estirándose en derredor, de drow en drow, como los radios de una rueda, y cuando esta estructura esquelética estuvo completa, los conjuradores del anillo más interno centraron su atención en Ravel y enviaron radios de anclaje a la extraña esfera que captaba sus extremos y los mantenía tensos.
Los dieciocho hilaban velozmente, pasando filamentos a través de esos radios de anclaje. El cabello blanco del drow se estremecía y se ponía de punta en medio de la creciente energía de la creación. Ravel respiraba hondo, aspirando el poder que iba creciendo en su esfera de anclaje, montones de gloriosa energía que hormigueaban en los dedos y las palmas de sus manos, y se extendían a sus antebrazos desnudos de modo que sus músculos se tensaban y se ponían rígidos. Rechinaba los dientes y aguantaba obstinadamente. Ese era el momento que lo distinguía de los demás hiladores a los que se consideraba una promesa, Ravel lo sabía. Él admitía en su cuerpo y su alma la creciente energía. Se fusionaba con ella, se aunaba con ella, adaptándose en lugar de luchar, como un elfo que caminase con paso leve sobre una nevada reciente, donde un humano menos ágil, menos grácil, se habría hundido.
Porque Ravel tenía una comprensión instintiva de la naturaleza de la magia. Era a un tiempo receptáculo y ancla, y a medida que la red se iba completando, la energía iba en aumento de forma más rápida y potente.
Pero Ravel la esperaba preparado. Oía a sus inferiores andando a su alrededor, entreveía dedos de drow transmitiendo con furia, dando órdenes y haciendo preparativos.
Nada lo distraía. Lentamente, Ravel empezó a girar las manos, y la red mágica respondió iniciando un movimiento envolvente y constante que hacía que las hebras brillantes se desdibujaran mientras dejaban estelas resplandecientes de su movimiento.
Ravel oyó una conmoción al otro lado de la pared de negrura invocada, tal como había previsto. Por silenciosos que fueran los goblins, a los elfos oscuros les parecían bastante torpes y escandalosos.
Los orbes de oscuridad empezaron a disiparse, y el resto de la caverna se hizo visible para el noble hilador de conjuros, más allá del semicírculo de los goblins, y más allá de aquella línea, a apenas cincuenta pasos de distancia, había filas de orcos con pesadillas más corpulentas y altas intercaladas.
Varios elevaron voces de protesta a la vista de los goblins, mientras los drows quedaban en la oscuridad en su mayor parte, pero con esa red resplandeciendo por encima de la línea goblin claramente visible. A pesar de su incomodidad y de su necesidad de concentración, Ravel todavía pudo sonreír ante la reacción estupefacta de los humanoides.
Sin embargo, esto fue muy breve, porque entonces el hilador de conjuros lanzó toda su energía y su concentración a la red en rotación. Dio la vuelta con ella, un circuito completo, y luego otro y otro más, y al terminar ese circuito, Ravel echó hacia atrás su brazo izquierdo y lanzó hacia adelante el derecho, impulsando la red en un lento giro. La red salió flotando hasta más allá de los goblins, manteniendo su rotación, y libre del anclaje que era Ravel, y las energías mágicas que contenía en su interior empezaron a escaparse de la estructura de telaraña.
La red se estiró hacia adelante, flotando, girando, y empezó a lanzar líneas blancas relampagueantes hacia abajo para romper las piedras. Los orcos y las pesadillas abrían los ojos sorprendidos, se tambaleaban y tropezaban, cayendo unos sobre otros en su intento de salirse de su trayectoria.
La red los sobrevolaba. Una descarga relampagueante cayó sobre un orco con toda su potencia y la criatura, presa del fuego, empezó a gritar y a manotear entre sus despavoridos congéneres. La caverna toda reverberaba con las atronadoras descargas que caían una tras otra, ahogando los gritos de orcos y pesadillas aterrados.
Los hiladores de conjuros drows se retiraron de la entrada de la caverna de una manera ordenada, mientras los goblins se revolvían frenéticos y torpes, de hecho tan torpemente que cuando entró la segunda oleada de atacantes, varios de los desdichados goblins fueron pisoteados.
Ravel no se movió, ni siquiera volvió la vista con preocupación, confiando en que los guerreros driders de Yerrininae ni siquiera se atreverían a rozarlo.
Y no se equivocó. Con gran agilidad para unas criaturas de formas tan caprichosas, los driders cargaron pasando junto al noble hilador de conjuros, repiqueteando sus patas sobre la piedra. Sin embargo, los despojos goblins caídos no tuvieron tanta suerte, ya que los driders los pisoteaban con fruición en su irrupción precipitada dentro de la caverna.
A un general humano habitante de la superficie, este grupo le habría parecido semejante a la caballería pesada que él emplearía para disolver la integridad de la primera línea defensiva de su enemigo, y dada la confusión causada por la red relampagueante ya debilitada, los driders desempeñaban ese papel con increíble eficacia. Con su tamaño y con sus numerosas patas quitinosas golpeando contra la piedra, la sola estampida habría hecho huir en desbandada al contrario, pero si sumamos la pura ferocidad de las malditas creaciones drows que además iban armadas con tridentes y lanzas largas de exquisita factura drow, la primera línea defensiva de la caverna fue rápida y fácilmente superada y dispersada.
Aterrorizados por los espantosos driders, algunos de los orcos y pesadillas recularon metiéndose sin darse cuenta bajo la red de energía todavía flotante, cayendo directamente bajo el influjo del incesante aluvión de relámpagos.
Ravel oyó sus propias carcajadas cuando una pesadilla dio un salto hacia atrás huyendo de una descarga que partió la piedra del suelo delante de sus propias narices. La criatura, que movía los brazos como aspas de molino, nunca volvió a tocar el suelo, porque el poderoso Yerrininae lo ensartó con su tridente en pleno vuelo, y sin gran esfuerzo alzó sus ciento cincuenta kilos con uno solo de sus musculosos brazos.
Usando a ese trofeo como estandarte, el drider reunió a sus fuerzas en torno a sí y cargó a fondo, dividiendo las filas en dos grupos para rodear la red relampagueante y volver a reunirlas al otro lado en perfecta y tumultuosa formación.
Ravel alzó las manos para que sus compañeros pudieran verlo con claridad y les transmitió por señas el mensaje de que buscaran su sitio en la lucha.
¿Y cuál es el sitio de Ravel?, preguntó un drow en el mismo lenguaje de signos.
—El que a él le parezca —respondió el hilador de conjuros de viva voz, porque quería que Tiago Baenre oyera su tono imperativo.
Montado en su lagarto Byok, Tiago apenas esbozó una sonrisa al oír la respuesta y se llevó la mano al ala de su sombrero a modo de saludo. El joven Baenre salió cabalgando junto a Jearth y a una hueste de guerreros montados, girando abruptamente hacia el lado para sortear el extremo derecho de la atronadora red. Que los salvajes y siempre furiosos driders y los combatientes de menor categoría se enzarzaran en aquel torbellino de confusión mientras los guerreros más expertos conquistaban estratégicamente los flancos. La pared lateral estaba llena de cuevas poco profundas evidentemente dedicadas a barracones, algunas situadas a bastante altura del suelo, y con escalas recogidas como precaución defensiva.
Los corceles drows podían trepar con facilidad por las paredes, de modo que la falta de escalas eran una estrategia defensiva muy deficiente.
—Fue una red de poder impresionante —dijo Saribel, hermana de Ravel, colocándose al lado de este junto a las otras dos nobles Xorlarrin, Berellip y Brack’thal, que no parecían nada contentas de los resultados.
—Llevó demasiado tiempo la creación y el lanzamiento —rebatió la siempre adusta Berellip—. De no haber sido nuestros enemigos unos matones imbéciles, habrían caído sobre nosotros antes de que estuviéramos preparados para defendernos.
—¿Niegas su poder? —preguntó Saribel con escepticismo.
—Niego su eficacia contra cualquier enemigo serio —replicó rápidamente Berellip, y por si acaso miró a Ravel con el ceño fruncido, algo que dolió todavía más al joven hilador de conjuros porque a ello se sumó la visión de un Brack’thal sonriente que lo miraba por encima del hombro de Berellip.
—El alcance de la devastación no es nada desdeñable, hermana —insistió Saribel.
—Tanta profusión de magia arcana es una demostración inútil —interrumpió Berellip—. No proviene de inspiración divina.
—Por supuesto, hermana —reconoció Saribel, pues ¿qué sacerdotisa de Lloth no aceptaría una verdad como esa? Hizo una grácil reverencia ante Berellip y siguió su camino en pos de la sacerdotisa Xorlarrin mayor que ella.
—Encontrarán más a quienes matar —dictaminó Brack’thal ocupando el sitio vacío que había quedado al lado de Ravel—. Después de todo, tu estratagema favorita produjo poco daño real. No cuento más de cinco muertos por ella, y uno murió por la lanza de Yerrininae y no por la red relampagueante.
Ravel se volvió lentamente hacia Brack’thal, y se quedó mirando sin flaquear la sonrisa del Xorlarrin, que lo aventajaba en edad, hasta que esta por fin se le borró de la cara.
—Si en algún momento dudas de la eficacia o del poder de mis creaciones, no dejes de decírmelo, hermano —dijo Ravel—. Tendré mucho gusto en hacerte una demostración desde más cerca.
Brack’thal se rio ante la amenaza.
Ravel comprendió que podía hacerlo porque Saribel y Berellip estaban cerca.
Sin embargo, eso no siempre sería así.
Para Ravel, la coordinación de la batalla en el interior de la caverna pronto se convirtió más en una cuestión de evitar que Yerrininae y su batallón drider mataran a esclavos necesarios que de organizar tácticas de combate. Los cuatro componentes de su fuerza de ataque (hiladores de conjuros, driders, guerreros drows y tropas goblins de choque) castigaban a la caverna orca tan duro y con tanta furia que en ningún momento pudo materializarse una defensa organizada contra ellos.
Al joven hilador de conjuros esto le resultaba muy decepcionante. Su deseo era poner a prueba sus teorías de batalla y había preparado algunas estrategias elaboradas de coordinación de tumulto mágico para eliminar las defensas pertinaces. Además, todas las ingeniosas victorias que consiguiese contra adversarios de demostrada valía sólo servirían para impresionar a sus despreciables hermanas y, cosa que resultaba aún más gratificante, para amedrentar a su padre-hermano venido a menos.
Mientras los últimos orcos y pesadillas eran arreados para seguir la marcha, ya que servirían junto a los goblins como carne de cañón en la batalla, Berellip encontró el momento para lanzar la pulla de que la energía perdida en el enfrentamiento casi no había valido la pena. Lo dijo en público y a viva voz, y muchos ojos, entre ellos los de Yerrininae, se fijaron en Ravel, a quien evidentemente no dejaba en buen lugar.
—Y no se perdieron ni un solo drow ni un solo drider —retrucó Ravel mirando a Yerrininae al decirlo.
—¿Ante simples orcos? —replicó Berellip riendo, como si la idea de perder un drow ante una criatura tan inferior fuese algo impensable.
Su manifiesta frivolidad hizo que se reuniesen más drows en torno a ellos, y Berellip no desaprovechó la ocasión de lucirse ante su público.
—Ante una fuerza combinada que nos superaba en número —le contestó el joven hilador de conjuros, y no retrocedió en absoluto, consciente de que esto podría hacer flaquear el respeto de sus fuerzas, que era sin duda lo que se proponía Berellip.
Ravel miró de frente a su hermana mayor, sosteniendo su mirada fijamente. Luego se dio la vuelta con una carcajada, dominando el centro de la escena.
—¿Simples orcos? —preguntó, dirigiéndose a todos los que tenía alrededor—. Un término muy relativo, ¿no os parece? Son «simples» cuando se los compara con una fuerza superior, y nosotros los somos, tanto para los orcos como para las inteligentes pesadillas que gobernaban esta caverna. Y no meramente superiores, porque si así fuera, seguramente habríamos sufrido bajas, cosa que no sucedió. Quedaron superados desde el principio, gracias a la preparación, querida hermana. En una investigación histórica, muchos tienden a calificar a los perdedores de ineptos por no atribuir la aplastante victoria a la brillantez de los vencedores.
—Cuéntanos —dijo Berellip con una buena dosis de sarcasmo.
—Nuestra fácil victoria empezó por la selección de la fuerza —insistió Ravel.
—Hemos encontrado equilibrio, entre la magia y la espada, entre la sutileza y la fuerza bruta —le habría gustado añadir, pero no era necesario, dado el aparente desafío de Berellip a su autoridad, que él mismo había sido quien había seleccionado las fuerzas expedicionarias.
A pesar de todo, no pudo resistir la tentación de darse un poco de bombo:
—Nuestros enemigos —añadió—, estaban vencidos incluso antes de empezar. Estando en Sorcere, concebí este uso de la red relampagueante, y sólo esperaba que surgiera una oportunidad como la que encontramos hoy.
—¿Otra vez eso? —preguntó Berellip entornando los ojos y apretando la mandíbula—. ¿Unos cuantos orcos muertos para semejante derroche de poder?
—Unos cuantos muertos y cientos que huyeron despavoridos —replicó Ravel—. ¿Acaso no es la amenaza de la venganza de Lloth un arma tan efectiva para las sacerdotisas como la manifestación real de la Reina Araña?
¡Ravel casi no podía creer que aquellas palabras hubieran salido de su boca! ¡Invocar a la Reina Araña en una discusión con una de sus sacerdotisas!
Por un momento, Ravel y todos los que lo rodeaban contuvieron la respiración y se quedaron mirando a Berellip pensando que podía llegar a abofetearlo o a castigarlo con su látigo de serpientes o incluso con alguno de sus devastadores conjuros divinos.
Y ganas no le faltaban, Ravel podía verlo en la expresión tensa de su cara. A Berellip le habría dado mucho gusto torturarlo delante de todos.
Sin embargo, el momento pasó y Berellip no se movió. Hasta entonces Ravel no se había dado cuenta de lo importante que debía de ser esta expedición para la Madre Matrona Zeerith. Acababa de traspasar todas las barreras del protocolo y no recibía un castigo, al menos no en ese momento.
Mide tus palabras, joven hilador de conjuros, le dijo Berellip usando el lenguaje de signos tan recatadamente que muy pocos pudieron ver la amenaza. Dicho eso, la sacerdotisa giró sobre sus talones y se alejó, seguida por Saribel.
Ni siquiera lo iba a castigar abiertamente delante de sus subordinados.
Ravel, que casi no podía creer tanta buena suerte, ni que fuera a durar, se volvió hacia los drows allí reunidos y les indicó que volvieran a sus deberes. Al hacerlo reparó en Jearth. El maestro de armas lo miraba con incredulidad. Y más que en Jearth, reparó en Tiago, cuya expresión revelaba una gran dosis de curiosidad e incluso un atisbo de diversión.
Ravel no tenía respuesta para nadie, porque su incredulidad era equiparable a la de los dos guerreros.
—Montaremos el campamento en esta caverna —ordenó y se dispuso a alejarse.
Jearth se unió a él poco después.
—Esta zona es bastante abierta y vulnerable —explicó el maestro de armas.
—No nos atacará nadie —insistió Ravel.
—Eso no puedes saberlo. Y si algún enemigo da con nosotros, las zonas más pequeñas son más favorables a nuestro número más reducido.
—Montad el campamento.
—¿O nos enfrentaremos a la venganza de Lloth? —comentó Jearth con ironía, y era uno de los pocos drows vivos que podían tomarle el pelo al joven Ravel.
El hilador de conjuros se limitó a menear la cabeza y a alzar las manos con resignación, como diciendo que tampoco él podía creer lo de haber desafiado a Berellip, y con algo que era el fundamento mismo de su existencia.
Tiago Baenre se reunió con Ravel poco después para informarlo de que habían identificado al rey pesadilla de la caverna y lo tenía a la espera de una audiencia con sus conquistadores.
—¿Quiere negociar? —preguntó Ravel con sarcasmo.
—Supongo que seguir respirando.
El Xorlarrin hilador de conjuros dio un paso atrás y le echó una larga mirada al guerrero Baenre. Eran más o menos de la misma edad, lo sabía, y habían estado en sus respectivas academias por la misma época. Eran rivales por una circunstancia muy sencilla, porque eran dos de los jóvenes varones drows más prometedores de Menzoberranzan.
¿Lo eran?
Tiago se acercó al frente de la cueva poco profunda y señaló la vivienda que había en el otro extremo de la caverna donde estaba retenido el rey pesadilla.
—Esperaría de ti algo más por mi lealtad —advirtió Tiago y se volvió a mirar a Ravel.
El hilador de sueños miró al guerrero con desconfianza.
—Viajo contigo para representar a mi familia —explicó Tiago—. Para informar a mi regreso a la Matrona Quenthel, favorable o desfavorablemente, sobre el avance de la Casa Xorlarrin.
Ravel asintió. Ya habían pasado antes por todo esto.
—Y yo voy para conseguir algo, y no sólo por mi reputación —explicó Tiago.
Al ver que Ravel entornaba los ojos, Tiago se hizo el remiso.
—No me vengas ahora con que no esperabas más de mí —dijo con gravedad—. Tal vez algo de devoción al bien mayor, o a la gloria de lady Lloth, o alguna otra tontería por el estilo. No me adjudiques a mí esos motivos, porque una visión tan limitada de mí seguramente me ofendería, amigo mío, y jamás supondría que Ravel actúa por un beneficio que no sea el propio.
Ravel tuvo que manifestar su acuerdo con esa evaluación. Al fin y al cabo, ¿qué drow había adquirido grandeza alguna vez sin haberla buscado y exigido primero?
—Cuéntame —lo animó.
Tiago rebuscó en un bolsillo de su piwafwi y sacó un fino tubo plateado con un rollo. Lo levantó para que Ravel pudiera ver bien el grabado de un martillo, un relámpago de energía y un par de espadas cruzadas junto con el nombre de Gol’fanin.
La propia daga decorada de Ravel, más que un arma un artículo más que lucir, llevaba esa misma marca, lo mismo que las armas de muchos de los nobles de las casas drows gobernantes.
Teniendo en cuenta su destino y los rumores sobre la energía mágica de la antigua forja, no había necesidad de que Tiago diera más explicaciones.
—Nos reuniremos junto al prisionero —dijo Tiago y se puso en marcha hacia la prisión del rey pesadilla.
Pero Ravel lo llamó.
—Ven conmigo —dijo, y tuvo buen cuidado de que aquello sonara más como una oferta que como una orden.
Tiago asintió.
Ravel se tomó su tiempo para atravesar la gran caverna. Se preguntaba si Tiago Baenre y él tendrían mucho que hablar sobre el señor pesadilla, sobre la continuación de la expedición y tal vez incluso más que eso. Se repitió que después de todo se trataba de un Baenre, y por lo tanto sabía que tendría que endulzar todas las cuestiones con tinguin lal’o shrome’cak, o la promesa de un pastel de hongos, como decía el dicho drow, es decir, algo especialmente delicioso capaz de inducir las ensoñaciones más maravillosas. Tiago no había preguntado sobre este segundo trato que acababa de revelar, sino que más bien lo había mencionado como algo natural, algo que no podía discutirse ni negarse.
Ravel se dio cuenta de que sería en presencia de un Baenre, y cuanto más procurara que Tiago estuviese a su lado, mejor. No tardó mucho en decidir qué pastel de hongos podría darse en ese momento y en ese lugar.
Tutugnik, el rey pesadilla, no tenía gran cosa para impresionar a Ravel fuera de lo ordinario. Era mayor que la mayoría de los de su especie, en particular los de los clanes que vivían a esas profundidades en la Antípoda Oscura, e incluso sentado y atado a una silla de piedra, podía mirar a Ravel a los ojos. Puede que se lo considerara apuesto tratándose de su raza; a Ravel todos le parecían iguales, salvo por alguna llamativa cicatriz ocasional, con sus caras chatas, sus ojos inyectados en sangre y sus dientes manchados, todos afilados y torcidos. Como todas las pesadillas, Tutugnik llevaba el cabello sucio y grasiento apelmazado sin un estilo determinado.
Tampoco sus dotes intelectuales lo impresionaron. A la mordaz exigencia de Ravel de que Tutugnik y sus súbditos ahora sirvieran a los drows, respondió con un poco inspirado «Tutugnik es líder».
Tal vez lo que quería decir era que esperaba seguir actuando como líder de la fuerza esclava. Tal vez, pero Ravel no se molestó en averiguarlo.
Organizó una audiencia con toda la caverna, drows y driders, orcos y pesadillas. De pie en una alta y bien iluminada cornisa al lado de Jearth y Tutugnik, Ravel ordenó que este se colocase al otro lado de su maestro de armas. Tiago Baenre acompañaba a la salvaje criatura.
—¡Habéis sido conquistados! —gritó Ravel sin más a los orcos y pesadillas. El volumen de su voz estaba aumentado mediante un simple hechizo para que resonara en todas las piedras de la caverna—. Combatiréis por mí o moriréis, y si combatís bien tal vez os permita volver a combatir por mí —asintió y se dispuso a retirarse, como si realmente no quedara más que decir, pero entonces hizo una pausa y miró al rey pesadilla.
—¿Líder? —preguntó Ravel en voz alta, señalando a Tutugnik, que infló el enorme pecho con orgullo.
Entre los orcos y pesadillas reunidos, la respuesta quedó amortiguada mientras los cautivos se miraban los unos a los otros buscando la clave sobre cómo reaccionar. Poco a poco unos cuantos empezaron a golpear el suelo con los pies e incluso uno o dos lanzaron una aclamación.
Todo esto enmudeció en un abrir y cerrar de ojos cuando Ravel miró a Tiago. El joven Baenre dio un salto girando y sacando sus espadas tan rápido que nadie se dio cuenta, ni siquiera Tutugnik, que apenas tuvo tiempo de mirar hacia el Baenre antes de que la espada le cortara el gaznate, de adelante atrás.
La expresión de la pesadilla ni siquiera cambió cuando su cabeza cayó al suelo, separada de su cuello, tan rápido fue el golpe.
—Algunos lanzaron aclamaciones —les dijo Ravel a Tiago y a Jearth.
Los guerreros sonrieron y asintieron, después se dispusieron a bajar de la cornisa.
Entre los prisioneros, el juego fue muy simple: cualquiera que delatara a otro por haber aclamado a Tutugnik sería admitido para combatir. Los delatados como leales a Tutugnik serían apartados y torturados hasta la muerte a la vista de todos.
—¿He de ser azotado, o asesinado? —preguntó Ravel respondiendo a la llamada de su hermana a una gran cueva que había hecho suya.
Los muchos esclavos de Berellip ya habían limpiado el lugar de desechos y heces de pesadilla, fregándolo todo como era debido. La sacerdotisa drow no había acudido ligera de equipaje, sino que había llevado muchos lagartos de carga dedicados por entero a su comodidad. Aunque la expedición sólo permanecería en la caverna un par de días, dando tiempo a los exploradores de reconocer la región para determinar su posición exacta y trazar las sendas más probables hacia la patria enana que buscaban, los goblins bien entrenados de Berellip habían transformado la cueva en una habitación digna de una noble casa drow. Habían cubierto casi todas las paredes con tapices y había cojines y mantas adornando todas las rocas y cornisas que podían servir como cama o asiento. Saribel se había acomodado en una de esas piedras, bastante apartada de su hermana, pero observaba a Ravel fijamente. Los tres Xorlarrin y un puñado de insignificantes esclavos goblins eran los únicos ocupantes de la cueva.
—Lo preguntas sin angustia, como si ninguna de las dos cosas fueran posibles, e incluso legales, hasta merecidas —replicó Berellip.
—Porque quiero saber qué opción tomarás —insistió Ravel—. Si la primera… —Se encogió de hombros—. Pero si fuera la segunda, entonces supongo que debería defenderme.
—Pasas por alto la tercera opción —dijo Berellip con tono repentinamente frío—. Unirte a Yerrininae.
Ravel se rio, porque confiaba en que Berellip sólo se estuviera mofando de él. La idea de convertirse en un drider era realmente demasiado espantosa para una ligereza como aquella.
—O la cuarta —dijo de pronto.
Berellip lo miró con curiosidad y a continuación desvió la mirada hacia su hermana que negó con la cabeza y se encogió de hombros, evidentemente sin saber qué pensar.
—¿Y cuál es esa?
—Podrías aceptar que todas mis acciones, incluso aquellas que podrían parecer una falta de respeto a tu jerarquía superior…
—¿Qué podrían parecer?
—Fueron una falta de respeto, lo reconozco —aceptó Ravel con una lenta y profunda reverencia sin duda exagerada—. Pero no tenían esa intención, sino el beneficio de la Casa Xorlarrin.
—Siéntate —le ordenó Berellip, y Ravel se dispuso a hacerlo en el asiento con cojín más próximo.
—En el suelo —le indicó Berellip.
Ravel la miró con incredulidad, pero inmediatamente borró esa expresión de su cara y se dejó caer en el suelo lo más rápido que pudo.
—¿El beneficio de la Casa Xorlarrin? —inquirió la sacerdotisa.
Ravel respiró hondo y se llevó una mano a un lado de la cabeza, tratando de organizar una explicación precisa y minuciosa, pero Berellip le robó la iniciativa.
—Querrás decir el beneficio de Tiago Baenre —dijo.
Ravel tuvo que respirar hondo otra vez, y se repitió enfáticamente que aquellas hermanas suyas eran sacerdotisas de Lloth, y que seguramente amaban a su diosa más de lo que les importaba él. Habían asistido a Arach-Tinilith, la mayor de las academias de Menzoberranzan, y Berellip, en particular, había destacado en ese entorno brutal.
Tenía que extremar el cuidado al tratar con esas dos. Se consideraba más listo que todos los drows, exceptuando tal vez a Gromph Baenre, pero en un momento como ese, comprendía que la arrogancia tenía más que ver con el empecinamiento que con la auténtica convicción.
—Si fue por Tiago Baenre, entonces sin duda lo fue por la Casa Xorlarrin —respondió—. Ese podría resultar importante para nosotros.
—Y por esa razón lo voy a admitir en mi cama esta misma noche —repuso Berellip.
—Y yo mañana —añadió rápidamente Saribel.
Ravel miró alternativamente a sus dos hermanas y realmente no se sintió sorprendido.
—A Tiago le interesa nuestra casa.
—Es un varón trepador que no está satisfecho con su lugar en la vida —explicó Berellip.
—Por eso le interesa la Casa Xorlarrin —dijo Ravel—, porque es la que más fomenta los logros de sus varones y los recompensa con respeto.
—Es una ventaja que tiene la Casa Xorlarrin sobre todo Menzoberranzan —reconoció Berellip—. Porque sólo en Xorlarrin se les tiene a los varones cierto respeto.
—Entonces comprenderás mi falta de respeto —dijo Ravel, o empezó a decirlo porque en algún punto entre la primera y la quinta palabra apareció un látigo de serpientes en la mano de Berellip. Y lo azotó. Las tres cabezas de su arma saltaron, mostrando los colmillos y desgarrando la carne de su cara.
Ravel se echó hacia atrás y cayó al suelo, pero Berellip fue a por él y lo golpeó una y otra vez. Por supuesto que sus prendas principales estaban encantadas y le brindaron cierta protección, pero esas víboras pérfidas consiguieron abrirse camino, desgarrándole tanto la camisa como la piel.
Sintió casi el atroz veneno corriendo por sus venas mientras de sus nuevas heridas brotaban erupciones ardientes.
Saribel se unió al castigo blandiendo su propio látigo, con dos cabezas. Y aquello no cesaba. Ravel sentía que el dolor lo dejaba sin sentido. Por fin dejaron de golpearlo, pero él siguió retorciéndose, con espasmos de pura agonía resultantes del veneno que castigaba sus nervios y sus músculos.
Ravel, ensangrentado, tardó algún tiempo en volver a incorporarse y se encontró a Berellip cómodamente sentada en su silla, con Saribel a un lado, como si no hubiera pasado nada.
—Así acaba nuestra ventaja con Tiago Baenre —consiguió decir el mago con voz entrecortada.
Berellip sonrió e hizo una señal a un goblin cercano que acudió presuroso con una brazada de ropa, prendas exactamente iguales a las que, al no ser mágicas, habían quedado destrozadas.
—El extremo de esta cámara esta aislado y tú parecerás el mismo. Tiago ni se enterará de esto —le aseguró Berellip—. ¡Vístete!
Ravel se puso de pie con dificultad y sin dejar de gruñir. Le ardían las articulaciones por efecto del infame veneno del látigo.
—Querida hermana —dijo Berellip burlona mientras Ravel se despojaba de su ropa desgarrada y manchada de sangre—, estamos apenas a diez días de Menzoberranzan, y sólo nos quedan cuatro mudas para nuestro querido hermano. ¿Qué vamos a hacer?
La mirada de odio de Ravel podría haber llevado consigo una amenaza de no haber estado él tan inestable, tanto que hasta se volvió a caer al suelo en un momento.