1. PINTURAS DE GUERRA

Drizzt no se alarmó al despertarse al amanecer y descubrir que Dahlia no estaba junto a él en el pequeño campamento. Sabía dónde podría estar. Se tomó el tiempo suficiente para ponerse el cinto con las cimitarras y cargar al hombro a Taulmaril antes de bajar a toda prisa los estrechos senderos del bosque y subir la empinada pendiente cogiéndose de los árboles para impulsarse con ellos. Cerca de la cima de la pequeña colina la divisó, de espaldas a él, contemplando tranquilamente la lejanía.

A pesar del frío —y esa mañana era con diferencia la más fría de la estación— Dahlia sólo iba envuelta con su manta, que dejaba un hombro desnudo al descubierto. Drizzt casi no se fijó en su vestimenta, o más bien en la falta de ella, a pesar de que era notorio, porque su mirada quedó prendida en el cabello de la mujer. La noche anterior lo llevaba en su elegante corte hasta los hombros, pero ahora había vuelto a la gruesa trenza negra y roja que subía formando una deliciosa curva alrededor del delicado cuello. Era como si Dahlia pudiera convertirse en una persona diferente con sólo pasarse un peine mágico.

Avanzó hacia ella lentamente y pisó una rama que se partió bajo su pie haciendo un leve ruido que hizo que Dahlia volviera apenas la cabeza para mirarlo.

Drizzt se paró en seco, contemplando los dibujos formados por puntos azules, el dibujo de añil de la guerrera elfa. Tampoco llevaba eso la noche anterior, como si hubiera suavizado su aspecto para la cama de Drizzt, como si usara su cabello y el añil como reflejo de su estado de ánimo, o…

Drizzt entrecerró los ojos. Se dio cuenta de que no los usaba como reflejo de su estado de ánimo sino como una manera de incitar, de manipular, a su amante drow.

La noche anterior habían discutido, y la exaltada Dahlia, con su trenza y sus pinturas de guerra intactas, había dejado perfectamente clara su posición, su intención de ir a por Alegni.

Pero después se había acercado a Drizzt con más suavidad, buscando la reconciliación, con su corte de pelo más suave, la cara limpia de pinturas de guerra. Entonces no habían discutido sobre Alegni, ni se habían ido a dormir enfadados.

Drizzt se acercó hasta donde estaba Dahlia y contempló la vista desde el lado occidental del altozano. Observó allá abajo la distancia que los separaba de Neverwinter, envuelta en una niebla a ras del suelo al cargarse el aire más frío de la húmeda calidez del gran río.

—La niebla oculta gran parte de las cicatrices —dijo Drizzt, rodeando con los brazos a la mujer, que no reaccionó a su contacto—. Fue en una época una hermosa ciudad, y volverá a serlo si los thayanos son derrotados realmente.

—¿Con los shadovar rondando las calles y los callejones? —replicó Dahlia con aspereza.

Drizzt no supo cómo responder, de modo que se limitó a estrecharla con más fuerza.

—Están en la ciudad, entre los habitantes, según dijo Barrabus… el hombre al que tú llamas Artemis Entreri —añadió Dahlia.

—Una posición conseguida, con toda probabilidad, por la amenaza mayor que representaba Sylora Salm. Si esa amenaza ha perdido fuerza, espero que los shadovar…

—Cuando su líder esté muerto, la amenaza de los shadovar será menor —interrumpió Dahlia cortante y fría—. Y su líder pronto estará muerto.

Drizzt trató de abrazarla con más fuerza, pero ella se separó de él, dio un par de pasos hacia el borde del barranco y se envolvió mejor con la manta.

—El tiempo no es su aliado sino el nuestro —dijo Drizzt.

Dahlia se volvió hacia él de pronto, con mirada severa intensificada además por los amenazadores dibujos de su añil de guerra.

—Él va a saber la verdad —insistió Drizzt—. Va a saber por Entreri lo que sucedió con Sylora Salm, y sabrá que vamos a ir a por él. Entreri lo admitió cuando nos dijo que estaba esclavizado y que no podía unirse a nosotros en tu venganza.

—Entonces, el asqueroso señor netheriliano debe de tener mucho miedo ahora mismo —replicó Dahlia.

—Y también debe de estar muy prevenido, con sus fuerzas concentradas. Este no es buen momento…

—No es decisión tuya —volvió a interrumpirlo Dahlia.

—A medida que vaya decayendo la amenaza thayana, también bajará la guardia nuestro adversario —insistió Drizzt tratando de contrarrestar el enfado de la mujer—. He conocido a estos pobladores de la ciudad y son buena gente. No van a sufrir durante mucho tiempo a los netherilianos. Este no es el momento de ir contra él.

En los ojos azules de Dahlia hubo un destello de ira, y por un momento Drizzt pensó que se lanzaría contra él. A pesar de que conocía los designios de Dahlia y su determinación de ir a por Alegni, el explorador drow casi no podía creer el nivel de intensidad que podía alcanzar esa furia. No podía imaginar que pudiera ponerse más furiosa aun en el caso de que él hubiese admitido algún crimen atroz que hubiese cometido contra su familia. Se alegró de que en aquel momento ella no tuviese a mano su arma.

Drizzt dejó pasar un largo silencio antes de atreverse a continuar.

—Matarás a Alegni.

—¡No pronuncies su nombre! —insistió Dahlia, y escupió en el suelo, como si el mero hecho de oír aquel nombre le hubiera hecho subir bilis a la boca.

Drizzt hizo un gesto con las manos en el aire, tratando de calmarla.

Poco a poco, las llamaradas de sus ojos se fueron transformando en una tristeza profunda.

—¿Qué pasa? —dijo él en un susurro, atreviéndose a acercarse un poco más.

Dahlia se dio la vuelta, pero no lo rechazó cuando él la rodeó otra vez con los brazos. Juntos, contemplaron la ciudad de Neverwinter allá abajo.

—Voy a matarlo —musitó Dahlia, y a Drizzt le dio la impresión de que más que decírselo a él, lo decía para sí misma—. Sin más demora. Sin tardanza. Voy a matarlo.

—¿Cómo mataste a Sylora Salm?

—De haber sabido que ella lo tenía por enemigo, la habría ayudado. De haber conocido la identidad del jefe shadovar, jamás me habría marchado de Neverwinter para ir a Luskan o a Gauntlgrym. Jamás habría abandonado la región sin antes matarlo con mis propias manos.

Dijo esas tres últimas palabras con tanta claridad, con tanta intensidad, con tanta inquina, que Drizzt comprendió que no le valdría de nada razonar con ella en ese momento.

Se limitó a tenerla abrazada.

Desde el esqueleto de un árbol muerto, espiando por una grieta en la madera descompuesta, Effron el Contrahecho observaba a la pareja con gran interés. Al deforme brujo no se le escapaba una sola palabra de su conversación, y nada de lo que oía le resultaba sorprendente. Conocía a Dahlia, sabía más de ella que cualquier otro ser viviente, y comprendía los demonios que la guiaban.

Por supuesto que trataría de matar a Herzgo Alegni. Sería más feliz muriendo en el intento de matarlo que permaneciendo ambos vivos.

Effron la comprendía.

El brujo no podía negar sus propias emociones al mirar a aquella guerrera elfa. Una parte de él quería salir de su escondite y destruir a la pareja en ese mismo momento. Sin embargo, el sentido común fue más fuerte. Había oído hablar lo suficiente de ese Drizzt Do’Urden para saber que tenía que jugar sus cartas con cautela.

Además, no estaba seguro de querer muerta a Dahlia, al menos no de manera inmediata. Había ciertas cosas que quería saber, que necesitaba saber, y ella era la única que podía proporcionarle las respuestas.

El brujo shadovar se desdibujó en una sombra y abandonó el lugar, aunque no volvió inmediatamente para informar a Herzgo Alegni de lo que había averiguado. Al fin y al cabo, Effron no era el esclavo de nadie y no carecía de recursos propios.

Se dirigió a una región boscosa de hondonadas y promontorios rocosos que había a las afueras de Neverwinter. El cielo todavía estaba muy oscuro y había empezado a caer una débil nevada, pero Effron conocía bien la zona y se movía con seguridad hacia un campamento levantado en una cueva poco profunda.

Había en las inmediaciones un puñado de shadovar, soldados netherilianos que habían llegado del Páramo de las Sombras poco después que Effron, que los había hecho acudir secretamente, pero todavía no habían jurado ser aliados de Alegni.

Cuando el deforme brujo apareció entre ellos, todos se pusieron de pie, no exactamente en actitud de firmes, pero mostrando un principio de respeto.

—¿Tienes los globos? —le preguntó el brujo a un shadovar, un humano de elevada estatura llamado Ratsis.

Ratsis respondió con una sonrisa aviesa y buscó bajo el cuello abierto de su camisa, de donde sacó una cadena de plata de la que pendían dos globos traslúcidos llenos de sombra, del tamaño del puño de un niño. En la niebla de sombra que contenía cada globo había una araña, pequeña y peluda, como una diminuta tarántula. Ratsis sonrió.

—Para la mujer elfa —le recordó Effron.

—¿Y qué hay de su compañero? —inquirió Ratsis.

—Matadlo —respondió Effron sin dudar—. Es demasiado peligroso para capturarlo o para permitir que escape. Matadlo.

—Somos siete —insistió Jermander, otro de los del grupo, un feroz guerrero tiflin que hacía gala de un orgullo y una ira implacables—. ¡No son más que dos!

—Ocho —lo corrigió en voz baja Ratsis, el cuidador de arañas. Hizo una breve pausa para hacer girar los globos de su collar, con los ojos brillantes por la contemplación de sus mascotas, y rectificó—: Diez.

La expresión de Jermander demostraba que no tenía mucho aprecio por esos aliados en particular, lo cual arrancó una carcajada a Ratsis.

—No subestimes a estos dos enemigos, compañero de lucha —le advirtió Ratsis.

—No nos subestimes a nosotros —le retrucó Jermander—. No somos carne de cañón traída del Páramo de las Sombras para disfrute de Effron el Contrahecho, ni siquiera de lord Alegni.

Effron le sostuvo la mirada al guerrero, pero no discutió con él. Esas sombras en particular tal vez no fueran nobles netherilianos, pero tampoco se los podía considerar plebeyos. Eran mercenarios de gran reputación, los famosos Cazarrecompensas Mercenarios de Cavus Dun, y se vendían caros.

—Mis disculpas, Jermander —dijo Effron con una torpe y contrahecha reverencia.

—Captura a la mujer elfa —dijo Ratsis con gran énfasis—. Envaina las espadas. —Volvió a hacer girar los globos con las arañas entre los dedos y sonrió triunfal—. Sed letales con el drow, pero amables con la elfa.

El intercambio de miradas entre Jermander y Ratsis dejaba ver una competencia bastante marcada entre los dos, y también una buena dosis de animosidad. Nada de eso le pasó desapercibido a Effron.

—No me falléis en lo de matar al drow —les advirtió el brujo, que también tenía el peso de un noble netheriliano—. Como me falléis en capturar a Dahlia viva, os pasaréis la eternidad pidiendo la muerte.

—¿Es una amenaza? —preguntó Jermander, aparentemente divertido.

—Draygo Quick —le recordó Effron. El guerrero depuso su bravuconería al oír el nombre de ese shadovar realmente poderoso—. Una promesa.

Effron acabó con una vista torva, paseando la mirada de un mercenario a otro. A continuación se alejó lentamente.

—Traed a la Cambiante —dijo Ratsis en cuanto Effron se hubo marchado. La Cambiante había sido la causa por la que había corregido el recuento de Jermander cuando insistió en que eran ocho y no siete.

—Las espadas del drow pondrán en peligro nuestra captura de Dahlia con vida —dijo Ratsis—. No quisiera tener que explicar la inoportuna muerte de Dahlia a alguien como Draygo Quick.

—Yo puedo sacarlo de su escondrijo —insistió otro sombrío, un tiflin enjuto y musculoso que llevaba una indumentaria más ligera e iba armado con una lanza corta.

—Y yo —declaró otro, uno de ascendencia humana y piel shadovar, que iba armado como el anterior y por toda armadura llevaba un traje de tela fina. Se puso al lado del tiflin y los dos hincharon el musculoso pecho, al parecer con estudiada sincronización. En el humano, más que en el tiflin, esa pose parecía más bien una bufonada. Con su mata de pelo rubio y rizado y sus mejillas de querubín, parecía casi infantil a pesar de sus cultivados músculos.

Ratsis se habría reído de buena gana de esos dos Hermanos de las Nieblas Grises, una orden de monjes que había adquirido últimamente cierta notoriedad entre los netherilianos. Se habría reído, pero se guardó muy bien de hacerlo, porque los hermanos Parbid y Afafrenfere eran especialmente susceptibles y de reconocida imprudencia.

—Yo había pensado que desempeñarais un papel activo en la muerte del drow —dijo Ratsis para aplacarlos, y lo consiguió, porque ambos monjes esbozaron una sonrisa ante su reconocimiento—. Con vuestros movimientos veloces y vuestros puños letales, creo que hasta alguien de la fama de Drizzt Do’Urden podría verse superado.

—Somos discípulos del Paso de Punta —respondió Parbid, el tiflin, y dio un golpe con la lanza—. Haremos ambas cosas: moverlo y luego matarlo.

Ratsis miró a Jermander, que también estaba claramente divertido. Su expresión demostraba que su pequeño roce había quedado olvidado por la fanfarronería casi cómica de Parbid y Afafrenfere.

—Yo soy el captor. Tú eres el que le da muerte —le dijo Ratsis a Jermander—. ¿Qué eliges?

—Un octavo nos vendría bien —respondió Jermander provocando la decepción y el aparente desánimo de los dos monjes—. No quiero correr riesgos en esto. No en este momento.

—¡La Cambiante exigirá tres partes! —dijo Ambargrís, otra de la banda, una enana convertida al Páramo de las Sombras, una sombría aunque sólo parcialmente. Su verdadero nombre era Ámbar Gristle O’Maul, pero Ambargrís le iba mejor, porque reflejaba a la perfección tanto su aspecto como su olor. Tenía el cabello negro y largo, en parte trenzado y en parte suelto, y una nariz gorda y ganchuda. Todavía no se parecía mucho a los shadovar, sino que más bien parecía un engendro de duergar y Delzoun. Llevaba en el Páramo de las Sombras poco más de un año, pero su habilidad con su maza excepcional y su divina capacidad para formular conjuros no habían pasado desapercibidas. A pesar de su ausencia de credenciales entre los shadovar, los Cazarrecompensas Mercenarios de Cavus Dun la habían admitido y le habían prometido apoyar su admisión plena en el imperio —cosa sumamente rara para un no humano— si se ponía a prueba. Al parecer ella lo tenía claro allí en el grupo, haciendo girar ansiosamente su arma, a la que cariñosamente llamaba Rompecráneos, en sus fuertes manos. La maza, de algo menos de metro y medio, era de madera dura pulida, tenía el mango cubierto de cuero negro y su extremo lastrado estaba cubierto por tramos con anchos anillos de metal negro. La enana la blandía con destreza con una sola mano o, si la cogía con ambas manos, era capaz de pulverizar un cráneo. Llevaba una pequeña rodela, fácil de manejar para no estorbar en sus frecuentes cambios de mano del arma.

—Tal vez sería mejor que guardaras silencio —respondió Ratsis con gravedad. Ambargrís sólo respondió con un encogimiento de hombros; de haber apoyado su posición, seguro que Jermander le habría aplicado la misma disciplina.

—Cierto —dijo el monje tiflin Parbid—. Ambargrís se cree especial porque es una de mil entre nosotros debido a su ascendencia, y una de diez mil si le añades el sexo. A estas alturas sería conveniente que hubiera aceptado ya que su singularidad es más una cuestión de curiosidad que de otra cosa.

—Eso no es justo, hermano —dijo el otro monje, Afafrenfere—. Lucha bien y su habilidad como curadora nos ha sido de gran ayuda.

—No voy ayudar a tu maldito socio en el futuro —musitó Ambargrís entre dientes, pero lo bastante alto para que todos pudieran oírla.

—Puede que fuera útil interrogando a cualquiera de sus mugrientos congéneres a los que capturamos por el camino —le contestó Parbid a Afafrenfere.

—Lo que dijo la enana se toma en cuenta —interrumpió Jermander para volver a lo que importaba—. La Cambiante exigirá tres partes completas, aunque su trabajo no será más duro, y sí menos peligroso que el nuestro, dada su habilidad para evitar que la apresen.

—Entonces le ofreceremos dos partes —respondió Ratsis con calma, a lo que Jermander asintió.

—¿Estamos todos de acuerdo? —preguntó Ratsis.

Ambargrís dio un golpe con el pie, cruzó los brazos sobre el pecho y negó obstinadamente con la cabeza, aunque lo cierto era que no tenía voto completo ya que no pertenecía íntegramente a los shadovar. Cuando la expresión de escepticismo de Ratsis reflejó exactamente eso, la enana reculó un poco y empezó a jugar con la sarta de perlas negras que llevaba al cuello mientras maldecía entre dientes.

Los dos monjes se mantuvieron en sus trece en el «no», oponiéndose a Ratsis y a Jermander, que votaron «sí».

Todos los ojos se volvieron hacia la parte trasera del campamento donde una mujer de anchos hombros y un tiflin gordo permanecían sentados sobre una roca. La mujer afilaba su espada mientras el tiflin enrollaba nuevas tiras de cuero rojo en el mango de su enorme mangual. A cada vuelta de cuero, el arma se estremecía y la pesada bola con púas, del tamaño de la cabeza de un hombre corpulento, se sacudía en el extremo de su casi metro y medio de cadena.

—Se hace lo que haya que hacerse —dijo el hombre llamado simplemente Bol.

—Dos y medio a dos, entonces —dijo Ambargrís con una sonrisa.

Pero inesperadamente, cuando la enana acababa de hacer su afirmación, la mujer de la espada salió con un:

—Traed a la Cambiante.

Todos los ojos se fijaron en ella. Era la primera vez que la oían hablar y ya llevaba diez días con la banda. Ni siquiera sabían su nombre, y todos se referían a ella como Horrible, o como «la Puta de Bol», como la había bautizado Ambargrís, apelativo que a ella no parecía molestarle en lo más mínimo y en cambio divertía al baboso de Bol.

O a lo mejor sí le había molestado, pensó Ratsis mientras miraba alternativamente a la mujer y a la enana para detectar alguna señal de animosidad entre ellas. Era probable que la animosidad hubiera provocado la respuesta.

—Entonces tres a dos y medio —dijo Jermander haciendo volver a Ratsis a la conversación.

—¡Contad cuatro entonces! —añadió Bol—. Si mi Horrible así lo quiere, que así sea.

—Entonces las siete partes que nos íbamos a repartir serán nueve —gruñó Parbid.

—¿Vosotros dos no deberíais estar explorando en busca de Dahlia y del drow, tal como acordamos? —replicó Ratsis—. Y si llegáis a dar con ellos, consideraos libres para apresarlos, en cuyo caso los dos os podéis dividir el oro de Effron a partes iguales.

Parbid y Afafrenfere se miraron con expresión entre dubitativa e intrigada, como si estuvieran dispuestos a tomarle la palabra a Ratsis.

Jermander, por su parte, le dirigió a Ratsis una mirada nada entusiasta y no apartó los ojos de él mientras los dos monjes se alejaban con paso ostentoso.

—Que lo intenten —explicó Ratsis—. Así volveremos a las siete partes a pesar de los costosos servicios de la Cambiante.

Jermander respondió con un bufido y no pareció demasiado preocupado por esa posibilidad.

Drizzt estaba en cuclillas a unos pasos del tronco del corpulento pino, debajo de las gruesas ramas arqueadas que les habían servido de refugio a él y a Dahlia para pasar la noche. Vio el manto blanco entre las agujas del pino y se enderezó, separando un par de ramas. De hecho había caído la primera nevada durante la noche, cubriendo el suelo de un blanco que relucía bajo los rayos del sol de la mañana.

Mientras la luz se colaba en su dormitorio natural, el drow echó una mirada a Dahlia, que aún dormía. Un rayo de sol le acariciaba la mejilla donde no había pinturas de guerra. Dahlia había vuelto a lucir su aspecto más dulce aquella noche, después de que un largo e incómodo silencio los hubiera acompañado durante todo el día como rastro de la discusión antes mantenida. El cabello de la mujer era otra vez una melena hasta los hombros, y su rostro estaba limpio y suave.

Era el aspecto que más le gustaba a Drizzt, y Dahlia lo sabía.

Dahlia lo sabía.

¿Lo estaría manipulando? Volvió a preguntárselo. Él sabía que Dahlia era una mujer calculadora, una guerrera inteligente, una adversaria estratégica, pero ¿era posible que fuera también su adversaria? ¿Lo veía como un compañero y un amigo, o simplemente como un juguete y un instrumento para conseguir sus objetivos últimos?

Drizzt trató de desechar esos pensamientos oscuros, pero no podía. Allí de pie entre las ramas del árbol, contemplando a la hermosa elfa, no podía por menos que sentirse atraído por ella. Sin embargo, no podía olvidar que realmente no la conocía y que lo que sí sabía de ella no tenía nada que ver con un inocente estilo de vida.

Después de todo, Dahlia había llevado a Jarlaxle y a Athrogate a Gauntlgrym con el propósito de liberar al primordial. Aunque había dejado de lado sus malignos designios en el momento crítico, todavía tenía cierta responsabilidad por el cataclismo que había devastado la región y sepultado la ciudad de Neverwinter.

Parecía tan joven allí, bajo la luz de la mañana, y tan inocente, casi una niña. De verdad era joven, se recordó Drizzt. Cuando él tenía la edad de Dahlia, allá en Menzoberranzan, ¿había salido siquiera de la Casa Do’Urden para ingresar en la escuela de guerreros de MeleeMagthere?

Pero también sabía que Dahlia era, en muchos sentidos, mayor que él. Que había servido en la corte de Szass Tam, el archilich de Tay. Había presenciado grandes batallas y seguramente había tenido más amantes que él. Había viajado mucho y tenía mucha experiencia de la vida. Drizzt sabía perfectamente que no tenía que juzgar a Dahlia con condescendencia. Vehemente y peligrosa, nadie que se asociase con ella, amigo, amante o enemigo, haría bien en subestimarla en ningún sentido. Entonces ¿lo estaría manipulando con su aspecto más dulce, con ese atractivo e inocente corte de pelo, con su cara limpia de afeites?

El drow sonrió mientras consideraba la respuesta obvia a la luz de los acontecimientos del día anterior. La Dahlia dura, con trenza y pinturas de guerra, había discutido con él e incluso lo había invitado a marcharse de su lado. Ella sola se encargaría de Herzgo Alegni, había afirmado. Sin embargo, era evidente que esa no iba a ser tarea fácil, porque Alegni estaba dentro de la ciudad y seguramente rodeado de poderosos aliados, Artemis Entreri entre ellos.

Y a medida que avanzaba el día, y viendo que Drizzt seguía a su lado aunque sin comprometerse a unirse a ella, Dahlia se había transformado en esa criatura atractiva y dulce, con menos de guerrera y más de amante.

Drizzt contempló el bosque nevado y rio para sus adentros. En realidad, supuso que realmente no importaba si Dahlia trataba de manipularlo. ¿Acaso no era esa simplemente la esencia de las relaciones? ¿No los había manipulado a él y a todos los demás Bruenor al fingir su propia «muerte» después de la batalla con Akar Kessell para que pudieran abandonar el Valle del Viento Helado y ponerse en marcha en busca de Mithril Hall? ¿Y acaso él mismo, Drizzt, no había manipulado a Bruenor para que firmara el Tratado de la Garganta de Garumn?

El drow no pudo por menos que reírse al volver atrás en el tiempo. Evocó el drama junto al lecho de muerte de Bruenor allá en el Valle del Viento Helado, cuando el enano había expuesto sus mayores deseos, aparentemente perdido en la bruma del tiempo. Tosiendo y ahogándose y desfalleciendo a ojos vistas, el inteligente Bruenor se había encogido ante los ojos de Drizzt como si estuviera ingresando en el reino de los muertos, hasta el momento en que Drizzt prometió que se pondrían de camino para encontrar Mithril Hall. Entonces Bruenor se había levantado de un salto, listo para la marcha.

Oh, aquello sí que había sido una buena representación… pero también una manipulación con todas las de la ley.

Que Dahlia jugara algunos juegos dentro del contexto de su relación no tenía tanta importancia, se dijo Drizzt. Él sabía lo que había en el fondo, y allí se ocultaba el hecho de que él sólo podía ser manipulado si se dejaba. No era sólo cuestión de lujuria, lo sabía, aunque era innegable que Dahlia lo excitaba. La curiosidad que le inspiraba la elfa iba mucho más allá de las necesidades físicas. Quería comprenderla. Sentía que si era capaz de averiguar cosas sobre Dahlia, aprendería mucho sobre sí mismo. La forma en que ella veía el mundo le era ajena, era una perspectiva totalmente diferente, y eso era una promesa de expansión para sus propios puntos de vista. A lo mejor se sentía atraído hacia Dahlia por la misma razón por la que se sentía atraído por Artemis Entreri, aunque sólo fuera para estudiar al hombre y no para viajar junto a él. Porque los dos, Dahlia y Entreri, tenían un código de honor, aunque forzado a los ojos de Drizzt. Ni uno ni otra se despertaban por la mañana con visiones de desencadenar caos y sufrimiento. Dahlia lo había demostrado con su incapacidad de seguir las órdenes de su señor y liberar al primordial.

Se preguntó si tal vez se propondría corregirlos. ¿Acaso en el fondo de su corazón creía que podría redimir a Artemis Entreri y guiar a Dahlia hacia un futuro más luminoso?

Volvió a mirar brevemente a Dahlia. No podía negar su soberbia: su deseo a rescatar a la gente de la oscuridad formaba parte de la ecuación que había hecho que Artemis Entreri surgiera tantas veces en sus pensamientos a lo largo de décadas, casi con la misma frecuencia con que se preguntaba por Wulfgar.

Sabía que lo de Dahlia era mucho más complicado, porque la atracción que ejercía ella no tenía nada que ver con lo que pudiera sentir por Entreri o por Wulfgar. No podía negarlo. No importaba la cantidad de veces que tratara de convencerse de que no tendría que estar con la peligrosa elfa, esa convicción se borraba en cuanto la veía, especialmente cuando se presentaba con aquella imagen tan suave.

Se enderezó sorprendido al sentir el brazo de la elfa que se deslizaba sobre su hombro y le rodeaba el cuello. Dahlia apoyó el mentón sobre su otro hombro y lo besó en la oreja.

—¿Qué tal una cama caliente antes de salir al frío de la nieve?

Drizzt sonrió y su expresión se acentuó cuando ella añadió:

—Y después vamos y lo matamos.

Así eran las cosas.

Le volvió la imagen de Bruenor en aquel lecho de muerte en el Valle del Viento Helado, y recordó que el vínculo con aquel enano tramposo había durado más de cien años.

Así eran las cosas.