DURANTE las vacaciones, antes del último semestre de mi carrera, teniendo apenas mi tía dos meses de haber partido, la gente de San Miguel empezó a murmurar sobre la dudosa salud mental de mi tío Tacho y la mía.
—Tráigase su equipo para escalar —me dijo un día.
—¿Para qué lo quiere, tío? —le pregunté extrañado.
—Debemos practicar. Hemos de salir de nuestros respectivos abismos a como dé lugar.
Él lo usaba por las mañanas y yo por las tardes. Así, vestidos de alpinistas, durante nuestras largas caminatas por la calle, no había quien no nos mirara con extrañeza y hasta con un poco de compasión. Cuando mi tío se detenía a platicar con alguien conocido, atoraba el piolet en la tierra, en un árbol o en los barrotes de alguna ventana.
—Permítame que me enganche —les decía—; no vaya a ser que pierda la poquita altura que he ganado y me vaya otra vez hasta el fondo…
Nadie entendía el significado de sus palabras, sólo yo.