MI tío decidió que estudiara la preparatoria en el Distrito Federal, en la misma escuela en que él lo había hecho. Ocupé un cuarto en una casa de huéspedes que recibía estudiantes. Todos los fines de semana venía a San Miguel.
Desde el primer semestre tuve serios problemas con las matemáticas, así que, a mediados del segundo semestre, después de haber tenido que presentar difíciles y largos exámenes extraordinarios, tomé la decisión de dejar los estudios y buscar un empleo. Pensé que lo mejor sería enterar a mis tíos de inmediato.
Llegué a San Miguel en la tarde. Mi tía había salido y mi tío estaba dando consulta. Aguardé en la sala de espera, repleta de gente. Puse mi maleta en el piso. Las manos me sudaban de nervios. ¿Cómo se lo diría? ¿Cómo lo tomaría él? Me sobrepuse, me di valor: «Todos tenemos derecho a decidir nuestra vida», repetía para mis adentros.
Salió mi tío a despedir al paciente que acababa de atender y me vio.
—¡Hola, Panchito! —me saludó con gusto—. ¿Qué anda haciendo por acá con todo y maleta? ¿Acaso suspendieron las clases?
—No, tío. Vine a hablar con usted —le dije tratando de disimular mi nerviosismo.
—Pásele, pásele —me invitó gustoso—. Es mi sobrino —dijo a los pacientes a modo de disculpa por no hacerme esperar.
Dentro del consultorio me preguntó:
—¿Qué cosa es tan urgente que tuvo que venir entre semana?
—Tío —le dije envalentonado—, ¡he decidido dejar la escuela!
—¿Dejarla? —se sorprendió.
—Sí —la seguridad en mí mismo iba en aumento—; voy a buscar un empleo.
Se hizo un silencio tan denso que se hubiera podido cortar con un cuchillo. Él se puso de pie, entró al baño, y después de un largo tiempo que a mí me pareció eterno, regresó con la cabeza y la cara empapadas, escurriendo agua sobre el cuello de su camisa. Volvió a instalarse en la silla giratoria de su escritorio y me preguntó:
—¿Y puedo saber por qué ha tomado esa decisión?
Yo recité el parlamento que tenía tan ensayado:
—Me he puesto a pensar que no todo el mundo debe ser profesionista. Creo tener la preparación necesaria para enfrentar cualquier situación que se me presente. Además, he llegado a la conclusión de que a la escuela sólo se va a perder el tiempo y que las matemáticas no sirven para nada…
Se quedó pensativo. Luego se levantó, me tomó bruscamente de un brazo y me llevó a la puerta.
—Espere a que termine mi consulta y después hablamos —me dijo antes de echarme con un empujón.
Me senté en la sala de espera y aguardé. El tiempo se me hizo eterno. Cuando salió el último paciente, me dirigí hacia la puerta del consultorio pero mi tío la cerró bruscamente; casi me da en las narices.
—¡Espere a que lo llame! —gritó desde adentro.
Extrañado por su actitud regresé al sillón.
Después de mucho rato, apareció en la puerta y me hizo señas para que pasara.
—Siéntese, muchacho —me indicó—, ¿de qué me estaba hablando?
—Era acerca de la escuela…
—¡Ah, sí! —me interrumpió—, me estaba comunicando sus intenciones de abandonar los estudios, ¿no es cierto?, pues, casualmente, necesito un ayudante en la farmacia, así es que su brillante decisión me cayó como anillo al dedo.
Me alegré por su comprensión, aunque, francamente, no esperaba que fuera así de sencillo.
—¿Habla en serio? —le pregunté.
—¡Claro! —me dijo—, desde hoy tiene usted empleo.
Emocionado exclamé:
—¡Gracias, tío!
—¡Nada de «tío»! —gritó—. ¡No sea usted igualado! ¡De ahora en adelante llámeme doctor!
—¿Cómo? —la sorpresa no cabía en mí.
—¡Así como lo oye! ¡Desde este momento yo soy el patrón y usted sólo un empleado! ¿Entendido?
—Sí, doctor —respondí con un nudo en la garganta.
En ese momento llegó mi tía. Tocó la puerta.
—¡Adelante! —dijo mi tío.
—¡Mi cielo! —exclamó mi tía al verme y corrió hacia mí con los brazos extendidos—. ¿Qué andas haciendo por aquí? —me abrazó—. ¿Qué tienes, mi amor? Estás temblando. ¿Te sientes mal?
—No, Chabelita —respondió mi tío—, está perfectamente; ha venido a damos la nueva de que va a dejar la escuela…
—¿Cómo? —preguntó sorprendida.
—Así es —continuó mi tío—; ha decidido que estudiar es perder el tiempo y que lo mejor será ponerse a trabajar; por tanto, desde hoy, será mi nuevo ayudante en la farmacia.
—¿En serio? —me miró incrédula.
—Sí, tía pero…
Iba a darle una explicación más detallada sobre mi forma de pensar y de las serias reflexiones que me habían llevado a tomar esta decisión, pero mi tío no me dejó hablar.
—¡No la llame «tía»! ¡Dígale señora y háblele de «usted»! —vociferó.
—Pero, Anastasio… —mi tía iba a empezar a protestar pero él la interrumpió:
—Sí, Chabelita, así debe ser —dijo tajante—. En la vida cada quien escoge su lugar. Se le va a acondicionar el cuarto de servicio y va a comer en la cocina…
—¡Anastasio! —exclamó mi tía.
—¡Las cosas se harán como yo digo! —gritó enojado.
Mi tía se quedó muy sorprendida; él nunca le hablaba así. Mi tío pareció reflexionar, se acercó a ella y la abrazó con cariño:
—Te aseguro que así es como debe ser, preciosa; hazme caso…
Ella asintió y salió del consultorio.
Al día siguiente, mi tío fue al cuarto de servicio;
—¡Arriba, muchacho! ¡No sea perezoso!
Abrí los ojos. Aún estaba oscuro.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
—¡Hora de trabajar! —me respondió—. ¡No quiero ir a la farmacia y encontrarme con que usted no ha hecho el aseo! ¿Entendió?
—Sí, tío, digo, doctor —corregí rápidamente.
—¡Pues apúrese! —aventó unas llaves sobre la cajonera—. ¡A las siete en punto el negocio debe estar abierto! —y salió dando un portazo.
Aún semidormido me dirigí a hacer la limpieza de la farmacia. No lograba pensar en otra cosa que no fuera en la actitud de mi tío. No podía ser cierto que me estuviera tratando así. Seguramente al rato vendría y me pediría perdón. Todo volvería a ser como antes…
Mojé la jerga y empecé a trapear. Miré el radio y lo prendí. Entró mi tío. De tres zancadas llegó a donde estaba el aparato y de un manotazo lo apagó.
—¡Mire, jovencito, aquí no quiero abusos! —gritó—. ¡No vuelva a encender el radio sin permiso! ¡Ah, tampoco se le vaya a ocurrir hacer uso del teléfono! ¿Me entendió?
—Sí, doctor —contesté al borde del llanto.
—¡Y cuando necesite ir al baño vaya al del patio de atrás! —y salió de la farmacia.
Así pasaron cinco días. Con nada le daba gusto. Todo el día me regañaba y me pedía las cosas a gritos. Cuando llegaban los clientes, casi todos conocidos míos, no me dejaba platicar con ellos, decía que un empleado no debía ser igualado con la clientela. A la hora de comer, él me servía personalmente, racionando las porciones exageradamente. No permitía que mi tía se me acercara o me dirigiera la palabra, ella y yo sólo nos echábamos desde lejos unas miradas muy tristes; y cuando el Rorro me gritaba, él lo regañaba:
—¡Dígale «muchacho», o «ayudante», o «fámulo»! ¡No lo llame «Panchito»!
Sentí que no podía aguantar más. Fui al consultorio a hablar con él.
—Doctor, creo que se está portando muy injusto conmigo —le dije—. No creo merecer el trato que me da y no entiendo el porqué de este cambio tan brusco hacia mí.
—¿No lo entiende? —preguntó burlón—, es muy sencillo: yo soy el patrón y usted mi servidor. ¿Qué esperaba? ¿Acaso ser tratado como un igual?… ¡No, señor!… El ganarse un lugar en este mundo cuesta trabajo… El que yo me gané, me costó mucho esfuerzo, años de estudio, dedicación y sacrificio… La vida siempre presenta dificultades, pero si usted a la primera se rinde, está demostrando que se conforma con ser número dos, y que está dispuesto a que cualquier persona un poquito más preparada que usted le pueda dar órdenes. ¡Decida su lugar en la vida!
Y salió del consultorio. Yo me quedé pensativo.
Esa misma tarde empaqué mis cosas y fui a decirle:
—Doctor, le prometo que lucharé por llegar a ser número uno.
Me miró sin hablar durante un buen rato y su dura mirada se fue transformando. Al fin, visiblemente satisfecho, exclamó:
—¡Estoy seguro de que lo hará, Panchito!… ¡Ah, y no vuelva a llamarme doctor! ¡Yo soy su tío!
—¡Tío! —le dije feliz y nos abrazamos.
—Vaya con su tía —me dijo—, ya no soporto verla tan triste.
Ella me pidió que me quedara hasta el día siguiente, cosa que acepté con gusto. Esa noche me preparó una cena deliciosa y después me fui a mi recámara, muy contento de volver a disfrutar de su comodidad. Pero no pude dormir… sólo pensaba en el examen de matemáticas que me esperaba en la escuela.