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Ahora, Market-Garden, la Operación que Montgomery esperaba que pondría fin rápidamente a la guerra, avanzaba inexorablemente hacia el desastre. A lo largo de noventa terribles kilómetros, los hombres resistían en los puentes y combatían por el control de una sola carretera: el corredor. En el sector del general Maxwell Taylor, al norte de Eindhoven, las fuerzas aerotransportadas, reforzadas con infantería y blindados británicos, rechazaban uno tras otro los feroces ataques desencadenados contra ellas, al tiempo que intentaban abrir nuevamente el trozo de carretera cortado en Uden; en la zona de la 82.a del general Gavin, el gran puente del Waal se hallaba sometido a un constante bombardeo y el enemigo continuaba presionando desde el Reichswald con potencia cada vez mayor. Se había esfumado la creencia de hacía una semana de que la guerra estaba casi terminada. Estaban surgiendo unidades enemigas a las que se había dado por desaparecidas hacía tiempo. La máquina de guerra nazi, a la que a primeros de septiembre se creía tambaleante y al borde del colapso, había producido milagrosamente sesenta carros de combate Tiger que fueron entregados a Model en la mañana del 24 de septiembre[111]. Market-Garden estaba muriendo por asfixia, y era preciso ahora abandonar el principal objetivo del plan, la toma de posiciones al otro lado del Rin, el trampolín hacia el Ruhr. A las 6.05 horas del lunes 25 de septiembre, el general Urquhart recibió la orden de retirarse.

En el planeamiento de la Operación de Arnhem se le había prometido a Urquhart la llegada de refuerzos en el plazo de 48 horas. El general Browning había esperado que la 1.a División Aerotransportada resistiera sola durante un máximo de cuatro días. En un gesto sin precedentes para una división aerotransportada en inferioridad numérica, tanto de hombres como de armamento, los hombres de Urquhart habían resistido más del doble de ese tiempo. Para el valeroso Scott, que mandaba por primera vez una división aerotransportada, la retirada era amarga; pero Urquhart sabía que era la única solución. Sus fuerzas habían descendido ya por debajo de los 2500 hombres y no podía exigir más de aquellos intrépidos soldados. Irritado como estaba al saber que las fuerzas de socorro británicas se hallaban apenas a kilómetro y medio de distancia, separadas de la división solamente por la anchura del Rin, Urquhart se doblegó de mala gana a la decisión de sus superiores. Había llegado el momento de sacar de Arnhem a los valerosos hombres.

En el Hartenstein, un fatigado teniente coronel Eddie Myers entregó a Urquhart las dos cartas, la de Browning y la orden de retirada del general Thomas. El mensaje de aliento y felicitación de Browning, escrito hacía más de 24 horas, se había quedado anticuado. Decía, en parte: «… el Ejército está acudiendo en su ayuda, pero… muy avanzada la noche» y «naturalmente, yo no me siento tan cansado y frustrado como usted, pero, probablemente, sufro más que usted por todo el asunto…».

La orden de retirada —especialmente viniendo de Thomas, cuya lentitud Urquhart, como Browning, no podía perdonar— era, con mucho, lo más deprimente. La 43.a Wessex estaba empezando ahora a sentir el peso de la creciente presión alemana, decía el mensaje de Thomas. Debía abandonarse toda esperanza de establecer una amplia cabeza de puente al otro lado del Rin, y la retirada de la 1.a Aerotransportada tendría lugar, por mutuo acuerdo entre Urquhart y Thomas, en una fecha y a una hora fijadas.

Urquhart reflexionó su decisión. Escuchando el continuo fragor del bombardeo de morteros y artillería, no sintió la menor duda sobre la fecha y la hora. Si había de sobrevivir alguno de sus hombres, la retirada tendría que realizarse pronto, y, evidentemente, al amparo de la oscuridad. A las 8.08 horas, Urquhart comunicó por radio con el general Thomas: «La Operación Berlín debe ser esta noche».

Unos veinte minutos después, Urquhart transmitió el mensaje preparado para Browning que había dado la noche anterior al teniente Neville Hay para que lo cifrase. Todavía era oportuno, especialmente la frase en que advertía: «Incluso la menor acción ofensiva del enemigo puede ocasionar completa desintegración». En aquellos momentos, la situación de Urquhart era tan desesperada que no sabía si sus hombres podrían resistir hasta la noche. Luego, el angustiado general empezó a planear la maniobra más difícil de todas: la retirada. Solamente había un camino: cruzar los terribles cuatrocientos metros del Rin hasta Driel.

El plan de Urquhart seguía las líneas de otra clásica retirada británica, Galípoli, en 1916. Allí, tras meses de combates, las tropas habían sido finalmente expulsadas de su ilusorio refugio. Pequeños grupos que cubrían la retirada habían continuado disparando mientras era retirado sin contratiempos el grueso de las fuerzas. Urquhart planeó una maniobra similar. A lo largo del perímetro, pequeños grupos de hombres harían descargas cerradas para engañar al enemigo mientras escapaba el resto de las tropas. Gradualmente, las unidades apostadas en la cara norte del perímetro descenderían hacia el río para ser evacuadas. Les seguirían luego las últimas fuerzas, las más cercanas al Rin. «En realidad —dijo más tarde Urquhart—, planeé la retirada como el hundimiento de una bolsa de papel. Quería que pequeños grupos apostados en lugares estratégicos dieran la impresión de que continuábamos todavía allí, retrocediendo hacia abajo y a lo largo de cada flanco».

Urquhart esperaba presentar otros indicios de «normalidad». Continuaría la acostumbrada serie de transmisiones por radio; la artillería de Sheriff Thompson debía disparar hasta el final; y la Policía Militar del interior y el exterior del recinto de los prisioneros alemanes en las pistas de tenis del Hartenstein debían continuar sus patrullas. Serían de los últimos en marcharse. Evidentemente, además de una retaguardia, debían permanecer atrás otros hombres: médicos, enfermeros y heridos graves. Los heridos que no pudieran andar pero se encontraran en condiciones de ocupar posiciones defensivas se quedarían y continuarían disparando.

Para llegar al río, los hombres de Urquhart seguirían una ruta a cada lado del perímetro. Pilotos de planeadores, actuando de guías, los conducirían a lo largo del sendero de huida, señalado en algunas zonas con cintas blancas. Los soldados, con las botas envueltas en trapos para ahogar el ruido de las pisadas, debían abrirse paso hasta la orilla del agua. Allí, oficiales supervisores los harían subir a bordo de una pequeña flota de evacuación: catorce lanchas motoras de asalto —tripuladas por dos compañías de ingenieros canadienses—, capaz cada una para catorce hombres, y una gran variedad de embarcaciones más pequeñas. Su número era indeterminado. Nadie, ni siquiera los encargados de supervisar la distribución, recordarían cuántas, pero había entre ellas varios DUKW y unas cuantas lanchas de asalto de lona y madera chapeada que quedaban de cruces previos.

Urquhart jugaba con la posibilidad de que los alemanes, al observar el movimiento de lanchas, supusieran que los hombres intentaban penetrar en el perímetro en vez de salir de él. Aparte de la terrible posibilidad de que sus tropas fueran avistadas, podrían presentarse otras peligrosas dificultades con más de dos mil hombres tratando de escapar. Urquhart podía prever que, si no se mantenía un horario rígido, se produciría un terrible embotellamiento en la angosta base del perímetro, de apenas 650 metros de anchura. Si el embotellamiento se producía en la zona de embarque, sus hombres podrían ser implacablemente aniquilados. Tras la vana experiencia de los polacos y los Dorset al tratar de entrar en el perímetro, Urquhart no esperaba que la evacuación se realizase sin problemas. Aunque todos los cañones que el XXX Cuerpo pudiera aportar entrasen en acción para proteger a sus hombres, Urquhart esperaba, no obstante, que los alemanes infligieran grandes bajas. El tiempo era un enemigo, pues se necesitarían varias horas para completar la evacuación. Estaba también el problema de mantener en secreto el plan. Como existía la posibilidad de que algunos hombres fueran capturados e interrogados durante el día, nadie, aparte de los oficiales superiores y de aquéllos que llevaban a cabo tareas específicas, debía ser informado de la evacuación hasta el último momento.

Tras conferenciar por radio con el general Thomas y llegar a un acuerdo sobre los puntos principales de su plan de retirada, Urquhart convocó una reunión de los pocos altos oficiales que quedaban: el general de brigada Pip Hicks; el teniente coronel Iain Murray, del Regimiento de Pilotos de Planeadores, que había asumido ahora el mando del herido Hackett; el teniente coronel R. G. Loder-Symonds, jefe de la artillería de la División; coronel Mackenzie, jefe del Estado Mayor; y el teniente coronel Eddie Myers, oficial de ingenieros que estaría al cargo de la evacuación. Poco antes de comenzar la conferencia, llegó el coronel Graeme Warrack, oficial médico jefe, para ver a Urquhart, y fue el primero que tuvo conocimiento del Plan. Warrack se sintió «abatido y entristecido. No porque tuviera que quedarme —tenía una obligación para con los heridos—, sino porque, hasta aquel momento, había esperado que la División recibiría socorros en plazo breve».

En el sótano del Hartenstein, rodeado de sus oficiales, Urquhart comunicó la noticia. «Nos vamos esta noche», les dijo. Paso a paso, expuso su plan. El éxito de la retirada dependería de una meticulosa sincronización. Cualquier concentración de tropas o embotellamiento de tráfico originaría un desastre. Los hombres debían moverse sin dejar de luchar. «Únicamente deben adoptar acciones evasivas si se hace fuego sobre ellos, solamente deben responder al fuego cuando sea cuestión de vida o muerte». Cuando sus desalentados oficiales se disponían a salir, Urquhart les advirtió que era preciso mantener en secreto la evacuación el mayor tiempo posible. Solamente debía comunicárseles a los que necesitaran conocerla.

La noticia causó poca sorpresa a los oficiales de Urquhart. Desde hacía horas era evidente que la situación era insostenible. Sin embargo, al igual que Warrack, estaban resentidos por el hecho de que no les hubieran llegado refuerzos. Albergaban también el temor de que tal vez se vieran obligados sus hombres a soportar durante la retirada una prueba más dura aún que en su lucha en el perímetro. El soldado de transmisiones James Cockrill, agregado al Cuartel General de la División, oyó por casualidad el lacónico mensaje: «La Operación Berlín es esta noche». Su significado le intrigaba. Ni siquiera se le ocurrió pensar en una retirada. Cockrill creía que la División «lucharía hasta el último hombre y el último cartucho». Pensó que Operación Berlín podría significar un intento desesperado de llegar al puente de Arnhem «en una especie de heroica “Carga de la Brigada Ligera” o algo parecido». Otro hombre comprendió con toda claridad lo que significaba. En el Cuartel General de la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo, el coronel Payton-Reid de los KOSB, que ayudaba a concretar los detalles de la evacuación del lado occidental del perímetro, oyó al general de brigada Pip Hicks murmurar algo sobre «otro Dunkerque».

Durante todo aquel día, los alemanes trataron de rebasar las posiciones en frenéticos ataques, pero los Diablos Rojos resistieron. Luego, los hombres no lo olvidarían, poco después de las 20.00 horas, empezó a filtrarse la noticia de la retirada. Para el comandante Geoffrey Powell, del 156.º Batallón de Hackett, que se encontraba en la parte superior del perímetro, la noticia constituyó «un golpe terrible. Pensé en todos los hombres que habían muerto y pensé luego en que todo el esfuerzo había sido en vano». Como sus hombres estaban entre los que debían partir desde más lejos, Powell empezó a despacharlos en fila india a las 20.15 horas.

Al soldado Robert Downing, del 10.º Batallón de Paracaidistas, se le ordenó que saliera de su trinchera y fuera al Hotel Hartenstein. Allí, fue recibido por un sargento. «Ahí tienes una vieja navaja de plástico —le dijo el sargento—. Afeítate en seco». Downing se le quedó mirando. «Date prisa —le dijo el sargento—. Vamos a cruzar el río, y, por Dios que vamos a volver con aspecto de soldados británicos».

En un sótano próximo a su posición, el comandante Robert Cain pidió prestada otra navaja. Alguien había encontrado agua, y Cain se pasó la navaja sobre su barba de una semana y luego, se secó cuidadosamente la cara con la parte interior de su guerrera, manchada de sangre y ennegrecida por el humo. Al salir se detuvo unos minutos bajo la lluvia, mirando la iglesia del bajo Oosterbeek. Había un gallo dorado en la veleta. Cain lo había mirado a intervalos durante la batalla. Para él, era un símbolo de buena suerte. Mientras el dorado gallo subsistiera, también subsistiría la División. Experimentó una sensación de invencible tristeza. Se preguntó si la veleta estaría aún allí al día siguiente.

Al igual que a otros hombres, el coronel Iain Murray le había dicho al comandante Thomas Toler, del Regimiento de Pilotos de Planeadores, que se aseara un poco. A Toler no podía haberle tenido más sin cuidado. Estaba tan cansado que sólo «pensar en asearme era un esfuerzo». Murray le dio su propia navaja. «Nos vamos a ir. No queremos que el Ejército crea que somos un hatajo de vagabundos». Con un poco de espuma que Murray había dejado, Toler también se afeitó la barba. «Fue sorprendente cuánto mejor me sentía, mental y físicamente», recuerda. En el puesto de mando de Murray, estaba la bandera con la figura de Pegaso que los hombres de Hackett habían pensado desplegar cuando llegara el Segundo Ejército. Toler se la quedó mirando unos instantes. Luego, la enrolló cuidadosamente y la apartó.

En las posiciones artilleras en las que las tropas disparaban ahora a discreción para ayudar a encubrir la evacuación, el artillero Robert Christie oyó cómo el soldado de transmisiones de la unidad Willie Speedie, llamaba a la batería. Speedie dio una nueva estación como control y luego dijo simplemente: «Corto y fuera».

El sargento Stanley Sullivan, uno de los exploradores que había abierto la marcha nueve días antes, se puso furioso al enterarse de la noticia. «Había imaginado que ya lo teníamos y muy bien hubiéramos podido morir luchando». La avanzadilla de Sullivan se hallaba en una escuela «en la que los chicos habían estado tratando de aprender. Sentía temor por todos aquellos niños si nos marchábamos. Tenía que hacerles saber, y también a los alemanes, lo que sentíamos». En la pizarra del aula que había estado defendiendo, Sullivan escribió grandes letras mayúsculas y las subrayó varias veces. El mensaje decía: «¡¡¡Volveremos!!![112]».

Exactamente a las 21.00 horas el cielo nocturno fue rasgado por el resplandor de los cañones concentrados del XXX Cuerpo, y estallaron incendios a todo lo largo del borde del perímetro, mientras un torrente de bombas llovía sobre las posiciones alemanas. Cuarenta y cinco minutos más tarde, empezaron a marcharse los hombres de Urquhart. El mal tiempo que había impedido la rápida llegada de tropas y suministros durante la semana beneficiaba ahora a los Diablos Rojos; la retirada comenzó en medio de un fuerte temporal, lo que —con el estruendo del bombardeo— ayudó a cubrir la huida británica.

En medio del fuerte viento y de la lluvia, los supervivientes de la 1.a Aerotransportada, con los rostros ennegrecidos, el equipo atado y las botas envueltas para ahogar el ruido, salieron de sus posiciones y formando en fila, iniciaron el peligroso viaje hasta el río. La oscuridad y el mal tiempo impedían que los hombres vieran más de unos cuantos metros ante sí. Los soldados formaron una cadena viviente, tomándose de las manos o agarrándose al uniforme de camuflaje del hombre que tenían delante.

El sargento William Thompson, piloto de planeadores, encorvó su cuerpo para hacer frente a la lluvia que caía. Encargado de ayudar a guiar a los soldados hasta la orilla del rió, estaba dispuesto a pasar una larga noche a remojo. Mientras veía a sus compañeros pasar en fila india ante él, le asaltó la idea de que «pocos hombres aparte de nosotros habían sabido jamás lo que era vivir en un matadero de un kilómetro cuadrado».

Para el soldado de transmisiones James Cockrill, el significado de Operación Berlín estaba ahora perfectamente claro. Se le había ordenado que permaneciera en su puesto y manejara su aparato mientras las tropas se retiraban. Sus instrucciones eran «estar en el aire y mantener en funcionamiento la radio para que los alemanes crean que todo es normal». Cockrill permaneció sentado solo en la oscuridad en la veranda del Hartenstein, «accionando el pulsador. Podía oír abundantes movimientos a mi alrededor, pero no tenía más instrucciones que mantener en funcionamiento la radio». Cockrill tenía la certeza de que iba a ser hecho prisionero antes de la mañana. Tenía el fusil apoyado junto a él, pero no le servía de nada. Una bala era falsa y contenía la clave que utilizaba para establecer contacto con el Segundo Ejército. Era la única que le había quedado.

En la orilla meridional del Rin, médicos, enfermeros y personal de la Cruz Roja holandesa se hallaban preparados en las zonas de recepción y en el punto de reunión. En Driel, convoyes de ambulancias y vehículos esperaban para trasladar a Nimega a los supervivientes de Urquhart. Aunque los preparativos para la llegada de los hombres se estaban desarrollando a su alrededor, Cora Baltussen, después de tres días y tres noches cuidando a los heridos, se hallaba tan exhausta que creyó que el bombardeo y las actividades de la orilla sur señalaban el preludio de otro intento más de atravesar el río. En el concentrado bombardeo de Driel, Cora había resultado con heridas de metralla en la cabeza y en el hombro y costado izquierdos. Aunque las heridas eran dolorosas, Cora las consideraba superficiales. Le preocupaba más su vestido manchado de sangre. Se dirigió en bicicleta a su casa para cambiarse antes de volver para ayudar a atender al nuevo torrente de bajas que, estaba segura, no tardaría en llegar. Durante el camino, Cora fue sorprendida por el fuego enemigo. Arrojada de su bicicleta, permaneció tendida ilesa durante algún tiempo en una cenagosa zanja, luego reanudó la marcha. En casa, le dominó el agotamiento. Se acostó en el sótano con ánimo de dormir un poco. Se pasó durmiendo toda la noche, ignorante de que se estaba efectuando la Operación Berlín.

A lo largo del río, en la base del perímetro, estaba esperando la flota de evacuación, tripulada por ingenieros canadienses y británicos. Hasta el momento, no se habían despertado las sospechas del enemigo. De hecho, estaba claro que los alemanes no sabían qué estaba sucediendo. Sus cañones disparaban contra los restantes Dorset, que habían iniciado un ataque de diversión al oeste del perímetro. Más al oeste aún, los alemanes disparaban mientras la artillería británica tendía una barrera para simular un asalto a través del río en aquella zona. El plan de engaño de Urquhart parecía estar dando resultado.

Bajo la incesante lluvia, filas de hombres serpenteaban lentamente por ambos lados del perímetro en dirección al río. Algunos estaban tan exhaustos que se extraviaron y cayeron en manos enemigas; otros, no pudiendo continuar por sí solos, tuvieron que ser ayudados. En la densa oscuridad, nadie se detenía. Detenerse invitaba al ruido, a la confusión… y a la muerte.

Al rojizo resplandor de los disparos y los edificios en llamas, el sargento Ron Kent, del grupo de reconocimiento del comandante Boy Wilson, dirigió a su pelotón hasta un campo de coles, señalado como punto de reunión de la compañía. Allí, esperaron hasta que llegó el resto de la compañía antes de emprender la marcha hacia el río. «Aunque sabíamos que el Rin estaba al sur —dice Kent—, no sabíamos desde qué punto nos iban a evacuar». De pronto, los hombres distinguieron líneas de rojas trazadoras que llegaban desde el sur y, tomándolas como orientación, continuaron su marcha. No tardaron en encontrar la cinta blanca, y las borrosas figuras de pilotos de planeadores que los guiaron desde allí. El grupo de Kent oyó fuego de ametralladoras y explosiones de granada a su izquierda. El comandante Wilson y otro grupo de hombres había tropezado con los alemanes. En la feroz escaramuza que siguió, con la salvación a sólo kilómetro y medio de distancia, resultaron muertos dos soldados.

Los hombres recordarían la evacuación por pequeños detalles, estremecedores, terribles y, a veces, humorísticos. Mientras descendía hasta el río, el soldado Henry Blyton, del 1.er Batallón, oyó llorar a alguien. Delante, la fila se detuvo. Los soldados se dirigieron a un lado del sendero. Allí, tendido en el encharcado suelo, había un soldado herido que llamaba entre sollozos a su madre. Se ordenó a los hombres que continuaran la marcha. Nadie debía detenerse para ayudar a los heridos. Muchos lo hicieron, sin embargo. Antes de que los soldados de la fuerza del comandante Dickie Lonsdale abandonaran sus posiciones, fueron a la casa de Ter Horst y se llevaron a todos los heridos que pudieron de entre los que se hallaban en condiciones de andar.

El cabo Sydney Nunn, que, en compañía de un piloto de planeadores, había puesto fuera de combate a un Tiger hacía unos días, pensó que nunca conseguiría llegar al río. Junto a la iglesia, donde las posiciones artilleras habían sido desbordadas durante el día, Nunn y un grupo de KOSB sostuvieron una breve y encarnizada escaramuza con los alemanes. En la lluvia y la oscuridad, la mayoría de los hombres lograron escapar. Tendido en el suelo, Nunn recibió la primera herida que había tenido en nueve días de combate. La metralla golpeó contra varias piedras, y un trozo de una de éstas le astilló un diente.

El sargento Thomas Bantley, del 10.º Batallón, seguía al operador Phantom, el teniente Neville Hay. «Los francotiradores nos disparaban continuamente —recuerda—. Vi dos pilotos de planeadores salir de entre las sombras y atraer deliberadamente el fuego alemán, al parecer para que pudiéramos ver de dónde venía». Los dos guías resultaron muertos.

En el Hartenstein, el general Urquhart y su Estado Mayor se disponía a partir. Fue cerrado el Diario de guerra, se quemaron documentos y, por último, Hancock, el asistente del general, envolvió las botas de Urquhart con pedazos de cortina. Todo el mundo se arrodilló cuando un capellán rezó el Padrenuestro. Urquhart se acordó de la botella de whisky que su asistente había metido en su mochila el Día D. «La hice pasar de mano en mano —dice Urquhart— y todos echaron un trago». Finalmente, Urquhart bajó a los sótanos para visitar a los heridos «en sus ensangrentados vendajes y toscos entablillados» y se despidió de los que se daban cuenta de lo que estaba sucediendo. Otros, amodorrados por la morfina, se hallaban misericordiosamente inconscientes de la retirada. Un macilento soldado, incorporándose contra la pared del sótano, dijo a Urquhart: «Espero que lo consiga, señor».

El capitán de corbeta Arnoldus Wolters, oficial de enlace holandés en el Cuartel General de la División, que seguía al grupo del general, observaba un silencio absoluto. «Con mi acento, podrían haberme tomado por alemán si hubiera abierto la boca», dice. En un momento dado, se le soltó a Wolters la mano del hombre que le precedía. «No sabía qué hacer. Simplemente, continué andando, rogando por que estuviera avanzando en la dirección correcta». Wolters se sentía particularmente deprimido. No dejaba de pensar en su mujer y en la hija que no había visto. No había podido telefonearles, aun cuando su familia vivía a sólo unos cuantos kilómetros del Hartenstein. Tenía todavía en su bolsillo el reloj que había comprado en Inglaterra para su mujer; el osito que había pensado regalar a su hija estaba en alguna parte, en un planeador destrozado. Si tenía la suerte suficiente como para llegar al río, Wolters probablemente iría a Inglaterra una vez más.

En el río habían comenzado las operaciones de cruce. El teniente coronel Myers y sus ayudantes introducían a los hombres en las embarcaciones tan pronto como llegaban. Pero ahora, los alemanes, aunque ignorantes todavía de que estaba teniendo lugar una retirada, podían ver las operaciones de transbordo a la luz de las bengalas. Empezaron a caer proyectiles de morteros y artillería. Las lanchas eran agujereadas y volcadas. Los hombres forcejeaban en el agua, pidiendo socorro. Otros, ya muertos, eran arrastrados por la corriente. Hombres heridos se aferraban a las lanchas naufragadas y trataban de alcanzar a nado la orilla sur. Al cabo de una hora, se hallaba destruida media flota de evacuación, pero la operación continuó.

Cuando los hombres del comandante Geoffrey Powell llegaron al río tras su largo trayecto por el lado oriental del perímetro, Powell creyó que la evacuación había terminado. Un bote se balanceaba de un lado a otro en el agua, hundiéndose poco a poco a medida que le golpeaban las olas. Powell vadeó hasta él. La embarcación estaba llena de agujeros, y los zapadores que la ocupaban estaban todos muertos. Cuando algunos de sus hombres se disponían a cruzar el río a nado, una lancha emergió súbitamente de la oscuridad. Powell organizó apresuradamente a sus hombres e hizo subir a bordo a varios de ellos. Él y los soldados restantes aguardaron hasta que regresó la lancha. En el elevado terraplén al sur del Rin, Powell se detuvo un instante y volvió la vista hacia el norte. «Me di cuenta de pronto de que había cruzado. Simplemente, no podía creer que hubiera salido vivo». Volviéndose hacia sus quince empapados hombres, Powell dijo: «Formad de a tres». Los condujo al centro de recepción. Frente al edificio, Powell gritó: «156.º Batallón, ¡alto! ¡Derecha! ¡Rompan filas!». De pie bajo la lluvia, se quedó mirando cómo se ponían a cubierto. «Todo había terminado, pero, por Dios, que habíamos salido como habíamos entrado. Con orgullo».

Cuando se disponía a zarpar, la abarrotada lancha del general Urquhart quedó atascada en el fango. Hancock, su asistente, saltó de ella y la empujó. «Nos sacó de allí —dice Urquhart—, pero, cuando trataba de volver a bordo, alguien gritó: “¡Lárgate! ¡Ya va sobrecargada!”. Irritado por esta ingratitud, Hancock hizo caso omiso de la orden y, con sus últimas reservas, se izó a bordo de la embarcación».

Bajo un intenso fuego de ametralladora, la embarcación de Urquhart había recorrido ya la mitad del trayecto cuando el motor tartajeó súbitamente y se paró. La lancha empezó a derivar impulsada por la corriente; a Urquhart le «pareció que transcurría una eternidad antes de que el motor volviera a funcionar». Minutos después, llegaban a la orilla sur. Mirando hacia atrás, Urquhart vio las llamaradas de los disparos con que los alemanes barrían el río. «No creo que supieran contra qué estaban disparando».

A todo lo largo de la orilla del Rin y en los prados y bosques que se extendían más allá, aguardaban cientos de hombres. Pero ahora, con sólo la mitad de la flota todavía en funcionamiento y bajo un intenso fuego de ametralladoras, el embotellamiento que Urquhart había temido se produjo. Brotó la confusión en las atestadas líneas y aunque no hubo pánico, muchos hombres trataban de empujar hacia delante, al tiempo que sus oficiales y sargentos trataban de contenerlos. El cabo Thomas Harris, del 1.er Batallón, recuerda «cientos y cientos de hombres esperando pasar. Las embarcaciones zozobraban bajo el peso de cuantos intentaban subir a bordo». Y los morteros estaban ya descargando sus proyectiles sobre la zona de embarque, dado que los alemanes habían tenido tiempo de afinar su puntería. Harris, como muchos otros hombres, decidió nadar. Quitándose las botas y el uniforme de combate, se zambulló en el agua, y para su sorpresa, llegó a la otra orilla.

Otros no fueron tan afortunados. Para cuando el artillero Charles Pavey llegó al río, la zona de embarque se hallaba ya bajo el fuego de las ametralladoras. Mientras todos se acurrucaban en la orilla, un hombre llegó nadando hacia el lugar en que Pavey yacía agazapado. Haciendo caso omiso de las balas que acribillaban la ribera, se izó a tierra y, jadeando, dijo: «Gracias a Dios que he pasado». Pavey oyó a alguien decir: «Maldito imbécil. Estás todavía en el mismo lado».

El sargento Alf Roullier, que el domingo se las había ingeniado para preparar y servir un guisado, intentó ahora pasar a nado el río. Mientras se debatía en las aguas, una lancha pasó junto a él y alguien le agarró del cuello de la guerrera. Oyó a un hombre gritar: «Estupendo, amigo. Sigue. Sigue». Roullier estaba totalmente desorientado. Creyó que se estaba ahogando. Luego, oyó a la misma voz decir: «Magnífico, muchacho», y un ingeniero canadiense le alzó hasta la embarcación. «¿Dónde diablos estoy?», murmuró el aturdido Roullier. El canadiense sonrió: «Ya casi has llegado a casa», dijo.

Se acercaba el amanecer cuando el soldado de transmisiones James Cockrill, todavía junto a su aparato de radio bajo el porche del Hartenstein, oyó un susurro. «Vamos, Chick —dijo una voz—, vámonos». Mientras los hombres se dirigían hacia el río, resonó un seco estallido. Cockrill sintió un tirón en el cuello y los hombros. El subfusil que llevaba colgado a la espalda había sido partido en dos por la metralla. Al acercarse a la orilla, el grupo de Cockrill encontró varios pilotos de planeadores apostados junto a los matorrales. «No vayáis hasta que os lo digamos —advirtió uno de los pilotos—. Los alemanes tienen una ametralladora emplazada sobre esta zona, una Spandau disparando a la altura de la cintura». Dirigidos por los pilotos, los hombres echaron a correr de uno en uno. Cuando le llegó el turno a Cockrill, se agachó y empezó a correr. Segundos después, cayó sobre un montón de cuerpos. «Debía haber veinte o treinta —recuerda—. Oí a varios llamar a gritos a sus madres y a otros rogarnos que no les dejáramos allí. No podíamos detenernos». En la orilla del río se encendió una bengala y empezaron a tabletear las ametralladoras. Cockrill oyó que alguien llamaba a los que supieran nadar. Penetró en las heladas aguas, abriéndose paso por entre hombres dominados por el pánico que parecían debatirse penosamente a su alrededor.

De pronto, Cockrill oyó una voz decir: «Muy bien, muchacho, no te preocupes. Ya te tengo». Un canadiense le izó a una lancha, y, segundos después, Cockrill oyó cómo el bote tocaba tierra. «Casi me echo a llorar al descubrir que estaba en el mismo sitio que antes», dice. El bote había salido para recoger heridos. Mientras, a su alrededor, los hombres ayudaban a efectuar la labor de carga, la embarcación emprendió de nuevo la marcha, y Cockrill recuerda que se produjo un momento de confusión al precipitarse los hombres hacia él desde todas partes. Aunque su lancha se hallaba sobrecargada y sometida a un intenso fuego, los canadienses consiguieron llevarla a la otra orilla. Tras las horas pasadas bajo la veranda y su viaje de pesadilla a través del río, Cockrill estaba aturdido. «Lo siguiente que supe fue que estaba en un granero y alguien me dio un cigarrillo». Luego, Cockrill se acordó de algo. Se registró frenéticamente los bolsillos y sacó la única munición que le quedaba: la falsa bala 303 con su clave en el interior.

Poco antes de las 2.00 horas fue volado lo que quedaba de las municiones de la 1.a Aerotransportada. Los artilleros de Sheriff Thompson dispararon los últimos obuses y los soldados retiraron los obturadores. Se les ordenó al artillero Percy Parkes y a sus hombres que se replegaran. Parkes quedó sorprendido. No había creído en la retirada. Había pensado permanecer donde estaba hasta que su posición fuera desbordada por los alemanes. Se sintió más sorprendido aún cuando llegó al río. La zona estaba abarrotada de centenares de hombres, y alguien dijo que todas las embarcaciones se habían hundido. Un hombre que se encontraba junto a Parkes lanzó un suspiro. «Me parece que habrá que nadar», dijo. Parkes miró al río. «Era muy ancho. En plena crecida, la corriente parecía circular a unos nueve nudos. Pensé que no podría lograrlo. Vi cómo algunos hombres saltaban completamente vestidos y eran arrastrados corriente abajo. Otros conseguían pasar sólo para caer acribillados a balazos al salir del agua. Vi un fulano que remaba sobre una tabla, llevando todavía su mochila. Si él podía hacerlo, yo también».

Parkes se quitó la ropa hasta quedarse en calzoncillos, tirándolo todo, incluido su reloj de oro de bolsillo. En la rápida corriente, se le bajaron los calzoncillos, y Parkes se los sacudió con los pies. Consiguió cruzar y, ocultándose en matorrales y zanjas, llegó finalmente a una pequeña granja abandonada. Parkes entró en ella para buscar alguna ropa. Al salir pocos minutos después, encontró un soldado de los Dorset, que le guió a un punto de reunión, donde le dieron un vaso de té caliente y varios cigarrillos. El agotado Parkes tardó algún tiempo en comprender por qué le estaba mirando fijamente todo el mundo. Iba vestido con una llamativa camisa deportiva de hombre y llevaba un par de calzones femeninos de encaje ajustados por debajo de la rodilla.

El soldado Alfred Dullforce, del 10.º Batallón, cruzó a nado hasta la orilla sur, desnudo, pero llevando todavía un 38. Para su azoramiento, había dos mujeres esperando con los soldados en la orilla. A Dullforce le dieron «ganas de volverse a zambullir en el agua». Una de las mujeres le llamó y le alargó una falda. «Ni siquiera pestañeó ante mi desnudez —recuerda—. Me dijo que no me preocupara, porque estaban allí para ayudar a los hombres que llegaban». Con una falda multicolor que le llegaba a las rodillas y calzando un par de zuecos, Dullforce fue llevado a un camión británico que transportaba a los supervivientes a Nimega.

Para entonces, los alemanes estaban acribillando la zona de embarque y silbaban los proyectiles de mortero. Cuando el capitán de fragata Arnoldus Wolters corría tras una fila de hombres en dirección a una lancha, hubo una explosión entre el grupo. «Yo resulté completamente ileso —recuerda Wolters—. Pero a mi alrededor yacían ocho hombres muertos y uno gravemente herido». Aplicó a este último una inyección de morfina y le llevó a la lancha. En la ya sobrecargada embarcación no había sitio para Wolters. Se introdujo chapoteando en el agua y, agarrado al costado de la lancha, fue remolcado a través del río. Subió tambaleándose a la orilla sur y se desvaneció.

Al amanecer, la flota de evacuación había sido destruida casi por completo, pero los ingenieros canadienses y británicos, desafiando el fuego de morteros, artillería y ametralladoras pesadas, continuaban transportando a los hombres en los botes que quedaban. El soldado Arthur Shearwood, del 11.º Batallón, encontró a unos ingenieros canadienses que cargaban a varios heridos en un pequeño bote. Uno de los canadienses hizo a Shearwood un gesto para que subiera. El motor fueraborda no podía ser puesto en marcha, y los canadienses pidieron que todos los soldados que todavía llevaban fusiles empezaran a remar con ellos. Shearwood dio unos golpecitos en la espalda al hombre que tenía delante. «Vamos —dijo—. Empieza a remar». El hombre miró inexpresivamente a Shearwood. «No puedo —dijo, señalándose su vendado hombro—. He perdido un brazo».

Para el amanecer, el comandante Robert Cain había hecho cruzar el río a todos sus hombres. En compañía del sargento mayor Robbo Robinson, esperó en la orilla para poder seguirles, pero no parecía acercarse ninguna embarcación más. En un grupo de otros hombres, alguien señaló una lancha de asalto ligeramente agujereada que se balanceaba en el agua, y un soldado nadó hasta ella para traerla. Utilizando las culatas de sus fusiles, Cain y Robinson empezaron a remar, mientras los soldados que todavía tenían cascos achicaban el agua. En la orilla sur, un policía militar les condujo hasta un granero. En su interior, uno de los primeros hombres a quienes Cain reconoció fue el general de brigada Hicks. El general de brigada se acercó rápidamente. «Bien —dijo—, aquí hay un oficial por lo menos que está afeitado». Cain sonrió fatigadamente. «Estoy bien educado, señor», dijo.

En el borde del perímetro, decenas de hombres se amontonaban todavía en medio de la lluvia bajo el fuego alemán. Aunque una o dos lanchas intentaron cruzar bajo la protección de una cortina de humo, ahora, a la luz del día, era imposible que la evacuación continuara. Algunos hombres que trataron de cruzar el río a nado fueron arrastrados por la rápida comente o alcanzados por el fuego de ametralladora. Otros lo consiguieron. Otros más, tan gravemente heridos que no podían hacer nada, permanecieron sentados bajo la violenta lluvia o emprendieron la marcha hacia el norte, de regreso a los hospitales del perímetro. Muchos decidieron esconderse y esperar a que se hiciera de nuevo de noche antes de intentar llegar a la orilla opuesta. Efectivamente, fueron muchos los que consiguieron escapar así.

En la orilla sur y en Driel, hombres agotados y mugrientos buscaban sus unidades… o lo que quedaba de ellas. El sargento Stanley Sullivan, de los exploradores, que había escrito su desafiante mensaje en la pizarra de la escuela, recuerda que alguien preguntó: «¿Dónde está el 1.er Batallón?». Un cabo se puso inmediatamente en pie. «Aquí, señor», dijo. A su lado, un puñado de macilentos hombres se pusieron también trabajosamente en pie. El artillero Robert Christie vagaba por entre grupos de hombres buscando soldados de su batería. Nadie le resultaba conocido. Christie sintió de pronto llenársele de lágrimas los ojos. No tenía ni idea de si quedaba alguien más, aparte de él, de la Batería número 2.

El general Urquhart llegó al Cuartel General del general Thomas en la carretera de Driel. Negándose a entrar, esperó en el exterior, bajo la lluvia, mientras su ayudante disponía lo necesario para el transporte. No era necesario. Mientras Urquhart permanecía fuera, llegó un jeep del Cuartel General del general Browning y un oficial escoltó a Urquhart hasta el Cuerpo. Él y su grupo fueron llevados a una casa situada en las afueras del sur de Nimega. «El ayudante de Browning, comandante Harry Cator, nos hizo pasar a una habitación y sugirió que nos quitáramos nuestra empapada ropa», dice Urquhart. El orgulloso escocés rehusó. «Perversamente, yo quería que Browning nos viera tal como estábamos, tal como habíamos estado». Tras una larga espera, apareció Browning «tan inmaculado como siempre». Parecía, pensó Urquhart, como si «acabara de llegar de un desfile y no de levantarse de la cama en medio de una batalla». Urquhart dijo simplemente al comandante del Cuerpo: «Siento que las cosas no hayan salido tan bien como hubiera deseado». Browning, ofreciéndole a Urquhart una copa, respondió: «Ha hecho usted todo lo que ha podido». Más tarde, en el dormitorio que se le había asignado, Urquhart se encontró con que el sueño que durante tanto tiempo había anhelado era imposible. «Había demasiadas cosas en mi mente y en mi conciencia».

Había, en efecto, mucho en qué pensar. La 1.a División Aerotransportada había sido sacrificada en una gran matanza. De la fuerza original de 10 005 hombres de Urquhart, solamente 2163 soldados, juntamente con 160 polacos y 75 Dorset, regresaron a través del Rin. Después de nueve días, la División tenía aproximadamente 1200 muertos y 6642 heridos, prisioneros o desaparecidos. Los alemanes, se supo más tarde, también habían sufrido brutalmente: 3300 bajas, entre ellas 1100 muertos.

La aventura de Arnhem había terminado y, con ella, Market-Garden. Poco quedaba ya por hacer, aparte de replegarse y consolidar fuerzas. La guerra duraría hasta mayo de 1945. «Así terminó en el fracaso la mayor operación aerotransportada de la guerra —escribió más tarde un historiador americano—. Aunque Montgomery aseguró que había tenido éxito en un 90 por ciento, su declaración no pasaba de ser una exageración consoladora. Se habían tomado todos los objetivos menos Arnhem, pero sin Arnhem el resto no valía nada. En compensación a tanto valor y sacrificio, los Aliados habían conquistado un saliente de cincuenta millas…, que no conducía a ninguna parte[113]».

Quizás porque se esperaba fueran pocos los que escaparan, no había transportes suficientes para los exhaustos supervivientes. Muchos hombres, después de haber soportado tantas penalidades, tuvieron ahora que regresar andando a Nimega. En la carretera, el capitán Roland Langton, de los Guardias Irlandeses, permanecía bajo la fina lluvia contemplando el paso de la 1.a Aerotransportada. Cuando los hombres cansados y sucios cruzaron ante él, Langton retrocedió. Sabía que su escuadrón había hecho cuanto había podido para recorrer la carretera que conducía de Nimega a Arnhem, pero le resultaba difícil, «casi embarazoso hablar con ellos». Cuando uno de los hombres pasó ante otro Guardia que permanecía en silencio junto a la carretera, el paracaidista gritó: «¿Dónde diablos has estado, amigo?». El guardia respondió sosegadamente: «Llevamos luchando cinco meses». El cabo William Chennell, de los Guardias oyó decir a uno de los aerotransportados: «¡Oh! ¿Y habéis tenido un buen viaje?».

Un oficial, que llevaba horas bajo la lluvia, escrutaba los rostros de cuantos pasaban. El capitán Eric Mackay, cuyo pequeño grupo de rezagados había resistido tan valerosamente en la escuela cercana al puente de Arnhem, había logrado escapar y llegar a Nimega. Ahora buscaba a los miembros de su escuadrón. La mayoría de ellos no habían llegado al puente de Arnhem; pero Mackay, con obstinada esperanza, los buscaba en las filas de aerotransportados que llegaban de Oosterbeek. «Lo peor de todo eran sus caras —dice de los soldados—. Todos parecían increíblemente tensos y fatigados. Aquí y allá, podía encontrarse un veterano, un rostro con un inequívoco aire de no me importa un bledo, como si nunca pudiera ser derrotado». Mackay permaneció junto a la carretera durante toda aquella noche hasta el amanecer. «No veía un solo rostro conocido. Mientras continuaba mirando, odié a todos. Odiaba a quien fuera responsable de aquello y odiaba al Ejército por su indecisión y pensé en la pérdida de vidas y en una excelente división abandonada bajo la lluvia. ¿Y para qué?». Era ya de día cuando Mackay regresó a Nimega. Allí, empezó a recorrer acantonamientos y puntos de reunión, resuelto a encontrar a sus hombres. De los doscientos ingenieros de su escuadrón, habían regresado cinco, incluyendo al propio Mackay.

Al otro lado del río, quedaban los soldados y civiles cuyas misiones y heridas exigían que permanecieran allí. Había también pequeños grupos de hombres que habían llegado demasiado tarde para efectuar el viaje y se mantenían agazapados en las trincheras y pozos de tirador, ahora desiertos. No había ya ninguna esperanza para estos supervivientes. En el ennegrecido perímetro, esperaban su destino.

El enfermero Taffy Brace había llevado hasta el río a sus últimos heridos que podían andar, sólo para encontrarse desiertas las orillas. Acurrucado con ellos, Brace vio acercarse a un capitán. «¿Qué vamos a hacer? —preguntó el oficial a Brace—. Ya no vendrán más lanchas». Brace miró a los heridos. «Supongo que tendremos que quedarnos entonces. No puedo abandonarlos». El capitán les estrechó la mano. «Buena suerte —les dijo a todos—. Voy a intentar pasar a nado». Brace vio por última vez al oficial cuando se introducía en el agua. «Buena suerte —exclamó Brace—. Adiós».

Para el comandante Guy Rugby-Jones, cirujano del Tafelberg, «la marcha de la división era una píldora muy dura de tragar», pero continuó con su trabajo. Con equipos de enfermeros, Rugby-Jones recorrió las casas de la zona en que se encontraba el hotel, recogiendo heridos. Transportando a menudo en brazos a los heridos hasta los puntos de reunión, los enfermeros los cargaron en camiones, ambulancias y jeeps alemanes y luego, subieron también ellos, emprendiendo la marcha hacia la cautividad.

El padre Pare se había pasado toda la noche durmiendo en el Schoonoord. Despertó con un sobresalto, seguro de que algo marchaba terriblemente mal. Se dio cuenta luego de que había un extraño silencio. Precipitándose al interior de una habitación, vio a un enfermero de pie junto a una ventana, completamente a la vista de cualquiera que se encontrase fuera. Al entrar Pare, el hombre se volvió. «La división se ha ido», dijo. Pare, que no había sido informado de la evacuación, se le quedó mirando. «Estás loco, amigo». El enfermero meneó la cabeza. «Mírelo usted mismo, señor. Realmente, somos ya prisioneros. Nuestros camaradas han tenido que retirarse». Pare no podía creerlo. «Señor —dijo el enfermero—, tendrá usted que dar la noticia a los pacientes. Yo no tengo valor para decírselo». Pare recorrió el hotel. «Todo el mundo trataba de aceptar animosamente la noticia, pero nos sentíamos todos profundamente deprimidos». Luego, en una amplia sala en la que aún se cobijaba la mayoría de los heridos, un soldado se sentó al piano y empezó a tocar un popurrí de canciones populares. Los hombres empezaron a cantar y Pare se encontró a sí mismo uniéndose a los demás.

«Resultaba extraño después del infierno de los últimos días —dice Pare—. Los alemanes no podían entenderlo, pero era bastante fácil de explicar. La incertidumbre, la sensación de verse abandonado, produjo una tremenda reacción. No quedaba otra cosa que hacer, más que cantar». Más tarde, cuando Hendrika van der Vlist y otros civiles holandeses se disponían a marcharse para atender a los heridos en hospitales alemanes, Pare se despidió de ellos con pena. «Habían sufrido con nosotros, pasado hambre y sed y en ningún momento habían pensado en sí mismos». Al desaparecer las últimas ambulancias, Pare y los componentes de los servicios médicos cargaron sus exiguas pertenencias en un camión alemán. «Los alemanes nos ayudaron. Había una curiosa falta de animosidad. Ninguno de nosotros tenía nada que decir». Cuando el camión arrancó, Pare contempló tristemente las ennegrecidas ruinas del Schoonoord, «donde se habían producido verdaderos milagros». Estaba «firmemente convencido de que era sólo cuestión de uno o dos días, posiblemente esa misma noche, el que el Segundo Ejército atravesara el Rin y ocupara de nuevo la zona».

Frente a la iglesia, al otro lado de la calle, Kate ter Horst se había despedido de los heridos, ahora prisioneros. Empujando una carretilla de mano y acompañada por sus cinco hijos, emprendió la marcha hacia Apeldoorn. A poca distancia, se detuvo y volvió la vista hacia la antigua vicaría que había sido su hogar. «Un rayo de sol se posa sobre un brillante paracaídas amarillo que cuelga del tejado —escribió—. Amarillo brillante… Un saludo de la Aerotransportada… Adiós, amigos… Dios os bendiga».

La joven Anje van Maanen, también en la carretera de Apeldoorn, buscaba a su padre mientras pasaban los coches y ambulancias de la Cruz Roja transportando a los heridos del Tafelberg. Con su tía y su hermano, Anje miraba los familiares rostros que ella había llegado a conocer a lo largo de la semana. Luego, al pasar un camión, Anje vio en él a su padre. Le llamó con un grito y empezó a correr. El camión se detuvo, y el doctor Van Maanen se apeó para saludar a su familia. Abrazándoles a todos, dijo: «Nunca hemos sido tan pobres y nunca tampoco tan ricos. Hemos perdido nuestro pueblo, nuestra casa y nuestras posesiones. Pero nos tenemos unos a otros y estamos vivos». Mientras regresaba al camión para cuidar a los heridos, el doctor Van Maanen se puso de acuerdo con su familia para reunirse en Apeldoorn. Mientras caminaban entre otros centenares de refugiados, Anje volvió la vista hacia atrás. «El cielo presentaba una intensa tonalidad escarlata —escribió—, como la sangre de los soldados aerotransportados que dieron sus vidas por nosotros. Estamos vivos los cuatro, pero al final de esta desesperada semana de guerra, la batalla ha dejado una profunda impresión en mi alma. Gloria a todos nuestros queridos y valerosos Tommies y a todos cuantos dieron sus vidas para ayudar y salvar a otros».

En Driel, Cora Baltussen despertó en medio de un extraño silencio. Mediaba la mañana del martes 26 de septiembre. Dolorosamente envarada a consecuencia de sus heridas y aturdida por el silencio, Cora salió cojeando al exterior. Nubes de humo se elevaban ondulantes del centro de la ciudad y desde Oosterbeek, al otro lado del río. Pero los sonidos de la batalla se habían desvanecido. Cogiendo su bicicleta, Cora pedaleó lentamente hacia la ciudad. Las calles estaban desiertas; las tropas se habían marchado. A lo lejos, vio los últimos vehículos de un convoy que, se dirigía al sur, hacia Nimega. Junto a una de las destruidas iglesias de Driel, sólo unos cuantos soldados permanecían al lado de varios jeeps. De pronto, Cora comprendió que los ingleses y los polacos se estaban retirando. La lucha había terminado; pronto volverían los alemanes. Al acercarse al pequeño grupo de soldados, empezó a repicar la campana de la torre de la maltrecha iglesia. Cora levantó la vista. Sentado en el campanario, había un soldado con la cabeza vendada. «¿Qué ha ocurrido?», preguntó Cora. «Todo ha terminado» respondió el soldado. «Todo ha terminado. Nos vamos. Nosotros somos los últimos». Cora se le quedó mirando. «¿Por qué estás tocando la campana?». El soldado le dio otra patada. El sonido reverberó sobre el bimilenario pueblo holandés de Driel y se extinguió. El soldado miró a Cora. «Parecía lo más adecuado», dijo.