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Cuando el coronel Charles Mackenzie llegó finalmente al Cuartel General de Browning en Nimega, en la mañana del sábado 23 de septiembre, estaba «mortalmente cansado, helado de frío y le castañeteaban los dientes», recuerda el general de brigada Gordon Walch, jefe del Estado Mayor. Pese a su insistencia en ver inmediatamente a Browning, Mackenzie fue llevado sin demora a «darse un baño para que entrara en calor».

Las fuerzas británicas que utilizaban las rutas de socorro situadas al oeste y en paralelo de la carretera «isla» estaban ahora avanzando firmemente hacia Driel, pero las carreteras distaban mucho de hallarse despejadas de enemigos. Sin embargo, lord Wrottesley había decidido llevar a Mackenzie y al teniente coronel Myers a Nimega. El breve viaje, en un pequeño convoy de vehículos de reconocimiento, resultó estremecedor. Al acercarse a un cruce, el grupo encontró un vehículo oruga alemán parcialmente destruido que obstaculizaba el paso. Wrottesley se apeó para guiar sus vehículos, y en ese momento, apareció un carro Tiger en la carretera. Para evitar un encuentro, el coche blindado que transportaba a Mackenzie empezó a retroceder cuando, de pronto, la carretera se derrumbó bajo él y el coche volcó. Mackenzie y los demás ocupantes se vieron obligados a ocultarse de la infantería alemana en un campo, mientras Wrottesley, gritándolo al conductor de su coche de exploración que avanzara a toda velocidad, se dirigía por la carretera hacia Nimega para encontrarse con las tropas británicas. Wrottesley organizó una fuerza de socorro y regresó en busca de Mackenzie. Cuando la pequeña fuerza llegó, el blindado alemán había desaparecido, y Mackenzie y los ocupantes del vehículo blindado salieron a su encuentro desde el campo en el que se habían puesto a cubierto. En la confusión, Myers, que iba detrás en otro coche blindado, quedó separado de los demás.

El general Browning recibió ansiosamente a Mackenzie. Según su Estado Mayor, «la semana había sido una serie de desesperantes y trágicos reveses». La carencia de plenas comunicaciones con Urquhart había contribuido más que ninguna otra cosa a la preocupación de Browning. Incluso en ese momento, en el que ya circulaban mensajes entre la 1.a División Aerotransportada británica y el Cuerpo, la idea que Browning se hacía de la situación de Urquhart era al parecer muy vaga. En el Plan Market-Garden original, la 52.a División Lowland debía haber legado a la zona de Arnhem en cuanto los hombres de Urquhart hubieran encontrado un lugar de aterrizaje adecuado, idealmente para el jueves 21 de septiembre. Cuando se tuvo conocimiento de la desesperada situación de Urquhart, el comandante de la 52.a, el general de división Edmund Hakewill Smith, se ofreció al punto a ceder parte de su unidad a fin de que aterrizara en planeador lo más cerca posible de la sitiada 1.a Aerotransportada. El viernes por la mañana, Browning había rechazado la propuesta radiando: «Gracias por su mensaje, pero la oferta no es necesaria, repito, no es necesaria, ya que la situación es mejor de lo que usted piensa… 2.º Ejército ciertamente… se propone llevarle al aeródromo de Deelen tan pronto como la situación lo permita». Más tarde, el general Brereton, comandante del 1.er Ejército Aerotransportado aliado, comentó, al anotar el mensaje en su Diario: «El general Browning hacía gala de un excesivo optimismo y, al parecer, no se daba plena cuenta entonces de la apurada situación en que se encontraban los Diablos Rojos». A la sazón, Brereton no parecía mejor informado que Browning. En un informe a Eisenhower que fue enviado al general Marshall a Washington el viernes por la noche, Brereton decía de la zona Nimega-Arnhem: «La situación está mejorando notablemente en este sector».

A las pocas horas se había desvanecido el optimismo de Brereton y Browning. Los vanos esfuerzos del viernes por llegar hasta Urquhart parecían haber constituido el punto de inflexión para el comandante del Cuerpo. Según sus hombres, «estaba disgustado con el general Thomas y la 43.a División Wessex». Consideraba que no se habían movido con suficiente rapidez. Thomas, les dijo, había estado «demasiado preocupado por dejar las cosas bien arregladas mientras avanzaba». Además, la autoridad de Browning solamente llegaba hasta ahí: en el momento en que las tropas terrestres británicas penetraron en la zona de Nimega, el control administrativo pasó a manos del general Horrocks, comandante del XXX Cuerpo; las decisiones serían tomadas por Horrocks y por su jefe, el general del Segundo Ejército Británico, Miles C. Dempsey. Era poco lo que Browning podía hacer.

Sentado con el, en cierto modo, resucitado Mackenzie, Browning conoció ahora por primera vez los detalles de la terrible situación en la que se hallaba Urquhart. Mackenzie, sin pasar nada por alto, narró todo lo que había sucedido. El general de brigada Walch recuerda que Mackenzie le dijo a Browning que «la división se encuentra en el interior de un perímetro muy reducido y tiene escasez de todo, alimentos, municiones y medicinas». Aunque la situación era grave, dijo Mackenzie, «si existe alguna posibilidad de que el Segundo Ejército llegue hasta nosotros, podemos resistir…, pero no por mucho tiempo». Walch recuerda el sombrío resumen de Mackenzie. «No queda gran cosa», dijo. Browning le escuchaba en silencio. Luego, aseguró a Mackenzie que no había renunciado a la esperanza. Seguían en pie los planes para llevar hombres y suministros a la cabeza del puente durante la noche del sábado. Pero, explica el general de brigada Walch, «recuerdo que Browning dijo a Charles que no parecía haber muchos probabilidades de llevar allá un grupo muy numeroso».

Al emprender de nuevo la marcha hacia Driel, Mackenzie se sentía sorprendido por la ambivalencia de la forma de pensar en el Cuartel General del Cuerpo… y por el dilema que le creaba. Evidentemente, estaba todavía en el aire el destino de la 1.a Aerotransportada británica. Nadie había tomado aún decisiones concretas. Pero ¿qué debía decir a Urquhart? «Tras ver la situación a ambos lados del río —dice— estaba convencido de que el intento de atravesarlo desde el sur no tendría éxito, y podía decirle eso. O bien podía informar, como se me había dicho, que todo el mundo estaba haciendo cuanto podía, que llegarían refuerzos a través del río y que debíamos resistir. ¿Qué era mejor? ¿Decirle que, en mi opinión, no había una maldita posibilidad de que alguien pasara? ¿O que se hallaban en camino refuerzos?». Mackenzie decidió hacer esto último, pues pensaba que ayudaría a Urquhart «a mantener el ánimo de la gente, por así decirlo».

Al igual que Browning, el Alto Mando aliado empezaba a enterarse ahora de los verdaderos detalles de la comprometida situación de la 1.a Aerotransportada. A los corresponsales de prensa en los Cuarteles Generales de Eisenhower, Brereton y Montgomery, se les informó confidencialmente que «la situación es grave, pero se están tomando todas las medidas para enviar refuerzos a Urquhart». Esa pequeña nota de preocupación representaba un radical cambio de actitud. Desde su iniciación, Market-Garden había sido presentado públicamente como un éxito absoluto. El jueves 21 de septiembre, bajo un titular que anunciaba que: Se abre ante nosotros el paraíso de los tanques, un artículo declaraba en la primera plana de un periódico británico: El flanco norte de Hitler se está derrumbando. El mariscal de campo Montgomery, con la brillante ayuda del Primer Ejército Aerotransportado, ha abierto el camino hacia el Ruhr… y hacia el fin de la guerra. Incluso el serio Times, de Londres, insertaba el viernes titulares tales como: Por la carretera de Arnhem los blindados han cruzado el Rin, sólo los subtítulos insinuaban la posibilidad de contratiempos: Inminente lucha por Arnhem; momentos difíciles de las fuerzas aerotransportadas. No se les podía culpar a los corresponsales de guerra. La falta de comunicaciones, el desbordado entusiasmo por parte de los comandantes aliados y la estricta censura impedían dar una información exacta. Luego, de la noche a la mañana, la imagen cambió.

El sábado 23, el titular del Times decía: El 2.º Ejército tropieza con fuerte resistencia; encarnizada lucha de las fuerzas aerotransportadas, y el Daily Express, de Londres, llamaba a Arnhem un: pedazo de infierno[105].

Las esperanzas se mantenían, sin embargo. Aquel sábado, el séptimo día de Market-Garden, el tiempo había despejado sobre Inglaterra, y nuevamente despegaron aviones aliados[106]. Los últimos planeadores de la gran flota reunida, inmovilizados en tierra en la zona de Grantham desde el martes, despegaron finalmente rumbo a la 82.a de Gavin con 3385 hombres —su largo tiempo esperado Regimiento de Infantería de Planeadores—, y la acosada 101.a División de Taylor fue dotada con casi 3000 hombres más. Pero Sosabowski, sometido a un intenso ataque en Driel, no pudo ser reforzado con el resto de su brigada. Browning se vio obligado a dirigir a los polacos restantes a las zonas de lanzamiento de la 82.a. Debido a las condiciones meteorológicas, el plan de Brereton, que preveía expedir en tres días unos 35 000 hombres en la mayor operación aerotransportada jamás concebida, había invertido más del doble del tiempo calculado.

Una vez más, aunque las misiones de aprovisionamiento se estaban desarrollando felizmente en todos los demás puntos, los hombres de Urquhart, en su bolsa en tomo a Oosterbeek que se iba reduciendo rápidamente, vieron cómo el cargamento caía en manos del enemigo. Incapaces de localizar la zona de lanzamiento del Hartenstein y volando a través de un intenso fuego antiaéreo, los aviones de aprovisionamiento se enfrentaban a constantes dificultades; seis de los 123 aviones fueron derribados, y 63 resultaron averiados. En un mensaje a Browning, Urquhart informó:

231605… Aprovisionamiento por aire; recogida cantidad muy pequeña. Francotiradores dificultando ahora gravemente el movimiento y, por lo tanto, la recogida. Carreteras tan obstruidas también por árboles caídos, ramas y casas derrumbadas que es prácticamente imposible el movimiento de los jeeps. En todo caso, los jeeps prácticamente inutilizados.

El apoyo de cazas también era insuficiente. En la zona de Arnhem, el tiempo había sido malo durante toda la mañana, despejando sólo a mediodía. A consecuencia de ello, sólo unas cuantas escuadrillas de Spitfire y Typhoon de la RAF atacaron objetivos en tomo al perímetro. Urquhart estaba desconcertado. «Teniendo en cuenta nuestra absoluta superioridad aérea —recordó más tarde—, me decepcionó amargamente la falta de apoyo de cazas». Pero para sus hombres, que no habían visto un solo caza desde el Día D, el domingo anterior, los ataques tuvieron un efecto alentador. Para entonces, la mayoría de ellos sabía ya que las tropas británicas habían llegado finalmente a la orilla meridional del Rin, en Driel. Creían que los refuerzos estaban cerca.

A pesar de todos los contratiempos, ahora que las tropas del general Thomas estaban avanzando por las carreteras secundarias que conducían a Driel, el general Horrocks creía que se podría aliviar la cada vez más apurada situación de Urquhart. Brillante, imaginativo y resuelto, Horrocks se oponía a la idea de abandonar todo lo que se había ganado. Sin embargo, debía encontrar alguna forma de introducir tropas y suministros en la cabeza de puente. «Estoy seguro —dijo más tarde— de que aquéllos fueron los momentos más negros de mi vida». Se sentía tan turbado por «la imagen de las tropas aerotransportadas librando su desesperada batalla al otro lado del río» que no podía dormir; y la ruptura del corredor al norte de Veghel, cortado desde el viernes por la tarde, puso en peligro toda la Operación.

Cada hora que transcurría era ya vital. Igual que Horrocks, el general Thomas estaba decidido a que los hombres cruzaran el río. Su 43.a Wessex se hallaba ahora plenamente empeñada en una operación de dos fases: ataque para apoderarse de Elst y avance hacia Driel. Aunque no se hacía ya ilusiones de que el puente de Arnhem pudiera ser capturado —por las fotografías aéreas de reconocimiento estaba claro que se hallaba ocupado por el enemigo—, el flanco derecho de Thomas, que terminaba en Elst, tenía que ser protegido si había de realizarse alguna operación a través del Rin desde Driel. Y Horrocks esperaba que, además de los polacos, algunas unidades de infantería británicas pudieran penetrar en la cabeza de puente el sábado por la noche.

Su optimismo era prematuro. En las carreteras secundarias situadas al oeste de la carretera Nimega-Arnhem se formó un gigantesco cuello de botella cuando dos brigadas de Thomas, cada una de las cuales totalizaba unos tres mil hombres —una brigada atacando en dirección nordeste hacia Elst, la otra al norte, hacia Driel— intentaron atravesar la misma encrucijada. El cañoneo enemigo aumentó el desorden y la confusión. Así pues, era ya de noche cuando el grueso de la 130.a Brigada de Thomas empezó a llegar a Driel, demasiado tarde para unirse a los polacos en un intento organizado de atravesar el río.

Poco después de medianoche, los hombres de Sosabowski, fuertemente apoyados por artillería, empezaron a cruzar, esta vez en 16 lanchas que habían quedado del asalto de la 82.a a través del Waal. Fueron sometidos a intenso fuego y sufrieron grandes pérdidas. Solamente 250 polacos consiguieron llegar a la orilla norte, y de éstos sólo 200 llegaron al perímetro del Hartenstein.

Aquel funesto día, Horrocks y Thomas recibieron sólo una buena noticia: a las 16.00 horas fue abierto de nuevo el corredor al norte de Veghel, y empezó a fluir otra vez el tráfico. En las columnas de ingenieros se transportaban más embarcaciones de asalto y el obstinado Horrocks esperaba que llegaran a tiempo para desplazar infantería a través del río el domingo por la noche.

Pero ¿podría la división resistir otras 24 horas? La situación de Urquhart estaba empeorando rápidamente. En el informe cursado a Browning el sábado por la noche, Urquhart había dicho:

232015: Muchos ataques durante el día por pequeñas partidas de infantería, cañones SP, blindados incluyendo carros lanzallamas. Cada ataque acompañado de intenso fuego de mortero y cañones dentro de perímetro Div. Tras muchas alarmas e incursiones, éste permanece sustancialmente invariable, aunque muy débilmente defendido. No se ha establecido aún contacto físico con los de la orilla sur del río. El aprovisionamiento, un fracaso, con sólo pequeñas cantidades de munición recogidas. Todavía sin alimentos, y todos los hombres extremadamente sucios debido a la escasez de agua. Moral todavía alta, pero el intenso fuego de morteros y cañones está produciendo evidentes efectos. Resistiremos, pero al mismo tiempo, esperamos auxilios en las próximas 24 horas.

La gigantesca expedición aliada de planeadores realizada por la tarde había cogido por sorpresa al mariscal de campo Walter Model. En momento tan avanzado de la batalla, no había previsto ningún nuevo desembarco aerotransportado aliado. Aquellos nuevos refuerzos, llegando justo en el momento en que estaba adquiriendo impulsos su contraofensiva, podrían cambiar el curso de la batalla…, y existía la posibilidad de que estuvieran en camino más todavía. Por primera vez desde el principio del ataque aliado, empezó a sentir dudas sobre su resultado.

Se dirigió a Doetinchem, donde conferenció con el general Bittrich, exigiendo, según recuerda el comandante del II Cuerpo Panzer de las SS, «un rápido fin para los británicos en Oosterbeek». Model necesitaba cada hombre y cada blindado. Se hallaba comprometida una fuerza demasiado grande en una batalla que «hubiera debido terminar hace días». Model estaba «muy excitado —cuenta Bittrich—, y repetía sin cesar: “¿Cuándo terminarán por fin las cosas allí?”».

Bittrich insistió en que «estamos luchando como jamás hemos luchado». En Elst, el comandante Hans Peter Knaust estaba rechazando columnas británicas de blindados e infantería que intentaban avanzar por la carretera principal hasta Arnhem. Pero Knaust no podía resistir en Elst y atacar también al oeste contra los polacos y los británicos en Driel. Al penetrar en el pólder, sus pesados Tiger quedaron atascados. El asalto hacia Driel era tarea para infantería y vehículos más ligeros, explicó Bittrich. «Model nunca sentía el menor interés por las excusas —dice Bittrich—, pero me comprendió. Sin embargo, sólo me dio veinticuatro horas para rechazar a los británicos».

Bittrich se dirigió a Elst para ver a Knaust. El comandante estaba preocupado. Durante todo el día, las fuerzas contra las que se enfrentaba parecían estar adquiriendo mayor potencia. Aunque sabía que los blindados británicos no podían abandonar la carretera principal, le inquietaba la posibilidad de que se produjesen ataques procedentes del oeste. «Es preciso impedir a toda costa que pasen los británicos —advirtió Bittrich—. ¿Puede resistir otras veinticuatro horas mientras limpiamos Oosterbeek?». Knaust le aseguró a Bittrich que podía hacerlo. Separándose de Knaust, el comandante del Cuerpo Panzer ordenó inmediatamente al coronel Harzer, de la División Hohenstaufen, «intensificar mañana todos los ataques contra las fuerzas aerotransportadas. Quiero que termine todo este asunto».

Los problemas de Harzer eran también difíciles. Aunque Oosterbeek estaba completamente rodeado, en sus estrechas calles las maniobras de los blindados resultaban prácticamente imposibles, especialmente para los Tiger de sesenta toneladas, «que arrancaban los cimientos de la carretera, haciéndoles parecer campos arados, y destrozaban el pavimento al virar». Además, le dijo Harzer a Bittrich, «cada vez que comprimimos la bolsa de las fuerzas aerotransportadas y la estrechamos más aún, los británicos parecen combatir con más vigor». Bittrich aconsejó que «se lanzaran intensos ataques desde el este y el oeste en la base del perímetro para impedir el paso de los británicos al Rin».

El comandante de la División Frundsberg, general Harmel, que tenía a su cargo la tarea de resistir y rechazar a las fuerzas aliadas en la zona Nimega-Arnhem, tuvo también noticias de Bittrich. Retrasada la reunión de toda su división por los restos y escombros que cubrían el puente de Arnhem, Harmel no había podido formar un frente a ambos lados de la elevada carretera «isla». El ataque británico en Oosterbeek había dividido sus fuerzas. Sólo parte de su división había estado apostada en el lado occidental cuando atacaron los británicos. Ahora, lo que quedaba de sus hombres y equipo se hallaba al este de la carretera. Conservarían Elst, le aseguró Harmel a Bittrich. Los británicos no podían avanzar por la carretera principal. Pero era impotente para detener el avance hasta Driel. «No puedo impedirles que avancen o retrocedan», dijo a Bittrich. El comandante del II Cuerpo Panzer de las SS se mostró firme. Las próximas veinticuatro horas serían críticas, advirtió a Harmel. «Los británicos lo intentarán todo para reforzar su cabeza de puente y avanzar también hacia Arnhem». Los ataques de Harzer contra el perímetro de Oosterbeek tendrían éxito siempre que Harmel resistiera. Como dijo Bittrich: «Nosotros cogeremos la uña. Usted debe amputar el dedo».

Tronaban los cañones de la 43.a y, en el rincón sudoeste del perímetro de Oosterbeek, ardía un gran gasómetro, proyectando sobre el Rin una fantasmal luz parpadeante y amarillenta. Al descender de un bote en la orilla norte, el coronel Charles Mackenzie comprendió por qué le habían aconsejado por radio que esperara un guía. La orilla era irreconocible; restos de embarcaciones, árboles caídos y cráteres de bombas habían enterrado la carretera que corría hacia la cabeza de puente. Si hubiera intentado ponerse en marcha solo, se habría extraviado con toda seguridad. Ahora, siguiendo a un ingeniero, fue guiado hasta el Hartenstein.

Mackenzie no había cambiado de opinión respecto al informe que presentaría a Urquhart. Mientras esperaba ser conducido en un bote de remos hasta el perímetro de la División, había pensado una vez más en sus opciones. Pese a todos los preparativos que había visto en Driel y en la orilla sur, continuaba sintiéndose escéptico respecto a la posibilidad de que la División recibiera ayuda a tiempo. Experimentaba un sentimiento de culpabilidad con relación al informe que había decidido presentar. Cabía, sin embargo, que su propia opinión fuera demasiado pesimista.

Urquhart le estaba esperando en el sótano del destrozado Hartenstein. Mackenzie expuso al comandante de la Aerotransportada el punto de vista oficial: «Están en camino los refuerzos. Debemos resistir». Urquhart, recuerda Mackenzie, «escuchó impasiblemente, ni desalentado ni jubiloso por la noticia». Para ambos hombres, la pregunta no formulada seguía siendo: ¿cuánto tiempo más debían resistir? En aquellos momentos, en las primeras horas del domingo 24 de septiembre, después de ocho días de batalla, se calculaban las fuerzas de Urquhart en menos de 2500 hombres. Y para todos ellos solamente había una pregunta: ¿Cuándo llegarán las fuerzas de Monty? Habían pensado en ello en la soledad de las trincheras, pozos de tirador y avanzadillas, entre los escombros de casas y almacenes, y en los hospitales y puestos de socorro, donde hombres inquietos y silenciosos yacían sin quejarse en catres, colchones y suelos desnudos.

Con la infantería en la orilla sur del río, los paracaidistas no dudaban que el Segundo Ejército acabaría cruzándolo. Solamente se preguntaban si quedaría vivo alguno de ellos para ver los refuerzos que durante tanto tiempo habían esperado. En aquellas últimas y trágicas horas, la aniquilación era su temor constante y para vencerlo, los hombres trataban de elevarse mutuamente su moral por cualquier medio a su alcance. Circulaban chistes y bromas. Hombres heridos, manteniéndose todavía en sus puestos, hacían caso omiso de sus heridas y se estaban tornando habituales ejemplos de extraordinaria audacia. Por encima de todo, los hombres de Urquhart se sentían orgullosos. Compartían en aquellos días un espíritu que, dijeron más tarde, era más fuerte que el que jamás llegarían a conocer.

El artillero James Jones sacó de su mochila el único objeto no militar que había llevado consigo: la flauta que había utilizado siendo chico. «Sólo quería tocarla una vez más —recuerda—. Llovían granadas de mortero desde hacía tres o cuatro días y yo estaba mortalmente asustado. Saqué la flauta y empecé a tocar». Cerca de él, el teniente James Woods, el oficial de la unidad, tuvo una idea. Precedidos por Jones, el teniente Woods y otros dos artilleros salieron de sus trincheras y empezaron a recorrer las posiciones. Mientras caminaban en fila india, el teniente Woods empezó a cantar. Detrás de él, los dos soldados se quitaron los cascos y los golpearon con unos palos, a manera de palillos de tambor. Los fatigados hombres oyeron los sones de British Grenadiers y Scotland the Brave difundiéndose suavemente por la zona. Débilmente al principio, otros hombres empezaron a cantar y luego, con Woods «cantando a voz en cuello», las posiciones artilleras estallaron en canciones.

En el Hotel Schoonoord, en la carretera Utrecht-Arnhem, aproximadamente hacia la mitad del lado oriental del perímetro, voluntarios holandeses y enfermeros británicos cuidaban a centenares de heridos bajo los atentos ojos de guardianes alemanes. Hendrika van der Vlist escribió en su Diario:

Domingo 24 de septiembre. Hoy es el día del Señor. Afuera ruge la guerra. El edificio se estremece. Por eso es por lo que los médicos no pueden operar ni escayolar. No podemos lavar a los heridos porque nadie puede arriesgarse a buscar agua en estas condiciones. El capellán castrense garrapatea en su cuaderno de notas. Le pregunto a qué hora se celebrará el servicio religioso.

El padre G. A. Pare terminó sus notas. Acompañado por Hendrika, recorrió todas las habitaciones del hotel. «El bombardeo parecía particularmente estruendoso —recuerda—, y apenas si podía oír mi propia voz por encima del fragor de la batalla». Sin embargo, «mirando las caras de los heridos tendidos por los suelos», el capellán Pare «se sintió inspirado a combatir el ruido exterior con la paz de Dios interior». Citando a san Mateo, Pare dijo: «No os preocupéis por el mañana. Qué comeréis, ni qué beberéis, ni qué os vestiréis». Entonces él, al igual que los hombres de las posiciones artilleras, empezó a cantar. Cuando comenzó Abide With Me, los hombres se limitaron a escuchar. Luego, empezaron a tararear y a cantar en voz baja para sí mismos. Sobreponiéndose al horrible fragor que rugía en torno al Schoonoord, centenares de heridos y moribundos entonaron las palabras: «Cuando otros auxilios fracasan y los consuelos huyen, Dios de los desvalidos, oh, mora conmigo».

Frente a la iglesia del bajo Oosterbeek, al otro lado de la calle, Kate ter Horst se separó de sus cinco hijos y los otros cinco civiles refugiados en el sótano de su casa, de 3 por 1,5 metros y, pasando ante los heridos, se dirigió al piso superior. La bicentenaria casa de catorce habitaciones, una antigua vicaría, se hallaba totalmente irreconocible. Habían desaparecido los cristales de las ventanas, y «cada palmo de suelo en el vestíbulo, comedor, estudio, dormitorios, corredores, cocina, cuarto de calderas y ático estaba abarrotado de heridos», recuerda la señora Ter Horst. Yacían tendidos también en el garaje e incluso bajo las escaleras. En total, más de trescientos heridos atestaban la casa y el jardín, y a cada minuto traían más. Afuera, en aquella mañana de domingo, Kate ter Horst vio que una densa bruma permanecía suspendida sobre el campo de batalla. «El cielo es amarillo —escribió—, y negras nubes cuelgan como húmedos andrajos. La tierra ha sido rasgada». En los jardines, vio «los muertos, nuestros muertos, empapados por la lluvia y rígidos. Tendidos boca abajo, como estaban ayer y anteayer, el hombre de la barba desgreñada y el del rostro ennegrecido y muchos, muchos otros». Finalmente, serían enterrados en el jardín 57 hombres, «uno de ellos no era más que un chiquillo —escribió la señora Ter Horst—, que murió dentro de la casa por falta de espacio». El único doctor entre los servicios médicos de la casa, el capitán Randall Martin, le había dicho a la señora Ter Horst que el muchacho «simplemente, se había golpeado la cabeza contra un radiador hasta morir».

Abriéndose paso cuidadosamente por las habitaciones, Kate ter Horst pensó en su marido. Jan, que había salido el martes por la noche en bicicleta para explorar la zona y llevarle información sobre posiciones alemanas a un oficial de artillería. Mientras él estaba fuera se había formado el perímetro y en la intensidad de los combates, a Jan le había sido imposible volver a casa. Tardarían otras dos semanas en verse. Trabajando con el doctor Martin y los enfermeros desde el miércoles, la señora Ter Horst apenas si había dormido. Yendo de habitación en habitación, rezaba con los heridos y les leía el Salmo 91: «No temerás los terrores nocturnos, ni la saeta que vuela de día».

Ahora, durante toda aquella mañana, francotiradores que se habían infiltrado en el perímetro durante la noche, estaban disparando «desvergonzadamente contra una casa desde la que jamás se había hecho un solo disparo» escribió. «Silbaban las balas por habitaciones y pasillos abarrotados de personas desvalidas». Dos enfermeros fueron tiroteados al pasar ante una ventana llevando una camilla. Luego, sucedió lo que más temían todos: el doctor Martin fue herido. «Es sólo el tobillo —dijo a la señora Ter Horst—. Por la tarde caminaré de nuevo perfectamente».

Afuera, el fuego de francotiradores dejó paso al cañoneo. El fragor y los estampidos de las explosiones de morteros «desafía toda descripción», anotó Kate ter Horst. Para el soldado Michael Growe, «la señora parecía terriblemente tranquila y serena». Growe, que ya tenía una herida de metralla en el muslo, resultó ahora nuevamente herido por la explosión de una granada. Apresuradamente, los enfermeros alejaron a Growe y a los otros heridos de una hilera de balcones.

El cabo Daniel Morgans, herido en la cabeza y en la rodilla derecha mientras defendía una posición cercana a la iglesia de Oosterbeek, fue llevado a la casa de Ter Horst en el preciso momento en que aparecía un blindado alemán por la carretera. Mientras un enfermero explicaba a Morgans que «estaban prácticamente sin vendas y no tenían anestésicos ni alimentos, y sólo un poco de agua», el blindado disparó una granada contra la casa. En una habitación del piso alto, el soldado Walter Boldock, que presentaba heridas de bala en el costado y en la espalda, contempló horrorizado cómo el carro «se detenía y giraba. Oí un tableteo de ametralladoras y luego, una granada atravesó la pared por encima de mi espalda. Empezaron a caer yeso y cascotes por todas partes, y muchos de los heridos resultaron muertos». Abajo, el artillero E. C. Bolden, que actuaba de enfermero, estaba lívido de furor. Cogiendo una bandera de la Cruz Roja, se precipitó fuera de la casa y avanzó en línea recta hacia el blindado. El cabo Morgans le oyó con toda claridad. «¿Qué demonios estáis haciendo? —gritó Bolden al comandante del carro alemán—. Esta casa está claramente señalada con una bandera de la Cruz Roja. ¡Largo de aquí!». Mientras aguzaban el oído, los preocupados heridos oyeron el ruido del blindado al retroceder. Bolden regresó a la casa «casi tan enfurecido» recuerda Morgans «como cuando salió. Le preguntamos qué había sucedido». Bolden respondió lacónicamente: «El alemán se ha excusado, pero también se ha largado».

Aunque la casa no volvió a ser bombardeada, no cesaba el fuego en torno a ella. Kate ter Horst escribió: «Estos hombres están agonizando a nuestro alrededor. ¿Deben exhalar su último aliento en medio de semejante tempestad? ¡Oh, Dios! Danos un momento de silencio. Danos tranquilidad, aunque sólo sea por unos instantes, para que puedan al menos morir. Concédeles unos momentos de sagrado silencio mientras pasan a la Eternidad».

Por todo el perímetro, los blindados aplastaban las defensas, mientras los fatigados y aturdidos hombres llegaban al límite del agotamiento. Escenas de horror se producían por todas partes, especialmente a cargo de los que empuñaban lanzallamas. En una muestra de la brutalidad de las SS, un jeep que transportaba heridos bajo el amparo de una bandera de la Cruz Roja fue detenido por cuatro alemanes. Uno de los enfermeros trató de explicar que estaba conduciendo heridos a un puesto de socorro. Los alemanes le apuntaron con un lanzallamas y dispararon. Luego, se alejaron. No obstante, a todo lo largo de la batalla, tanto en el puente de Arnhem como en el perímetro, se dieron singulares ejemplos de caballerosidad.

En las defensas orientales del perímetro del general de brigada Hackett, un oficial alemán se acercó a las posiciones británicas enarbolando una bandera blanca y solicitó ver al comandante. Hackett salió a su encuentro y supo que los alemanes «se disponían a atacar, tras hacer fuego de mortero y artillería sobre mis posiciones avanzadas». Como los alemanes sabían que uno de los puestos de socorro a los heridos se hallaba en la línea de ataque, se le pedía a Hackett que retrasara 600 metros sus posiciones avanzadas. «No queremos tender una barrera artillera que alcanzará necesariamente a los heridos», explicó el alemán. Hackett sabía que no podía acceder. «Si se hubiera retrasado la línea en la distancia solicitada por los alemanes, —escribió más tarde el general Urquhart—, el Cuartel General de la División habría quedado 200 metros por detrás de las líneas alemanas». Pese a resultarle imposible desplazarse, Hackett observó que, cuando finalmente se produjo el ataque, el fuego de artillería fue cuidadosamente dirigido al sur del puesto de socorro.

En el Hotel Tafelberg, otro médico, el comandante Guy Rugby-Jones, que había estado operando sobre una mesa de billar en la sala de juego del hotel, perdió todo su material cuando una granada de las SS atravesó el tejado del edificio. No había podido operar desde el jueves, aunque uno de los equipos de ambulancia de campaña había instalado un quirófano en el Hotel Petersburg. «Teníamos de 1200 a 1300 heridos, y no disponíamos de instalaciones ni de personal para tratarlos adecuadamente —recuerda—. Lo único que teníamos era morfina para calmar el dolor. Alimentos y agua constituían nuestro principal problema. Habíamos drenado ya el sistema de calefacción central para obtener agua, pero ahora, al haber dejado de operar, me convertí en una especie de oficial de Intendencia, tratando de alimentar a los heridos». Uno de ellos, el comandante John Waddy, del 156.º Batallón, herido el martes en la ingle por un francotirador, había sido herido de nuevo. Una granada de mortero que cayó en el alféizar de un mirador hizo explosión, y un fragmento de metralla se incrustó en el pie izquierdo de Waddy. Además, la habitación recibió un impacto directo. El hombro derecho, la cara y el mentón de Waddy fueron lacerados por ladrillos y astillas que cayeron sobre él. El doctor Graeme Warrack, oficial médico jefe de la división, que tenía su Cuartel General en el Tafelberg, se precipitó al exterior. Waddy se incorporó y vio a Warrack, de pie en la calle, gritando a los alemanes: «¡Malditos bastardos! ¿Es que no puede reconocer alguien una Cruz Roja?».

La familia Van Maanen —Anje, su hermano Paul y su tía— estaban trabajando sin descanso en el Tafelberg bajo la dirección del doctor Van Maanen. Paul, que era estudiante de Medicina, recuerda que «el domingo fue terrible. Parecíamos estar sometidos a un fuego continuo. Recordé que no debíamos mostrar miedo delante de los pacientes, pero yo estaba a punto de salir gritando de la habitación. No lo hice porque los heridos se mantenían muy tranquilos». Mientras los heridos eran trasladados de una habitación a otra según iban siendo alcanzadas por los proyectiles, Paul recuerda que «empezamos a cantar. Cantábamos para los británicos, para los alemanes, para nosotros mismos. Luego, pareció estar haciéndolo todo el mundo, y dominados por la emoción, muchos callaban porque estaban llorando, para, luego, empezar de nuevo».

Para la joven Anje van Maanen, el romántico sueño de liberación a manos de los fornidos muchachos que habían descendido de los cielos estaba terminando en desesperación. Muchos civiles holandeses llevados al Tafelberg habían muerto a consecuencia de sus heridas; dos, anotó Anje en su Diario, eran «bellas muchachas y buenas patinadoras, de la misma edad que yo, solamente diecisiete años. Ya no las volveré a ver más». A Anje le daba la impresión que estaban cayendo continuamente bombas sobre el hotel. En el sótano, se echó a llorar. «Tengo miedo a morir —escribió—. Las explosiones son terribles, y todos los obuses matan. ¿Cómo puede permitir Dios este infierno?».

A las 9.30 horas del domingo, el doctor Warrack decidió hacer algo al respecto. Los nueve puestos de socorro y hospitales de la zona estaban tan abarrotados de heridos de ambos bandos que empezó a pensar que «la batalla no podía continuar por más tiempo de aquella manera». Los equipos médicos «estaban trabajando en condiciones insostenibles, algunos sin instrumentos quirúrgicos». Y, al intensificarse los ataques alemanes, el número de heridos iba aumentando rápidamente. Entre ellos se hallaba ahora el valeroso general de brigada Shan Hackett, que recibió graves heridas en la pierna y el estómago a causa de un proyectil de mortero, poco antes de las 8.00 horas.

Warrack había dispuesto un plan que necesitaba el consentimiento del general Urquhart, y se dirigió al Hartenstein. «Le dije al general —cuenta Warrack— que, pese a las banderas de la Cruz Roja, estaban siendo bombardeados todos los hospitales. Uno de ellos había recibido seis impactos y se había incendiado, obligándonos a evacuar rápidamente unos 150 heridos». Los heridos, dijo, estaban siendo «objeto de un trato inadecuado, y había llegado el momento de llegar a alguna especie de acuerdo con los alemanes». Como era totalmente imposible evacuar a los heridos a través del Rin, el doctor Warrack creía que se salvarían muchas vidas «si los heridos eran entregados a los alemanes para recibir tratamiento en sus hospitales de Arnhem».

Urquhart, recuerda Warrack, «pareció resignado». Dio su conformidad al plan. Peto, en ninguna circunstancia, advirtió a Warrack, «se podía hacer pensar al enemigo que aquello era el principio de un derrumbamiento de las posiciones». Warrack debía dejar bien sentado ante los alemanes que se daba aquel paso exclusivamente por razones humanitarias. Podían celebrarse negociaciones, dijo Urquhart, «a condición de que los alemanes entiendan que es usted un médico que representa a sus pacientes, no un emisario oficial de la división». Se le permitió a Warrack que solicitara un período de tregua durante la tarde, a fin de que pudieran ser recogidos los heridos antes de que «ambos bandos continúen la lucha».

Warrack salió apresuradamente en busca del capitán de corbeta Arnoldus Wolters, el oficial de enlace holandés, y del doctor Gerrit van Maanen, a quienes pidió le ayudaran en las negociaciones. Como Wolters, que actuaría de intérprete, pertenecía al Ejército holandés y «podía correr un grave riesgo yendo al Cuartel General alemán», Warrack le puso el seudónimo de Johnson. Los tres hombres se dirigieron rápidamente al Hotel Schoonoord para ponerse en contacto con el oficial médico perteneciente a la división alemana.

Se da la circunstancia de que ese oficial, el comandante Egon Skalka, de veintinueve años, asegura que había llegado a la misma conclusión que Warrack. Según recuerda Skalka, aquel domingo por la mañana sentía que «había que hacer algo, no sólo por nuestros heridos, sino también por los británicos que se encontraban en Der Hexenkessel». En el Hotel Schoonoord, «los heridos yacían tendidos por todas partes, incluso en el suelo». Según Skalka, había ido a ver al «oficial médico jefe británico para sugerir una recogida de heridos» antes de que llegara Warrack. Cualquiera que fuese el primero en tener la idea, ambos coincidieron. La impresión que el joven doctor alemán causó en Warrack fue de que «tenía aspecto afeminado, pero era simpático y al parecer, estaba deseoso de congraciarse con los británicos… por si acaso». Frente al gallardo y apuesto oficial, elegante con su bien cortado uniforme, Warrack, con Johnson como intérprete, hizo su propuesta. Mientras hablaban, Skalka estudiaba a Warrack, «un tipo alto, delgaducho, de pelo oscuro, flemático como todos los ingleses. Parecía terriblemente cansado, pero en buena forma por lo demás». Skalka estaba dispuesto a acceder al plan de evacuación, pero, dijo a Warrack, «tendremos que ir primero a mi Cuartel General para cerciorarnos de que no hay ninguna objeción por parte de mi general». Skalka se negó a llevar con ellos al doctor Van Maanen. En un jeep británico capturado, Skalka, Warrack y Johnson emprendieron la marcha hacia Arnhem, con Skalka al volante. Skalka recuerda que «conduje muy de prisa, zigzagueando de un lado a otro. No quería que Warrack se orientase, y le habría costado mucho tal y como yo conducía. Fuimos a toda velocidad, parte del tiempo bajo el fuego, y torcimos y entramos en la ciudad».

Para Wolters, el corto viaje hasta Arnhem fue «triste y desdichado». Había restos y escombros por todas partes. Las casas humeaban todavía o se hallaban en ruinas. Algunas de las carreteras que siguieron, destrozadas por las orugas de los carros de combate y llenas de cráteres de bombas, «parecían campos arados». Cañones destruidos, jeeps volcados, vehículos blindados carbonizados y «los cuerpos encogidos de los muertos» yacían como un reguero por todo el camino hasta Arnhem. Skalka no les había vendado los ojos, y no le pareció tampoco a Wolters que hiciera ningún intento por ocultar la ruta que tomó. Le dio la impresión de que el elegante oficial médico de las SS estaba «deseoso de que viéramos el poderío alemán». Atravesando las calles de Arnhem, todavía humeantes y cubiertas de escombros, Skalka torció al nordeste y se detuvo ante el Cuartel General del teniente coronel Harzer, el Instituto de Enseñanza Media de Hezelbergherweg.

Aunque la llegada de Warrack y Wolters causó sorpresa entre los oficiales de Estado Mayor, Harzer, avisado por teléfono, los estaba esperando. Skalka, dejando a los dos oficiales en una antesala, informó a su comandante. Harzer estaba furioso. «Me asombraba —dice—, que Skalka no les hubiera vendado los ojos. Ahora conocían el emplazamiento exacto de mi Cuartel General». Skalka se había echado a reír. «Por la forma en que he conducido, me sorprendería mucho que pudieran encontrar el camino a ninguna parte», aseguró a Harzer.

Los dos alemanes tomaron asiento con los emisarios británicos. «El oficial médico propuso que sus heridos británicos fuesen evacuados del perímetro, toda vez que ya no tenían sitio ni provisiones para ellos —explica Harzer—. Eso significaba concertar una tregua de un par de horas. Le dije que lamentaba que nuestros países estuvieran luchando. ¿Por qué teníamos que luchar, después de todo? Di mi conformidad a su propuesta».

Wolters —«un soldado canadiense llamado Johnson», como le presentó Warrack— recuerda la conferencia en un contexto muy distinto. «Al principio, el coronel alemán de las SS se negó a considerar siquiera una tregua —dice—. Había en la sala algunos otros oficiales de estado mayor, entre ellos el jefe del Estado Mayor en funciones, capitán Schwarz, que se volvió hacia Harzer y dijo que sería necesario someter el asunto al general». Los alemanes salieron de la estancia. «Mientras esperábamos —dice Wolters—, se nos ofrecieron bocadillos y coñac. Warrack me aconsejó que no bebiera con el estómago vacío. Fuera lo que fuese lo que había dentro de los bocadillos, estaba cubierto con rodajas de cebolla».

Al regresar los alemanes, «todo el mundo se cuadró y hubo mucho Heil Hitler». Entró el general Bittrich, con la cabeza descubierta y vistiendo su largo capote de cuero negro. «Se quedó sólo unos momentos», recuerda Wolters. Observando a los dos hombres, Bittrich dijo: Ich bedaure sehr diese Krieg zwischen unseren Vaterlándem (lamento esta guerra entre nuestras dos naciones). El general escuchó en silencio el plan de evacuación de Warrack y dio su consentimiento. «Accedí —dice Bittrich— porque un hombre no puede perder toda su humanidad, siempre, naturalmente, que posea tales sentimientos, ni aún durante la lucha más encarnizada». Luego, Bittrich entregó a Warrack una botella de coñac. «Esto es para su general», dijo a Warrack, y salió.

A las 10.30 horas del domingo se llegó a un acuerdo sobre la tregua parcial, aunque Wolters recuerda que «los alemanes parecían preocupados. Tanto el Hotel Tafelberg como el Schoonoord se hallaban en las líneas del frente, y los alemanes no podían garantizar un cese del cañoneo». A Harzer le preocupaba especialmente el bombardeo a larga distancia de los británicos al sur del Rin y si podría ser controlado durante la evacuación de bajas. Skalka dice que, después de habérsele dado seguridades sobre este punto, recibió un mensaje radiado del Cuartel General del Segundo Ejército británico. «Iba dirigido, simplemente, al oficial médico, 9.a División Panzer de las SS, dándome las gracias y preguntando si podría extenderse un alto el fuego durante el tiempo suficiente para que los británicos despacharan suministros médicos, medicamentos y vendas desde el otro lado del Rin». Skalka contestó: «Nosotros no necesitamos su ayuda, pero pedimos solamente que sus fuerzas aéreas se abstengan de bombardear continuamente a nuestros camiones de la Cruz Roja». La respuesta llegó inmediatamente: «Por desgracia, tales ataques se producen en ambos bandos». Skalka consideró el mensaje «ridículo». Replicó airadamente: «Disculpe, pero yo no he visto nuestra Fuerza Aérea desde hace dos años». El mensaje británico respondió: «Limítese al acuerdo». Skalka se enfureció tanto que —asegura— respondió: «Chúpeme el[107]…».

El acuerdo, tal como se concertó finalmente, establecía una tregua de dos horas a partir de las 15.00 horas. Los heridos saldrían del perímetro por una ruta designada cerca del Hotel Tafelberg. Debían realizarse toda clase de esfuerzos «para reducir el fuego o cesarlo por completo». Se advirtió a las tropas de ambos bandos que ocupaban posiciones de primera línea que detuvieran el fuego. Cuando Skalka empezaba a ordenar que «todas las ambulancias y jeeps disponibles se reuniesen tras las primeras líneas», se les permitió a Warrack y Wolters, que se disponían a regresar a sus propias líneas, llenarse los bolsillos de morfina y medicinas. Wolters «estaba encantado de salir de allí, especialmente desde que Schwarz me había dicho: “Usted no habla alemán como un británico”».

En el viaje de regreso al perímetro, con una bandera de la Cruz Roja ondeando en su jeep y escoltados por otro oficial médico alemán, se permitió a Warrack y Wolters que se detuvieran en el hospital Santa Isabel para inspeccionar las condiciones existentes y visitar a los heridos británicos, entre los que se hallaba el general de brigada Lathbury, que, habiéndose quitado todas las insignias, era ahora el «cabo» Lathbury. Fueron recibidos por el oficial médico jefe británico, el capitán Lipmann Kessel; el jefe del equipo quirúrgico, comandante Cedric Longland; y el cirujano holandés doctor Van Hengel, todos los cuales, recuerda Warrack, «estaban desesperadamente ansiosos de noticias». Se habían producido intensas luchas en torno al hospital. En cierto momento, se había librado incluso una encarnizada batalla en el edificio, con los alemanes disparando por encima de las cabezas de los pacientes que se encontraban en la sala, informó Kessel. Pero desde el jueves, la zona había estado tranquila, y Warrack descubrió que, en contraste con las terribles condiciones de los heridos en el perímetro, en el Hospital de Santa Isabel «los heridos británicos estaban en camas provistas de mantas y sábanas, y bien atendidos por monjas y médicos holandeses». Advirtiendo a Kessel que se preparase para una gran afluencia de pacientes, los dos hombres regresaron a Oosterbeek justo a tiempo, recuerda Warrack, «para tropezar con intenso fuego de mortero cerca del Tafelberg».

A las 15.00 horas empezó la tregua parcial. Los disparos disminuyeron súbitamente y luego, cesaron por completo. El artillero Percy Parkes, para quien el «ensordecedor ruido se había convertido en algo normal, encontró el silencio tan irreal que, por unos instantes, creyó estar muerto». Mientras oficiales médicos y enfermeros británicos y alemanes supervisaban los traslados, ambulancias y jeeps de ambos bandos empezaron a recoger heridos. El sargento Dudley R. Pearson, jefe administrativo de la 4.a Brigada Paracaidista, fue colocado junto a la camilla de su general de brigada en un jeep. «De modo que usted también, Pearson», dijo Hackett. Pearson llevaba puestos solamente las botas y los pantalones. Tenía vendado el hombro derecho, «en el que la metralla había abierto un enorme agujero». Hackett tenía grisáceo el rostro y, evidentemente, su herida en el estómago le dolía mucho. Al emprender la marcha hacia Arnhem, Hackett dijo: «Espero que no crea que trato de hacer valer mi mayor graduación, Pearson, pero creo que estoy un poco peor que usted. ¿Le importa que me atiendan primero a mí en el hospital[108]?».

El teniente Pat Glover, que había saltado con Myrtle, «la gallina paracaidista», fue llevado con terribles dolores al «Hospital de Santa Isabel». Una bala le había seccionado dos venas de la mano derecha, y en el camino al puesto de socorro de Schoonoord, fue nuevamente herido por metralla en la pantorrilla derecha. Había tan poca morfina que se le dijo que no podía administrársele una inyección a menos que él lo considerara absolutamente necesario. Glover no lo pidió. En ese momento, dormitando agitadamente, se encontró pensando en Myrtle. No podía recordar qué día la habían matado. Durante la lucha, él y su asistente, el soldado Joe Scott, habían llevado de un lado a otro la bolsa de Myrtle. En un momento dado, agazapado en una trinchera bajo el fuego enemigo, Glover se dio cuenta de pronto que la bolsa de Myrtle no estaba allí. «¿Dónde está Myrtle?», le había gritado a Scott. «Allá arriba, señor», señaló Scott a la parte superior de la trinchera de Glover. Dentro de su bolsa, Myrtle yacía de espaldas, con las patas al aire. Durante la noche, Glover y Scott enterraron a la gallina en un bosquecillo, cerca de un seto. Mientras alisaba la tierra sobre el lugar, Scott miró a Glover y dijo: «Bueno, Myrtle ha tenido coraje hasta el final, señor». Glover recordó que no le había quitado a Myrtle las alas de paracaidista. Ahora, entre la bruma con que el dolor nublaba su cerebro, se alegraba de haberla enterrado con honor y adecuadamente —con los emblemas de su rango—, como convenía a los que morían en combate.

En el Schoonoord, Hendrika van der Vlist estaba mirando cómo los enfermeros alemanes empezaban a sacar a los heridos. De pronto, comenzó el tiroteo. Uno de los alemanes gritó: «Si no cesa el fuego, dispararemos nosotros y ni un herido, médico o enfermera saldrá vivo de aquí». Hendrika no le hizo caso. «Siempre son los soldados más jóvenes los que más gritan —escribió—, y estamos acostumbrados ya a las amenazas alemanas». Cesaron los disparos y la operación continuó.

Los tiroteos se reanudaron varias veces mientras las largas líneas de heridos que se desplazaban a pie y los convoyes de jeeps y ambulancias y camiones se dirigían hacia Arnhem. «Inevitablemente —recordó el general Urquhart— se produjeron malentendidos. No es fácil detener temporalmente una batalla». Los médicos del Tafelberg tuvieron «algunos momentos difíciles cuando sacaban de las instalaciones a los combativos alemanes». Y casi todo el mundo recuerda que los recién llegados polacos no podían comprender la necesidad del alto el fuego parcial. «Tenían muchas viejas cuentas que saldar —dice Urquhart—, y no veían ninguna razón legítima para dejar de disparar». Finalmente, fueron «inducidos a doblegarse hasta que quedara terminada la evacuación».

El comandante Skalka, juntamente con el doctor Warrack, mantuvo en movimiento los convoyes durante toda la tarde. Fueron conducidos unos 200 heridos que podían caminar y más de 250 hombres fueron transportados en los convoyes médicos. «Jamás he visto nada como las condiciones imperantes en Oosterbeek —dice Skalka—. Sólo había muerte y destrucción».

En el Hospital de Santa Isabel, el teniente Peter Stainforht, que se recobraba de una herida recibida en el pecho en Arnhem, oyó llegar a los primeros heridos que venían a pie. «Sentí que un estremecimiento de excitación recorría mi espina dorsal —dice—. Nunca me he sentido tan orgulloso. Entraron, y nos quedamos horrorizados. Todos los hombres tenían barba de una semana. Sus uniformes estaban desgarrados y sucios, y de todos ellos emergían mugrientos vendajes empapados de sangre. Lo más terrible eran sus ojos…, enrojecidos, hundidos, mirando desde rostros tensos y cubiertos de barro, macilentos por la falta de sueño, y sin embargo, entraron con aire arrogante y altivo. Parecían lo bastante bravos como para apoderarse del lugar en aquel mismo instante».

Cuando el último convoy salió de Oosterbeek, Warrack le dio las gracias por su ayuda al oficial médico de las SS. «Skalka me miró a los ojos y dijo: “¿Puede dármelo por escrito?”». Warrack hizo caso omiso de la pregunta. A las 17.00 horas, la batalla comenzó de nuevo como si nunca se hubiera detenido.

En la posición artillera del artillero Percy Parkes, cerca de la lavandería Dolderen, «se desató de nuevo el infierno. Los boches lanzaban de todo contra nosotros». Tras la relativa calma durante la evacuación de los heridos, Parkes experimentó una sensación de alivio. «Todo había vuelto a la normalidad y yo podía orientarme en ello. De nuevo estaba manos a la obra». Los alemanes, aprovechándose de la tregua temporal, se habían infiltrado en muchas zonas. Los hombres oían gritos y disparos en todas las direcciones, mientras alemanes y británicos se perseguían mutuamente por calles y jardines. Desde su trinchera, Parkes vio un blindado que avanzaba a través de un terreno sembrado de coles en dirección al Cuartel General de la batería. Dos artilleros echaron a correr hacia un camión situado en la carretera. Cuando los soldados empezaron a disparar, Parkes levantó estupefacto los ojos al ver que las coles empezaban a volar sobre su trinchera. «La fuerza del cañón estaba succionando las coles, arrancándolas de la tierra y lanzándolas por el aire. Luego, se oyó una tremenda explosión y vimos que un proyectil había alcanzado al blindado».

El comandante Robert Cain oyó que alguien gritaba: «¡Tigers!», y echó a correr hacia el pequeño cañón antitanque instalado junto a un edificio. Un artillero atravesó la calle para ayudarle. Juntos, los dos hombres hicieron girar el cañón. «¡Fuego!», gritó Cain. Vio que el proyectil había alcanzado el tanque, inutilizándolo. «¡Lancémosle otra para mayor seguridad!», gritó. El artillero miró a Cain y meneó la cabeza. «No puedo, señor —dijo—. Se acabó. Se ha roto el mecanismo de retroceso».

En el interior de la casa de Ter Horst, el ruido era tan intenso que todos estaban aturdidos y ensordecidos. De pronto, Kate ter Horst sintió «una tremenda sacudida. Se oyó un estrépito de ladrillos. Se resquebrajaron los suelos y sonaron sofocados gritos por todas partes». La fuerza de la explosión había bloqueado la puerta del sótano. En el asfixiante polvo que flotaba en el pequeño recinto, oyó «hombres trabajando con azadas y herramientas…, el sonido de maderas al partirse…, pisadas desmenuzando los ladrillos… y cosas pesadas arrastradas de un lado a otro». La puerta del sótano se abrió, y penetró una bocanada de aire puro. Arriba, Kate vio que parte del corredor y de un cuarto se hallaban al aire libre y se había derrumbado un trozo de pared. Yacían hombres por todas partes, lanzados al suelo por la explosión. El doctor Martin había sido herido de nuevo, y no podía moverse. Un soldado que había sido llevado hacía unos días trastornado mentalmente a consecuencia de la batalla, vagaba por entre los destrozos. Mirando fijamente a Kate ter Horst, dijo: «Creo que le he visto a usted antes en alguna parte». Ella le condujo suavemente al sótano y le encontró sitio en el suelo de piedra. Casi inmediatamente, se quedó dormido. Cuando despertó poco más tarde, se acercó a la señora Ter Horst. «Podemos ser derrotados en cualquier momento», dijo en voz baja. Volvió a dormirse. Apoyada contra una pared, llena de fatiga, con sus cinco hijos a su lado, Kate esperaba «mientras las horribles horas discurrían lentamente».

En una trinchera situada no lejos de la posición del comandante Cain, el sargento Alf Roullier vio aparecer otro blindado en la calle. Él y un artillero se abalanzaron hacia el único cañón antitanque que parecía quedar en la unidad de artillería con la que estaban. Los dos hombres llegaron al cañón en el momento justo en que el blindado se volvía hacia ellos. Dispararon y vieron una llamarada al ser alcanzado el carro. En aquel instante, abrió fuego una ametralladora. El artillero que estaba con Roullier lanzó una exclamación y se desplomó contra él. Mientras trataba de retirar al hombre, una bala le hirió a Roullier en la mano izquierda. Empezó a temblarle incontrolablemente la mano, y Roullier supuso que la bala había alcanzado un nervio. Tendiendo de espaldas al artillero, Roullier se dirigió a su trinchera. «Voy a buscar ayuda» le dijo al ensangrentado hombre. En la casa de Ter Horst, Roullier se detuvo, sin resolverse a entrar. Oía a los hombres gritar y balbucear, pidiendo agua, pronunciando los nombres de sus parientes. «¡Oh, Dios! —exclamó Roullier—. ¿Para qué hemos venido aquí?». En aquel momento apareció el artillero E. C. Bolden. «Que me aspen, amigo —dijo Bolden, mirando la temblorosa mano de Roullier—, ¿has estado escribiendo a máquina?». Roullier explicó que había ido en busca de ayuda para el artillero herido. «Muy bien —dijo Bolden, vendando la mano de Roullier—, voy allá». Al regresar a su posición, Roullier pasó ante el jardín de Ter Horst y se detuvo horrorizado. Jamás había visto tantos muertos juntos. Algunos tenían los blusones echados sobre la cara, pero otros yacían sin tapar, y «sus ojos miraban en todas direcciones». Había montones de muertos, tantos que un hombre no podía pasar entre ellos.

En la trinchera, Roullier esperó hasta que llegó Bolden con dos camilleros. «No te preocupes —le dijo Bolden a Roullier—. Todo saldrá bien». Roullier no lo creía así. En Inglaterra, el soldado de treinta y un años había solicitado que se le permitiera participar en la misión. Su edad constituía un obstáculo, y, aunque Roullier era artillero, se había convertido en sargento de Intendencia en funciones. Pero se había salido con la suya y se le había permitido finalmente partir. Ahora, contemplando los soldados fatigados, hambrientos y sedientos que le rodeaban, recuerda que «algo restalló en mi mente. Me olvidé de la batalla. Me obsesionaba la idea de conseguir algo que comer». No sabe cuánto tiempo estuvo arrastrándose por los destrozados huertos y semiderruidas casas de la zona, saqueando estanterías y registrando sótanos en busca de alimentos. Encontró en alguna parte un balde de hierro galvanizado. Echó en él todo cuanto halló, unas cuantas zanahorias resecas, varias cebollas, un saco de patatas, sal y varios cubos de concentrados de sopa. Cerca de la casa encontró un gallinero. Solamente quedaba una gallina viva. Roullier se la llevó.

En el suelo de piedra de una casa en ruinas, construyó un círculo de ladrillos para sostener el balde. Arrancando el papel de las paredes y utilizando pedazos de madera, encendió una hoguera. No se acordaba de la batalla que continuaba rugiendo en las calles mientras realizaba un viaje para buscar agua…, pero regresó trastabillando con el balde medio lleno. Mató y desplumó a la gallina y la echó en el balde. Al anochecer, cuando decidió que el guiso estaba terminado, arrancó un par de cortinas de una ventana para envolver las candentes asas del recipiente y, con ayuda de otro soldado, emprendió la marcha hacia las trincheras. Por primera vez en varias horas, reparó en las granadas que caían. Los dos hombres se movían a intervalos, deteniéndose a cada explosión cercana y reanudando luego su marcha. En la posición artillera, Roullier gritó: «¡Venid a comer!». Asombrados, legañosos soldados aparecieron en cautelosos grupos con baqueteadas latas de ración y cubiertos de campaña. Murmurando aturdidamente su agradecimiento, cogieron su parte del caliente balde y desaparecieron en la creciente oscuridad. A los diez minutos, se había terminado el guisado. Escrutando el fondo del balde, Alf Roullier sólo pudo divisar unos cuantos pedazos de patata. Los cogió y, por primera vez aquel día, comió algo. Nunca se había sentido más feliz.

En los terrenos del Hotel Hartenstein, en una trinchera en la que cabían cinco hombres, el sargento Leonard Overton, piloto de planeadores, escrutaba la creciente oscuridad. Los cuatro hombres que compartían su trinchera habían desaparecido. De pronto, Overton vio unas sombras que se aproximaban. «Somos nosotros», dijo alguien en voz baja. Cuando los cuatro soldados saltaron a la trinchera, Overton vio que llevaban un capote atado por los extremos. Cuidadosamente, los hombres abrieron el capote y, sosteniendo una lata en un borde, vaciaron casi medio litro de agua de lluvia en el recipiente. Un hombre sacó un cubito de té y empezó a revolver el líquido. Overton les miraba asombrado. «Aquel día no habíamos comido ni bebido nada y el sábado sólo habíamos compartido dos galletas», dice. Luego, para sorpresa de Overton, los otros le ofrecieron la lata. Tomó un sorbo y la pasó a los demás. «Que cumplas muchos», le dijo suavemente cada uno de sus compañeros. Overton había olvidado que aquel domingo, 24 de septiembre, cumplía veintitrés años.

En el Schoonoord, los casos graves y los heridos que podían andar se habían ido, pero los hombres trastornados permanecían aún en el gran hotel. Cuando atravesaba una habitación semidesierta, el capellán Pare oyó en alguna parte del edificio una voz débil y temblorosa que entonaba Just a song at twilight. Subiendo a una habitación del piso superior, Pare se arrodilló junto a un joven soldado presa de grave conmoción. «Padre —dijo el muchacho—, ¿quiere arroparme? Me asusta mucho todo ese ruido». Pare no tenía ninguna manta, pero simuló tapar al soldado. «Estupendo, padre. Me siento muy bien ahora. ¿Quiere hacerme otro favor?». Pare asintió con un gesto. «Rece conmigo el Padrenuestro». Pare lo hizo. Acarició los cabellos del muchacho. «Ahora cierra los ojos —le dijo Pare—. Que descanses. Dios te bendiga». El soldado sonrió. «Buenas noches, padre. Dios le bendiga». Dos horas después, se le acercó a Pare un enfermero. «¿Se acuerda de ese chico con el que ha estado rezando?». «¿Qué ocurre?», preguntó Pare. El enfermero meneó la cabeza. «Acaba de morir. Nos pidió que le dijéramos que no podía soportar el mido de fuera».

Al hacerse de noche, el coronel R. Payton-Reid, en la zona del perímetro que ocupaban los KOSB, se alegró de ver «llegar a su melancólico final al día 24. Las esperanzas de recibir un pronto socorro por parte de las fuerzas terrestres, constituían ahora, por acuerdo mutuo, un tema tabú».

Avanzada la noche del domingo, el teniente Neville Hay, operador de la red Phantom, fue llamado al despacho de Urquhart, en el sótano del Hartenstein. «Me entregó un largo mensaje —dice Hay— y me dijo que cuando terminara de cifrarlo se lo devolviera. Recuerdo que me dijo que puede que para entonces ya no tuviera que enviarlo». Hay quedó estupefacto al leer el mensaje. «Venía a decir realmente que tenían que venir por nosotros o seríamos aniquilados». Hay cifró el mensaje y se lo devolvió a Urquhart. «Yo también desearía que no tuviera que enviarlo», dijo Hay. Tal como fue transmitido, el mensaje decía:

Urquhart a Browning. Debo advertirle que, si no se establece contacto físico con nosotros en las primeras horas de 25 set., considero improbable podamos resistir mucho tiempo. Todos los hombres exhaustos. Falta de raciones, agua, municiones y armas, con grandes bajas entre oficiales. Incluso la menor acción ofensiva del enemigo puede ocasionar completa desintegración. Si esto sucede, se dará orden de desbandada hacia cabeza de puente antes que rendirse. En la actualidad, es imposible cualquier movimiento ante el enemigo. Hemos hecho cuanto ha estado a nuestro alcance y lo seguiremos haciendo[109].

A lo largo de dos noches consecutivas, los intentos de suministrar hombres y provisiones a Urquhart habían fracasado. Pero el obstinado comandante del XXX Cuerpo, el general Horrocks, se negaba a renunciar. Si había que salvar la cabeza de puente y que conseguir llevar socorros a los hombres de Urquhart, era preciso hacerlo el domingo por la noche. Una vez más, el tiempo era desfavorable; no podía esperarse ninguna ayuda de los aviones con base en Inglaterra para la realización de misiones de apoyo o aprovisionamiento. Pero las tropas ocupaban ya la zona Driel-Nimega, y Horrocks —logrando casi lo imposible al llevar todo su Cuerpo por el estrecho corredor que sólo permitía el paso de los blindados de uno en uno, hasta su punta de lanza sobre el Rin— estaba obsesionado por los 400 metros de río que le separaban de las fuerzas aerotransportadas. El éxito estaba desesperantemente próximo. Ordenó que la 43.a Wessex del general Thomas realizara una última ofensiva: con los polacos restantes, tropas del 4.º Dorset del teniente coronel Gerald Tilly asaltarían el río y tratarían de cruzar a la cabeza de puente a partir de las 22.00 horas.

La acción de Tilly sería un primer paso de un plan más amplio. «Si las cosas iban bien —escribió más tarde Horrocks— yo esperaba deslizar la 43.a División a través del Rin más al oeste y lanzarme contra la fuerza alemana que atacaba el perímetro de la aerotransportada». La alternativa era la retirada. Aquel octavo día de Market-Garden, Horrocks se negaba obstinadamente a contemplar esa posibilidad. Otros, sin embargo, estaban planeando seriamente cómo podría realizarse.

Según su jefe de Estado Mayor, general de brigada Gordon Walch, el comandante del Primer Cuerpo Aerotransportado, general Browning, hablaba ahora «sin el menor rebozo de retirarse». Mientras la 43.a Wessex avanzaba hacia Driel la decisión había estado en el aire, pero «tan pronto como se vieron detenidos, Browning tuvo la convicción de que tendríamos que evacuar a los hombres de Urquhart». El comandante del Segundo Ejército británico, general Miles C. Dempsey, había llegado a la misma conclusión. No se había entrevistado con Horrocks desde el comienzo del ataque. Ahora, mientras se acababa el tiempo, Dempsey ordenó a Horrocks que tuvieran un encuentro en St. Oedenrode, más atrás en el corredor. En la línea del mando, Dempsey, en representación de Montgomery, tendría la última palabra. La angustiosa decisión les sería impuesta por un solo hombre, el mariscal de campo Model.

Mientras Horrocks se dirigía hacia el sur, rumbo a St. Oedenrode, el teniente coronel Tilly, del 4.º Dorset, se preparaba para el cruce nocturno del río. Su batallón acudía apresuradamente a la zona de reunión en Driel, y las embarcaciones de asalto, ahora que el corredor estaba de nuevo abierto, se hallaban en camino. Las instrucciones de Tilly eran claras. Había sido instruido personalmente por el comandante de su brigada, el general de brigada Ben Walton, que le dijo que «ensanchara la base del perímetro». El cruce debía realizarse en el embarcadero del viejo transbordador, a kilómetro y medio, aproximadamente, de Oosterbeek. Una vez en la otra orilla, los Dorset debían «mantenerse hasta recibir refuerzos». Avanzarían con poco equipo, llevando tan sólo alimentos y municiones suficientes para tres o cuatro días. Tal como Tilly lo veía, sus hombres «eran una fuerza especial destinada a abrir el paso a todo el Segundo Ejército de Dempsey». Tenía plena consciencia de la urgente necesidad de llegar rápidamente hasta los hombres de Urquhart. Por lo que sabía, la División se estaba extinguiendo por momentos.

El domingo, Tilly había subido tres veces a la torre de una maltrecha iglesia de Driel para observar la zona en la que sus tropas desembarcarían en la orilla norte del Rin. Mientras transcurría la tarde, en su cuartel general situado al sur de Driel, esperaba impaciente que terminara de llegar todo su batallón desde el pueblo de Homoet, a unos cuantos kilómetros al sudoeste de Driel, y las lanchas de asalto que estaban siendo traídas desde el corredor.

Poco después de las 18.00 horas, el general de brigada Ben Walton mandó llamar a Tilly. En el Cuartel General de Walton, situado en una casa al sur de Driel, Tilly esperaba que el comandante de la Brigada pasara revista una vez más a los detalles de la operación nocturna. En lugar de ello, Walton le dijo que habla habido un cambio en el plan. Se había recibido aviso, dijo Walton, de que «quedaba cancelada toda la operación, el cruce masivo del río». El Batallón de Tilly lo cruzaría, pero con un objetivo distinto. Tilly escuchaba con creciente desaliento. Sus hombres debían mantener la base del perímetro ¡mientras era retirada la 1.a División Aerotransportada de Urquhart! Debía llevar los menos hombres posibles, «sólo los suficientes para hacer el trabajo»; aproximadamente, cuatrocientos soldados de infantería y veinte oficiales. No era necesario que fuera Tilly; podía ordenar que ocupara su puesto el comandante James Grafton, su segundo. Aunque Tilly respondió que «pensaría en ello», ya había decidido marchar al frente de sus hombres. Al salir del Cuartel General de Walton, Tilly sentía que sus hombres estaban siendo sacrificados. Walton no había dicho nada sobre la forma en que regresarían. Sabía, no obstante, que también Walton se hallaba impotente para alterar la situación. Lo que le intrigaba era qué podía haber sucedido, ¿por qué se había modificado el plan?

La decisión de retirar la fuerza de Urquhart —sujeta a confirmación de Montgomery, que hasta las 9.30 horas del lunes 25 de septiembre no aprobaría finalmente la orden— fue tomada por el general Dempsey en la conferencia de St. Oedenrode con Horrocks y el general Browning el domingo por la tarde. Tras considerar el plan de su comandante de Cuerpo para un cruce masivo del Rin, Dempsey lo rechazó. A diferencia de Horrocks, Dempsey no creía que el asalto pudiera triunfar. «No —dijo a Horrocks—. Sáquelos de allí». Volviéndose hacia Browning, Dempsey preguntó: «¿Está usted de acuerdo?». Silencioso y vencido, Browning hizo un gesto de asentimiento. Inmediatamente, Dempsey notificó la decisión al general Thomas, en Driel. Mientras se celebraba la conferencia de St. Oedenrode, los alemanes cortaron una vez más el corredor al norte de Veghel. Incomunicado, Horrocks utilizó un transporte blindado y atravesó las líneas alemanas para regresar a su Cuartel General en Nimega. Los últimos ataques del mariscal de campo Model mantendrían cerrado el corredor durante más de cuarenta horas.

La mayor parte del batallón del teniente coronel Tilly había llegado ya a Driel. Paseaba entre sus tropas eligiendo a los hombres que iba a tomar. Tocando a los soldados en el hombro, Tilly decía: «Tú vas…, tú no vas». El verdadero objetivo del asalto era secreto. No podía decirles a los hombres que protestaban por qué se les dejaba atrás. Tilly «elegía a los veteranos que eran absolutamente seguros, prescindiendo de los otros».

Era una amarga decisión. Mirando a los oficiales y hombres que creía «estaban marchando a una muerte segura», Tilly llamó al comandante Grafton. «Jimmy —recuerda Grafton que dijo Tilly—, tengo que decirte una cosa, porque alguien más, aparte de mí, tiene que conocer el verdadero objetivo de la operación de cruce». Esbozando el cambio del plan, Tilly añadió en voz baja: «Me temo que estamos siendo enviados al matadero».

Sorprendido, Grafton se quedó mirando a Tilly. Era vital, añadió Tilly, que la información no llegara a conocimiento de nadie más. «Sería demasiado arriesgado», explicó.

Grafton comprendió lo que Tilly quería decir. Supondría un golpe terrible para la moral de las tropas el que llegara a saberse la verdad. Cuando Grafton se disponía a marcharse, Tilly dijo: «Espero que sepas nadar, Jimmy». Grafton sonrió: «Yo también lo espero», dijo.

A las 21.30 horas, mientras los hombres de Tilly descendían hacia el río, no había todavía el menor rastro de las lanchas de asalto. «¿Cómo demonios esperan que cruce sin embarcaciones?», preguntó Tilly a su oficial de ingenieros, el teniente coronel Charles Henniker. Tampoco habían llegado las raciones para sus hombres. Resentido y agobiado por su conocimiento de la verdadera razón de la misión, Tilly habló con el teniente coronel Aubrey Coad, comandante del 4º Dorset. «Nada va bien —le dijo Tilly—. Las lanchas no han llegado, y no se nos han repartido raciones. Si no se hace pronto algo, no estoy dispuesto a partir». Coad ordenó que su batallón entregara raciones a los hombres de Tilly.

Durante tres largas horas, bajo una fría llovizna, la fuerza de Tilly esperó la llegada de las lanchas de asalto. A medianoche, se tuvo noticia de que los botes ya estaban en Driel. Pero sólo habían llegado nueve. En la oscuridad, algunos camiones se habían extraviado y habían ido a parar a las líneas enemigas; otros dos se habían salido de una carretera-dique al patinar en el barro que la cubría y se habían perdido. En el punto de concentración, los botes fueron llevados a hombros por los soldados a lo largo de seiscientos metros a través de un cenagoso marjal hasta el punto de partida. Tambaleándose y resbalando sobre el barro del pólder, los hombres tardaron más de una hora en conseguir llevar las embarcaciones hasta el río. Esta fase preliminar no quedó terminada hasta después de las 2.00 horas del lunes 25 de septiembre.

Cuando los hombres se disponían a zarpar, Tilly entregó al comandante Grafton dos mensajes para el general Urquhart: uno era una carta del general Browning; el otro, un mensaje cifrado del general Thomas exponiendo el plan de retirada. Había dos juegos de estas cartas. El teniente coronel Eddie Myers, oficial de ingenieros de Urquhart, había regresado de Nimega y de su entrevista con Browning. Ahora, Myers, portador de las mismas cartas, estaba esperando para cruzar. «Su misión —le dijo Tilly a Grafton— es llegar hasta Urquhart con estos mensajes, por si no lo hace el oficial de ingenieros». El documento que contenía el plan de retirada era «absolutamente vital», recalcó Tilly.

En el río no había duda de que los alemanes estaban preparados para otro cruce. Solamente quedaban unas quince lanchas de asalto británicas, incluyendo tres DUKW y los restos de la pequeña flota utilizada la noche anterior. En el último minuto, a causa de la escasez de embarcaciones, se decidió suspender una operación de cruce destinada a distraer la atención de los alemanes y que iba a ser llevada a cabo por los polacos al este de la zona de los Dorset, y enviar a los hombres de Tilly en cinco oleadas de tres lanchas. Mientras continuaban los preparativos, estallaron proyectiles de mortero en la orilla meridional, y ametralladoras pesadas, que al parecer se alineaban a lo largo de ambos bordes de la base del perímetro, barrieron el agua. El teniente coronel Tilly subió a un bote. Empezó a cruzar la primera oleada.

Aunque todos los cañones británicos disponibles en la orilla meridional abrieron fuego lanzando un dosel de granadas por encima de los Dorset, la operación de cruce fue brutalmente atacada. Las embarcaciones de lona y madera chapeada fueron acribilladas, agujereadas y hundidas. Algunas, como la del comandante Grafton, se incendiaron antes de abandonar la orilla sur. Rápidamente, Grafton subió a otra. Cuando había recorrido la mitad del camino, descubrió que el suyo era el único bote que quedaba de su grupo. Al cabo de quince minutos, sintiéndose «afortunado por estar vivo», Grafton había cruzado.

En medio de la lluvia y la oscuridad, machacadas por el fuego de las bien emplazadas ametralladoras, cada una de las cinco oleadas sufrió grandes pérdidas. Pero el peor enemigo era la corriente. No acostumbrados a los botes y a la inesperada corriente, cuya velocidad aumentó después de medianoche, los impotentes Dorset fueron arrastrados más allá de la base del perímetro, hasta caer en manos del enemigo. Dispersos a lo largo de varios kilómetros, los que sobrevivieron quedaron rápidamente incomunicados y cercados. De los cuatrocientos veinte oficiales y soldados que emprendieron la marcha hacia el perímetro, solamente 239 llegaron a la orilla norte. Al teniente coronel Tilly, que fue recibido al desembarcar por una avalancha de granadas que rodaban por la ladera de una colina como bolas de una bolera, se le oyó dirigir a sus hombres fuera de aquel infierno gritando: «¡Cargad sobre ellos a la bayoneta[110]!».

Los Dorset no lograron enlazar, como unidad defensiva, con los hombres de Urquhart. Sólo unos cuantos llegaron al perímetro del Hartenstein, entre ellos el comandante Grafton que, con el plan de retirada intacto, se presentó en las posiciones del comandante Dickie Lonsdale, cerca de la iglesia del bajo Oosterbeek. El teniente coronel Myers había llegado ya al Cuartel General de Urquhart con los documentos que portaba. Ninguno de los dos hombres conocía el contenido del mensaje cifrado de Thomas, ni de su nombre cruelmente irónico. Cuando Montgomery presionó primeramente a Eisenhower por «un poderoso e impetuoso avance hacia Berlín… para poner fin así a la guerra», había sido rechazada su sugerencia de ataque único. Operación Market-Garden había sido el compromiso. Ahora, se había bautizado oficialmente al plan de retirada de los ensangrentados hombres de Urquhart. Los restos de la 1.a División Aerotransportada británica debían ser evacuados bajo el nombre cifrado de Operación Berlín.