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Oosterbeek, la tranquila isla en medio de la guerra, constituía ahora el centro mismo de la lucha. En menos de 72 horas —desde el miércoles—, el intenso bombardeo había arrasado el pueblo. Fuego de artillería y morteros lo habían reducido a un inmenso montón de escombros. El sereno orden de la ciudad se había desvanecido. En su lugar, había un paisaje descarnado, lleno de agujeros de cráteres de bombas, surcado de trincheras, tapizado por trozos de madera y acero y cubierto de cenizas y el rojo polvo de los ladrillos. Fragmentos de ropas y cortinas se agitaban fantasmalmente al viento en los árboles ennegrecidos por los incendios. Los vacíos casquillos de las armas automáticas relucían sobre el polvo que cubría las calles hasta la altura del tobillo. Las calzadas se hallaban cortadas por barricadas compuestas de jeeps y vehículos incendiados, árboles, puertas, sacos de arena, muebles…, incluso bañeras y pianos. Tras las casas y cobertizos semiderruidos, en las cunetas de las calles y en los destrozados jardines, yacían los cadáveres de soldados y civiles. Hoteles de descanso, convertidos ahora en hospitales, se alzaban rodeados de césped cubierto de muebles, cuadros y lámparas aplastadas; y los toldos de alegres colores que en otro tiempo dieran sombra a las amplias verandas, colgaban en sucios y harapientos jirones. Casi todas las casas habían resultado alcanzadas por los proyectiles, algunas habían ardido y quedaban pocas ventanas en la ciudad. En este mar de devastación, que los alemanes llamaban ahora Der Hexenkessel, (El Caldero de las Brujas), los holandeses —unos ocho o diez mil hombres, mujeres y niños— pugnaban por sobrevivir. Hacinados en sótanos, sin gas, agua ni electricidad, y, como los soldados de muchos sectores, casi sin alimentos, los civiles cuidaban a sus heridos, a los defensores británicos y, cuando se presentaba la ocasión, a sus conquistadores alemanes.

En el Hotel Schoonoord, uno de los principales puestos de socorro situado exactamente en primera línea, Hendrika van der Vlist, la hija del dueño, escribió en su Diario:

Ya no tenemos miedo; estamos más allá de todo eso. Nos hallamos rodeados de heridos…, algunos de ellos están agonizando. ¿Por qué no hemos de morir nosotros también si así se nos pide? En este breve período de tiempo, hemos llegado a sentirnos ajenos a todo a lo que siempre nos hemos apegado. Nuestras propiedades han desaparecido. Nuestro hotel está dañado por todas partes. Ni siquiera pensamos en él. No tenemos tiempo para eso. Si esta lucha nos reclama a nosotros, además de a los británicos, nos entregaremos gustosos a ella.

A lo largo de los senderos, en los campos y los tejados, tras ventanas fortificadas en las ruinas de las casas, cerca de la iglesia en el bajo Oosterbeek, en el parque de ciervos que se extendía en torno al destrozado Hartenstein, tensos, ojerosos, los paracaidistas ocupaban sus posiciones. El fragor del bombardeo era casi continuo. Había ensordecido tanto a soldados como a civiles. En Oosterbeek, británicos y holandeses habían caído en una especie de estupor. El tiempo carecía de significado, y los acontecimientos se habían tomado borrosos. Sin embargo, soldados y civiles se alentaban unos a otros, esperando el rescate, casi demasiado exhaustos para preocuparse por la supervivencia. El teniente coronel R. Payton-Reid, comandante del 7º KOSB, observó: «La falta de sueño es la más difícil de combatir de todas las penalidades. Los hombres llegaban a la fase en que lo único importante de la vida parecía ser dormir». Como dijo el capitán Benjamín Clegg, del 10.º Batallón Paracaidista: «Recuerdo más que nada el cansancio, que llegaba casi hasta el punto de que resultaba atractiva la idea de morir». Y el sargento Lawrence Goldthorpe, piloto de planeadores, estaba tan fatigado que «a veces deseaba resultar herido para echarme a descansar». Pero no había descanso para nadie.

Por todo el perímetro —desde el blanco Hotel Dreyerood (conocido por las tropas como la «Casa Blanca») en la extremidad norte del saliente con forma de dedo, hasta la iglesia del siglo X en el bajo Oosterbeek—, los hombres libraban una especie de batalla ferozmente confusa, en la que se entremezclaban demencialmente las fuerzas y el material de defensores y atacantes. Los británicos se encontraron con frecuencia utilizando armas y municiones alemanas capturadas. Los blindados alemanes estaban siendo destruidos por sus propias minas. Los alemanes conducían jeeps británicos y disponían de los suministros capturados que originalmente estaban destinados para las fuerzas aerotransportadas. «Fue la batalla más barata que jamás hemos librado —recuerda el coronel Harzer, comandante de la Hohenstaufen—. Teníamos alimentos, cigarrillos y municiones gratis». Ambos bandos conquistaron y reconquistaron sus recíprocas posiciones con tanta frecuencia que pocos hombres sabían con certeza de una hora para otra quién ocupaba la posición contigua. Para los holandeses refugiados en sótanos a lo largo del perímetro, ese constante cambio resultaba aterrador.

Jan Voskuil, el ingeniero químico, llevó a toda su familia —sus suegros, su mujer, Bertha, y su hijo de nueve años, Henri— a la casa del doctor Onderwater, porque el sótano del doctor, reforzado con sacos de arena, parecía más seguro. En el momento culminante de un período de incesante tiroteo, un grupo anticarro británico luchó desde el piso situado sobre ellos. Minutos después, se abrió de golpe la puerta del sótano, y un oficial de las SS, acompañado por varios de sus hombres, quiso saber si el grupo ocultaba a algún británico. El pequeño Henri estaba jugando con el casquillo de un proyectil disparado por el cañón de un caza británico. El oficial alemán lo cogió. «¡Esto es de un cañón inglés! —gritó—. ¡Suban todos las escaleras!». Voskuil estaba seguro de que iban a ser fusilados todos los ocupantes del sótano. Intervino rápidamente. «Escuche —dijo al oficial—, esto es una bala de un avión inglés. Mi hijo la encontró y, simplemente, ha estado jugando con ella». Bruscamente, el alemán hizo un gesto a los hombres y el grupo subió al piso superior sin causar ningún daño a los holandeses. Poco después, volvió a abrirse la puerta del sótano. Para alivio de todos, entraron paracaidistas británicos que, pensó Voskuil, presentaban un aspecto «sobrenatural, con sus chaquetas y cascos de camuflaje cubiertos todavía de ramitas. Como san Nicolás, repartieron chocolates y cigarrillos que acababan de capturar de un camión de suministros alemán».

El soldado Alfred Jones, de los exploradores del comandante Boy Wilson, fue sorprendido también en la confusión de la batalla. Ocupando posiciones en una casa del cruce próximo al Hotel Schoonoord, Jones y otros miembros de un pelotón vieron acercarse un coche oficial alemán. Los aturdidos soldados se quedaron mirando cómo el coche se detenía en la casa contigua a la suya. «Nos quedamos con la boca abierta —recuerda Jones— cuando el chófer abrió la portezuela al oficial e hizo el saludo nazi y el oficial empezó a dirigirse hacia la casa». Entonces, recuerda Jones, «despertamos todos, el pelotón abrió fuego y nos cargamos a los dos».

Algunas escaramuzas con el enemigo eran menos impersonales. Marchando al frente de una patrulla de combate por entre la densa maleza de la parte norte del perímetro próxima al cruce de Dennenkamp, el teniente Michael Long, del Regimiento de Pilotos de Planeadores, se vio frente a frente con un joven alemán. Éste llevaba un subfusil Schmeisser; Long tenía un revólver. Gritando a sus hombres que se dispersaran, el teniente abrió fuego, pero el alemán fue más rápido «por una fracción de segundo». Long fue herido en el muslo y cayó al suelo; el alemán recibió «sólo un rasguño en la oreja derecha». Para horror de Long, el alemán lanzó una granada «que cayó a medio metro de mí». Frenéticamente, Long apartó de una patada la «patata caliente». Estalló inofensivamente. «Me registró —recuerda Long—, sacó dos granadas de mis bolsillos y las arrojó contra el bosque detrás de mis hombres. Luego, se sentó tranquilamente sobre mi pecho y abrió fuego con la Schmeisser». Mientras el alemán rociaba de balas la espesura, los ardientes casquillos le caían a Long dentro de la desabrochada guerrera. Encolerizado, Long dio un codazo al alemán y, señalando los casquillos, gritó: «Sehrwarm!». Sin dejar de disparar, el alemán dijo: «Oh, ja!», y cambió de postura para que los casquillos cayeran al suelo. A los pocos momentos, el alemán dejó de disparar y registró de nuevo a Long. Se disponía a tirar el botiquín de primeros auxilios del teniente, cuando Long se señaló el muslo. El alemán se señaló la oreja, que la bala de Long había rozado. En la espesura, mientras proseguían a su alrededor los disparos, los dos hombres se vendaron mutuamente sus heridas. Luego, a Long se lo llevó prisionero.

Lenta pero inexorablemente el perímetro se iba reduciendo a medida que los hombres caían muertos, heridos o prisioneros. El sargento mayor George Baylis, el piloto de planeador que se había llevado a Holanda sus zapatos de baile porque creía que a las holandesas les gustaba bailar, fue «extraído» por soldados alemanes de una trinchera camuflada en un jardín. Colocado contra una pared, Baylis fue registrado e interrogado. Haciendo caso omiso de su interrogador, Baylis sacó tranquilamente un espejo de mano y examinando su rostro sucio y sin afeitar, preguntó al alemán: «No sabrá por casualidad si hay algún baile esta noche en la ciudad, ¿verdad?». Fue obligado a marchar delante del grupo.

Otros paracaidistas oyeron realmente música de baile. A través de altavoces alemanes llegaba una de las populares canciones de la Segunda Guerra Mundial, In The Mood, de Glenn Miller. En trincheras y posiciones fortificadas, los macilentos soldados escuchaban en silencio. Al terminar el disco, una voz les dijo en inglés: «Hombres de la Primera División Aerotransportada, estáis rodeados. ¡Rendíos o morid!». El sargento Leonard Overton, del Regimiento de Pilotos de Planeadores «no le quedaba ninguna esperanza de salir vivo de Holanda». Overton y todos los que se encontraban cerca de él respondieron con fuego de ametralladora. El sargento Lawrence Goldthorpe oyó también el altavoz. Pocas horas antes había arriesgado su vida para recuperar un cesto de aprovisionamiento…, solo para descubrir que contenía, no alimentos ni municiones, sino boinas rojas. Ahora, cuando oyó la invitación a «rendíos mientras estáis a tiempo», gritó: «¡Iros a hacer puñetas, malditos bastardos!». Al levantar su rifle, oyó que otros hombres en los bosques y trincheras coreaban su grito. Estalló un fragor de fuego de rifles y ametralladoras cuando los enfurecidos soldados apuntaron sus armas en dirección al altavoz. Éste cayó bruscamente.

A los alemanes, la rendición les parecía la única salida viable que les quedaba a los británicos, como descubrió el comandante Richard Stewart, de la 1.a Brigada de Desembarco Aéreo. Stewart, tras ser capturado y descubrirse que hablaba con toda fluidez el alemán fue llevado a un gran Cuartel General. Recuerda vividamente al oficial que se encontraba al mando. El general Bittrich «era un hombre alto y flexible, probablemente de poco más de cuarenta años, vestido con un largo capote de cuero negro y gorra», recuerda Stewart. Bittrich no le interrogó. «Simplemente, me dijo que quería que yo acudiese al comandante de mi división y le convenciera para rendirse a fin de salvar la división de ser aniquilada». Stewart se negó cortésmente. El general se lanzó a «una larga disertación. Me dijo que estaba en mis manos “salvar la floreciente juventud de la nación”». De nuevo, Stewart respondió: «No puedo hacerlo». Bittrich le insistió una vez más. Stewart preguntó: «Señor, si estuviera usted en mi lugar, ¿cuál sería su respuesta?». El comandante alemán meneó lentamente la cabeza. «Mi respuesta sería que no». «Ésa es también la mía», dijo Stewart.

Aunque Bittrich «nunca había visto a unos hombres luchar tan encarnizadamente como los británicos en Oosterbeek y Arnhem», continuaba subestimando la determinación de los soldados de Urquhart, e interpretó erróneamente el lanzamiento polaco en Driel. Si bien consideraba la llegada de los polacos como «una inyección de moral» para la asediada 1.a Aerotransportada británica, Bittrich creía que la tarea principal de Sosabowski era atacar la retaguardia alemana e impedir que la División Frundsberg de Harmel, que utilizaba ahora el puente de Arnhem, llegara a la zona de Nimega. Consideraba tan grave la amenaza polaca que «intervino en las operaciones contra Oosterbeek» y ordenó al comandante Hans Peter Knaust que lanzara su batallón blindado hacia el sur. El poderoso Kampfgruppe de Knaust, reforzado ahora con 15 tanques Tiger de sesenta toneladas y 20 Panthers, debía defender Elst e impedir a los polacos llegar al extremo meridional del puente de Arnhem y a los blindados de Horrocks enlazar con ellos. Una vez reorganizada, se le ordenó a la División Frundsberg de Harmel «hacer retroceder a los angloamericanos en la zona de Nimega a través del Waal». Para Bittrich, el ataque británico desde Nimega revestía la máxima importancia. La División de Urquhart, creía Bittrich, estaba contenida y agotada. Nunca consideró que el objetivo de los polacos fuera reforzar la cabeza de puente de Urquhart. Sin embargo, la estrategia de Bittrich —desarrollada por razones equivocadas— sellaría el destino de la 1.a División Aerotransportada.

En las primeras horas de la mañana del viernes 22 de septiembre, cuando el último de los blindados de Knaust llegó a Elst, el general Urquhart recibió noticias de Horrocks, comandante del XXX Cuerpo. En dos mensajes Phantom enviados durante la noche, Urquhart había informado al Cuartel General del Segundo Ejército británico que ya no controlaban el transbordador. Horrocks, al parecer, no había sido informado. El mensaje del comandante del Cuerpo decía: «Se ha ordenado a la 43.a División correr todos los riesgos necesarios para realizar hoy el relevo y se dirige en transbordador. Si la situación lo justifica debe usted retirarse al transbordador o cruzar en él». Urquhart respondió: «Nos encantará verle».

En la bodega del maltrecho Hotel Hartenstein —«el único lugar relativamente seguro que quedaba», recuerda Urquhart— el general conferenció con su jefe de Estado Mayor, coronel Charles Mackenzie. «Lo último que queríamos era ser alarmistas —recuerda Urquhart—, pero yo sentía que tenía que hacer algo para efectuar el relevo, y efectuarlo inmediatamente».

Afuera, había comenzado el «horror matutino», como llamaban los soldados al habitual bombardeo con morteros al amanecer. El destrozado Hartenstein temblaba y reverberaba por la conmoción de los impactos próximos, y el acosado Urquhart se preguntaba cuánto tiempo podrían resistir. De los 10 005 soldados aerotransportados —8905 de la División y 1100 pilotos y copilotos de planeadores— que habían aterrizado en las zonas de lanzamiento de Arnhem, Urquhart estimaba ahora que tenía menos de tres mil hombres. En poco menos de cinco días había perdido más de las dos terceras partes de su División. Aunque ahora tenía comunicaciones con Horrocks y Browning, Urquhart no creía que se daban cuenta de lo que estaba sucediendo. «Yo tenía la convicción —dice Urquhart— de que Horrocks no advertía plenamente lo apurado de nuestra situación, y tenía que hacer algo para que comprendieran la urgencia y el carácter desesperado de la situación». Decidió enviar a Nimega, para entrevistarse con Browning y Horrocks, al coronel Mackenzie y al teniente coronel Eddie Myers, el ingeniero jefe, «que tomaría las disposiciones especiales necesarias para transportar a los hombres y los suministros». «Se me indicó —dice Mackenzie— que era absolutamente necesario hacer comprender a Horrocks y Browning que la División había cesado de existir como tal, que éramos simplemente un conjunto de individuos desorganizados». Se había llegado al límite de resistencia, creía Urquhart, y Mackenzie debía hacerles comprender «que si no recibimos hombres y provisiones antes de esta noche, tal vez sea demasiado tarde».

Urquhart estaba junto a Mackenzie y Myers cuando éstos se disponían a marchar. Sabía que el viaje sería peligroso, quizás imposible, pero parecía razonable presumir —si había que dar crédito a los mensajes de Horrocks y el ataque del 43.º Wessex se desencadenaba conforme a lo previsto— que para cuando Mackenzie y Myers cruzaran el río habría alguna clase de ruta abierta hacia Nimega. Cuando los hombres emprendían la marcha, Urquhart dijo «unas últimas palabras a Charles. Le dije que tratara de hacerles comprender el apuro en que nos encontrábamos. Charles respondió que haría cuanto pudiera, y yo sabía que sería así». Llevándose un bote de goma, Myers y Mackenzie emprendieron la marcha en jeep en dirección al bajo Oosterbeek y el Rin.

A quince kilómetros de distancia, en la zona de Nimega, al norte del Waal, el capitán Lord Richard Wrottesley, de veintiséis años, que mandaba una sección de la 2.a Household Cavalry, se hallaba en un vehículo blindado, listo para dar la orden de avanzar. Durante la noche se había ordenado a su unidad de reconocimiento que dirigiera el escuadrón de vanguardia en el ataque de la 43.º División Wessex y estableciera contacto con las fuerzas aerotransportadas. Desde el día anterior, en el que habían sido detenidos los Guardias Irlandeses, Wrottesley había sido «plenamente consciente del poderío alemán al norte de Nimega». No se había recibido ninguna noticia ni de los polacos en Driel ni de la 1.a Aerotransportada, «de modo que alguien tenía que averiguar qué estaba sucediendo». La misión del escuadrón, recuerda el joven Wrottesley, era «encontrar una forma de atravesar las defensas enemigas arrollándolas». Evitando la carretera principal Nimega-Arnhem y siguiendo la red de carreteras secundarias hacia el oeste, creía Wrottesley que había una buena probabilidad de atravesar a toda velocidad las defensas enemigas al amparo de una niebla matutina «que podría decidir nuestra suerte». Al amanecer, Wrottesley dio la orden de partir. Rápidamente, sus dos vehículos blindados y sus dos coches de exploración desaparecieron entre la niebla. Les seguía una segunda sección mandada por el teniente Arthur Young. Avanzando con rapidez, la fuerza torció al oeste del pueblo de Oosterhout, siguiendo la orilla del Waal durante unos nueve kilómetros. Luego, describiendo un arco, avanzaron en dirección norte, hacia Driel. «En un momento dado vimos varios alemanes —recuerda Wrottesley—, pero parecieron más sorprendidos que nosotros». Dos horas y media después, a las 8.00 horas del viernes 22 de septiembre, quedaba establecido el primer enlace entre las fuerzas terrestres de Market-Garden y la 1.a Aerotransportada británica. Las 48 horas que Montgomery había previsto antes del enlace se habían alargado hasta cuatro días y 18 horas. Wrottesley y el teniente Young, superando la intentona de los tanques de la Blindada de Guardias del jueves, había llegado a Driel y al Rin sin disparar un solo tiro.

El tercer escuadrón del teniente H. S. Hopkinson, que los seguía, tropezó con dificultades. La niebla matutina se disipó súbitamente y al ser avistada la unidad, los blindados enemigos abrieron fuego. «El conductor del primer vehículo, Read, resultó muerto inmediatamente —dice Hopkinson—. Me adelanté para ayudarle, pero el coche de exploración estaba ardiendo y los blindados enemigos continuaban disparando sobre nosotros. Nos vimos obligados a retirarnos». Por el momento, los alemanes habían vuelto a cerrar una ruta de refuerzos para la 1División Aerotransportada de Urquhart.

La extraña parálisis que desde su mismo principio había ido invadiendo al Plan Market-Garden se estaba intensificando. La largo tiempo esperada 43.a División Wessex, del general Thomas, debía partir de Nimega al amanecer del viernes 22 de septiembre para ayudar a la columna de la Blindada de Guardias, todavía atascada en Elst. El plan exigía que una brigada —la 129.a— avanzara por ambos lados de la carretera elevada, cruzara Elst y siguiera hasta Arnhem. Simultáneamente, una segunda brigada, la 214.a, debía atacar más al oeste a través de la ciudad de Oosterhout y ocupar Driel y el embarcadero del transbordador. Increíblemente, la División Wessex había tardado casi tres días en llegar desde el Canal del Escalda, una distancia de poco más de noventa kilómetros. Esto se debía en parte a los constantes ataques enemigos contra el corredor, aunque habría quien sugeriría más adelante que el retraso se debió también a la excesiva cautela del metódico Thomas. Su división podría haber cubierto esa distancia más rápidamente de ir a pie[102].

La desgracia se cebó de nuevo en la 43.a Wessex. Para disgusto del general Essame, comandante de la 214.a Brigada, uno de sus batallones de vanguardia, el 7.º Somerset, se había extraviado y no había cruzado el Waal durante la noche del 21. «¿Dónde demonios han estado ustedes?», preguntó acaloradamente Essame al comandante del batallón cuando finalmente llegó la fuerza. El Somerset se había visto detenido en Nimega por las muchedumbres y las barricadas; en la confusión consiguiente varias compañías se separaron y se dirigieron a un puente equivocado. Se había frustrado el plan de Essame de aprovechar la niebla matutina y avanzar hacia Driel. El ataque en dos puntas no se inició hasta las 8.30 horas. A plena luz del día, el enemigo, alertado por la unidad de reconocimiento de la Household Cavalry, estaba preparado. Para las 9.30 horas, un ingenioso comandante alemán, utilizando hábilmente blindados y artillería, había conseguido inmovilizar en Oosterhout a la 214.a Brigada; y la 129.a, que se dirigía hacia Elst y trataba de apoyar a los Guardias Irlandeses del coronel Vandeleur, quedó sometida al fuego de los blindados de Knaust, al que el general Bittrich había ordenado dirigirse hacia el sur para aplastar el avance angloamericano. Aquel crítico viernes, cuando en opinión de Urquhart la suerte de la 1.a Aerotransportada británica dependía de la inmediata llegada de refuerzos, la 43.a Wessex no capturaría Oosterhout hasta casi entrada la noche, demasiado tarde para enviar grandes contingentes en ayuda de los hombres sitiados en Oosterbeek.

Al igual que Essame, también otros se sentían enfurecidos por la lentitud con la que se desarrollaba el ataque. El teniente coronel George Taylor, que mandaba el 5.º de Infantería Ligera Duke of Cornwall[103] no podía comprender «qué los estaba deteniendo». Sabía que las fuerzas Garden llevaban ya tres días de retraso para alcanzar a la 1.a Aerotransportada. Sabía que el alto mando estaba preocupado también. El jueves se había encontrado con el general Horrocks, el comandante del Cuerpo, que le había preguntado: «¿Qué harías tú, George?». Sin vacilar, Taylor había sugerido que el jueves por la noche enviaran al Rin una fuerza especial transportando vehículos anfibios de dos toneladas y media (DUKW) llenos de provisiones. «Mi idea fue un tiro a ciegas —recuerda Taylor—. Horrocks pareció ligeramente sorprendido y, como suele hacer la gente cuando considera poco práctica una sugerencia, cambió rápidamente de conversación».

Taylor esperaba ahora con impaciencia la orden de atravesar con su batallón el río Waal. Hasta el mediodía del viernes no se le acercó un comandante, un oficial de Estado Mayor del XXX Cuerpo, para decirle que su batallón recibiría dos DUKW cargados de provisiones y munición que debían llevar a Driel. Además, Taylor tendría un escuadrón de tanques de los Dragoon Guards. «La situación en Arnhem es desesperada —dijo el comandante—. Hay que llevar los DUKW a través del río esta misma noche». Mirando los DUKW, pesadamente cargados, cuando llegaron a la zona de reunión a las 15.00 horas del viernes, Taylor se preguntó si llevarían suministros suficientes. «Sin duda —dijo a su oficial de información, teniente David Wilcox—, vamos a tener que llevarles más que esto».

Cuando la infantería estaba saliendo todavía de la cabeza de puente de Nimega, el coronel Mackenzie y el teniente coronel Myers ya habían alcanzado a Sosabowski y los polacos en Driel. Su paso del Rin había sido sorprendentemente tranquilo. «Sólo nos hicieron unos cuantos disparos —dice Mackenzie—, y pasaron por encima de nuestras cabezas». En la orilla sur se estaba desarrollando una batalla a gran escala, y los polacos se hallaban fuertemente hostigados, debiendo rechazar los ataques de la infantería enemiga procedentes de Elst y Arnhem. Mackenzie y Myers habían esperado durante algún tiempo a los polacos en la orilla meridional del Rin. «Se les había dicho por radio que se mantuvieran atentos a nuestra llegada —dice Mackenzie—. Pero se hallaba en curso una encarnizada batalla, y Sosabowski estaba demasiado ocupado». Finalmente, montados en bicicletas, fueron escoltados hasta el Cuartel General de Sosabowski.

Mackenzie se sintió alentado al descubrir las unidades de la Household Cavalry. Pero sus esperanzas de llegar hasta el general Browning en Nimega se vieron rápidamente defraudadas. Para lord Wrottesley y el teniente Arthur Young, el hecho de que el tercer escuadrón de vehículos de reconocimiento de Hopkinson no llegara a Driel significaba que los alemanes habían cortado la ruta tras ellos; tampoco se había producido aún el ataque de la 43.a Wessex. Mackenzie y Myers tendrían que esperar hasta que se abriera una ruta.

Wrottesley recuerda que «Mackenzie pidió inmediatamente utilizar mi radio para ponerse en contacto con el Cuartel General del Cuerpo». Empezó a transmitir un largo mensaje para Horrocks y Browning a través del comandante del escuadrón de Wrottesley. El jefe del Estado Mayor de Urquhart no hizo ningún esfuerzo por cifrar el mensaje. De pie a su lado, Wrottesley oyó a Mackenzie decir «en abierto»; «Estamos escasos de alimentos, municiones y medicinas. No podemos resistir más de 24 horas. Todo lo que podemos hacer es esperar y rezar». Por primera vez, Wrottesley comprendió «que la división de Urquhart debía estar en una situación muy apurada».

Mackenzie y Myers conferenciaron entonces con Sosabowski sobre la urgencia de hacer cruzar el río a los polacos. «Incluso unos pocos hombres pueden suponer una gran diferencia», le dijo Mackenzie. Sosabowski se mostró de acuerdo, pero preguntó de dónde iban a llegar los botes y balsas. Se esperaba que los DUKW solicitados llegaran para la noche. Mientras tanto, pensaba Myers, podrían utilizarse varios botes de goma biplazas que tenían las fuerzas aerotransportadas. Unidos con una guindaleza, podrían ser llevados de una orilla a otra del río. Sosabowski quedó «encantado con la idea». Sería terriblemente lento, dijo, pero «si no encontraban oposición, quizá pudieran cruzar doscientos hombres durante la noche». Myers comunicó rápidamente por radio con el Hartenstein para hicieran los preparativos necesarios para los botes. Se decidió que la desesperada operación comenzase al anochecer.

En la cabeza de puente del otro lado del río, los hombres de Urquhart continuaban luchando con extraordinario valor y decisión. Sin embargo, en numerosos puntos del perímetro, incluso los más resueltos manifestaban su preocupación por los refuerzos. Aquí y allá iba aumentando la sensación de aislamiento, contagiando también a los holandeses.

A Douw Van der Krap, antiguo oficial de la Marina holandesa, le habían puesto en su momento al mando de una unidad de la Resistencia holandesa compuesta por 25 hombres que debía luchar junto a los británicos. El grupo había sido organizado a instancias del capitán general Arnoldus Wolters, oficial de enlace holandés en el Cuartel General de Urquhart. Se encomendó la misión de encontrar armas alemanas para el grupo a Jan Eijkelhoff, quien el lunes había ayudado a preparar el Hotel Schoonoord para atender a los heridos. Los británicos solamente podían dar a cada hombre cinco cargas de municiones…, si se encontraban armas. Fue hasta Wolfheze, pero Eijkelhoff encontró solo tres o cuatro fusiles. Al principio, el recién nombrado comandante de la unidad, Van der Krap, estaba encantado con la idea, pero su optimismo iba menguando. Sus hombres serian ejecutados en el acto si eran capturados mientras combatían al lado de los paracaidistas. «Sin disponer de refuerzos y provisiones, era evidente que los británicos no podían durar —recuerda Van der Krap—. No podían armarnos y no podían alimentarnos, y decidí disolver el grupo». Van der Krap permaneció, sin embargo, con los paracaidistas. «Yo quería luchar —dice—, pero no creía que tuviéramos la menor probabilidad de éxito».

La joven Anje van Maanen, que se había sentido tan excitada por la llegada de los paracaidistas y la diariamente expectante por ver «los blindados de Monty», se hallaba ahora aterrorizada por el continuo bombardeo y el constante cambio de las líneas de combate. «El fragor y la confusión continúan —escribió en su Diario—. Ya no puedo soportarlo más. Estoy tan asustada que no puedo pensar más que en obuses y muerte». El padre de Anje, el doctor Gerrit van Maanen, que trabajaba con los médicos británicos en el Hotel Tafelberg, explicaba las novedades a su familia siempre que podía, pero para Anje la batalla había adquirido proporciones irreales. «No entiendo —escribió—. Un lado de una calle es británico, el otro alemán, y las personas se matan unas a otras desde ambos lados. Hay luchas casa por casa, piso por piso y habitación por habitación». El viernes, Anje escribió: «Los británicos dicen que Monty estará aquí de un momento a otro. No lo creo. ¡Monty puede irse al infierno! No vendrá nunca».

En el Hotel Schoonoord, donde los heridos británicos y alemanes abarrotaban la amplia galería y yacían en las salas de recepción, pasillos y dormitorios, Hendrika van der Vlist apenas si podía creer que fuese viernes. El hospital estaba cambiando constantemente de manos. El miércoles, el hotel había sido tomado por los alemanes, el jueves, por los británicos, y el viernes por la mañana, había sido reconquistado por los alemanes. El control del Schoonoord era menos importante que la necesidad de impedir que dispararan sobre él. Una gran bandera de la Cruz Roja ondeaba en el tejado y por los jardines se veían otras muchas pequeñas, pero el polvo y los escombros que cruzaban el aire oscurecían a menudo las enseñas. Camilleros, enfermeras y médicos continuaban trabajando, indiferentes al parecer a todo lo que no fuese la constante afluencia de heridos.

Hendrika había dormido vestida sólo unas pocas horas cada noche, levantándose para ayudar a los médicos y camilleros cuando llegaban nuevos heridos. Hablando con fluidez el inglés y el alemán, había advertido al principio un cierto pesimismo entre los alemanes, en contraste con la paciente jovialidad de los británicos. Ahora, muchos de los Diablos Rojos heridos gravemente parecían estoicamente dispuestos a aceptar su suerte. Cuando llevó a un paracaidista la minúscula cantidad de sopa y la galleta que constituía la única comida que el hospital podía suministrar, el hombre señaló hacia un herido recién llegado. «Dáselo a él», le dijo a Hendrika. Al retirar la manta del hombre, la muchacha vio un uniforme alemán. «Es alemán, ¿eh?», preguntó el paracaidista. Hendrika asintió con la cabeza. «Dale la comida de todas maneras —dijo el británico—, yo comí ayer». Hendrika se le quedó mirando. «¿Por qué estamos en guerra, realmente?», preguntó. El hombre meneó fatigosamente la cabeza. En su Diario, Hendrika plasmó sus temores más íntimos: «¿Se ha convertido nuestro pueblo en uno de los más sangrientos campos de batalla? ¿Qué es lo que detiene al grueso del ejército? Esto no puede seguir así mucho tiempo».

En el sótano del doctor Onderwater, donde la familia Voskuil se refugiaba junto con otras veinte personas, tanto holandesas como británicas, la señora Voskuil advirtió por primera vez que el suelo estaba resbaladizo de sangre. Durante la noche, dos oficiales heridos, el comandante Peter Warr y el teniente coronel Ken Smyth, habían sido introducidos allí por paracaidistas británicos. Ambos hombres se hallaban gravemente heridos, Warr en el muslo y Smyth en el estómago. Poco después de haber sido depositados en el suelo los heridos, irrumpieron los alemanes. Uno de ellos lanzó una granada. El cabo George Wyllie, del 10.º Batallón del coronel Smyth, recuerda «una llamarada y, luego, una ensordecedora explosión». La señora Voskuil, sentada detrás del comandante Warr, sintió «una dolorosa quemadura» en las piernas. En el oscuro sótano, oyó gritar a alguien: «¡Mátalos! ¡Mátalos!». Sintió caer sobre ella el pesado cuerpo de un hombre. Era el soldado Albert Willingham que, al parecer, había saltado ante la señora Voskuil para protegerla. El cabo Wyllie vio una ancha herida en la espalda de Willingham. Recuerda que la mujer estaba sentada en una silla con un niño a su lado, y el paracaidista muerto sobre su regazo. El niño parecía cubierto de sangre. «Dios mío —pensó Wyllie mientras perdía el conocimiento—, hemos matado a un niño». De pronto, la feroz batalla terminó. Alguien encendió una linterna. «¿Estás vivo todavía?», preguntó la señora Voskuil a su marido. Luego, alargó la mano hacia su hijo, Henri. El niño no respondía a sus gritos. Tuvo la certeza de que estaba muerto. «De pronto ya no me preocupaba lo que sucediera —dice—. Ya no pasaba nada».

Vio que tanto soldados como civiles estaban terriblemente heridos y gritaban. Delante de ella, la guerrera del comandante Warr estaba «ensangrentada y abierta en una gran brecha». Todo el mundo gritaba o sollozaba. «Silencio —exclamó en inglés la señora Voskuil—. ¡Silencio!». Entonces le quitaron de encima la pesada carga que la cubría y pudo ver de cerca a Wyllie. «El muchacho inglés se levantó, temblando visiblemente. Tenía la culata de su rifle en el suelo, y la bayoneta, casi a la altura de mis ojos, se movía de un lado a otro mientras él trataba de sostenerse. De su garganta brotaban sordos ruidos que parecían emitidos por un perro o un lobo».

La cabeza del cabo Wyllie empezó a despejarse. Alguien había encendido una vela en el sótano y un oficial alemán le dio un trago de coñac. Wyllie observó que la botella llevaba una insignia de la Cruz Roja y debajo de las palabras: «Fuerzas de Su Majestad». Mientras era conducido fuera del sótano, Wyllie volvió la vista hacia la señora «cuyo hijo había muerto». Quiso decirle algo, «pero no pude encontrar palabras[104]».

El oficial alemán pidió a la señora Voskuil que dijera a los británicos que «han luchado valerosamente y se han portado como caballeros, pero ahora deben rendirse. Dígales que todo ha terminado». Mientras sacaban a los paracaidistas, un practicante alemán examinó a Henri. «Está en coma —dijo a la señora Voskuil—. Ha recibido un rasguño en el estómago y tiene los ojos descoloridos e hinchados, pero se pondrá bien». Ella asintió con la cabeza, en silencio.

En el suelo, el comandante Warr, con los huesos del hombro abultando a través de la piel a consecuencia de la explosión, gritó, maldijo y luego, cayó de nuevo inconsciente. Inclinándose sobre él, la señora Voskuil humedeció su pañuelo y le secó la sangre de los labios. A poca distancia, el coronel Smyth murmuró algo. Un guardián alemán se volvió con aire interrogante hacia la señora Voskuil. «Quiere un médico», dijo ella suavemente. El soldado salió del sótano y regresó a los pocos minutos con un médico alemán. Examinando a Smyth, el doctor dijo: «Dígale al oficial que lamento tener que hacerle daño, pero debo echar un vistazo a su herida. Dígale que apriete los dientes». Cuando empezaba a quitarle las ropas, se desmayó.

Al amanecer, se ordenó a los civiles que se marcharan. Dos hombres de las SS llevaron a la calle a la señora Voskuil y a Henri, y un miembro holandés de la Cruz Roja les acompañó al sótano de un dentista, el doctor Phillip Clous. Los suegros de Voskuil no fueron. Prefirieron quedarse en casa y correr peligro. En la casa de Clous, el dentista acogió cordialmente a la familia. «No se preocupe —dijo a Voskuil—. Todo va a ir bien. Ganarán los británicos». Voskuil, en pie junto a su mujer y su hijo herido, con la mente llena todavía de los horrores de la noche, clavó su vista en el hombre. «No —dijo en voz baja—, no ganarán».

Aunque se negaban a admitir que su resistencia había llegado casi al límite, muchos paracaidistas sabían que no podrían aguantar mucho más tiempo. El sargento mayor Dudley Pearson estaba cansado «de verse empujado de un lado a otro por los alemanes». En el borde norte del perímetro, él y sus hombres habían sido perseguidos por blindados, inmovilizados en los bosques y obligados a combatir a los alemanes con bayonetas. Finalmente, el jueves por la noche, al irse reduciendo el perímetro, el grupo de Pearson recibió orden de replegarse. Se le dijo que cubriera la retirada con una granada de humo. Oyó cerca los disparos de una solitaria Bren. Arrastrándose por entre la maleza, descubrió a un cabo oculto en una profunda oquedad del bosque. «Vete —le dijo Pearson—. Sólo quedo yo». El cabo meneó la cabeza. «No, sargento —dijo—. Yo me quedo. No dejaré pasar a esos bastardos». Mientras se alejaba, Pearson oía los disparos de la ametralladora. Pensó que la situación era desesperada. Empezaba a preguntarse si no sería mejor rendirse.

En una zanja próxima a la pista de tenis del Hartenstein —donde la tierra estaba surcada de pozos de tirador que se les había permitido cavar a los prisioneros alemanes para su propia protección—, el piloto de planeadores Víctor Miller miró el cadáver de otro piloto que yacía tendido a pocos metros de distancia. El tiroteo había sido tan intenso que los hombres no habían podido retirar a los muertos. Miller vio que desde el último bombardeo de morteros el cadáver estaba medio sepultado bajo hojas y destrozadas ramas. Continuó mirando al cadáver, preguntándose si acudiría alguien a recogerlo. Le aterrorizaba la idea de que cambiaran las facciones de su amigo, y estaba seguro de que había «un fuerte olor a muerte». Sintió náuseas. Recuerda haber pensado que «si no se hace pronto algo, todos seremos cadáveres. Las granadas nos eliminarán uno a uno, hasta que esto no sea más que un cementerio».

Otros hombres pensaban que se les estaba exhortando a mantener el valor sin permitirles conocer los hechos. El soldado William O’Brien, situado cerca de la iglesia en el bajo Oosterbeek, recuerda que «todas las noches venía un oficial a decirnos que siguiéramos resistiendo, que el Segundo Ejército llegaría al día siguiente. Reinaba la apatía. Todo el mundo preguntaba para qué demonios estábamos allí y dónde demonios estaba el maldito ejército. Ya habíamos tenido bastante». El sargento Edward Mitchell, piloto de planeadores, que se hallaba en una posición frente a la iglesia, recuerda que un hombre se encerró en un cobertizo próximo. «No dejaba acercarse a nadie. De vez en cuando, gritaba: “Venid, bastardos”, y vaciaba un cargador en tomo al cobertizo». Durante horas, el solitario paracaidista permaneció gritando y disparando alternativamente, luego cayó en un período de silencio. Mientras Mitchell y otros discutían cómo hacerle salir, se oyó otra andanada y, luego, se hizo el silencio. Al llegar al cobertizo, encontraron muerto al paracaidista.

Aquí y allá, hombres conmocionados, fatigados por el combate, enloquecidos por la tensión, vagaban por las proximidades del Hartenstein, indiferentes ya a la batalla. El médico Taffy Brace, que había cuidado el jueves el mutilado cuerpo de su amigo Andy Milbourne, se iba encontrando a estos trágicos, patéticos hombres mientras trataba a los heridos. Para entonces, Brace se había quedado ya sin morfina y estaba utilizando vendas de papel. No se permitía a sí mismo revelar que no quedaban medicamentos. «¿Para qué quieres morfina? —preguntó a un paracaidista gravemente herido—. La morfina es para los que tienen algo realmente grave. Tú estás de maravilla».

Mientras vendaba al hombre, Brace oía un extraño silbido a sus espaldas. Al volverse, vio a un paracaidista completamente desnudo que subía y bajaba los brazos y «pitaba como una locomotora». Al verle, el soldado empezó a maldecir. «Matad a este fogonero —dijo—, siempre ha sido un inútil». En una casa próxima al perímetro, Brace, que llegaba con un herido, oyó a un hombre cantar en voz baja Las rocas blancas de Dover. Creyendo que el soldado estaba consolando al otro herido, Brace le sonrió y le hizo un gesto de aliento. El hombre se abalanzó sobre Brace y trató de estrangularle. «¡Te voy a matar! —gritó—. ¿Qué sabes tú de Dover?». Brace aflojó los dedos que le oprimían la garganta. «Tranquilízate —dijo suavemente—, he estado allí». El hombre dio un paso atrás. «Oh —dijo—, está bien, entonces». Minutos después, empezó a cantar de nuevo. Otros recuerdan a un soldado enloquecido que caminaba de noche entre ellos. Inclinándose sobre las acurrucadas formas de los hombres que intentaban dormir, los despertaba con brusquedad, los miraba fijamente a los ojos y les hacía a todos la misma pregunta: «¿Tienes fe?».

A diferencia de aquellos hombres enloquecidos, desesperados y dignos de compasión cuya fe había desaparecido, muchos otros se sentían alentados por los actos de excéntricos e impávidos soldados que parecían no sentir el menor temor y se negaban a ceder ante las heridas o las penalidades. El comandante Dickie Lonsdale, comandante de la «Fuerza Lonsdale», que ocupaba posiciones en torno a la iglesia del bajo Oosterbeek, parecía estar en todas partes. «La suya era una figura que inspiraba terror —recuerda el sargento Dudley Pearson—. Tenía un brazo en un ensangrentado cabestrillo, una venda igualmente cubierta de sangre en torno a la cabeza y otra más en una pierna». Cojeando para exhortar a sus hombres, Lonsdale encabezaba ataque tras ataque.

El sargento mayor Harry Callaghan, que había añadido ciertos retoques a su uniforme —había encontrado un sombrero de copa en una carroza fúnebre y lo llevaba por todas partes, explicando a los hombres que había sido nombrado «representante de la Aerotransportada en el funeral de Hitler»—, recuerda el vibrante y retador discurso que Lonsdale pronunció ante los hombres, en la iglesia. Los oficiales habían reunido a los soldados y los habían dirigido hasta el viejo edificio en ruinas. «Se había hundido el tejado —recuerda Callaghan—, y cada nueva explosión hacía que se derramara una cascada de yeso». Mientras los soldados se apoyaban negligentemente contra las paredes y los destrozados bancos —fumando, paseando, medio dormidos—, Lonsdale subió al púlpito. Los hombres levantaron la vista hacia la ensangrentada figura de fiero aspecto. «Hemos luchado contra los alemanes en África del norte, Sicilia e Italia» recuerda Callaghan que dijo Lonsdale. «¡No fueron enemigos para nosotros entonces! ¡No lo están siendo tampoco ahora!». El capitán Michael Corrie, del Regimiento de Pilotos de Planeadores, se había sentido sorprendido al entrar en la iglesia «por el cansancio que observé. Pero el discurso de Lonsdale era edificante. Me sentí aturdido por sus palabras, y orgulloso. Los hombres habían entrado con aire derrotado, pero al salir tenían un nuevo espíritu. Podía verse con claridad en sus rostros».

Algunos hombres parecían haber vencido incluso el paralizante temor que infundía la fuerza bruta de los ataques blindados enemigos. Con pocos cañones anticarro, los soldados se hallaban impotentes contra los blindados y cañones autopropulsados que rugían en torno al perímetro, pulverizando posición tras posición. Sin embargo, los infantes resistían. Fueron destruidos incluso Tiger de sesenta toneladas, a menudo por hombres que jamás habían disparado un cañón antitanque. El cabo Sydney Nunn, que había estado deseando participar en la expedición a Arnhem como huida de la «pesadilla» de su campamento en Inglaterra y del topo que había invadido su colchón, se enfrentaba ahora a una pesadilla mucho más terrible con aparente calma. Él y otro paracaidista, el soldado Nobby Clarke, habían trabado amistad con un piloto de planeadores en una trinchera próxima. Durante una pausa en el bombardeo, el piloto le dijo a Nunn: «No sé si lo sabes, amigo, pero hay un blindado terriblemente grande delante, a nuestra derecha. Uno de la familia Tiger». Clarke miró a Nunn. «¿Qué se supone que debemos hacer? —preguntó—. ¿Ir a llenarlo de agujeros?».

Cautelosamente, Nunn miró por el borde de la trinchera. El blindado era «enorme». Cerca de allí, escondido entre los matorrales, había un cañón anticarro, pero sus servidores habían muerto, y en el grupo de Nunn nadie sabía cargar ni disparar el arma. Nunn y el piloto de planeadores decidieron arrastrarse hasta él. Al salir de la trinchera, los dos hombres fueron avistados, y el cañón del tanque empezó a disparar. «Avanzábamos aplastados de tal modo contra la tierra que trazábamos surcos en ella con la nariz —recuerda Nunn—. Nuestro bosquecillo empezó a parecer un campamento de leñadores al ir cayendo los árboles a nuestro alrededor». Los dos hombres llegaron hasta el cañón en el preciso momento en que el Tiger «empezaba a prestarnos atención personal con su ametralladora». El piloto dirigió la vista a lo largo del cañón y lanzó un grito de alegría. «Nuestro cañón estaba apuntando directamente contra el carro. Si hubiéramos sabido hacerlo, no lo habríamos podido apuntar mejor». Mirando a Nunn, el piloto dijo: «Espero que este cacharro funcione». Accionó el disparador. En la fuerte explosión que siguió, ambos hombres fueron arrojados de espaldas contra el suelo. «Cuando dejaron de zumbarnos los oídos, oí a otros hombres que empezaban a reír y dar gritos de alegría a nuestro alrededor», dice Nunn. Al dirigir la vista hacia el blindado, vio que el Tiger se hallaba envuelto en llamas y estaban estallando sus municiones. Volviéndose hacia Nunn, el piloto le estrechó la mano con solemnidad. «Obra nuestra, creo», dijo.

Muchos hombres recuerdan al comandante Robert Cain, del 2.º South Staffordshire, como el verdadero experto contra carros y cañones autopropulsados. Cain tenía la impresión de que él y sus hombres habían estado siendo perseguidos y amenazados por carros Tiger desde el mismo momento de su llegada. Ahora, con su pequeña fuerza apostada en la iglesia del bajo Oosterbeek, en casas y jardines del otro lado de la carretera y en una lavandería propiedad de una familia llamada Van Dolderen, Cain estaba decidido a inutilizar cada blindado que viera. Buscando el mejor punto desde el que operar, Cain eligió la casa de Van Dolderen. El propietario de la lavandería se mostró reacio a marcharse. Examinando el jardín trasero, Cain dijo: «Bueno, sea como quiera. Voy a instalarme ahí. Utilizaré su casa como depósito de municiones».

Cain estaba usando el cañón tipo bazooka que se conoce con el nombre de Piat para destruir los blindados. El viernes, al crecer la intensidad de los combates callejeros, los tímpanos de Cain estaban a punto de estallar a consecuencia de sus incesantes disparos. Taponándose los oídos con trozos de vendas de campaña, continuó lanzando granadas.

Alguien le gritó de pronto a Cain que se acercaban dos blindados por la carretera. En la esquina de un edificio, Cain cargó el Piat y apuntó. El sargento jefe Richard Long, piloto de planeadores, miraba espantado. «Era el hombre más valiente que jamás he visto —dice—. Estaba sólo a unos cien metros de distancia cuando empezó a disparar». El carro respondió al fuego antes de que Cain pudiera cargar de nuevo su arma, y la granada dio contra el edificio que tenía detrás. En el espeso torbellino de polvo y cascotes, Cain disparó otra vez y, luego, otra. Vio a los tripulantes del primer carro saltar a tierra, rociando la calle con balas de ametralladora. Inmediatamente, los paracaidistas que rodeaban a Cain abrieron fuego con ametralladoras Bren y, recuerda Cain, «los alemanes cayeron acribillados». Cargando de nuevo su arma, disparó, y el sargento Long vio «una tremenda llamarada». La granada había estallado en el interior del Piat. El comandante Cain levantó las manos en el aire y cayó hacia atrás. Cuando llegamos junto a él, tenía el rostro completamente negro. Sus primeras palabras fueron: «Creo que estoy ciego». El sargento jefe Walton Ashworth, uno de los que había disparado con su Bren contra los alemanes, se quedó mirando fijamente a Cain mientras se lo llevaban. «Todo lo que podía pensar era: “Pobre condenado bastardo”».

A la media hora, Cain había recobrado la vista, pero tenía la cara acribillada de pequeños trozos de metal. Se negó a aceptar morfina y, decidiendo que «no se hallaba lo bastante herido como para quedarse donde estaba», regresó a la batalla para, según lo describió el capitán W. A. Taylor, «aumentar su colección de blindados enemigos». Para el viernes por la tarde, Cain, de treinta y cinco años, tenía una buena marca. Desde el aterrizaje, el día 18, había inutilizado o destruido un total de seis blindados, así como buen número de cañones autopropulsados.

Por toda la zona había bravos hombres desarrollando una heroica resistencia, indiferentes a su propia seguridad. Al anochecer del viernes, el cabo Leonard Formoy, uno de los supervivientes del 3.er Batallón del coronel Fitch, que había realizado la desesperada marcha para llegar hasta los hombres de Frost en el puente de Arnhem, ocupó una posición en las afueras occidentales, no lejos del Cuartel General de la división en el Hartenstein. «Nos disparaban prácticamente por todas partes», recuerda Formoy. De pronto, un carro Tiger que venía de la dirección de Arnhem se lanzó hacia el grupo de hombres que rodeaban a Formoy. En la media luz del crepúsculo, Formoy vio girar la torreta. El sargento Cab Calloway cogió un Piat y se precipitó hacia delante. «¡Estás yendo adonde voy yo!», le oyó gritar Formoy. Aproximadamente a cincuenta metros del blindado, Calloway disparó. La bomba explotó contra las orugas, y el tanque se detuvo, pero sus cañones mataron a Calloway casi en ese mismo instante. «Fue un acto de desesperación —recuerda Formoy—. Quedó partido en dos, pero nos salvó la vida».

El soldado James Jones recuerda un comandante desconocido que les pidió a él y a otros tres que le acompañaran fuera del perímetro en busca de armas y municiones. El pequeño grupo se encontró de pronto con varios alemanes en un nido de ametralladoras. Dando un salto hacia delante, el comandante disparó gritando: «¡Ahí hay más de esos bastardos que no vivirán!». Al abrir fuego los alemanes, el grupo se dispersó, y Jones se encontró atrapado tras un jeep inutilizado. «Recé una oración, esperé otra andanada de la ametralladora y regresé a nuestras líneas», recuerda Jones. No volvió a ver más al comandante.

Altos oficiales, ignorantes a menudo de la impresión que causaban, dieron ejemplos que sus hombres no olvidarían jamás. El general de brigada Pip Hicks se negó a llevar casco durante la batalla. El paracaidista William Chandler, uno de los componentes del escuadrón de reconocimiento del comandante Freddie Gough, cuyo grupo había quedado aislado el domingo en la ruta septentrional Leopardo y había sido enviado a un cruce de Oosterbeek, recuerda la boina roja de Hicks destacando entre grupos de hombres con casco. «Eh, general de brigada —exclamó alguien—, póngase su maldito casco». Hicks sonrió e hizo un gesto con la mano. «No pretendía hacerme el desenfadado —explica Hicks—. Lo que pasa es que no podía soportar el condenado trasto saltándome en la cabeza». Sus actividades tal vez tuvieran algo que ver con ello. Varios hombres recuerdan los frecuentes viajes diarios de Hicks al Cuartel General de Urquhart. Empezaba cada viaje con un trotecillo y terminaba corriendo a toda velocidad perseguido por los disparos alemanes. «Sentía plenamente el peso de mi edad cuando terminaba aquellas locas carreras», confiesa Hicks.

El general de brigada Shan Hackett, que había llevado de nuevo a la zona de Oosterbeek a sus maltrechos Batallones 10.º y 156.º tras su valeroso, pero inútil intento de romper las defensas alemanas al norte y el este y llegar a Arnhem, visitaba constantemente a sus hombres, dedicándoles serenas palabras de elogio. El comandante Geoffrey Powell estaba al mando de dos pelotones del 156.º en posiciones del perímetro situadas al norte. «Estábamos escasos de alimentos, municiones y agua —recuerda Powell—, y teníamos pocas medicinas». El viernes, Hackett se presentó súbitamente en el puesto de mando de Powell, donde, dice Powell, «estábamos metidos literalmente en las líneas enemigas». Hackett explicó que no había tenido tiempo de visitar a Powell hasta entonces, «pero te has estado defendiendo tan bien, George, que no me preocupaba por ti». Powell se sintió complacido. «El único verdadero error que he cometido hasta el momento, señor —dijo—, es instalar el Cuartel General en un gallinero. Estamos todos plagados de pulgas». Para el sargento jefe Dudley Pearson, administrativo jefe de la 4.a Brigada, Hackett se ganaba el respeto porque «convivía con nosotros como si no tuviera la graduación que tenía. Si comíamos, comía, y si pasábamos hambre también la pasaba él. Parecía no tener cubiertos. El viernes, se sentó con nosotros y comió con los dedos». Pearson salió a buscar un tenedor y un cuchillo. A su regreso, resultó herido en el talón: pero, dice, «pensé que el general de brigada merecía algo mejor que la forma en que vivía entre nosotros».

Y el soldado Kenneth Pearce, agregado a la sección de Transmisiones del Mando de Artillería en el Cuartel General de la división, siempre recordará al hombre que acudió en su ayuda. Pearce tenía a su cargo los pesados acumuladores llamados Dag —cada uno de los cuales tenía un peso aproximado de doce kilos e iban colocados en cajas de madera provistas de asas de hierro colado— que suministraban energía a los aparatos de radio. Al atardecer, Pearce estaba forcejeando para sacar un Dag nuevo de la profunda trinchera en la que estaban almacenados. Encima de él, oyó a alguien decir: «Deja que te ayude». Pearce indicó al hombre que agarrara un asa y levantara el aparato. Entre los dos arrastraron la pesada caja a la trinchera del puesto de mando. «Hay una más —dijo Pearce—. Vamos por ella». Los hombres hicieron el segundo viaje, y de vuelta en el puesto de mando, Pearce saltó a la trinchera mientras el otro hombre descendía las cajas hasta él. Cuando se alejaba, Pearce advirtió de pronto que el hombre llevaba emblemas rojos de oficial de Estado Mayor.

Deteniéndose en seco, balbuceó «Muchísimas gracias, señor». El general Urquhart movió la cabeza. «No es nada, hijo», contestó.

Paso a paso, iba ahondándose la crisis; nada salía bien aquel día que el general Horrocks denominaría «viernes negro». Las malas condiciones meteorológicas imperantes tanto en Inglaterra como en Holanda inmovilizaron de nuevo en tierra a los aviones aliados, impidiendo la realización de misiones de aprovisionamiento. En respuesta a la petición formulada por Urquhart de que se llevaran a cabo ataques de cazas, la RAF manifestó: «… Tras detenido examen lamentamos no poder acceder a causa del temporal…». Y, en aquel momento en el que Horrocks necesitaba hasta el último hombre, blindado y tonelada de suministros para conservar la cabeza de puente de Montgomery sobre el Rin y conseguir llegar hasta los Diablos Rojos, la contraofensiva del mariscal de campo Model logró finalmente cortar el corredor. Treinta minutos después de recibir el mensaje de Mackenzie comunicando que Urquhart podría verse desbordado en el plazo de 24 horas, el general Horrocks recibió otro mensaje: en el sector de la 101.a Aerotransportada, poderosas fuerzas alemanas habían cortado el corredor al norte de Veghel.

Difícilmente podía haber elegido Model un punto más vital ni calculado mejor el momento. Fuerzas de infantería británica de los Cuerpos XII y VIII, avanzando a ambos lados de la carretera, acababan de llegar a Son, apenas a siete kilómetros en el interior de la zona de la 101.a. Enfrentándose a una firme resistencia, habían ido avanzando con desesperante lentitud. El comandante de la 101.a, el general Taylor, había esperado que los británicos llegaran mucho antes a su sector de la «Carretera del Infierno». Al cabo de más de cinco días de lucha continua sin recibir refuerzos, los hombres de Taylor se hallaban muy esparcidos y en situación altamente vulnerable. En algunos trechos la carretera se hallaba desguarnecida, a excepción de los blindados y la infantería británicos que avanzaban por ella en dirección norte. En todos los demás puntos, el «frente» era, literalmente, los lados de la carretera. El mariscal de campo Model había decidido contraatacar en Veghel por una razón concreta: la zona de Veghel contenía el mayor número de puentes de toda la longitud del corredor Market-Garden, no menos de cuatro, uno de los cuales era un importante paso de canal. De un solo golpe, Model esperaba estrangular las líneas de avance aliadas. Estuvo a punto de hacerlo.

Podría haberlo conseguido, de no haber sido por la Resistencia holandesa.

Durante la noche y primeras horas de la mañana, en pueblos y aldeas situados al este de Veghel, los holandeses advirtieron la iniciativa alemana; sin perder un momento, telefonearon a los oficiales de enlace con la 101.a. El aviso llegó en el momento justo. Los concentrados blindados alemanes estuvieron a punto de vencer a los hombres de Taylor. Por dos veces en cuatro horas, en un feroz combate que se desarrolló a lo largo de una franja de siete kilómetros del corredor, los carros alemanes trataron de ocupar los puentes. Desesperadamente, los hombres de Taylor, ayudados por la artillería y los blindados británicos que se encontraban en la carretera, rechazaron los ataques. Pero, seis kilómetros más al norte, en Uden, los alemanes lograron cortar el corredor. Ahora, estando la batalla violentamente viva todavía y las fuerzas de retaguardia separadas del resto y aisladas, Horrocks se vio obligado a tomar una fatal decisión; tendría que enviar unidades blindadas —urgentemente necesarias en sus esfuerzos por llegar hasta Urquhart— en dirección sur por el corredor para ayudar al general Taylor, cuya necesidad era ahora más urgente todavía. La 32.a Brigada de Guardias fue despachada apresuradamente hacia el sur para apoyar a la 101.a en su esfuerzo de abrir nuevamente la carretera. La valerosa 101.a permanecería en los puentes, pero, aún con la ayuda de los Guardias, ni un solo hombre, carro o vehículo de aprovisionamiento se desplazaría hacia el norte por el corredor durante las veinticuatro horas siguientes. La contraofensiva de Model, aunque frustrada por el momento, le había proporcionado, sin embargo, enormes dividendos. Al final, la batalla por el corredor decidiría el destino de Arnhem.

A las 16.00 horas del viernes 22 de septiembre, seis horas y media después de haber quedado inmovilizados por los carros y la artillería alemanes, los infantes británicos se abrieron paso finalmente a través de Oosterhout en la zona Nimega-Arnhem. El pueblo se hallaba en llamas y se estaban haciendo prisioneros de las SS. Se creía ahora que estaba despejada o, en el peor de los casos, sólo débilmente defendida por el enemigo la ruta de socorro situada al oeste de la carretera «isla», las carreteras secundarias que discurrían a baja altura utilizadas al amanecer por la audaz Household Cavalry en su carrera hasta Driel. El 5.º Regimiento de Infantería Ligera Duque de Cornualles, apoyado por un escuadrón de tanques de los Dragoon Guards y llevando dos preciosos vehículos anfibios cargados de provisiones, estaba listo para embestir contra cualquier oposición que pudiera quedar y avanzar velozmente hacia el Rin. El teniente coronel George Taylor, que mandaba la fuerza, estaba tan ansioso por llegar hasta Urquhart que «sentía un loco deseo de empujar con mis propias manos a la infantería hacia los blindados y poner en marcha la columna».

Sus cargados vehículos esperaban el momento de iniciar la marcha en un pequeño bosque situado al norte de Oosterhout. De pronto, a lo lejos, Taylor divisó dos blindados Tiger. En voz baja, advirtió al teniente David Wilcox, su oficial de información: «No diga nada. No quiero que nadie sepa la existencia de esos blindados. No podemos detenernos ahora». Taylor dio la señal para que la columna saliera a la carretera. «Sabía —dice— que, si hubiéramos esperado cinco minutos más, la ruta habría vuelto a cerrarse».

A toda velocidad —con la infantería montada en los tanques, transportes y camiones—, la columna de Taylor atravesó aldeas y poblados holandeses. Por todas partes, eran recibidos por sorprendidos aldeanos que los aclamaban, pero el avance no se detenía. La única preocupación de Taylor era llegar al Rin. «Experimentaba una sensación de gran urgencia —dice—. La menor pérdida de tiempo daría al enemigo una oportunidad para poner en movimiento una fuerza destinada a cortarnos el paso». El convoy no encontró ninguna oposición, y Taylor experimentó «una sensación de júbilo cuando la luz fue desvaneciéndose rápidamente y la cabeza de la columna llegó a Driel». Habían cubierto los quince kilómetros en treinta minutos exactos. A las 17.30 horas, los primeros carros de los Dragoon Guards llegaban al Rin y, bordeando sus orillas en dirección nordeste, penetraron en las afueras del pueblo. Taylor oyó una explosión y supuso inmediatamente de qué se trataba: en el perímetro defensivo del cauteloso Sosabowski, uno de los blindados había chocado con una mina polaca.

Era de noche cuando Taylor llegó al Cuartel General de Sosabowski. La información que se tenía sobre la división de Urquhart era vaga. «No tenía ni idea de dónde estaban en Arnhem, ni si ocupaban todavía un extremo del puente». Pero Taylor se proponía enviar inmediatamente su infantería y sus blindados hacia el extremo sur. Comprendía que los DUKW debían «cruzar lo antes posible y, si el puente aún continuaba ocupado, sería evidentemente más rápido llevarlos por él que flotando sobre el río». En el Cuartel General de Sosabowski, Taylor quedó estupefacto al encontrar al coronel Charles Mackenzie y al teniente coronel Myers. Rápidamente, éstos le disuadieron de la idea de dirigirse hacia el puente de Arnhem. Desde el miércoles por la noche, explicó Mackenzie, no se habían vuelto a tener noticias de Frost, y en el Cuartel General se presumía que «todo había terminado en el puente».

De mala gana, Taylor renunció a su plan y ordenó que un grupo de reconocimiento explorase la orilla del río en busca de un lugar adecuado para la botadura de los DUKW. Los ingenieros de Sosabowski no se sentían optimistas; los pesados vehículos anfibios resultarían difíciles de manejar a través de zanjas y taludes hasta el río, especialmente en la oscuridad. Poco después, el grupo de reconocimiento de Taylor confirmó la opinión de los polacos. Pensaban que solamente sería posible acercarse al río por un estrecho sendero flanqueado de zanjas. Pese a los serios obstáculos, los hombres de Taylor creían que podrían llevar los DUKW al Rin. El coronel Mackenzie, que seguía sin poder continuar hasta Nimega, supervisaría la botadura. Los DUKW cruzarían el río a las 2.00 horas del sábado día 23. Lo más importante, sin embargo, era introducir hombres en la cabeza de puente: los polacos de Sosabowski tendrían que ser transportados en una fila de botes de goma.

La Operación comenzó a las 21.00 horas del viernes. En silencio, agachados a lo largo de la orilla, los soldados polacos esperaban. En ambas orillas del río, los ingenieros, bajo la dirección del teniente coronel Myers, permanecían listos para impulsar de un lado a otro la guindaleza atada a las pequeñas embarcaciones. Con cuatro botes exactamente —dos de dos plazas y dos de una sola—, únicamente podían cruzar seis hombres de una vez los cuatrocientos metros de anchura del Rin. Complementando estas embarcaciones había varias balsas de madera que los ingenieros polacos habían construido para transportar provisiones. A una orden de Sosabowski, los seis primeros hombres subieron a los botes y emprendieron la marcha. A los pocos minutos, habían cruzado. Detrás de ellos, llegaba una hilera de balsas. En cuanto los hombres desembarcaban en la orilla norte, las balsas y botes eran recuperadas de nuevo. «Era un proceso lento y laborioso —observó Sosabowski—, pero hasta ese momento los alemanes parecían no sospechar nada».

Entonces, desde un punto situado al oeste del lugar de desembarco al otro lado del río, ascendió una luz hacia el cielo y, casi inmediatamente, toda la zona quedó brillantemente iluminada por una bengala de magnesio. Al instante, ametralladoras Spandau empezaron a barrer el río, «levantando pequeñas olas y haciendo hervir el agua con el ardiente acero», recuerda Sosabowski. Simultáneamente, empezaron a caer proyectiles de mortero entre los polacos que aguardaban. A los pocos minutos, resultaban acribillados dos botes de goma y sus ocupantes caían al río. En la orilla sur, los hombres se dispersaron, disparando contra el paracaídas que sostenía la bengala. Sosabowski mandó interrumpir la operación. Los hombres se replegaron y tomaron nuevas posiciones, tratando de evitar las bombas que caían. En cuanto la bengala se apagó, corrieron a los botes y balsas, subieron a ellos y la operación se reanudó. Otra bengala relumbró en el cielo. En este cruel juego del escondite, los polacos, sufriendo terribles bajas, continuaron cruzando el río durante toda la noche en los botes que quedaban. En la escuela de Driel, que había sido convertida temporalmente en improvisado hospital, Cora Baltussen atendía a los heridos a medida que iban llegando. «No podemos cruzar —le dijo un polaco—. Aquello es un matadero…, y nosotros ni siquiera podemos responder al fuego».

A las 2.00 horas los DUKW anfibios de Taylor empezaron a descender hacia el río. Debido a la intensa lluvia caída durante el día, el largo y estrecho sendero estaba cubierto por varios centímetros de barro y, cuando los DUKW, rodeados por sesenta hombres, se acercaban lentamente al río, se formó una densa niebla. Los hombres no podían ver ni el camino ni el río. Una y otra vez, los soldados se esforzaban trabajosamente por enderezar los vehículos cuando se deslizaban fuera del sendero. Se descargaron las provisiones para aligerar los DUKW, pero ni siquiera esto era suficiente. Por último, pese a los denodados esfuerzos por contenerlos, los pesados vehículos cayeron en la zanja a sólo unos metros del Rin. «Es inútil —le dijo a Taylor el desalentado Mackenzie—. No hay nada que hacer». A las 3.00 horas quedó interrumpida la operación. Sólo cincuenta hombres y prácticamente ninguna provisión habían sido transportados a través del río a la cabeza de puente de Urquhart.