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«¡Ya vienen los blindados de Monty!». A todo lo largo del reducido perímetro de Oosterbeek —desde zanjas, casas convertidas en fortines, posiciones en encrucijadas, y en los bosques y campos—, hombres de tiznadas ropas y rostros cenicientos prorrumpían en vítores y hacían circular la noticia. Les parecía que su prolongada y dura prueba estaba tocando a su fin. La cabeza de puente sobre el Rin del general Urquhart se había convertido en un punto en el mapa con la forma de la yema de un dedo. Ahora, en una zona de apenas tres kilómetros de longitud, dos kilómetros de anchura en su centro y kilómetro y medio en su base sobre el Rin, los Diablos Rojos se hallaban rodeados y estaban siendo atacados y lentamente aniquilados por tres lados. Se habían agotado o estaban disminuyendo rápidamente las provisiones de agua, medicinas, alimentos y municiones. La 1.a Aerotransportada británica prácticamente había cesado de existir como división. La esperanza de que les llegaran refuerzos proporcionaba un nuevo aliento a los hombres. Por fin, una tormenta de fuego estallaba por encima de sus cabezas conforme los cañones medios y pesados británicos situados a dieciséis kilómetros al sur al otro lado del Rin fustigaban a los alemanes a sólo unos centenares de metros de las primeras líneas de Urquhart.

El general Browning había prometido a Urquhart que las baterías del 64.º Regimiento Médium del XXX Cuerpo entrarían en acción para el jueves, y los oficiales de artillería del regimiento habían solicitado objetivos por orden de prioridad. Con desprecio de su propia seguridad, los duros veteranos de Urquhart habían cumplimentado rápidamente la petición. Disponiendo por primera vez de un buen contacto por radio, a través de la red de comunicaciones del 64.º, los Diablos Rojos orientaron el fuego de artillería casi encima de sus propias posiciones. La precisión del fuego era tan alentadora para los británicos como desalentador su efecto para los alemanes. Una y otra vez, los cañones británicos desbarataron intensos ataques de blindados que amenazaban con aniquilar a los barbudos y harapientos soldados aerotransportados.

Aún con esta bien venida ayuda, Urquhart sabía que un masivo ataque alemán coordinado podría aniquilar a su minúscula fuerza. Pero ahora los hombres creían que existía una cierta esperanza, una probabilidad de arrebatar la victoria en el último momento. Aquel jueves, las perspectivas eran ligeramente mejores. Urquhart tenía limitadas comunicaciones y un enlace por medio del apoyo artillero del 64.º. El puente de Nimega estaba conquistado y abierto; los carros de combate de la Blindada de Guardias se hallaban en camino; y, si se mantenía el tiempo, 1500 paracaidistas de la Primera Brigada polaca del general Sosabowski aterrizarían al final de la tarde. Si era posible trasladar rápidamente a los polacos a través del Rin entre Driel y Heveadorp, podría muy bien cambiar todo el panorama.

En cualquier caso, si querían que Urquhart resistiera, los suministros eran tan urgentes como la llegada de los hombres de Sosabowski. El día anterior, los bombarderos de la RAF habían entregado solamente 41 de un total de trescientas toneladas en la zona de Hartenstein. Hasta que llegasen cañones y artillería en grandes cantidades, era críticamente importante un eficaz apoyo aéreo. Careciendo de comunicaciones tierra-aire —el equipo especial estadounidense de alta frecuencia, apresuradamente entregado a los británicos horas antes del despegue el Día D, el 17, había sido sintonizado en una longitud de onda equivocada y era inservible—, los oficiales de la división se vieron obligados a reconocer que la RAF no parecía dispuesta a abandonar la cautela y a realizar la clase de audaces incursiones que los hombres aerotransportados sabían que eran esenciales y cuyo riesgo estaban dispuestos a aceptar. Urquhart había enviado a Browning una serie continua de mensajes, solicitando que cazas y cazabombarderos atacasen «objetivos de oportunidad» sin prestar atención a las propias posiciones de los Diablos Rojos. Era la forma de operar de los aerotransportados, pero no era la de la RAF. Aun en aquellos críticos momentos, los pilotos insistían en que los objetivos enemigos fueran señalados con precisión casi cartográfica, lo que resultaba absolutamente imposible para las sitiadas tropas inmovilizadas en su cada vez más reducida cabeza de puente. No se había realizado ni un solo ataque aéreo a baja altura, y, sin embargo, en todas las carreteras, campos y bosques situados en torno al perímetro y que se extendían en dirección este hacia Arnhem había vehículos o posiciones enemigas.

Careciendo de los ataques aéreos que tan desesperadamente solicitaban, sitiados en el perímetro, sufriendo un bombardeo casi constante de mortero y, en algunos lugares, combatiendo cuerpo a cuerpo, los Diablos Rojos depositaban sus esperanzas en las columnas de Guardias que creían estaban avanzando hacia ellos. Urquhart se sentía menos optimista. En una inferioridad numérica de por lo menos cuatro a uno, machacados por la artillería y los blindados y con un número de bajas cada vez mayor, Urquhart sabía que sólo un esfuerzo gigantesco y total podría salvar su fragmentada división. Perfectamente consciente de que los alemanes podían aplastar su patéticamente pequeña fuerza, el obstinado y valeroso escocés se reservó sus impresiones mientras decía a sus hombres: «Debemos conservar a toda costa la cabeza de puente».

Las defensas del perímetro se hallaban ahora divididas en dos mandos. El general de brigada Pip Hicks ocupaba el lado occidental; el general de brigada Shan Hackett estaba al este. El ejército occidental de Hicks estaba compuesto por soldados del Regimiento de Pilotos de Planeadores, ingenieros, restos del Regimiento de Fronteras, varios polacos y una heterogénea colección de otros miembros de diversas unidades. Al este estaban los supervivientes de los Batallones 10.º y 156.º de Hackett, además de pilotos de planeadores y del 1.er Regimiento Ligero de Desembarco Aéreo. Formando un arco entre estas defensas fundamentales, los rebordes septentrionales (junto a la línea ferroviaria de Wolfheze) se hallaban ocupados por hombres de la 21 Compañía Paracaidista Independiente del comandante Boy Wilson —los exploradores que habían encabezado la marcha— y por el 7.º King’s Own Scottish Borderers del teniente coronel R. Payton-Reid. A lo largo de la base meridional, extendiéndose aproximadamente desde el este de la iglesia medieval del bajo Oosterbeek hasta las alturas de Westerbouwing al oeste, Hackett mandaba elementos adicionales del Regimiento Fronterizo y un heterogéneo grupo compuesto por los restos de los South Staffordshire, los Batallones 1.º, 3.º y 11.º y una diversidad de tropas auxiliares bajo el mando del dos veces herido comandante Dickie Lonsdale, la «Fuerza Lonsdale». En el centro de esa zona estaba la fuerza principal del teniente coronel Sheriff Thompson, los apresuradamente reunidos artilleros cuyas baterías trataban continuamente de servir a la línea defensiva y cuya preciosa provisión de municiones disminuía a marchas forzadas[96].

En los pulcros mapas del informe posterior a la acción, cada unidad tiene cuidadosamente señalado su lugar, pero, años después, los supervivientes recordarían que no existía realmente ningún perímetro, ninguna línea de frente, ninguna distinción entre unidades, ninguna lucha como grupos integrados. Había sólo hombres conmocionados, vendados, ensangrentados, corriendo apresuradamente para llenar huecos donde y cuando se producían. Mientras el general de brigada Hicks visitaba a sus hombres, que defendían tenazmente sus sectores de la cabeza de puente, comprendió que «era el principio del fin, y creo que todos lo sabíamos, aunque lo disimulábamos».

Ignorando que la valerosa defensa del puente por parte de Frost había terminado —aunque el teniente coronel Sheriff Thompson lo sospechó cuando su enlace de radio con el comandante Denis Munford cesó bruscamente—, Urquhart solamente podía depositar sus esperanzas en que los blindados de los Guardias alcanzaran a tiempo a los restos del 2.º Batallón[97]. Aquel único puente que salvaba el Rin —la última defensa natural del Reich— había sido desde el principio el objetivo principal, el trampolín de Montgomery para un rápido fin de la guerra. Sin él, la apurada situación de la 1.a Aerotransportada y, en particular, los sufrimientos de los valerosos hombres de Frost no habrían servido para nada. Como les había dicho Urquhart a Frost y Gough, no podía hacer nada más por ellos. Su ayuda debía llegar de la rapidez y la fuerza blindada del XXX Cuerpo.

Para Urquhart, la prioridad inmediata consistía ahora en llevar a los polacos de Sosabowski al otro lado del río y dentro del perímetro tan pronto como aterrizasen. El transbordador de cable era particularmente indicado para la operación. Los ingenieros de Urquhart habían comunicado al Cuartel General del Cuerpo que era «del tipo de los de la clase 24 y capaz de llevar tres carros». Aunque Urquhart estaba preocupado por las alturas de Westerbouwing y por la posibilidad de que la artillería alemana controlase desde allí el paso del transbordador, todavía no habían llegado tropas enemigas a la zona. Disponiendo de tan pocos hombres para defender el perímetro, solamente había destacado un pelotón del 1.º de Fronterizos para defender la posición. De hecho, las alturas se hallaban desguarnecidas por ambos bandos. La Compañía D del Regimiento Fronterizo del comandante Charles Osborne había recibido la misión poco después de haber aterrizado el domingo, pero, según explicó Osborne, «nunca ocupamos Westerbouwing. Yo fui enviado en una patrulla de reconocimiento para disponer las posiciones del batallón. No obstante, cuando lo hice y regresé al Cuartel General, los planes habían sido modificados». El jueves, los hombres de Osborne «fueron trasladados a una posición próxima al Hotel Hartenstein». Ninguno estaba en las vitales alturas.

El miércoles, los ingenieros habían enviado patrullas de reconocimiento aguas abajo del Rin para que informasen sobre el transbordador, la profundidad, estado de las orillas y velocidad de la corriente. El zapador Tom Hicks pensó que el reconocimiento debería «ayudar al Segundo Ejército cuando tratara de salvar el río». Juntamente con otros tres zapadores y un guía holandés, Hicks había cruzado el Rin en el transbordador. Vio que Pieter «lo manejaba con un cable que el viejo enrollaba a mano y parecía que la corriente ayudaba a hacerlo cruzar». Atando una granada al extremo de una cuerda de paracaídas y haciendo en ésta un nudo cada treinta centímetros, Hicks practicó sondeos y midió la velocidad de la corriente. El miércoles por la noche, después de que se señalara Driel como la zona de lanzamiento de los polacos, fue enviada otra patrulla al transbordador. «Era una misión voluntaria —recuerda el soldado de los South Staffordshire, Robert Edwards—. Teníamos que descender al río en Heveadorp, encontrar el transbordador y quedarnos allí para protegerlo».

En la oscuridad, emprendieron la marcha un sargento, un cabo, seis soldados y cuatro pilotos de planeadores. «Caía un intenso fuego de granadas y obuses de mortero cuando nos adentramos en el espeso bosque que se extendía entre nosotros y Heveadorp», dice Edwards. El grupo fue ametrallado varias veces, y un piloto de planeador resultó herido. Al llegar en la orilla del río al punto señalado en sus mapas, la patrulla no encontró ni rastro del transbordador. Había desaparecido por completo. Aunque subsistía la posibilidad de que la embarcación estuviera amarrada en la otra orilla, se le había ordenado a la patrulla que la buscase en la suya. Los hombres se desplegaron rápidamente, registrando la zona que se extendía a medio kilómetro a ambos lados del punto septentrional de embarque del transbordador. La búsqueda fue infructuosa. No se veía por ninguna parte el transbordador de Pieter. Según recuerda Edwards, el sargento que mandaba la patrulla llegó a la conclusión de que la embarcación, o había sido hundida o, simplemente, no había existido jamás. Al amanecer, los hombres desistieron de la búsqueda y emprendieron su peligroso viaje de regreso.

Sólo unos minutos después, un nutrido fuego de ametralladora pesada hirió a tres hombres más en la patrulla y el grupo se vio obligado a retroceder hasta el rio. Allí, el sargento decidió que los hombres tendrían más probabilidades de regresar si se separaban. Edwards se marchó con el cabo y dos de los pilotos de planeadores. Tras «pequeños encuentros y escaramuzas con los alemanes», su grupo llegó a la iglesia del bajo Oosterbeek en el momento mismo en que caía un proyectil de mortero. Edwards se encontró tendido en el suelo, con las dos piernas acribilladas por «diminutos trozos de metralla y las botas llenas de sangre». En la casa contigua a la iglesia, un enfermero vendó sus heridas y le dijo que descansara. «Pero no dijo dónde —recuerda Edwards—, y cada palmo de terreno en la casa estaba lleno de heridos graves. El hedor de las heridas y de la muerte era algo espantoso». Decidió marcharse y dirigirse al cuartel general de la compañía, emplazado en un lavadero, «a fin de encontrar alguien a quien presentar mi informe. Expliqué a un oficial lo del transbordador y luego, me refugié en el cráter de una bomba con un piloto de planeador. No sé si los demás lograron regresar ni qué fue de los hombres que llegaron conmigo a la iglesia».

Poco después, el general Urquhart, ignorante todavía de la suerte corrida por Frost, comunicó a Browning:

Enemigo atacando intensamente puente principal. Situación crítica para la reducida fuerza. Enemigo atacando al este desde Heelsum y al oeste desde Arnhem. Situación grave, pero estoy formando un perímetro en torno a Hartenstein con el resto de división. Esencial recibir refuerzos en ambas zonas lo antes posible. Conservo control transbordador en Heveadorp.

Mientras se transmitía el mensaje por la red de comunicaciones del 64.º Regimiento Médium, el Cuartel General de la División supo que no había sido posible encontrar el transbordador. Los oficiales de Urquhart creían que los alemanes lo habían hundido. Pero el transbordador de Pieter todavía estaba a flote. Presumiblemente, el fuego de artillería había roto sus amarras. Demasiado tarde para poder utilizarlo, varios civiles holandeses lo hallaron finalmente cerca del demolido puente ferroviario, a kilómetro y medio de distancia, a la deriva, pero todavía intacto. «Si hubiéramos podido explorar unos cuantos centenares de metros más cerca de Oosterbeek, lo habríamos encontrado», dice Edwards.

Urquhart se enteró de la desoladora noticia a su regreso a su Cuartel General el jueves por la mañana, tras una inspección de las defensas del Hartenstein. Faltando sólo unas horas para el lanzamiento de los polacos, se había desvanecido su única posibilidad de reforzar el perímetro con los hombres de Sosabowski[98].

Mirando por la ventanilla del Dakota que abría la marcha, mientras las largas columnas de aviones que transportaban a la 1.a Brigada Paracaidista polaca se dirigía a la zona de lanzamiento de Driel, el general de división Stanislaw Sosabowski supo «la auténtica verdad y lo que había sospechado desde el principio». Desde Eindhoven, donde las formaciones viraban hacia el norte, vio «centenares de vehículos atascados en caóticos embotellamientos a todo lo largo del corredor». Columnas de humo se elevaban de la carretera, en la que caían granadas enemigas, ardían camiones y otros vehículos y «por todas partes se veían restos amontonados a ambos lados». Sin embargo, los convoyes continuaban moviéndose. Luego, más allá de Nimega, el movimiento cesaba. A través de unas nubes bajas que había a su derecha, Sosabowski pudo ver la carretera «isla» y los atascados blindados que se hallaban detenidos en ella. El fuego enemigo estaba cayendo sobre la parte delantera de la columna. Momentos después, al virar los aviones hacia Driel, surgió ante su vista el puente de Arnhem. Lo estaban cruzando varios blindados, en dirección de norte a sur, y Sosabowski comprendió que eran alemanes. Estupefacto y sorprendido, se dio cuenta ahora de que los británicos habían perdido el puente.

El miércoles por la noche, inquieto por la falta de información sobre la situación de Urquhart, y «habiendo soñado que mi propio Gobierno me sometía a un consejo de guerra», Sosabowski había prescindido de toda cautela. Pidió ver al general Brereton, comandante del Primer Ejército Aerotransportado aliado. Sosabowski le había insistido emotivamente al coronel George Stevens, oficial de enlace con la Brigada polaca, que, «si no se le daba la situación exacta de Urquhart en Arnhem, la Brigada Paracaidista polaca no despegaría». Sobresaltado, Stevens se había apresurado a dirigirse al Cuartel General del Primer Ejército Aerotransportado Aliado con el ultimátum de Sosabowski. A las 7.00 horas del jueves, regresó con noticias de Brereton. Había bastante confusión, admitió Stevens, pero el ataque se estaba desarrollando de conformidad con lo planeado; no se había cambiado la zona de lanzamiento en Driel, y «el transbordador de Heveadorp estaba en manos británicas». Sosabowski se aplacó. Ahora, contemplando el panorama de la batalla, comprendió que «sabía más que Brereton». Enfurecido al ver lo que evidentemente eran blindados alemanes en las proximidades de Oosterbeek y, enfrente, una granizada de fuego de artillería antiaérea que se elevaba para recibir a sus hombres, Sosabowski creyó que su brigada estaba «siendo sacrificada en un completo desastre británico». Momentos después, saltaba por la portezuela y caía entre las cortinas de fuego antiaéreo. El meticuloso general de cincuenta años se fijó en la hora. Eran exactamente las 17.08.

Como había temido Sosabowski, los polacos saltaron a un holocausto. Al igual que las veces anteriores, los alemanes estaban esperando. Habían seguido la pista a las formaciones desde Dunkerque y cronometrado su marcha, y, ahora, con muchos más refuerzos que antes, la zona estaba erizada de cañones antiaéreos. Mientras se aproximaban los transportes, surgieron súbitamente 25 Messerschmitt que, lanzándose en picado desde las nubes, ametrallaron a los aviones que se acercaban.

Mientras caía por los aires, Sosabowski vio precipitarse al suelo un Dakota con los dos motores en llamas. El cabo Alexander Kachalski vio descender otro. Sólo una docena de paracaidistas escaparon de él antes de que se estrellara y quedara incendiado. El teniente Stefan Kaczmarek rezó mientras colgaba de su paracaídas. Veía tantas balas trazadoras que «todos los cañones que había en tierra parecían apuntarme a mí». El cabo Wladijslaw Korob, con el paracaídas lleno de agujeros, aterrizó junto a un camarada polaco que había sido decapitado.

En el perímetro de Oosterbeek, el lanzamiento polaco, apenas a tres kilómetros y medio de distancia, originó una momentánea pausa en la batalla. Todos los cañones alemanes parecieron concentrarse en los hombres que se balanceaban indefensos en el aire. «Fue como si todos los cañones enemigos se alzaran a la vez y disparasen simultáneamente», observó el artillero Robert Christie. La interrupción del constante bombardeo era demasiado preciosa como para desperdiciarla: los hombres aprovecharon rápidamente la oportunidad para mover jeeps y equipo, cavar nuevos pozos de tirador, acumular municiones, reacondicionar las redes de camuflaje y arrojar fuera de las abarrotadas zanjas las vainas vacías de los proyectiles.

A nueve kilómetros de distancia, en la elevada carretera «isla», el capitán Roland Langton, cuyo escuadrón de blindados de vanguardia se había visto detenido en ruta a Arnhem hacía unas seis horas, contemplaba angustiado el lanzamiento. Era el espectáculo más horrible que había visto jamás. Los aviones alemanes se lanzaban en picado sobre los indefensos transportes polacos, «haciéndolos estallar en el aire». Los paracaidistas intentaban salir de los incendiados aparatos, «algunos de los cuales habían picado y caían en barrena». Cuerpos humanos «descendían por el aire, inertes formas que se balanceaban lentamente, muertos antes de tocar el suelo». Langton estaba a punto de llorar. «¿Dónde demonios está el apoyo aéreo? —se preguntaba—. Nos dijeron por la tarde que nosotros no lo tendríamos para nuestro ataque hacia Arnhem porque todos los aparatos disponibles estaban destinados a los polacos. ¿Dónde estaba ahora? ¿El tiempo? Bobadas. Los alemanes volaban; ¿por qué no podíamos hacerlo nosotros?». Langton nunca se había sentido tan frustrado. Tenía la certeza de que, con apoyo aéreo, sus blindados «podrían haber llegado hasta aquellos pobres bastardos que estaban en Arnhem». Inquieto y desesperado, sintió de pronto unas violentas náuseas.

Aunque sorprendidos por la ferocidad del ataque combinado aéreo y antiaéreo, la mayoría de los componentes de la Brigada polaca consiguieron milagrosamente llegar a la zona de lanzamiento. Mientras aterrizaban, estallaban entre ellos granadas antiaéreas y proyectiles de mortero de alto poder explosivo —disparados desde carros de combate y cañones antiaéreos situados a lo largo de la carretera Nimega-Arnhem y por baterías emplazadas al norte de Driel—, y Sosabowski vio que parecía haber incluso ametralladoras por toda la zona. Machacados en el aire y cogidos en tierra en un mortal fuego cruzado, los hombres tenían ahora que abrirse paso luchando para salir de las zonas de lanzamiento. Sosabowski aterrizó cerca de un canal. Mientras corría para ponerse a cubierto, tropezó con el cadáver de un paracaidista. «Yacía tendido sobre la hierba, con los brazos abiertos como si estuviera en una cruz —escribió más tarde Sosabowski—. Una bala o un trozo de metralla le había rebanado limpiamente la parte superior de su cabeza. Me pregunté cuántos hombres más como éste vería antes de que terminara la batalla y si su sacrificio serviría para algo[99]».

Horrorizada por el feroz recibimiento alemán, la población entera de Driel quedó envuelta en el lanzamiento de paracaidistas. Los polacos caían por toda la aldea, aterrizando en huertos, canales de riego, en lo alto de los diques, en el pólder y en el propio pueblo. Algunos hombres cayeron en el Rin, y, no pudiendo desprenderse de sus paracaídas, fueron arrastrados por la corriente y murieron ahogados. Haciendo caso omiso del fuego de cañón y ametralladoras que caía a su alrededor, los holandeses corrían para ayudar a los desventurados polacos. Entre ellos, como miembro de un grupo de la Cruz Roja, estaba Cora Baltussen.

El aterrizaje, centrado en zonas de lanzamiento situadas a menos de tres kilómetros al sur de Driel, había constituido una completa sorpresa para los habitantes del pueblo. No se habían utilizado exploradores, y la Resistencia holandesa ignoraba el plan. Montada en una bicicleta con llantas de madera, Cora Baltussen se dirigió hacia el sur por una estrecha carretera que corría sobre un dique hacia un lugar conocido con el nombre de Honingsveld, donde parecía que habían aterrizado muchos de los paracaidistas. Sorprendida y aterrorizada, no veía cómo ninguno de ellos podía haber sobrevivido al fuego alemán. Esperaba encontrar cantidades enormes de heridos. Con gran sorpresa por su parte, Cora vio hombres que formaban y corrían en grupos hacia la seguridad de los terraplenes de los diques. Apenas si podía creer que estuvieran vivos tantos, pero «al fin —pensó—, los Tommies han llegado a Driel».

Hacía años que no había hablado inglés, pero Cora era el único habitante de Driel que estaba familiarizada con el idioma. No sólo podían ser necesarios sus servicios como enfermera de la Cruz Roja, sino que Cora esperaba también actuar como intérprete. Apresurándose, vio hombres que agitaban violentamente las manos en su dirección, evidentemente «advirtiéndome que me apartara de la carretera a causa del intenso fuego que se hacía sobre ella». Pero, en su «excitación y atolondramiento», Cora no reparaba en la lluvia de balas enemigas que caían a su alrededor. Gritando «hola, Tommies», al primer grupo que encontró, se sintió perpleja ante su respuesta. Aquellos hombres hablaban otro idioma, no inglés. Por un momento, escuchó. Varios años antes habían estado en Driel cierto número de polacos encuadrados en el Ejército alemán. Casi inmediatamente, reconoció el idioma como polaco. Esto la desconcertó todavía más.

Tras varios años de vivir bajo ocupación enemiga, Cora era cautelosa. En aquel momento, ocultos en la fábrica Baltussen había varios paracaidistas británicos y la tripulación de un avión derribado. Los polacos parecían igualmente recelosos mientras la examinaban detenidamente. No hablaban holandés, pero algunos hombres aventuraron precavidas preguntas en chapurreado inglés o alemán. ¿De dónde, le preguntaron, había venido ella? ¿Cuántas personas había en Driel? ¿Había alemanes en el pueblo? ¿Dónde estaba la granja Baarskamp? La mención de Baarskamp originó un torrente de palabras en alemán e inglés por parte de Cora. La granja se hallaba situada ligeramente al este del pueblo, y, aunque no pertenecía a la pequeña fuerza de la Resistencia de Driel, Cora había oído a su hermano, Josephus, que era miembro activo de ella, calificar de nazi holandés al dueño de la granja. Sabía que había tropas alemanas alrededor de Baarskamp, a lo largo de la carretera del dique del Rin y en baterías antiaéreas emplazadas junto a la orilla del río. «No vayan allí —suplicó—. Hay tropas alemanas por todas partes». Los polacos no parecieron convencidos. «No estaban seguros de confiar o no en mí —recuerda Cora—. Yo no sabía qué hacer. Pero temía desesperadamente que aquellos hombres se dirigieran a Baarskamp y cayeran en alguna especie de trampa». Entre el grupo que la rodeaba estaba el general Sosabowski. «Como no llevaba ningún emblema distintivo y parecía igual que los demás —recuerda Cora—, no supe hasta el día siguiente que el hombrecillo bajito y recio era el general». Sosabowski, recuerda, estaba comiendo tranquilamente una manzana. Se interesó vivamente en su información sobre la granja Baarskamp; por pura casualidad había sido elegida como punto de reunión para la Brigada. Aunque Cora pensaba que ninguno de los componentes del grupo la creía, los oficiales de Sosabowski enviaron inmediatamente mensajeros para informar a otros grupos sobre Baarskamp. El hombrecillo de la manzana preguntó ahora: «¿Dónde está el embarcadero del transbordador?».

Uno de los oficiales sacó un mapa, y Cora señaló el emplazamiento. «Pero —les dijo—, no funciona». La gente de Driel no había visto la embarcación desde el miércoles. Se habían enterado por Pieter que el cable había sido cortado, y daban por supuesto que el transbordador había sido destruido.

Sosabowski la escuchó con desaliento. Al aterrizar, había enviado una patrulla de reconocimiento para localizar el embarcadero. Ahora, sus temores se veían confirmados. «Yo todavía estaba esperando el informe de la patrulla —recordó—, pero la información de aquella joven parecía exacta. Le di las gracias calurosamente[100]». Se presentaba ahora ante él una tarea formidable. Para enviar rápidamente ayuda a los sitiados hombres de Urquhart en el perímetro, Sosabowski tendría que hacer cruzar a sus hombres los cuatrocientos metros de anchura del Rin en bote o en balsa… y en la oscuridad.

No sabía si los ingenieros de Urquhart habían encontrado botes, ni dónde podría encontrarlos él en número suficiente. Sosabowski se enteró de que sus radiotelegrafistas no podían comunicar con el Cuartel General de la 1.a División Aerotransportada británica. Ignoraba cualquier nuevo plan que hubieran podido formularse.

Ahora, mientras Cora y su grupo comenzaban a ayudar a los heridos, Sosabowski contempló cómo sus hombres avanzaban bajo la protección de bombas de humo, venciendo la escasa oposición que había en la zona. Hasta el momento, la única resistencia importante con la que había tropezado su Brigada procedía de proyectiles de artillería y de mortero. No había aparecido aún ningún vehículo blindado. El blando pólder parecía inadecuado para los carros de combate. Perplejo y sombrío, Sosabowski instaló el cuartel general de la Brigada en una granja y esperó noticias de Urquhart. Su humor no mejoró cuando supo que de los 1500 hombres de su Brigada, quinientos no habían conseguido llegar. El mal tiempo había obligado a los aviones que transportaban casi un batallón entero a interrumpir la misión y regresar a sus bases en Inglaterra. El resto de sus fuerzas había pagado ya un cruel tributo en bajas: aunque no tenía las cifras exactas, para el anochecer sólo había conseguido reunir a unos 750 hombres, entre ellos decenas de heridos.

A las 21.00 horas, llegaron noticias de Urquhart, y de forma un tanto dramática. Al no poder establecer contacto por radio con Sosabowski, el oficial de enlace polaco en el Cuartel General de Urquhart, el capitán Zwolanski, cruzó a nado el Rin. «Yo estaba trabajando sobre un mapa —recordaba Sosabowski— y, de pronto, entró aquella increíble figura, chorreando agua y cubierto de barro, en calzoncillos y con red de camuflaje».

Zwolanski dijo al general que Urquhart «quería que cruzásemos aquella noche y que tendría balsas preparadas para transportarnos». Sosabowski ordenó inmediatamente que varios de sus hombres fueran a la orilla del río para esperar. Permanecieron allí la mayor parte de la noche, pero las balsas no llegaron. «A las 3.00 horas —dice Sosabowski—, comprendí que, por alguna razón, había fracasado el proyecto. Hice retroceder a mis hombres a un perímetro defensivo». Esperaba para el amanecer «ataques de la infantería alemana y un intenso fuego de artillería». Se había esfumado toda posibilidad de cruzar el Rin aquella noche al amparo de la oscuridad.

En el Hotel Hartenstein, al otro lado del río, Urquhart había enviado anteriormente un mensaje urgente a Browning. Decía:

(212144) Sin noticias de los elementos de la División en Arnhem durante 24 horas. Permanencia de la División en perímetro muy reducido. Intenso fuego de morteros y ametralladoras seguido por ataques locales. Lo peor cañones autopropulsados. Grandes bajas. Recursos estirados al máximo. Es vital recibir refuerzos en las próximas 24 horas.

En su pequeño puesto en Bruselas, cerca del Cuartel General del 21.º Grupo de Ejércitos de Montgomery, el príncipe Bernardo, comandante en jefe de las fuerzas holandesas, seguía angustiado los acontecimientos. Holanda, que podría haber sido liberada con facilidad en los primeros días de septiembre, se estaba convirtiendo en un vasto campo de batalla. Bernardo no culpaba a nadie. Combatientes estadounidenses y británicos estaban dando sus vidas para librar a Holanda de un cruel opresor. Sin embargo, Bernardo se había sentido rápidamente desilusionado con Montgomery y su Estado Mayor. El viernes 22 de septiembre, cuando Bernardo supo que los carros de la Blindada de Guardias habían sido detenidos en Elst y los polacos lanzados junto a Driel en vez de sobre el lado meridional del puente de Arnhem, el príncipe, de treinta y tres años, perdió los estribos.

«¿Por qué? —preguntó coléricamente a su jefe de Estado Mayor, general de división Pete Doorman—. ¿Por qué no nos escuchan los británicos? ¿Por qué?».

Los consejeros militares holandeses habían sido excluidos del planeamiento de Market-Garden, aunque su consejo podría haber sido de gran valor. «Por ejemplo —recuerda Bernardo—, si hubiéramos conocido con tiempo la elección de las zonas de lanzamiento y la distancia entre ellas y el puente de Arnhem, mis gentes habrían dicho algo, sin duda». Debido a la «gran experiencia de Montgomery», Bernardo y su Estado Mayor «no habían preguntado nada y lo habían aceptado todo». Pero, desde el momento en que los generales holandeses tuvieron conocimiento de la ruta que se proponían seguir las columnas del XXX Cuerpo de Horrocks, habían tratado ansiosamente de disuadir de ello a todo el que quería escucharles, advirtiendo de los peligros de utilizar desguarnecidas carreteras de diques. «En nuestras academias militares —dice Bernardo—, habíamos realizado innumerables estudios sobre el problema. Sabíamos que los blindados, simplemente, no podían operar a lo largo de esas carreteras sin infantería». Una y otra vez, los oficiales holandeses habían dicho al Estado Mayor de Montgomery que el Proyecto Market-Garden no podría cumplirse a menos que la infantería acompañase a los tanques. El general Doorman describió cómo él «personalmente había realizado ejercicios con blindados en aquella zona concreta antes de la guerra».

A los británicos, dice Bernardo, «no les afectaba nuestra actitud negativa». Aunque todo el mundo era «excepcionalmente cortés, los británicos preferían seguir sus propios planes y nuestras opiniones fueron rechazadas. La actitud predominante era: “No te preocupes, muchacho, sacaremos esto adelante”». Aún ahora, observó Bernardo, «se le echaba la culpa de todo al tiempo. La impresión general en mi Estado Mayor era que los británicos nos consideraban un puñado de idiotas por atrevernos a poner en tela de juicio sus tácticas militares». Bernardo sabía que, a excepción de unos cuantos oficiales, no se le «apreciaba mucho en el Cuartel General de Montgomery, porque yo decía cosas que, desgraciadamente, estaban resultando ciertas ahora, y al inglés medio no le gusta que un maldito extranjero le diga que está equivocado[101]».

Desde su Cuartel General en Bruselas, Bernardo había mantenido plenamente informada de los acontecimientos a la reina Guillermina, de sesenta y cuatro años, y al Gobierno holandés en el exilio, en Londres. «Tampoco habrían podido influir en las decisiones militares británicas —dice Bernardo—. De nada habría servido que la reina o nuestro Gobierno abordaran la cuestión con Churchill. Éste jamás habría intervenido en una operación militar en curso. La reputación de Monty era demasiado grande. No había nada que pudiéramos hacer».

La reina Guillermina seguía ansiosamente el desarrollo de la batalla. Al igual que su yerno, había esperado una rápida liberación de Holanda. Ahora, si fracasaba la Operación Market-Garden, la familia real temía «las terribles represalias que los alemanes impondrían a nuestro pueblo. La reina no esperaba piedad de los alemanes, a los que odiaba con pasión».

En los primeros momentos de la Operación, Bernardo había informado a Guillermina que «pronto rebasaremos varios de los castillos y fincas reales». «Quémalos todos», replicó la reina. Sorprendido, Bernardo balbuceó: «¿Perdón?». Guillermina dijo: «Jamás volveré a poner los pies en un lugar en el que los alemanes han estado sentados en mis sillas, en mis habitaciones. ¡Jamás!». Bernardo trató de aplacarla. «Estás exagerando un poco las cosas, madre. Después de todo, son edificios muy útiles. Podemos fumigarlos, emplear “DDT”». La reina se mantuvo inflexible. «Quema los palacios —ordenó—. Jamás volveré a poner los pies en uno de ellos». El príncipe se negó. «La reina se encolerizó porque yo ocupé el palacio con mi Estado Mayor (sin destruirlo), y no se consultó a ella antes. Se pasó semanas enteras sin hablarme, excepto sobre asuntos oficiales».

Bernardo y su Estado Mayor no podían hacer ahora más que «esperar y desear lo mejor. Sentíamos amargura y frustración por el sesgo que estaban adquiriendo los acontecimientos. Nunca se nos había ocurrido que en las altas esferas pudieran cometerse tan tremendos errores». Bernardo se sentía más receloso aún respecto al destino de Holanda. «Yo sabía que, si los británicos eran rechazados en Arnhem, las repercusiones sobre el pueblo holandés serían terribles durante el invierno».