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En el puente de Arnhem, el tenaz desafío de los valientes y escasos defensores estaba tocando a su fin. Al amanecer, los alemanes habían reanudado su terrible bombardeo. A la luz del alba, los montones de escombros que en otro tiempo fueran edificios de oficinas se vieron sometidos de nuevo a un fuego demoledor. A cada lado del puente y a lo largo de las desordenadas y mutiladas ruinas del Eusebius Buiten Singel, los pocos puntos fortificados que todavía quedaban estaban siendo sistemáticamente destruidos. La semicircular línea defensiva que había protegido los accesos septentrionales casi había dejado de existir. Sin embargo, rodeados de llamas y resguardándose tras montones de escombros, pequeños grupos de hombres obstinados continuaban luchando, impidiendo a los alemanes el paso hasta el puente.

Sólo el valor había sostenido hasta ese momento a los hombres de Frost, pero había sido lo suficientemente feroz y lo suficientemente constante como para contener a los alemanes durante tres noches y dos días. El 2.º Batallón y los hombres de otras unidades que habían venido en grupos de dos y tres a unírsele (una fuerza que, de acuerdo con los cálculos más optimistas de Frost, nunca totalizó más de seiscientos o setecientos hombres) habían cerrado filas en su dura prueba. El orgullo y una tarea común los habían fundido. Ellos solos habían alcanzado el objetivo de toda una división aerotransportada y lo habían mantenido durante más tiempo del que se había previsto para la propia división. En las desesperadas y ansiosas horas, esperando una ayuda que nunca llegaba, su común estado de ánimo encontró quizá su mejor expresión en las palabras del cabo Gordon Spicer, que escribió: «¿Quién está incumpliendo su tarea? ¡Nosotros no!».

Pero el tiempo de su resistencia estaba ya próximo a expirar. Agazapados en ruinas y hoyos, pugnando por protegerse a sí mismos y a los sótanos llenos de heridos, aturdidos y conmocionados por el casi incesante fuego enemigo y llevando como emblema de honor sus vendas manchadas de sangre y sus indolentes modales, los Diablos Rojos comprendieron, finalmente, que ya no podían resistir más.

El descubrimiento produjo una curiosa calma, totalmente exenta de pánico. Fue como si los hombres decidieran en su fuero interno que lucharían hasta morir, aunque sólo fuese para provocar más a los alemanes. Pese a su percepción de que la lucha casi había terminado, los hombres seguían inventando nuevas formas de mantenerla. Hombres de los pelotones de morteros dispararon sus últimas granadas sin trípodes ni plataformas, levantando el cañón y sujetándolo con cuerdas. Otros, al descubrir que no quedaban detonadores para los lanzacohetes Piat, de carga por resorte, intentaban en su lugar detonar las bombas con fulminantes hechos con cajas de cerillas. A su alrededor, yacían muertos o agonizantes sus amigos y, no obstante, encontraban la voluntad para resistir y, al hacerlo, se divertían a menudo unos a otros. Los hombres recuerdan un soldado irlandés al que la explosión de una granada había dejado inconsciente que, abriendo por fin los ojos, dijo: «Estoy muerto. —Luego, pensándoselo mejor, exclamó—: No puede ser. Estoy hablando».

Para el coronel John Frost, cuyo cuerno de caza los había llamado junto a él aquel soleado domingo que había de constituir el principio de su victoriosa marcha, permanecerían siempre imbatidos. Sin embargo, entonces, en este negro y trágico miércoles, sabía que «no existía prácticamente ninguna posibilidad de recibir ayuda».

El número de hombres capaces todavía de combatir era, como mucho, de entre 150 y 200, concentrados principalmente en torno a los semiderruidos edificios del Cuartel General en el lado occidental de la rampa. Más de trescientos heridos británicos y alemanes llenaban los sótanos. «Se amontonaban casi unos encima de otros —observó Frost—, haciendo imposible que los médicos y enfermeros pasaran entre ellos y los atendieran». Pronto tendría que tomar una decisión sobre estos heridos. Si el edificio del Cuartel General recibía un nuevo impacto, y eso era casi seguro que iba a ocurrir, dijo Frost al comandante Freddie Gough, «no veo cómo puedo seguir luchando hasta el último minuto y luego, irme y dejar que se abrasen nuestros heridos». Se hacía necesario adoptar medidas para sacarlos antes de que el edificio fuera destruido o conquistado. Frost no sabía cuánto tiempo quedaba. Todavía creía que podría controlar los accesos durante algún tiempo, quizás incluso otras veinticuatro horas, pero sus defensas eran ahora tan débiles que sabía que «un decidido ataque del enemigo podía llevarle hasta nuestro mismo centro».

En el lado de la rampa del capitán Mackay, la pulverizada escuela parecía, pensó, «un colador». Como más tarde recordó Mackay, «estábamos solos. Todas las casas del lado éste habían sido incendiadas excepto una, más al sur, que se hallaba ocupada por los alemanes». Y en la escuela, un horror había sucedido a otro horror. «Los hombres estaban exhaustos y mugrientos —escribió Mackay—, y sentía una punzada en el estómago cada vez que los miraba. Macilentos, con los ojos enrojecidos e inyectados en sangre, casi todos tenían alguna especie de sucia venda de campaña y había sangre por todas partes». Mientras los heridos eran bajados por la escalera hasta el sótano, Mackay observó que «en cada rellano, la sangre había formado charcos y bajaba en pequeños arroyuelos por las escaleras». Los trece hombres que le quedaban estaban agazapados «en grupos de dos y de tres, guarneciendo posiciones que requerían el doble de hombres. Las únicas cosas que estaban limpias eran las armas». En los restos de la escuela, Mackay y sus hombres rechazaron tres ataques enemigos en dos horas, causando a los alemanes un número de muertos cuatro veces superior al de sus propios efectivos.

La lucha continuó durante la mañana. Luego, hacia el mediodía, el hombre que tan tenazmente había desafiado a los alemanes cayó herido. Cuando Frost fue a reunirse con el comandante Douglas Crawley para tratar sobre la posibilidad de enviar una patrulla de combate para despejar la zona, recuerda «una tremenda explosión» que lo levantó en el aire y lo arrojó boca abajo a varios metros de distancia. Una granada de mortero había hecho explosión prácticamente entre los dos hombres. Milagrosamente, ambos estaban vivos pero la metralla había penetrado en el tobillo izquierdo y la tibia derecha de Frost y Crawley estaba herido en las dos piernas y en el brazo derecho. Frost, casi inconsciente, se sintió avergonzado de no poder «contener los gemidos que parecían brotar por voluntad propia de mí, teniendo en cuenta, sobre todo, que Doug no emitía el menor sonido». Wicks, asistente de Frost, ayudó a arrastrar a los dos oficiales a lugar cubierto, y los camilleros los llevaron al sótano con los demás heridos.

El padre Egan trataba de orientarse en la abarrotada bodega. En uno de los oscuros recovecos de la helada estancia, el teniente Bucky Buchanan, el oficial de información que había ayudado a rescatar a Egan, parecía estar apoyado fatigosamente contra la pared. Pero Buchanan estaba muerto. La explosión de una bomba le había matado en el acto sin dejar señal. Entonces, aturdido y todavía conmocionado, Egan vio que traían a Frost. «Recuerdo su cara —dice Egan—. Parecía mortalmente cansado y abatido». Otros heridos que se encontraban en el sótano vieron también a su comandante. Para el teniente John Blunt, amigo del fallecido Buchanan, la visión del coronel en una camilla constituyó un golpe abrumador. «Sus subordinados siempre le habíamos considerado indomable —escribió Blunt—. Dolía verle transportado de aquella manera. Nunca se había doblegado a nada».

Al otro lado de la habitación, el soldado James Sims, que también había recibido una herida de metralla, recuerda que alguien preguntó ansiosamente a Frost: «¿Podemos resistir todavía, señor?».

En Inglaterra, el general de división Sosabowski contemplaba a su Brigada subir a bordo de las largas hileras de aviones de transporte de tropas Dakota. Desde el domingo, había sentido crecer la tensión mientras sus polacos esperaban el momento de partir. El martes, habían hecho el viaje desde sus acantonamientos hasta el aeródromo, sólo para encontrarse con que se había cancelado la Operación. Aquel miércoles por la mañana, el enterarse del cambio de su zona de lanzamiento, el propio Sosabowski había aplazado por tres horas el vuelo a fin de elaborar nuevos planes. Ahora, poco antes de las 13.00 horas, mientras los pesadamente cargados paracaidistas se dirigían hacia los aviones, la atmósfera de impaciencia había desaparecido. Los hombres estaban por fin en camino, y Sosabowski notó «una actitud casi alegre entre ellos».

Su estado de ánimo era muy diferente. En las pocas horas transcurridas desde el cambio de planes, había tratado de averiguar todo lo posible sobre la situación de Urquhart y la nueva zona de lanzamiento. Había dado instrucciones a su Brigada, compuesta por tres batallones, hasta el nivel de pelotón, pero eran escasos los datos que había podido proporcionarles. Sosabowski sentía que se encontraban mal preparados, disponiéndose casi a «saltar hacia lo desconocido».

Ahora, mientras giraban las hélices, sus batallones comenzaron a subir a bordo de los 114 Dakota que los llevarían a Holanda. Satisfecho de la operación de carga de los aparatos, Sosabowski subió al primer avión. Con los motores aumentando rápidamente sus revoluciones, el Dakota se movió, rodó lentamente por la pista, viró y se dispuso a despegar. Luego, se detuvo. Sosabowski observó con desaliento que los motores se iban parando. Transcurrieron unos minutos y su ansiedad creció. Se preguntó qué estaría demorando el despegue.

De pronto, se abrió la portezuela, y subió un oficial de la RAF. Avanzando por el pasillo del avión, informó a Sosabowski que la torre de control acababa de recibir aviso de que se suspendiera el despegue. La situación era repetición de la del martes: los campos meridionales estaban abiertos, e iban despegando los aviones de reaprovisionamiento, pero la zona de Grantham estaba envuelta en una densa niebla. Sosabowski le miró con incredulidad. Podía oír las maldiciones de sus hombres y sus oficiales conforme les iba siendo comunicada la información. El vuelo fue cancelado hasta 24 horas más tarde, hasta las 13.00 horas del jueves 21 de septiembre.

El Regimiento de Infantería de Planeadores del general Gavin también quedó inmovilizado una vez más. Ese día del vital asalto al río Waal en Nimega, los desesperadamente necesarios 3400 hombres de Gavin con su armamento y equipo, no pudieron salir. El transbordador Driel-Heveadorp continuaba aún en funcionamiento. Aquel crucial miércoles, tres días después del Día D, en el que la Brigada polaca hubiera podido ser transportada en transbordador a través del Rin para reforzar a los debilitados soldados de Urquhart, el tiempo había golpeado de nuevo a Market-Garden.

El mariscal de campo Walter Model se encontraba finalmente listo para iniciar su contraofensiva contra los británicos y estadounidenses en Holanda. Aquel crítico miércoles 20 de septiembre, el corredor entero tembló bajo la violencia de un ataque alemán tras otro.

Model, que recibía refuerzos sin cesar, estaba seguro de que sus fuerzas eran ahora lo bastante poderosas como para frustrar el ataque de Montgomery. Se proponía lanzarse sobre el corredor aliado en Son, Veghel y Nimega. Sabía que el puente de Arnhem estaba en sus manos. Y el Decimoquinto Ejército de Von Zangen —el ejército que Montgomery había olvidado en Amberes— estaba renovando lentamente sus fuerzas. Se estaban reorganizando sus estados mayores y llegaban diariamente municiones y suministros. Al cabo de 48 horas, según consta en el Diario de guerra del Grupo de Ejércitos B anexo 2342, Model informaría a Von Rundstedt de la situación de Von Zangen en los siguientes términos: «El total de hombres y equipo transportado a través del Escalda por el Decimoquinto Ejército asciende a 82 000 hombres, 530 cañones, 4600 vehículos, más de 4000 caballos y una gran cantidad de valioso material[89]…».

Model confiaba en ese momento en la capacidad de Von Zangen hasta tal punto que decidió que reorganizaría por completo su propia estructura de mando en el plazo de 72 horas. Von Zangen mandaría todas las fuerzas del Grupo de Ejércitos B situadas al oeste del corredor aliado; al Primer Ejército Paracaidista del general Student, que estaba siendo sistemáticamente reforzado, se le asignaría el lado oriental. Había llegado el momento de que Model comenzara su ofensiva con violentos ataques de tanteo.

En la mañana del día 20, fuerzas acorazadas atacaron la zona de la 101en el puente de Son y estuvieron a punto de conseguir tomar el puente. Sólo la rápida actuación de los hombres del general Taylor y los tanques británicos pudo contener el ataque. Simultáneamente, mientras las columnas de Horrocks avanzaban veloces hacia Nimega, el sector entero de Taylor se vio sometido a una fuerte presión.

A las 11.00 horas, en la zona del general Gavin, tropas alemanas, salieron del Reichswald precedidas por un intenso bombardeo y atacaron el flanco oriental de la 82.a. A las pocas horas, se desarrollaba un ataque a gran escala en la zona de Mook, amenazando el puente de Heumen. Precipitándose al teatro de operaciones desde Nimega, donde sus hombres se preparaban para asaltar el Waal, Gavin vio que «el único puente que poseíamos capaz de soportar el paso de blindados» se hallaba en grave peligro. «Era esencial para la supervivencia de los británicos y americanos hacinados en Nimega», recuerda. Su problema era grave; todas las unidades disponibles de la 82.a se hallaban ya empeñadas en combate. Apresuradamente, Gavin pidió ayuda a la Guardia Coldstream. Luego, en un contraataque dirigido personalmente por Gavin, comenzó una implacable y encarnizada batalla que habría de durar todo el día. Moviendo sus fuerzas de un lado a otro como peones de ajedrez, Gavin resistió y obligó finalmente a los alemanes a retirarse. Siempre había temido un ataque desde el Reichswald. Ahora, Gavin y el comandante de cuerpo Browning sabían que había comenzado una nueva y más terrible fase de la lucha. Entre los prisioneros tomados habla hombres del endurecido II Cuerpo Paracaidista del general Mendl. La intención de Model era evidente: había que apoderarse de los puentes clave, estrangular el corredor y aplastar las columnas de Horrocks.

Por su parte, Model estaba convencido de que los Aliados jamás podrían cruzar el río en Nimega y avanzar los últimos 16 kilómetros hasta Arnhem. Comentó confidencialmente al general Bittrich que esperaba que en una semana hubiese terminado la batalla. Bittrich estaba menos seguro. Le dijo a Model que se sentiría más tranquilo si los puentes de Nimega fuesen destruidos. Model clavó en él sus ojos y exclamó airadamente: «¡No!».

El general de división Heinz Harmel se sentía enojado por la actitud de su superior, el general Wilhelm Bittrich. El comandante del II Cuerpo Panzer tenía una visión demasiado superficial y alejada de la batalla, consideraba Harmel. Bittrich «parecía haberse desentendido por completo de los problemas de transporte en Pannerden». Estos problemas habían preocupado a Harmel desde el principio, porque le parecía que Bittrich nunca había permanecido sobre el terreno el tiempo suficiente «para ver por sí mismo la imposible tarea de hacer cruzar el río a veinte carros de combate…, y tres de ellos eran Tiger». Los ingenieros de Harmel habían necesitado casi tres días para construir un transbordador capaz de transportar a través del Rin una carga estimada de cuarenta toneladas. Aunque Harmel creía que ahora la operación se aceleraría, sólo tres pelotones de tanques (doce Panther) habían llegado hasta el momento a las proximidades de Nimega. Los restantes, incluyendo sus carros Tiger, estaban combatiendo en el puente de Arnhem a las órdenes del veterano jefe del frente oriental, el comandante Hans Peter Knaust.

Knaust, de treinta y ocho años, había perdido una pierna en una batalla cerca de Moscú, en 1941. Según recuerda Harmel, «caminaba entonces con una de madera y, aunque siempre le dolía, ni una sola vez se quejaba». Sin embargo, Knaust también era blanco de las iras de Harmel.

Para reforzar a la División Frundsberg se había llevado apresuradamente a Holanda al «Kampfgruppe de Knaust» con 35 carros de combate, cinco transportes blindados y un cañón autopropulsado. Pero los veteranos de Knaust eran de poco valor. Casi todos ellos habían sido gravemente heridos en un momento u otro; en opinión de Harmel, eran «casi inválidos». En condiciones normales, aquellos hombres no habrían estado en el servicio activo. Además, los reemplazos de Knaust eran jóvenes y muchos solamente habían recibido instrucción durante ocho semanas. La batalla del puente de Arnhem estaba durando tanto tiempo que Harmel temía ahora por la situación en Nimega. Si los británicos lograban abrirse paso, necesitaría los blindados de Knaust para conservar el puente y las posiciones defensivas situadas entre Nimega y Arnhem. Estaban en camino más refuerzos blindados, incluyendo de quince a veinte carros Tiger y otros veinte Panther. Pero Harmel no tenía ni idea de cuándo llegarían ni de si el puente de Arnhem estaría abierto para dar paso a su avance hacia el sur. Harmel preveía que, aun después de su captura, sería necesario todo un día para despejarlo de escombros y permitir el tránsito de vehículos.

Para supervisar todas las operaciones, Harmel había instalado un puesto de mando avanzado cerca del pueblo de Doornenburg, a tres kilómetros al oeste de Pannerden y nueve kilómetros al nordeste de Nimega. Desde allí, se dirigió hacia el oeste, hasta aproximadamente el punto medio de la carretera Nimega-Arnhem, con el fin de estudiar el terreno, fijando automáticamente en su mente las posiciones defensivas que podrían utilizarse si el enemigo lograba romper las líneas. Su reconocimiento produjo una impresión clara: parecía imposible que ni los blindados británicos ni los alemanes pudieran abandonar la carretera principal. Sólo vehículos ligeros podían circular por las endebles carreteras secundarias pavimentadas de ladrillos. Sus propios tanques, avanzando hacia Nimega después de cruzar el río en Pannerden, se habían quedado empantanados en estas carreteras, ya que su peso destrozaba el pavimento. La carretera principal Nimega-Arnhem era, en algunos puntos, una carretera sobre un dique unos tres o cuatro metros por encima de los pólderes que se extendían a ambos lados. Los carros que avanzasen por estos elevados tramos quedarían completamente expuestos, recortándose contra el cielo. Baterías de artilleros bien emplazadas podrían hacer blanco en ellos fácilmente. Por el momento, Harmel no tenía casi artillería para cubrir la carretera, por lo que resultaba imperativo que los blindados y cañones de Knaust cruzaran el Rin y ocuparan posiciones antes de que los británicos pudieran romper las líneas en Nimega.

Regresando a su Cuartel General en Doornenburg, Harmel escuchó los últimos informes de su jefe de Estado Mayor, coronel Paetsch. Había buenas noticias de Arnhem: se estaban haciendo más prisioneros y los combates en el puente estaban empezando a ceder. Knaust creía ahora que podría disponer del puente para la caída de la tarde. La lucha continuaba en Nimega, pero el capitán Karl Heinz Euling, a pesar de estar sufriendo grandes bajas, estaba conteniendo todos los esfuerzos enemigos por apoderarse de los puentes de ferrocarril y carretera allí existentes. Los americanos y británicos habían sido detenidos en ambos accesos. En el centro de la ciudad, se había contenido también a las fuerzas británicas, pero esa situación era más precaria.

El informe de Euling reflejaba un optimismo que Harmel no compartía. Finalmente, por su superioridad numérica, los blindados británicos desbordarían seguramente las líneas alemanas. Encendiendo un cigarro, Harmel dijo a Paetsch que «esperaba que, en el plazo de 48 horas, cayera sobre el puente todo el peso del ataque angloamericano». Si los blindados y artilleros de Knaust tomaban rápidamente el puente de Arnhem, tal vez pudieran detener el ataque blindado británico. Si los panzer veían frenada su marcha mientras desalojaban del puente de Arnhem al pequeño grupo de británicos y lo despejaban de escombros, Harmel sabía que, contra toda orden, debía volar el puente de Nimega.

Pese a su detenido examen del problema, no contempló la posibilidad de un absurdo proyecto: que las fuerzas aerotransportadas americanas intentaran vadear el río en un gran asalto anfibio.