En las bases cubiertas por la niebla de las cercanías de Grantham, Inglaterra, la 1.a Brigada Paracaidista Polaca estaba esperando el momento del despegue. La hora cero para el lanzamiento había sido fijada para las 10.00 horas, pero el mal tiempo había obligado a un aplazamiento de cinco horas. La brigada debía concentrarse a las 15.00 horas. El general de división Stanislaw Sosabowski, el polaco orgullosamente independiente, el voluble comandante, había mantenido a sus hombres junto a los aviones durante la espera. Le parecía al quincuagenario Sosabowski que en Inglaterra había niebla todas las mañanas. Si el tiempo despejaba antes de lo previsto, podrían modificarse las órdenes, y Sosabowski estaría preparado para partir en el plazo más breve posible. Sentía que cada hora tenía un gran valor. Urquhart, creía Sosabowski, se encontraba en apuros.
Además del instinto, no había ninguna razón concreta para la opinión de Sosabowski. Lo cierto es que, desde el principio, no se había sentido muy atraído por la idea de Market-Garden. Estaba seguro de que las zonas de lanzamiento se encontraban demasiado alejadas del puente para conseguir un efecto de sorpresa. Además, nadie en Inglaterra parecía saber qué estaba sucediendo en Arnhem, y Sosabowski se había alarmado al descubrir en el Cuartel General que habían quedado cortadas las comunicaciones con la 1.a División Aerotransportada británica. Todo lo que se sabía era que el extremo norte del puente de Arnhem se hallaba en manos británicas. Como no se había producido ningún cambio en el plan, los hombres de Sosabowski, lanzándose al sur, cerca del pueblo de Elden, tomarían el otro extremo.
Pero el general estaba preocupado por la falta de información. No podía estar seguro de que los hombres de Urquhart continuaban en el puente. Los oficiales de enlace del Cuartel General de Browning, de los cuales dependía Sosabowski para la obtención de noticias, parecían saber poco sobre lo que realmente estaba sucediendo. Había pensado en acudir directamente al Cuartel General del Ejército Aerotransportado aliado, en Ascot, para hablar en persona con el general Lewis Brereton. El protocolo lo impedía. Sus tropas se hallaban bajo el mando del general Browning, y Sosabowski era reacio a saltarse la vía jerárquica militar. Cualquier alteración del plan debía proceder solamente de Browning, y no se había recibido ninguna. Sin embargo, Sosabowski tenía la impresión de que algo iba mal. Si los británicos ocupaban solamente el extremo norte del puente, el enemigo tenía que ser muy fuerte en el sur, y era muy posible que los polacos se vieran obligados a librar el combate más encarnizado de su vida. Los transportes y artillería de Sosabowski, que debían salir en 46 planeadores desde las bases de Down Ampney y Torrant Rushton, continuaban teniendo fijada su hora de despegue a mediodía. Como esa parte del plan se mantenía sin variación, Sosabowski trató de convencerse a sí mismo de que todo iría bien.
El teniente Albert Smaczny se sentía igualmente intranquilo. Debía atravesar con su compañía el puente de Arnhem y ocupar varios edificios de la parte éste de la ciudad. Si el puente no había sido capturado, no sabía cómo iba a llevar a sus hombres al otro lado del Rin. Se le había asegurado a Smaczny que el puente estaría en manos británicas, pero desde su huida de los alemanes en 1939 (su hermano de dieciséis años había sido fusilado por la Gestapo como represalia), Smaczny se había obligado a sí mismo a «esperar lo inesperado».
Hora tras hora, los polacos aguardaban y la niebla persistía en las Midlands. El cabo Wladijslaw Korob «estaba empezando a ponerme nervioso. Quería despegar —recuerda—. Estar paseando por el aeródromo no era la idea que yo tenía sobre la mejor forma de matar alemanes». Contemplando los aviones congregados en el campo, el teniente Stefan Kaczmarek sintió «una alegría que casi dolía». Él también se estaba cansando de permanecer ocioso. La operación, dijo a sus hombres, «es la segunda mejor alternativa para liberar Varsovia. Si triunfamos, entraremos en Alemania por la cocina».
Pero los polacos se verían decepcionados. A mediodía, Sosabowski recibió nuevas órdenes. Aunque los aviones operaban desde los campos meridionales, en las Midlands las bases permanecerían cerradas por el mal tiempo. Fue cancelado el vuelo por aquel día. «Es inútil, mi general —dijo el oficial jefe de enlace, teniente coronel George Stevens, frente a las protestas de Sosabowski—, no podemos llevarle». Se aplazó el asalto hasta la mañana siguiente, miércoles, 20 de septiembre. «Lo intentaremos a las 10.00 horas», se le dijo. No había tiempo para trasladar las tropas a las bases del sur. Para mortificación de Sosabowski, éste se enteró de que su expedición de suministros en planeador había emprendido ya el vuelo y se hallaba en rumbo hacia Holanda. El general ardía de impaciencia. Cada hora que transcurría significaba una mayor resistencia enemiga, y el día siguiente podría traer una lucha infinitamente más encarnizada…, a menos que sus temores estuvieran por completo injustificados.
No lo estaban. La expedición de planeadores con hombres, artillería y transportes para Sosabowski volaba hacia su casi total aniquilamiento. El tercer vuelo resultaría un desastre.
Una masa de nubes bajas cubría la ruta meridional a lo largo del Canal. El tercer vuelo, que se dirigía hacia las zonas de lanzamiento británicas de la 101.a y la 82.a, tropezó con dificultades desde el principio. Las predicciones meteorológicas habían señalado tiempo despejado para la tarde. En lugar de ello, las condiciones estaban empeorando incluso cuando iban despegando las formaciones. Las escuadrillas de cazas, envueltas en nubes y sin poder ver los objetivos terrestres, se vieron obligadas a regresar. Con una visibilidad nula, incapaces de ver a sus propios remolcadores, muchos planeadores cortaron los cables para realizar aterrizajes de emergencia en Inglaterra o en el Canal, y convoyes enteros tuvieron que renunciar y regresar a la base.
De los 655 transportes de tropas y 431 planeadores que despegaron, poco más de la mitad llegaron a las zonas de lanzamiento y aterrizaje, aunque la mayoría de las combinaciones avión-planeador que transportaban tropas lograron aterrizar sin novedad en Inglaterra o en otros lugares. Pero, sobre el continente, el intenso fuego de la artillería enemiga y los ataques de la Luftwaffe, combinados con el mal tiempo, causaron la pérdida de unos 112 planeadores y 40 transportes. Solamente llegaron 1341 de los 2310 hombres y sólo 40 de las 68 piezas de artillería destinadas a la 101.a División Aerotransportada. Era tan apurada la situación de los hombres del general Taylor que los cuarenta cañones entraron en acción casi inmediatamente después de aterrizar.
La 82.a Aerotransportada del general Gavin aún tuvo peor suerte. En aquellos momentos, cuando cada soldado era necesario para el ataque sobre los críticos puentes de Nimega, el 325.º Regimiento de Infantería en Planeadores de Gavin no llegó en absoluto. Al igual que los paracaidistas polacos, los aviones y planeadores del 325.º, con base también en la zona de Grantham, se vieron en la imposibilidad de despegar. Peor aún, de las 265 toneladas de provisiones y munición destinadas a la 82.a, sólo se recuperaron unas 40.
En el sector británico, donde Urquhart estaba esperando no sólo a los polacos, sino también la llegada de una misión de reaprovisionamiento, se produjo la tragedia. Las zonas de lanzamiento de suministros habían sido ocupadas por el enemigo, y aunque se estaban realizando intensos esfuerzos para desviar la misión de 163 aviones a una nueva zona situada al sur del Hotel Hartenstein, el intento fracasó. Padeciendo ya una desesperada escasez de todo, especialmente de municiones, los hombres de Urquhart vieron a las formaciones aproximarse a través de una cerrada descarga de fuego de artillería. Luego, aparecieron los cazas enemigos, disparando sobre las formaciones y ametrallando las nuevas zonas de lanzamiento de suministros.
Hacia las 16.00 horas, el reverendo G. A. Pare, capellán del Regimiento de Pilotos de Planeadores, oyó el grito «¡Llega el tercer vuelo!». De pronto, recuerda el capellán, «se produjo el más terrible crescendo sonoro y el aire mismo vibró a impulsos de una tremenda barrera artillera. Todo lo que podíamos hacer era contemplar estupefactos cómo nuestros amigos se dirigían a una muerte inevitable».
Pare contempló «angustiado, aquellos bombarderos, utilizados para volar a 5000 metros de altura durante la noche, acercarse a 500 metros a plena luz del día. Vimos más de un aparato envuelto en llamas que, no obstante, mantenía su rumbo, hasta arrojar toda su carga. Era ya evidente para nosotros que nos enfrentábamos a una terrible oposición. Se había enviado un mensaje pidiendo que los suministros fuesen lanzados cerca de nuestro Cuartel General, pero fue en vano».
Sin cazas de escolta y manteniendo obstinadamente su rumbo, las resueltas formaciones soltaron sus suministros sobre las antiguas zonas de lanzamiento. En tierra, los hombres intentaban desesperadamente atraer la atención disparando bengalas, encendiendo bombas de humo, agitando paracaídas e, incluso, prendiendo fuego a varias partes del brezal y, mientras lo hacían, eran ametrallados por Messerschmitts enemigos que se lanzaban sobre ellos en picado.
Muchos soldados recuerdan un Dakota británico, con el ala de estribor incendiada, llegando a la zona de lanzamiento ahora ocupada por los alemanes. El sargento Victor Miller, uno de los pilotos de planeadores que habían aterrizado el domingo en el primer vuelo, sintió «una punzada de angustia al ver que las llamas envolvían casi toda la mitad inferior del fuselaje». Esperando ver a la tripulación lanzarse en paracaídas, Miller se encontró murmurando: «¡Saltad! ¡Saltad!». Mientras el avión volaba a baja altura, Miller vio al despachador de pie en la portezuela, arrojando cajas. Hipnotizado, vio cómo el llameante Dakota describía un giro y daba otra pasada, y, a través del humo, vio caer más cajas. El sargento Douglas Atwell, otro piloto de planeadores, recuerda que los hombres salieron de sus trincheras para mirar silenciosamente al cielo. «Estábamos mortalmente cansados, y teníamos poco que comer o beber, pero, en aquel momento, yo no podía pensar en otra cosa más que en aquel avión. Era como si fuera el único en todo el cielo. Los hombres se quedaron petrificados donde estaban, y durante todo el tiempo aquel despachador seguía arrojando cajas». El piloto mantuvo el rumbo de su incendiado avión, realizando una segunda y lenta pasada. Al comandante Geoffrey Powell le «horrorizaba que hiciera tal cosa. No podía apartar los ojos del aparato. De pronto, ya no fue un avión sino una enorme bola de fuego naranja». Mientras el incendiado avión caía en barrena, con su piloto, el teniente de aviación David Lord, de treinta y un años, todavía a los mandos, Miller vio más allá de los árboles «sólo una densa columna de humo que señalaba el lugar de eterno descanso de una brava tripulación que murió para que nosotros tuviéramos la posibilidad de vivir».
Pero el sargento Miller se equivocaba. Un miembro de la tripulación del Dakota siniestrado sobreviviría. El oficial de vuelo Henry Arthur King, que desempeñaba en aquel vuelo las funciones de navegante, recuerda que, pocos minutos antes de las 16.00 horas, cuando el avión se acercaba a la zona de lanzamiento, una batería antiaérea incendió el motor de estribor. Por el sistema de comunicación interior, Lord dijo: «¿Estáis todos bien? ¿Cuánto falta para la zona de lanzamiento, Harry?». King respondió: «Tres minutos de vuelo». El avión estaba escorando acusadamente hacia la derecha, y King vio que perdía altura con gran rapidez. Las llamas habían empezado a extenderse a lo largo del ala hacia el depósito principal de combustible. «Ahí abajo necesitan el material —oyó decir a Lord—. Vamos allá y luego saltamos. Que todo el mundo se coloque el paracaídas».
King divisó la zona de lanzamiento e informó a Lord. «Muy bien, Harry, puedo verla —dijo el piloto—. Vete atrás y échales una mano con las cajas». King se dirigió hacia la abierta portezuela. La artillería había alcanzado los rodillos utilizados para mover las pesadas cajas, y el despachador, el cabo Philip Nixon, y tres soldados del Real Cuerpo de Servicios del Ejército estaban ya empujando ocho pesadas cajas de municiones hasta la portezuela. Los hombres se habían quitado sus paracaídas para poder arrastrar las cajas. Los cinco habían arrojado ya seis cajas cuando se encendió la luz roja indicando que el avión había salido de la zona de lanzamiento. King tomó el teléfono interior. «Dave —dijo a Lord—, nos quedan dos». Lord inició el giro hacia la izquierda. «Vamos a volver —respondió—. Atentos».
King vio entonces que se encontraban a unos 150 metros, y Lord «manejaba el aparato como si fuese un caza. Yo estaba tratando de ayudar a los chicos del RASC a ponerse de nuevo los paracaídas. Se encendió la luz verde y empujamos las cajas. Lo siguiente que recuerdo es a Lord gritando: “¡Saltad! ¡Saltad! Por el amor de Dios, ¡saltad!”. Se produjo una tremenda explosión y me sentí lanzado por el aire. No recuerdo haber tirado de la anilla, pero debí hacerlo instintivamente. Caí violentamente de espaldas en tierra. Recuerdo que miré mi reloj y vi que habían pasado sólo nueve minutos desde que recibimos el impacto. Tenía el uniforme chamuscado y no pude encontrar mis zapatos».
Casi una hora después, King se encontró a una compañía del 10.º Batallón. Alguien le dio té y una barra de chocolate. «Es todo lo que tenemos», le dijo el soldado. King se le quedó mirando: «¿Qué quieres decir con eso de que es todo lo que tenéis? Acabamos de echar provisiones». El soldado meneó la cabeza: «Habéis echado nuestras latas de sardinas, cierto, pero las han cogido los boches. Nosotros no tenemos nada». King se quedó sin habla. Pensó en el teniente Lord, y en los tripulantes y los hombres que se habían quitado los paracaídas en un desesperado esfuerzo por conseguir que las preciosas cajas de munición llegaran a las ansiosas tropas que esperaban abajo. De todos aquellos hombres, sólo King estaba vivo. Y ahora acababa de enterarse de que el sacrificio de sus compañeros había sido inútil[83].
Numerosos aviones realizaron aterrizajes forzosos por toda la zona, principalmente en los alrededores de Wageningen y Renkum. Algunos terminaron en la orilla meridional del Rin. El sargento Walter Simpson recuerda haber oído a su piloto gritar por el teléfono interior: «¡Dios mío, nos han dado!». Al mirar hacia fuera, Simpson vio que estaba incendiado el motor de babor. Oyó que disminuía el latido de los motores y entonces el avión entró en barrena. El aterrado Simpson recuerda que el avión «arrastró la cola por la orilla norte del río, se elevó ligeramente, luego, saltó por encima de las aguas y se posó en la orilla meridional».
A consecuencia del impacto, Simpson fue impulsado hacia delante y arrojado contra un lado del fuselaje. El radiotelegrafista, sargento Runsdale, cayó contra él y quedó tendido sobre el cuerpo de Simpson. El interior del aparato era un revoltijo, estaba ardiendo el combustible y Simpson pudo oír el crepitar de las llamas. Mientras trataba de librar sus piernas de la presión que sobre ellas ejercía el radiotelegrafista, Runsdale gritó y se desmayó. Tenía la espalda rota. Simpson se puso en pie tambaleándose y sacó al sargento por la salida de emergencia. Cuatro miembros de la tripulación, aturdidos y conmocionados, estaban ya allí. Simpson regresó para buscar a los que quedaban en el interior. Encontró inconsciente al bombardero. «Su zapato se había volatilizado, le faltaba parte del talón y tenía rotos los dos brazos», recuerda. Simpson cogió también a este hombre y lo sacó. Aunque el avión ardía ya vorazmente, Simpson regresó por tercera vez en busca del ingeniero, que tenía la pierna fracturada. También él fue puesto a salvo.
En el pueblo de Driel, la joven Cora Baltussen, su hermana Reat y su hermano Albert vieron descender el avión de Simpson. Los tres se dirigieron inmediatamente hacia el lugar en el que había aterrizado. «Era horrible —recuerda Cora—. Había ocho hombres y algunos de ellos estaban terriblemente heridos. Los arrastramos lejos del avión en llamas, en el momento mismo en que explotaba. Yo sabía que los alemanes estarían buscando a la tripulación. Le dije al piloto, el oficial de vuelo Jeffrey Liggens, que se encontraba ileso, que tendríamos que esconderles mientras llevábamos a los heridos al pequeño puesto de socorro del pueblo. Les escondimos a él y otros dos en un cercano edificio de ladrillos y les dijimos que volveríamos al anochecer». Aquella noche, Cora ayudó al único médico del pueblo, una mujer, la doctora Sanderbobrorg, a amputar el pie del bombardero. La guerra había alcanzado finalmente a Cora y al pequeño Driel.
En total, de los cien bombarderos y 63 Dakotas, 97 sufrieron daños y 13 fueron derribados y, pese al heroísmo de los pilotos y las tripulaciones, la diezmada división de Urquhart no recibió la ayuda que necesitaba. De las 390 toneladas de provisiones y munición arrojadas, casi la totalidad cayeron en manos alemanas. Solamente se recuperaron unas veintiuna toneladas.
A peores problemas tendría que enfrentarse la expedición polaca de transportes y artillería. Antes de salir de Inglaterra en la expedición polaca, el sargento de Kenneth Travis-Davison, copiloto de un planeador Horsa, se sintió sorprendido por la casi completa ausencia de información con respecto a las condiciones imperantes en su punto de destino. Las rutas estaban trazadas en los mapas, y las zonas de lanzamiento para la artillería y los transportes de los polacos se hallaban marcadas; pero, señaló Travis-Davison, «se nos dijo que se desconocía cuál era la situación». La única instrucción fue que «los planeadores debían aterrizar en la zona señalada con humo color púrpura». En opinión de Travis-Davison, «la instrucción era ridícula».
Sin embargo, pese a la insuficiente información, los aviones de la RAF localizaron correctamente la zona de lanzamiento próxima a la granja Johannahoeve, y llegaron a ella 31 de los 46 planeadores. Cuando se acercaban, estalló en el aire un huracán de fuego. Una escuadrilla de Messerschmitt alcanzó a muchos de los aparatos, acribillando los delgados cascos de lona y madera chapeada, perforando los depósitos de gasolina de los jeeps e incendiando algunos de ellos. Las baterías antiaéreas alcanzaron a otros. Los que lograron aterrizar lo hicieron en medio de un campo de batalla. Los soldados de la 4.a Brigada de Hackett, pugnando por separarse de un enemigo que amenazaba con desbordarlos, fueron incapaces de llegar a las tierras altas y a la zona de lanzamiento situada más allá a tiempo para protegerla. Mientras británicos y alemanes combatían con ferocidad, los polacos aterrizaron directamente en medio de la feroz batalla. En el terror y la confusión imperantes, los polacos eran tiroteados desde ambos lados. Varios planeadores, muchos de ellos incendiados, aterrizaron accidentadamente en el campo o se estrellaron contra los árboles próximos. Los artilleros polacos, cogidos entre dos fuegos y sin poder distinguir el amigo del enemigo, disparaban por igual contra alemanes y británicos. Luego, descargando apresuradamente los jeeps y las piezas de artillería que se encontraban en buenas condiciones, los aturdidos hombres corrieron por un pasillo de fuego hasta abandonar la zona de aterrizaje. Sorprendentemente, fueron escasas las bajas producidas en tierra, pero muchos de los hombres, desconcertados y aturdidos, fueron hechos prisioneros. La mayoría de los jeeps y de las provisiones resultaron destruidos, y de los ocho cañones anticarro que se necesitaban desesperadamente, sólo tres llegaron indemnes. Los temores del general Stanislaw Sosabowski se hallaban más que justificados. Y la prueba a la que iba a ser sometida la 1.a Brigada Paracaidista Polaca no había hecho más que empezar.
A unos sesenta kilómetros hacia el sur a lo largo de la carretera, las fuerzas aerotransportadas de la 101.a del general Maxwell Taylor estaban ahora combatiendo duramente para mantener abierto el corredor. Pero la encarnizada defensa del Decimoquinto Ejército alemán en Best empezaba a causar mella en las fuerzas de Taylor. Cada vez se veían empeñados más y más hombres en el enconado combate que un oficial de los servicios de información de la división calificó de pasada como «un pequeño error de cálculo». Crecía la presión a todo lo largo del sector de 22 kilómetros que las Águilas Aulladoras acababan de bautizar con el nombre de «Carretera del Infierno». No cabía la menor duda de que el enemigo se proponía impedir el paso a la vanguardia de tanques de Horrocks utilizando Best como base.
Las detenidas columnas de vehículos que abarrotaban la carretera constituían blancos fáciles para el fuego de artillería. Tanques y bulldozers iban continuamente de un lado a otro, apartando los vehículos destruidos para mantener en movimiento a las columnas. Desde el domingo, Best, un objetivo secundario menor, había adquirido tales proporciones que amenazaba con destacar por encima de toda otra acción a lo largo del trozo de carretera de Taylor. En ese momento, el comandante de la 101.a estaba decidido a aplastar completamente al enemigo en Best.
En las primeras horas de la tarde del martes, con el apoyo de carros de combate británicos, Taylor lanzó casi todo el 502.º Regimiento contra los hombres de Von Zangen en Best. El gigantesco ataque cogió por sorpresa al enemigo. Reforzados por el recientemente llegado 327.º Regimiento de Infantería de Planeadores y por los blindados británicos en la carretera, los Batallones 2.º y 3.º barrieron implacablemente las zonas boscosas existentes al este de Best. Encerrados en un gigantesco anillo y obligados a retroceder hacia el Canal Wilhelmina, los alemanes se derrumbaron súbitamente. Con la entrada en combate de nuevas fuerzas, la batalla que se había prolongado sin descanso durante casi 46 horas se terminó en sólo dos. Los hombres de Taylor habían conseguido la primera victoria importante de Market-Garden. Murieron más de trescientos enemigos y fueron capturados más de mil, juntamente con quince piezas de artillería de 88 milímetros. «A la caída de la tarde —dice la historia oficial—, mientras se entregaban centenares de alemanes, se cursó un mensaje solicitando el envío de toda la Policía Militar disponible». El teniente Edward Wierzbowski, el jefe del pelotón que más cerca había estado de tomar el puente de Best antes de su voladura, condujo a sus propios prisioneros después de haber sido él mismo capturado. Sin granadas ni municiones, rodeado de bajas por todas partes —sólo tres hombres de su valeroso pelotón habían resultado ilesos—, Wierzbowski se había rendido finalmente. Ahora, mortalmente cansados y tiznados por el humo de la batalla, Wierzbowski y sus hombres, entre ellos varios de los heridos, desarmaron a los médicos y enfermeros del hospital de campaña alemán al que habían sido conducidos los hombres y regresaron a la División, llevándose consigo sus prisioneros.
Pese a la victoria obtenida, las dificultades del general Taylor distaban mucho de haber terminado. En el mismo momento en que concluía la batalla de Best, los blindados alemanes se lanzaron al asalto del recién instalado puente de Son en un nuevo intento de cortar el corredor. El propio Taylor, al frente de los hombres de su Cuartel General —únicos refuerzos disponibles— se precipitó a la escena. Con fuego de bazooka y un solo cañón anticarro, pusieron fuera de combate a un tanque Panther alemán casi en el mismo instante en que llegaba al puente. Del mismo modo, varios tanques más fueron inutilizados con rapidez. El ataque alemán se derrumbó, y el tráfico continuó moviéndose. Pero las Águilas Aulladoras no podían relajar la vigilancia. «Nuestra situación —observó más tarde Taylor— me recordaba la del antiguo oeste americano, donde pequeñas guarniciones tenían que hacer frente a súbitos ataques indios en cualquier punto a lo largo de grandes trechos de vital vía férrea».
La táctica de ataques súbitos, breves y violentos de los alemanes se estaba cobrando su tributo. Casi trescientos hombres de la 101.a habían resultado muertos, heridos o habían desaparecido en acciones terrestres. Los hombres de las trincheras que ocupaban posiciones a ambos lados de la carretera o en los campos en torno a Best se hallaban en constante peligro de ser rebasados por los flancos, y cada noche traía sus propios temores. En la oscuridad, con los alemanes infiltrándose en el perímetro de la 101.a, nadie sabía si el hombre del pozo de tirador contiguo estaría vivo a la mañana siguiente. En la confusión y sorpresa de estas violentas acciones enemigas, muchos hombres desaparecían súbitamente, y cuando los disparos habían terminado sus amigos los buscaban entre los muertos y heridos en el terreno de batalla y en los puestos de socorro y hospitales de campaña.
Cuando terminó la batalla de Best y las largas líneas de prisioneros fueron conducidas a la División, el sargento jefe Charles Dohun, de treinta y un años, salió a buscar a su oficial, el capitán LeGrand Johnson. En Inglaterra, antes del salto, Dohun se había sentido casi «paralizado de preocupación». Johnson, de veintidós años, había tenido una sensación muy parecida. Estaba «resignado a no regresar jamás». En la mañana del día 19, Johnson había lanzado a su compañía a un ataque en las proximidades de Best. «Era eso o ser masacrado», recuerda. En la feroz batalla, que Johnson recuerda como «la peor que yo haya visto u oído jamás», fue herido en el hombro izquierdo. Reducidos los efectivos de su compañía de 180 a 38 y rodeado en un campo de almiares ardiendo, Johnson contuvo a los alemanes hasta que las compañías de socorro, rechazando al enemigo, pudieran llegar hasta él y evacuar a los supervivientes. Mientras Johnson era conducido a un puesto de socorro, fue herido de nuevo, esta vez en la cabeza. En el puesto de socorro del batallón su cuerpo fue colocado entre otros hombres mortalmente heridos, en lo que los médicos llamaban el «montón de los muertos». Allí, tras una larga búsqueda, le encontró el sargento Dohun. Arrodillándose, Dohun tuvo la convicción de que le quedaba una chispa de vida.
Recogiendo al inerte oficial, Dohun instaló en un jeep a Johnson y a otros cuatro heridos de su compañía y emprendió la marcha hacia el hospital de campaña de Son. Los alemanes habían cortado el paso, así que Dohun condujo el jeep a los bosques y se ocultó. Una vez había pasado la patrulla alemana, emprendió de nuevo la marcha. Al llegar al hospital, encontró largas colas de heridos esperando tratamiento. Dohun, convencido de que Johnson podía morir en cualquier momento, caminó a lo largo de las filas de heridos hasta encontrar un cirujano que estaba examinando a los hombres para determinar quién necesitaba asistencia inmediata. «Comandante —dijo Dohun al médico—, mi capitán necesita atención urgentemente». El comandante meneó la cabeza. «Lo siento, sargento —dijo a Dohun—. Ya llegaremos a él. Tendrá que esperar su turno». Dohun probó de nuevo. «Comandante, se morirá si no le ve usted enseguida». El médico se mantuvo firme. «Tenemos aquí muchos heridos —dijo—. Su capitán será asistido tan pronto como podamos llegar a él». Dohun sacó su revólver del 45 y lo amartilló. «Eso no es lo bastante pronto —dijo en tono sosegado—. Comandante, le mataré aquí mismo si no va usted a mirarle en el acto». Atónito, el médico clavó la vista en Dohun. «Tráigale», dijo.
En el quirófano, Dohun permaneció con su revólver en la mano mientras el médico y sus ayudantes trabajaban sobre Johnson. A la vista del sargento, se le administró a Johnson una transfusión de sangre, le fueron limpiadas sus heridas y se le extrajeron una bala del cráneo y otra del hombro izquierdo. Cuando la operación terminó y Johnson fue vendado, Dohun se fue. Acercándose al médico, le entregó su 45. «Muy bien —dijo—, gracias. Ahora ya pueden encerrarme».
Dohun fue enviado al 2.º Batallón del 502.º. Allí fue conducido a presencia del oficial que lo mandaba. Dohun se cuadró. Se le preguntó si sabía exactamente lo que había hecho y que esta acción constituía un delito merecedor de un consejo de guerra. Dohun respondió: «Sí, señor, lo sé». Paseando de un lado a otro, el comandante se detuvo bruscamente. «Sargento —dijo—, queda usted arrestado…». Hizo una pausa y miró su reloj, «exactamente durante un minuto». Los dos hombres esperaron en silencio. Luego, el oficial miró a Dohun. «Cumplido —dijo—. Ahora vuelva a su unidad». Dohun saludó con gesto vivo. «Sí, señor», dijo, y se marchó[84].
En ese momento, en el sector del corredor del general Gavin, mientras los tanques de Horrocks avanzaban hacia Nimega, la rápida captura de los puentes de la ciudad adquiría una importancia crítica. El día 17 sólo había unos cuantos soldados alemanes protegiendo los accesos al puente sobre el río Waal. Para la tarde del día 19, Gavin estimó que se enfrentaba a más de quinientos Granaderos de las SS, bien situados y apoyados por artillería y blindados. El grueso de la División Blindada de Guardias estaba todavía en camino hacia la ciudad. Solamente se podía recurrir para un ataque a la vanguardia de la columna británica —elementos del 1.er Batallón de los Guardias de Granaderos, bajo el mando del teniente coronel Edward H. Goulburn—, y los soldados de la 82.a de Gavin se hallaban dispersos en sus esfuerzos por combatir a un enemigo que no cesaba de atacar. Como el Regimiento de Infantería en Planeadores de Gavin, con base en las neblinosas Midlands de Inglaterra, no había podido despegar, sólo podía desprenderse de un batallón para que participara en un ataque combinado con los tanques británicos. Gavin eligió el 2.º Batallón del 505.º, al mando del teniente coronel Ben Vandervoort. Todavía había posibilidades de un ataque basado en la rapidez y en la sorpresa tuviera éxito. Y Gavin creía que si alguien podía ayudar a conseguirlo, era el reservado y mesurado Vandervoort[85]. Sin embargo, la operación implicaba grandes riesgos. Gavin pensaba que los británicos parecían subestimar la potencia alemana, como así era. El informe de los Guardias de Granaderos posterior a la acción observó que «se pensaba que la sola presencia de blindados bastaría para hacer que el enemigo se retirase».
A las 15.30 horas, comenzó el ataque combinado. La fuerza penetró rápidamente en el centro de la ciudad, sin encontrar seria resistencia. Allí, aproximadamente cuarenta tanques y vehículos blindados británicos se dividieron en dos columnas, con tropas estadounidenses tanto montadas en los carros como siguiéndoles. Sobre los tanques que abrían la marcha y en los vehículos de reconocimiento había doce guías de la Resistencia holandesa especialmente elegidos mostrando el camino. Entre ellos, un estudiante universitario de veintidós años llamado Jan van Hoof, cuyas acciones posteriores serían objeto de vivas discusiones. «Yo me sentía reacio a utilizar sus servicios —recuerda el oficial de enlace holandés de la 82.a, capitán Arie D. Bestebreurtje—. Parecía muy nervioso, pero otro miembro de la Resistencia respondió por él. Emprendió la marcha en un vehículo británico y ésa fue la última vez que le vi». Al dividirse la fuerza, una columna se dirigió hacia el puente del ferrocarril y la otra, con Goulburn y Vandervoort, se acercó al principal puente de carreteras sobre el Waal.
En ambos objetivos estaban esperando los alemanes. El sargento mayor Paul Nunan recuerda que cuando su pelotón se acercaba a un paso subterráneo cerca del puente del ferrocarril, «empezamos a ser tiroteados. Con un millar de sitios para que se ocultaran francotiradores, era difícil decir de dónde procedían los disparos». Los hombres se pusieron a cubierto y, lentamente, empezaron a retroceder. No les fue mejor a los blindados británicos. Cuando los tanques empezaban a rodar hacia el puente, cañones de 88 milímetros disparando a bocajarro por la calle, los pusieron fuera de combate. Una calle ancha, la Kraijenhoff Laan, conducía a un parque triangular situado al oeste del puente. Allí, en edificios que bordeaban al parque, las fuerzas aerotransportadas se reagruparon para otro ataque. Pero de nuevo fueron contenidas por los alemanes. Francotiradores en los tejados y ametralladoras disparando desde un paso elevado del ferrocarril mantenían a los hombres inmovilizados.
Algunos paracaidistas recuerdan al teniente Russ Parker, con un cigarro entre los dientes, saliendo a campo abierto y rociando los tejados para obligar a los francotiradores a permanecer ocultos. Se llamó a los blindados, y Nunan recuerda que «en aquel instante, el parque entero pareció llenarse de balas trazadoras que procedían de un arma automática emplazada al otro lado de la calle, a nuestra izquierda». Nunan se volvió hacia Herbert Buffalo Boy, indio sioux y veterano soldado de la 82.a. «Creo que los alemanes van a enviar un blindado», dijo. Buffalo Boy sonrió. «Bueno, si tienen a la infantería con ellos, podría resultar un día muy negro», dijo a Nunan. El tanque alemán no se materializó, pero abrió fuego un cañón antiaéreo de 20 milímetros. Los soldados combatieron con granadas, ametralladoras y bazookas hasta que se ordenó que los pelotones avanzados retrocedieran y se consolidaran para pasar la noche. Mientras los hombres avanzaban, los alemanes incendiaron los edificios situados a lo largo de la orilla del río, haciendo imposible que las tropas de Vandervoort se infiltraran, rebasaran las posiciones artilleras y eliminaran bolsas de resistencia. El ataque contra el puente del ferrocarril había quedado detenido.
La segunda columna se había dirigido cubierta por el fuego de la artillería pesada estadounidense hacia el parque Huner, los ornamentales jardines que conducían a los accesos al puente de carretera. Allí, en una rotonda de tráfico, convergían todas las carreteras que llevaban al puente, dominando la zona unas antiguas ruinas con una capilla de dieciséis lados —el Valkhof—, que en otro tiempo había sido palacio de Carlomagno, reconstruido más tarde por Barbarroja. El enemigo estaba concentrado en esta ciudadela. Al coronel Goulburn le pareció casi como si «los boches tuvieran alguna especie de idea de lo que estábamos intentando hacer». Y, en efecto, la tenían.
El batallón de Granaderos Panzer de las SS del capitán Heinz Euling fue una de las primeras unidades que cruzó el Rin, en Pannerden. En cumplimiento de las órdenes dictadas por el general Harmel de proteger el puente a toda costa, Euling había rodeado la zona del parque Huner con cañones autopropulsados y emplazado hombres en la capilla del viejo palacio. Cuando los blindados británicos doblaron con estruendo las esquinas de las calles que desembocaban en el parque, se encontraron bajo el fuego de los cañones de Euling. Los carros retrocedieron ante la intensa barrera artillera. El coronel Vandervoort salió inmediatamente a la calle y haciendo entrar en acción un grupo de morteros con fuego de cobertura, lanzó una compañía hacia delante. Cuando el primer pelotón de la compañía, mandado por el teniente James J. Coyle, echó a correr hacia una fila de casas situadas frente al parque, cayó sobre él un diluvio de fuego de armas ligeras y mortero. El teniente William J. Meddaugh, segundo en el mando, comprendió que «el fuego de los cañones y los francotiradores estaba siendo dirigido por un observador con una radio. Los tanques británicos cubrían nuestro frente mientras el teniente Coyle se introducía en un bloque de edificios que dominaban toda la posición enemiga. Otros pelotones quedaron detenidos, sin poder moverse, y la situación parecía estancada».
Meddaugh consiguió hacer avanzar al resto de su compañía cubierto por bombas de humo británicas y el comandante, teniente J. J. Smith, consolidó a sus hombres alrededor de Coyle. Como recuerda Meddaugh, «el pelotón de Coyle disponía entonces de una perfecta vista del enemigo, pero, cuando empezamos a adelantar los tanques, abrieron fuego varios cañones de tiro rápido que aún no habían disparado. Pusieron fuera de combate a dos tanques y los demás se retiraron». Mientras replicaban con ametralladoras, los hombres de Coyle abrieron fuego con cañones anticarro desde las calles. Cuando se hizo de noche, los SS de Euling trataron de infiltrarse en las posiciones estadounidenses. Un grupo llegó a pocos metros del pelotón de Coyle antes de que los hombres de éste advirtieran su presencia, momento en el que estalló un furioso tiroteo. Los hombres de Coyle sufrieron bajas, y tres de los alemanes cayeron muertos antes de que fuera rechazado el ataque. Más tarde, Euling envió camilleros para recoger a sus heridos y los soldados de Coyle esperaron a que fueran evacuados los alemanes antes de reanudar el combate. En medio de la acción, el soldado John Keller oyó unos suaves golpes. Asomándose a la ventana, quedó asombrado al ver a un holandés que, subido en una escalera de mano, estaba cambiando tranquilamente las planchas del tejado de la casa contigua como si no sucediera nada.
Avanzada la noche y continuando el fuego de armas ligeras, se aplazó hasta el amanecer todo intento de reanudar la marcha. El asalto angloamericano había quedado bruscamente detenido apenas a cuatrocientos metros del puente sobre el Waal, el último obstáculo acuático que se interponía en la carretera a Arnhem.
Para los comandantes aliados ya estaba claro que los alemanes dominaban por completo los puentes. Browning, preocupado por la posibilidad de que los destruyeran en cualquier momento, convocó otra conferencia en las últimas horas del día 19. Era preciso encontrar un medio para cruzar los 400 metros de anchura del río Waal. El general había concebido un plan, que había mencionado a Browning en el momento en que sus fuerzas establecieron contacto. Entonces, el comandante del Cuerpo había rechazado el proyecto. En esta segunda conferencia, Gavin lo volvió a proponer. «Sólo hay una forma de tomar este puente —dijo a los oficiales reunidos—. Tenemos que capturarlo simultáneamente desde ambos extremos». Gavin recomendaba que «se enviaran hacia delante inmediatamente algunos botes de las columnas de ingeniería de Horrocks, porque los vamos a necesitar». Los británicos se quedaron mirándole desconcertados. Lo que el comandante de la 82.a tenía en mente era un asalto a través del río de las fuerzas aerotransportadas.
Gavin continuó explicando. En los casi tres días de combate, sus bajas habían sido muy elevadas, más de doscientos muertos y cerca de setecientos heridos. Varios centenares más de hombres estaban incomunicados o dispersos, y se les había dado por desaparecidos. Sus pérdidas, razonó Gavin, se irían agravando progresivamente si continuaban los ataques frontales. Lo que se necesitaba era un medio de capturar el puente con rapidez y economía. El plan de Gavin era lanzar una unidad a bordo de embarcaciones a través del río, kilómetro y medio aguas abajo mientras continuaba el ataque por la posesión de los accesos meridionales. Bajo la cobertura de fuego de tanques, los soldados asaltarían las defensas enemigas de la orilla norte antes de que los alemanes se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo.
Pero quedaba descartada una sorpresa total. El río era demasiado ancho para que no fueran vistas las embarcaciones cargadas de hombres, y la orilla del otro lado estaba tan descubierta que, una vez cruzado el río, los soldados tendrían que franquear doscientos metros de tierra llana. Más allá, había un terraplén desde el que los artilleros alemanes podrían hacer fuego sobre los invasores. Sería preciso ocupar también esa posición defensiva. Aunque eran de esperar grandes bajas inicialmente, en opinión de Gavin serían menores que si se continuaba el asalto solamente contra los accesos meridionales. «Hay que intentarlo —dijo a Browning— para que Market-Garden tenga éxito».
El coronel George S. Chatterton, comandante del Regimiento de Pilotos de Planeadores británico, recuerda que, además de Browning y Horrocks, se hallaban presentes en la conferencia comandantes de los Guardias Irlandeses, Escoceses y Granaderos. Estaba también, con su eterno cigarro puro entre los dientes, el coronel Reuben Tucker, comandante del 504.º Regimiento de la 82.a, a cuyos hombres había elegido Gavin para llevar a cabo el asalto a través del río si era aprobado su plan. Aunque atento a las palabras de Gavin, Chatterton no pudo evitar advertir las diferencias entre los hombres allí reunidos. «Un general de brigada llevaba zapatos de ante y se apoyaba en uno de esos bastones que sirven de asiento. Tres comandantes de Guardias vestían pantalones de pana un tanto gastados, botas de polo y pañuelos al cuello». Chatterton pensó que «parecían tranquilos y viajados, como si estuvieran hablando de unas maniobras, y no pude por menos de compararlos con los estadounidenses presentes, especialmente el coronel Tucker, que llevaba un casco que le cubría casi toda la cara. Tenía su pistola en una funda sobaquera bajo el brazo izquierdo y llevaba un cuchillo sujeto al muslo». Con gran regocijo por parte de Chatterton, «Tucker se sacaba de vez en cuando el cigarro de la boca para escupir, y, cada vez que lo hacía, aleteaban expresiones de sorpresa en los rostros de los oficiales de los Guardias».
Pero el audaz plan de Gavin constituyó la verdadera sorpresa. «.Sabía que sonaba extravagante —recuerda Gavin—, pero la rapidez era esencial. No había tiempo ni siquiera para practicar un reconocimiento. Mientras continuaba hablando, Tucker era el único de los presentes que parecía imperturbable. Había hecho el desembarco en Anzio y sabía lo que se podía esperar. Para él, el paso del río era como la clase de maniobras que el 504 había practicado en Fort Bragg». Para las fuerzas aerotransportadas, sin embargo, resultaba heterodoxo, y el jefe del Estado Mayor de Browning, general de brigada Gordon Walch, recuerda que el comandante del Cuerpo se hallaba «lleno de admiración por la audacia de la idea». Esta vez, Browning dio su aprobación.
El problema inmediato era encontrar embarcaciones. Consultando con sus ingenieros, Horrocks supo que llevaban unas 28 pequeñas barcas de lona y chapa de madera. Las trasladarían a Nimega durante la noche. Si se podían ultimar los planes a tiempo, el asalto anfibio tipo Normandía en miniatura de Gavin tendría lugar a las 13.00 horas del día siguiente, 20 de septiembre. Las fuerzas aerotransportadas jamás habían intentado una operación de combate semejante. Pero el plan de Gavin parecía ofrecer la mejor oportunidad de capturar intacto el puente de Nimega; y, luego, como creía todo el mundo, un rápido avance por el corredor les uniría con los hombres que se encontraban en Arnhem.
En la extensión de césped del Eusebius Buiten Singel, el general Heinz Harmel estaba dirigiendo personalmente la iniciación del bombardeo contra los hombres de Frost en el puente. Su intento de convencer a Frost para que se rindiera había fracasado, así que sus instrucciones a los comandantes de artillería y blindados fueron concretas: debían arrasar todo edificio ocupado por enemigos. «Como los británicos no quieren salir de sus agujeros —dijo Harmel—, los volaremos». Ordenó a los artilleros que apuntasen «justo bajo los aleros, y disparad metro por metro, piso por piso, hasta que se derrumbe cada casa». Harmel estaba decidido a poner fin al asedio y, puesto que todo lo demás había fracasado, aquélla era la única solución. «Cuando hayamos terminado —añadió Harmel—, no quedará nada más que un montón de ladrillos». Tendido de bruces en el suelo entre dos piezas de artillería, Harmel apuntó sus prismáticos hacia los puntos ocupados por los británicos y dirigió el fuego. Al dispararse las primeras salvas, se incorporó, satisfecho, y pasó el mando a sus oficiales. «Me hubiera gustado quedarme —recuerda—. Era una nueva experiencia de combate para mí. Pero, con los angloamericanos atacando los puentes de Nimega, tenía que apresurarme a ir allá». Mientras Harmel se marchaba, sus artilleros, con metódica y demoledora precisión, comenzaron la tarea de reducir a escombros las restantes posiciones de Frost.
De los 18 edificios que el 2.º Batallón había ocupado inicialmente, los hombres de Frost solamente conservaban ahora unos diez. Mientras los tanques cañoneaban las posiciones desde el este y el oeste, la artillería lanzaba sus bombas contra los que daban al norte. El bombardeo era implacable. «Era el mejor y más efectivo fuego que he visto jamás —recuerda el granadero de las SS, soldado Horst Weber—. Empezando por los tejados, los edificios se derrumbaban como casas de muñecas. No me imaginaba que nadie pudiera salir vivo de aquel infierno. Lo sentí de veras por los británicos».
Weber vio tres carros de combate Tiger bajar lentamente por el Groote Markt y mientras las ametralladoras rociaban de balas todas las ventanas de un bloque de edificios situado frente a los accesos septentrionales del puente, los carros «lanzaban granada tras granada sobre cada casa, una tras otra». Recuerda un edificio que hacía esquina, cuyo «tejado se hundió, los dos pisos superiores empezaron a desmoronarse y luego, como la piel separándose de un esqueleto, toda la fachada se derrumbó sobre la calle, dejando al descubierto los pisos, en los que los británicos trataban de escabullirse como locos». El polvo y los escombros, recuerda Weber, «hicieron que pronto fuera imposible ver nada. El estruendo era terrible, pero, aun así podíamos oír por encima de él los gritos de los heridos».
Los tanques fueron destruyendo por turno las casas situadas en la orilla del Rin y bajo el puente mismo. A menudo, mientras los británicos escapaban, los blindados embestían las ruinas como bulldozers, explanando completamente los solares. En el Cuartel General del capitán Mackay, en la casi destruida escuela bajo la rampa, el teniente Peter Stainforht calculó que «una granada de gran potencia penetraba a través de la fachada sur del edificio exactamente cada diez segundos». Las cosas «empezaron a ponerse mal y todo el mundo tenía una herida u otra». Sin embargo, los soldados resistían obstinadamente, evacuando sistemáticamente cada habitación «a medida que se desplomaban los techos, aparecían grietas en las paredes y las habitaciones se tornaban indefendibles». Entre los escombros, aprovechando al máximo cada disparo, los Diablos Rojos, recuerda orgullosamente Stainforht, «sobrevivían como diques. Los boches, simplemente, no podían echarnos». Pero en otros puntos, a los hombres les empezaba a resultar imposible sostener sus posiciones. «Los alemanes habían decidido aniquilarnos —explica el soldado James W. Sims—. Parecía imposible que el bombardeo y los cañonazos se intensificaran aún más, pero así fue. Una ráfaga tras otra, una granada tras otra, las distintas explosiones se fundían en una continua y reverberante detonación». A cada salva, Sims repetía una desesperada letanía: «¡Resistid! ¡Resistid! Ya no puede durar mucho». Mientras permanecía agazapado solo en su zanja, a Sims le asaltó la idea de que estaba «tendido en una tumba recién abierta, esperando ser enterrado vivo». Recuerda haber pensado que «como no se dé prisa el XXX Cuerpo, estamos listos».
El coronel Frost comprendió que el desastre se había apoderado finalmente del 2.º Batallón. Los batallones de refresco no habían llegado, y Frost estaba seguro de que ya no podrían enviar su ayuda. El lanzamiento polaco no se había materializado. Se les había terminado casi por completo la munición. Las bajas eran ya tan elevadas, que todos los sótanos disponibles estaban llenos, y los hombres llevaban cincuenta horas luchando sin descanso. Frost sabía que no podrían soportar ese suplicio por mucho más tiempo. En todo el contorno de su perímetro defensivo, las casas estaban en llamas, los edificios se habían derrumbado y las posiciones estaban siendo conquistadas. No sabía cuánto tiempo podría seguir resistiendo. Su amado 2.º Batallón estaba siendo sepultado en las ruinas de los edificios que le rodeaban. Pero Frost no estaba dispuesto a complacer a su enemigo. Más allá de toda esperanza, estaba firmemente decidido a impedir hasta el fin que los alemanes se apropiaran del puente de Arnhem.
No era el único. Sus hombres parecían tan afectados como Frost por aquella prueba. Los soldados compartían sus municiones y cogían a los heridos lo poco que podían encontrar, preparándose para la catástrofe que les estaba envolviendo. Nadie demostraba miedo. En su agotamiento, hambre y dolor, los hombres parecían desarrollar una capacidad para bromear sobre ellos mismos y sobre su situación, que iba creciendo al tiempo que su sacrificio se iba haciendo cada vez más ostensible.
El padre Egan recuerda haberse encontrado a Frost saliendo de un retrete. «El rostro del coronel, fatigado, tiznado y sin afeitar, se iluminó con una sonrisa», recuerda Egan. «Padre —me dijo—, la ventana está destrozada, hay un agujero en la pared y el techo ha desaparecido. Pero tiene cadena, y funciona».
Más tarde, Egan trataba de cruzar una calle para visitar a los heridos en los sótanos. La zona estaba sometida a un intenso fuego de mortero y el capellán se refugiaba donde podía. «Afuera, paseando despreocupadamente por la calle, estaba el comandante Digby Tatham-Warter, cuya compañía había tomado inicialmente el puente. El comandante me vio caminar agachado y se acercó. Llevaba en la mano un paraguas». Según recuerda Egan, Tatham-Warter «abrió el paraguas y lo sostuvo sobre mi cabeza. Mientras llovían por todas partes granadas de mortero, dijo: “Vamos, padre”». Como Egan se mostrara reacio, Tatham-Warter le tranquilizó. «No se preocupe, tengo paraguas». El teniente Patrick Barnett encontró al valeroso comandante poco después. Barnett cruzaba a toda velocidad la calle en dirección a una nueva zona defensiva que Frost le había ordenado mantener. Tatham-Warter, que volvía de escoltar al padre Egan, estaba visitando a sus hombres en el cada vez más reducido perímetro defensivo sosteniendo el paraguas sobre su cabeza. Barnett quedó tan sorprendido que se paró en seco. «Eso no le va a servir de gran cosa», dijo al comandante. Tatham-Warter se lo quedó mirando burlonamente. «Oh, ya lo creo que sí, Pat. ¿Y si llueve?».
Durante la tarde, mientras continuaba el bombardeo, el comandante Freddie Gough vio a Tatham-Warter al frente de su compañía con el paraguas en la mano. Por las calles tronaban los tanques disparando contra todo. «Me faltó poco para desmayarme cuando vi aquellos enormes Mark IV disparando contra nosotros casi a bocajarro», recuerda Gough. Luego, la tensión cedió súbitamente. «Allí, en la calle, al frente de sus hombres en un ataque a la bayoneta contra varios alemanes que habían logrado infiltrarse, estaba Tatham-Warter —recuerda Gough—. Había encontrado en alguna parte un viejo sombrero hongo y corría a toda velocidad, haciendo girar aquel destartalado paraguas, con idéntico aspecto al de Charlie Chaplin».
Hubo otros momentos de humor igualmente memorables. En el transcurso de la tarde, el cuartel general del batallón fue intensamente bombardeado y se incendió. El padre Egan bajó al sótano para ver a los heridos. «Bueno, Padre —dijo el sargento Jack Spratt, que estaba considerado como el gracioso del batallón—, nos están tirando de todo menos el fogón de la cocina». Apenas había pronunciado estas palabras, cuando el edificio recibió otro impacto directo. «El techo se derrumbó, derramando sobre nosotros una lluvia de polvo y yeso. Cuando nos rehicimos, vimos que allí, delante de nosotros, había un fogón de cocina». Spratt se lo quedó mirando y meneó la cabeza. «Sabía que los bastardos estaban cerca —dijo—, pero no creía que pudieran oírnos hablar».
Al anochecer, empezó a llover, y el ataque alemán pareció intensificarse. El capitán Mackay, al otro lado del puente, se puso en contacto con Frost. «Le dije al coronel que no podría resistir otra noche si el ataque continuaba a la misma escala —escribió Mackay—. Él dijo que no podía ayudarme, pero que debía resistir a toda costa».
Mackay se dio cuenta de que los alemanes estaban comprimiendo lentamente las fuerzas de Frost. Vio soldados británicos escabulléndose de casas incendiadas a lo largo de la orilla y dirigiéndose hacia un par de ellas situadas casi enfrente de él y que todavía se mantenían en pie. «Estaban empezando a acorralarnos, y era evidente que si no recibíamos ayuda pronto, nos aplastarían. Subí al ático y sintonicé las noticias de las seis de la BBC. Con gran asombro por mi parte, el locutor dijo que los blindados británicos habían enlazado con las tropas aerotransportadas[86]».
Casi inmediatamente, Mackay oyó un grito procedente del piso de abajo: «Carros Tiger se dirigen hacia el puente». (Eran exactamente las 19.00 horas, hora alemana; las 18.00, hora británica). Dos de los enormes tanques de sesenta toneladas avanzaban desde el norte. Frost los vio también desde su lado del puente. «Ofrecían un aspecto increíblemente siniestro a la media luz —observó—. Parecían monstruos prehistóricos, con sus grandes cañones oscilando de un lado a otro escupiendo llamaradas. Sus granadas horadaban las paredes. El polvo y los cascotes que se depositaban lentamente en tierra después de las explosiones llenaban los pasillos y las habitaciones».
Resultó alcanzado todo un lado del edificio de Mackay. «Algunas de las granadas debían de ser anticarro —explicó el teniente Peter Stainforht—, porque atravesaron la escuela de lado a lado, abriendo un agujero de un metro en cada habitación». Los techos se desmoronaban, se resquebrajaban las paredes y «se tambaleaba toda la estructura». Al ver los dos blindados que se encontraban en la rampa, Mackay pensó que había llegado el fin. «Un par de andanadas más como ésta, y estaremos listos», dijo. Sin embargo, con la obstinada y valerosa resistencia de la que habían hecho gala los combatientes en el puente desde su llegada, Mackay pensó que podría «salir al frente de un grupo y volarlos. Pero en aquel mismo instante, los dos carros de combate dieron media vuelta y se alejaron. Estábamos vivos todavía».
En el Cuartel General de Frost, el padre Egan había sido herido.
Sorprendido en una escalera cuando empezaron a llegar las granadas, cayó dos tramos enteros hasta el primer piso. Cuando recuperó el conocimiento, el sacerdote se encontraba totalmente solo a excepción de un hombre. Arrastrándose hasta él, Egan vio que el soldado estaba a punto de morir. En aquel momento, otra andanada alcanzó al edificio, y Egan perdió de nuevo el conocimiento. Al despertar, se encontró que la habitación y sus propias ropas estaban ardiendo. Desesperadamente, rodó por el suelo golpeando las llamas con las manos. El herido que había visto antes estaba muerto. Ahora, Egan no podía utilizar sus piernas. Lentamente, presa de terrible dolor, se izó hacia una ventana. Alguien pronunció su nombre, y el oficial de información, el teniente Bucky Buchanan, le ayudó a cruzar la ventana y le dejó caer en los brazos del sargento Jack Spratt. El sacerdote fue depositado en el suelo del sótano en el que el doctor James Logan estaba trabajando, juntamente con otros heridos. Tenía la pierna derecha y la espalda rotas, y las manos acribilladas de metralla. «Me encontraba bastante bien después de todo —recuerda Egan—. No podía hacer nada más que permanecer tendido boca abajo». Cerca, ligeramente herido, estaba el increíble Tatham-Warter, tratando todavía de levantar los ánimos de los hombres, y aferrado aún a su paraguas.
Ocasionalmente, se producía una pausa en el terrible bombardeo, y el capitán Mackay creía que los alemanes estaban haciendo acopio de más municiones. Al caer la oscuridad, aprovechando uno de estos intervalos, Mackay repartió tabletas de bencedrina a sus fatigados hombres, concretamente dos píldoras a cada uno. Su efecto sobre los exhaustos soldados fue inesperado y agudo. Unos se tornaron irritables y discutidores. Otros empezaron a bizquear y se vieron durante algún tiempo en la imposibilidad de apuntar sus armas. Los hombres conmocionados y heridos se sintieron eufóricos y algunos empezaron a sufrir alucinaciones. El cabo Arthur Hendy recuerda haber sido agarrado por un soldado que lo llevó hasta una ventana. «Mira —ordenó a Hendy en un susurro—. Es el Segundo Ejército. En la otra orilla. Mira. ¿Lo ves?». Tristemente, Hendy meneó la cabeza. El hombre se enfureció. «Están allá mismo —gritó—, se distingue claramente».
Mackay se preguntaba si su pequeña fuerza lograría pasar aquella noche. La fatiga y las heridas se estaban cobrando su tributo. «Yo pensaba con claridad —recuerda Mackay—, pero no teníamos nada que comer y no podíamos dormir. Nos hallábamos limitados a una sola taza de agua al día, y todo el mundo estaba herido». Se les habían terminado casi por completo las municiones, y Mackay ordenó a sus hombres que fabricaran bombas de confección casera con la pequeña cantidad de explosivos que aún quedaba. Pretendía estar preparado cuando regresaran los blindados alemanes. Tras hacer un recuento, Mackay informó a Frost que solamente le quedaban trece hombres en condiciones de luchar.
Desde su posición en el otro lado del puente, mientras caía la noche del martes 19 de septiembre, Frost vio que toda la ciudad parecía estar ardiendo. Las torres de dos grandes iglesias se hallaban envueltas en llamas y, mientras Frost miraba «la cruz que pendía entre dos bellas torres se recortaba contra las nubes que surcaban el firmamento». Observó que «el crepitar de la madera ardiendo y los extraños ecos de los edificios que se derrumbaban producían un efecto sobrenatural». Arriba, el soldado de transmisiones Stanley Copley, sentado ante su radioemisor, había dejado de emitir en morse. Ahora transmitía sin clave de ninguna clase. Repetía continuamente: Aquí la 1.a Brigada Paracaidista llamando al Segundo Ejército… Adelante, Segundo Ejército… Adelante, Segundo Ejército.
En su Cuartel General del Hotel Hartenstein en Oosterbeek, el general Urquhart trataba desesperadamente de salvar lo que quedaba de su división. Frost se encontraba incomunicado. Todos los intentos de unirse a él en el puente habían sido implacablemente rechazados. Afluían sin cesar refuerzos alemanes. Desde el oeste, el norte y el este, las fuerzas de Bittrich estaban haciendo trizas a la valerosa 1.a Aerotransportada británica. Transidos de frío, empapados, exhaustos, pero sin quejarse, los Diablos Rojos seguían tratando de resistir, disparando contra los blindados con fusiles y ametralladoras. La situación era angustiosa para Urquhart. Sólo una rápida acción podía salvar a sus heroicos hombres. Para el miércoles 20 de septiembre por la mañana, Urquhart había elaborado un plan encaminado a salvar los restos de sus fuerzas y, quizás, volver la corriente en su favor.
El 19 de septiembre, «un día negro y funesto» en palabras de Urquhart, había constituido el punto de inflexión. La cohesión y el empuje que había esperado infundir habían llegado demasiado tarde. Todo había fracasado: las fuerzas polacas no habían llegado; los lanzamientos de suministros habían sido desastrosos; y los batallones habían sido aniquilados en sus intentos de llegar hasta Frost. La división iba siendo empujada poco a poco a la destrucción. El recuento de los hombres que le quedaban a Urquhart era terriblemente elocuente. Durante toda la noche del día 19, las unidades de batallón que aún permanecían en contacto con el Cuartel General de la división fueron informando de sus efectivos. Aunque no concluyentes e inexactas, las cifras presentaban un cuadro sombrío: la división de Urquhart estaba a punto de desaparecer.
De la 1.a Brigada Paracaidista de Lathbury, sólo la fuerza de Frost estaba combatiendo como unidad coordinada, pero Urquhart no tenía ni idea de cuántos hombres quedaban en el 2.º Batallón. El 3.er Batallón de Fitch conservaba unos cincuenta hombres y su comandante había muerto. El 1.º de Dobie totalizaba 116, y Dobie había sido herido y capturado. Los efectivos del 11.º Batallón eran inferiores a 150 hombres, y los del 2.º de South Staffordshire a 100. Los comandantes de ambas unidades, Lea y McCardie, estaban heridos. En el 10.º Batallón de Hackett había ahora 250 hombres, y su 156.º daba cuenta de 270. Aunque los efectivos totales de la división eran superiores —las cifras no incluían otras unidades, tales como un batallón del Regimiento Fronterizo, los ingenieros del 7.º de KOSB fuerzas auxiliares y de reconocimiento, pilotos de planeadores y otros—, sus batallones de ataque habían dejado casi de existir. Los hombres de estas orgullosas unidades se hallaban ahora desparramados en pequeños grupos, aturdidos, desorientados y, a menudo, sin jefes.
La lucha había sido tan sangrienta y encarnizada que incluso los endurecidos veteranos se habían derrumbado. Urquhart y su jefe de Estado Mayor habían percibido cómo el pánico se adueñaba del Cuartel General a medida que pequeños grupos de rezagados atravesaban el césped gritando: «¡Vienen los alemanes!». Con frecuencia, se trataba de soldados jóvenes «que habían perdido momentáneamente el dominio de sí mismos». Más tarde, Urquhart escribió: «Mackenzie y yo tuvimos que intervenir físicamente». Pero otros continuaban luchando contra fuerzas muy superiores. El capitán L. E. Queripel, herido en la cara y en los brazos, dirigió un ataque contra un nido de ametralladoras alemanas, dando muerte a sus servidores. Mientras otros alemanes empezaron a acercarse arrojando granadas a Queripel y su grupo, Queripel hizo retroceder a los «trituradores de patatas». Ordenando a sus hombres que le dejaran solo, el oficial cubrió su retirada arrojando granadas hasta que resultó muerto[87].
Ahora, lo que quedaba de la maltrecha y ensangrentada división estaba siendo comprimida y aplastada. Todas las carreteras parecían terminar en la zona de Oosterbeek, con el grueso de las tropas centrado en torno al Hartenstein en unos cuantos kilómetros cuadrados que se extendían entre Heveadorp y Wolfheze, al oeste, y desde Oosterbeek hasta la granja Johannahoeve, al este. Urquhart planeó resistir en ese corredor que terminaba en el Rin, en Heveadorp. Reuniendo sus tropas, esperaba economizar efectivos y aguantar hasta que llegaran los blindados de Horrocks.
Durante toda la noche del día 19 se cursaron órdenes a las tropas para que retrocedieran al perímetro de Oosterbeek y en las primeras horas del día 20 se le ordenó a Hackett que desistiera de su proyectado ataque hacia el puente de Arnhem con sus Batallones 10.º y 156.º, y que los hiciera retroceder también. «Era una decisión muy difícil de tomar —dijo más tarde Urquhart—. Significaba abandonar al 2.º Batallón en el puente, pero yo sabía que no tenía más probabilidades de llegar hasta él que de llegar a Berlín». En su opinión, la única esperanza «era consolidar nuestras posiciones, formar un perímetro defensivo y tratar de mantener una pequeña cabeza de puente al norte del río para que el XXX Cuerpo pudiera cruzar hasta nosotros».
El descubrimiento del transbordador que funcionaba entre Heveadorp y Driel había sido un factor importante en la decisión de Urquhart. Era vital para su plan de luchar por la supervivencia porque, teóricamente, a través de él podría llegar ayuda desde la orilla meridional. Además, en los muelles del transbordador en ambas orillas había rampas que podían servir a los ingenieros para tender un puente Bailey a través del Rin. Desde luego, los riesgos eran grandes. Pero si se podía capturar rápidamente el puente de Nimega, y si Horrocks avanzaba velozmente, y si los hombres de Urquhart podían resistir en su perímetro el tiempo suficiente para que los ingenieros tendieran el puente sobre el río —muchos requisitos—, entonces quedaba aún una posibilidad de que Montgomery pudiera obtener su cabeza de puente sobre el Rin y avanzar hacia el Ruhr, aun cuando Frost fuera aniquilado en Arnhem.
Durante todo el día 19 se habían enviado desde el Cuartel General de Urquhart numerosos mensajes solicitando una nueva zona de lanzamiento para los polacos. Las comunicaciones, aunque todavía erráticas, habían mejorado ligeramente. El teniente Neville Hay, de la red Phantom, estaba transmitiendo algunos mensajes al Cuartel General del Segundo Ejército británico que, a su vez, los enviaba a Browning. A las 3.00 horas del día 20, Urquhart recibió un mensaje del Cuerpo pidiendo que el general formulase sugerencias respecto a la zona de lanzamiento de los polacos. En opinión de Urquhart, sólo quedaba una zona posible. Habida cuenta de su nuevo plan, pidió que la brigada de 1500 hombres tomara tierra cerca de la terminal sur del transbordador, en las proximidades del pequeño pueblo de Driel.
Abandonar a Frost y a sus hombres era la parte más dura del plan. A las 8.00 horas del miércoles, Urquhart tuvo una oportunidad de explicar la posición de Frost y Gough en el puente. Utilizando el enlace de radio Munford-Thompson, Gough llamó al Cuartel General de la división y estableció contacto con Urquhart. Era la primera comunicación que Gough establecía con el general desde el día 17, cuando se le ordenó regresar a la División sólo para descubrir que Urquhart se encontraba en algún punto a lo largo de la línea de marcha. «Dios mío —dijo Urquhart—, creía que estaba usted muerto». Gough esbozó la situación imperante en el puente. «La moral es elevada todavía —recuerda que dijo—, pero andamos escasos de todo. A pesar de ello, continuaremos resistiendo». Luego, según recuerda Urquhart, «Gough preguntó si podían esperar refuerzos».
Responder no iba a ser fácil. Le dije, recuerda Urquhart que no estaba seguro de si se trataba de que yo fuera a por ellos o vinieran ellos a por mí. «Me temo que sólo pueden esperar ayuda desde el sur». Se puso entonces Frost. «Fue muy agradable oír al general —escribió Frost—, pero no pudo decirme nada realmente alentador…, evidentemente, también ellos estaban teniendo grandes dificultades». Urquhart rogó que «se hiciera llegar su felicitación personal a todos los hombres por el esfuerzo realizado y les deseé la mejor de las suertes». No había nada más que decir.
Veinte minutos después, Urquhart recibió un mensaje de la red Phantom del teniente Neville Hay. Decía:
200820 (Del 2.º Ejército). Ataque en Nimega contenido por puesto fortificado al sur de la ciudad. 5.a Brigada de Guardias en ciudad. Puente intacto, pero ocupado por enemigo. Intención de atacar a las 13.00 horas de hoy.
Urquhart ordenó inmediatamente a su Estado Mayor que informara a todas las unidades. Era la primera buena noticia que recibía ese día.
Trágicamente, Urquhart tenía a su disposición una extraordinaria fuerza cuya contribución, de haber sido aceptada, bien hubiera podido modificar la grave situación de la 1.a División Aerotransportada británica. La Resistencia holandesa figuraba entre las más entregadas y disciplinadas unidades clandestinas de toda la Europa ocupada. En los sectores de la 101.a y la 82.a había holandeses luchando al lado de las fuerzas aerotransportadas estadounidenses. Una de las primeras órdenes que los generales Taylor y Gavin habían dado al aterrizar era que se repartiesen armas y explosivos a los grupos de la Resistencia. Pero en Arnhem los británicos ignoraron aparentemente la presencia de estos animosos y valientes civiles. A pesar de estar armados y dispuestos a prestar ayuda inmediata a Frost en el puente, los grupos de Arnhem fueron ignorados y su colaboración cortésmente rechazada. Por una extraña sucesión de acontecimientos, sólo un hombre había tenido el poder de coordinar e integrar la Resistencia con el asalto británico, y estaba muerto. El teniente coronel Hilary Barlow, el oficial que Urquhart había enviado para coordinar los titubeantes ataques de los batallones en los suburbios occidentales, fue muerto antes de que pudiera dar plena efectividad a su misión.
En el plan original, Barlow debía haber asumido las funciones de alcalde de Arnhem y gobernador militar de la ciudad una vez finalizada la batalla. Se había designado también a su ayudante y representante holandés de la provincia de Gelderland. Era éste el capitán de corbeta Arnoldus Wolters, de la Marina holandesa. Antes de Market-Garden, un comité angloholandés de información había entregado a Barlow listas secretas de personas de la Resistencia holandesa que se sabía eran plenamente dignas de confianza. «A partir de estas listas —recuerda Wolters—, Barlow y yo teníamos que formar los grupos y utilizarlos en sus distintas facetas: información, sabotaje, combate, etcétera. Aparte de mí, Barlow era el único hombre que sabía cuál era realmente nuestra misión. Cuando desapareció, el plan se frustró». En el Cuartel General de la división se pensaba que Wolters era un oficial de asuntos civiles o del servicio de información. Cuando presentó las listas secretas y formuló recomendaciones, fue mirado con recelo. «Barlow confiaba por completo en mí —dice Wolters—. Lamento decir que no les ocurría lo mismo a otros del Cuartel General».
Con la muerte de Barlow, Wolters se encontró con las manos atadas. «Los británicos se preguntaban por qué tenía que estar con ellos un tipo de la Marina holandesa», recuerda. Obtuvo gradualmente una limitada aceptación y aunque se utilizaron los servicios de algunos miembros de la Resistencia, eran demasiado pocos y su ayuda llegó demasiado tarde. «Ya no teníamos tiempo de examinar a todo el mundo a satisfacción del Cuartel General —explica Wolters—, y la postura imperante era: “¿En quién podemos confiar?”. Se había perdido la oportunidad de organizar y cotejar eficazmente a las fuerzas de la Resistencia en la zona de Arnhem[88]».
En Inglaterra, poco antes de las 7.00 horas del día 20 el general de división Stanislaw Sosabowski supo que había sido cambiada su zona de lanzamiento. La Brigada polaca debía ahora aterrizar en un lugar situado a pocos kilómetros al oeste del punto anteriormente señalado, cerca del pueblo de Driel. Sosabowski quedó asombrado cuando le comunicó la noticia su oficial de enlace, el teniente coronel George Stevens. La Brigada se encontraba ya en la pista y estaba previsto que despegara al cabo de tres horas rumbo a Holanda. En ese plazo de tiempo, Sosabowski tenía que rehacer por entero su plan de ataque para una zona que ni siquiera había sido estudiada. La elaboración de los planes para el lanzamiento cerca de Elden, en los accesos meridionales al puente de Arnhem, había llevado varios días. Ahora, recordaría más tarde, «se me daba apenas las líneas básicas de un proyecto, con sólo unas pocas horas para elaborar un plan».
Había todavía pocas noticias de Arnhem pero, mientras Stevens le informaba del nuevo plan para transportar sus tropas en transbordador a través del Rin, desde Driel hasta Heveadorp, a Sosabowski le resultó obvio que la situación de Urquhart había empeorado. Preveía innumerables problemas, pero advirtió que «nadie más parecía excesivamente alarmado. Todo lo que Stevens había averiguado era que el panorama resultaba notablemente confuso». Informando rápidamente a su Estado Mayor del nuevo giro que habían tomado los acontecimientos, Sosabowski aplazó hasta las 13.00 horas el despegue previsto hasta entonces para las 10.00. Necesitaría ese tiempo para reorientar a sus hombres y elaborar nuevos planes de ataque, y el aplazamiento de tres horas tal vez permitiera a Stevens obtener una información más actualizada sobre Arnhem. De todas maneras, Sosabowski dudaba que sus fuerzas hubieran podido emprender la marcha a las 10.00 horas en cualquier caso. La niebla cubría de nuevo las Midlands y las predicciones meteorológicas no eran nada tranquilizadoras. «Eso y la parquedad de las informaciones que recibíamos, me hacían sentirme muy inquieto —recordó Sosabowski—. No me parecía que la operación de Urquhart se estuviera desarrollando satisfactoriamente. Empezaba a creer que tal vez fuéramos a lanzarnos sobre Holanda para hacer mayor aún la derrota».