El próspero pueblo de Oosterbeek parecía penetrado de una extraña mezcla de alegría e inquietud. Como una isla en medio de la batalla, el pueblo se veía asaltado por el estruendo de los combates que se desarrollaban en tres lados. Desde las zonas de lanzamiento, al oeste, llegaba el constante retumbar de los cañones. Al noroeste, en las calles flanqueadas de flores, podía oírse con claridad el tableteo de las ametralladoras y el seco estampido de los morteros, y al este, a cuatro kilómetros de distancia, en Arnhem, pendía sobre el horizonte una nube de humo negro, lúgubre telón de fondo para los incesantes timbales de la artillería pesada.
Los bombardeos y ametrallamientos que habían precedido a los aterrizajes de tropas y planeadores el día anterior habían producido bajas entre los habitantes y daños a tiendas y casas, lo mismo que los francotiradores infiltrados y alguna que otra bala perdida de mortero, pero, hasta el momento, la guerra no había causado graves estragos en Oosterbeek. Los pulcros hoteles, las ajardinadas villas y las calles flanqueadas de árboles se hallaban todavía intactos en su mayor parte. No obstante, a cada hora que pasaba estaba empezando a resultar evidente que la batalla se iba aproximando. Aquí y allá, la onda expansiva de las lejanas explosiones rompía de pronto los cristales. Chamuscadas partículas de papel, tela y madera, llevadas como confetis por el viento, llovían sobre las calles, y el aire estaba impregnado del acre olor a cordita.
El domingo, la llegada de los británicos pisando prácticamente los talones a los alemanes que huían frenéticamente, había llenado Oosterbeek de tropas. Nadie había dormido durante la noche. Una nerviosa excitación, aumentada por el sordo zumbido de los jeeps, el traqueteo de los transportes de las ametralladoras Bren y el resonar de pasos, hacía imposible el descanso. El movimiento había continuado durante la mayor parte del día 18. Los habitantes del pueblo, alegres aunque recelosos, habían engalanado las calles y las casas con banderas holandesas y obsequiado a sus liberadores con alimentos, fruta y bebida, mientras los soldados británicos lo atravesaban apresuradamente. La guerra les parecía a todos casi completamente terminada. En ese momento, la atmósfera estaba cambiando de un modo sutil. Algunas unidades británicas se hallaban al parecer firmemente establecidas en el pueblo, y los observadores de la artillería del teniente coronel Sheriff Thompson ocupaban la torre del siglo X de la iglesia reformada holandesa cerca del Rin, en el bajo Oosterbeek, pero el movimiento de tropas había disminuido perceptiblemente. Al caer la tarde, la mayoría de las calles estaban inquietamente desiertas, y los holandeses advirtieron que las posiciones de cañones anticarros y ametralladoras ligeras Bren se hallaban ahora emplazadas en puntos estratégicos de la carretera principal. Al verlas, los habitantes del pueblo sintieron un mal presagio.
Mientras caminaba por Oosterbeek tratando de descubrir exactamente qué estaba ocurriendo, Jan Voskuil recuerda haber visto un oficial británico ordenando a los civiles que retiraran sus banderas: «Esto es una guerra —oyó que el oficial le decía a uno de ellos—, y están ustedes en medio de ella». Durante su paseo, Voskuil observó que estaba cambiando el estado de ánimo de la gente. Por un panadero local, Jaap Koning, Voskuil supo que muchos holandeses se sentían pesimistas. Había rumores, dijo Koning, de que «las cosas no van bien». La preocupación estaba sustituyendo a la embriagadora sensación de liberación. «Los británicos —dijo Koning— están siendo obligados a retroceder en todas partes». Voskuil se sintió profundamente preocupado. Koning siempre estaba bien informado y aunque aquélla era la primera mala noticia que Voskuil oía, no hacía más que confirmar sus propios temores. A medida que pasaban las horas, Voskuil pensó que la cortina de proyectiles de obús silbando por encima de la ciudad en dirección a Arnhem se estaba haciendo más espesa. Al recordar de nuevo la terrible destrucción de los pueblos de Normandía, Voskuil no pudo evitar una invencible sensación de desesperanza.
Otro panadero, Dirk van Beek, estaba tan deprimido como Koning y Voskuil. Las noticias que había oído al realizar sus entregas de pan habían enfriado su primera animada reacción ante el lanzamiento aliado. «¿Qué haremos si la guerra llega hasta aquí?», preguntó a su mujer, Riek. Pero ya sabía la respuesta: se quedaría en Oosterbeek y continuaría haciendo pan. «La gente tiene que comer —dijo a Riek—. De todos modos, ¿dónde iríamos si dejáramos la tienda?». Entregándose por entero a su trabajo, Van Beek trató de convencerse de que todo saldría bien. Hacía unos días había recibido su cupo mensual de trigo y levadura. Ahora, decidido a quedarse y a mantener abierto su establecimiento, recordó que un viejo panadero le había hablado en cierta ocasión de un método para hacer pan que requería menos de la mitad de levadura que lo habitual. Decidió estirar sus provisiones hasta el límite. Continuaría fabricando pan hasta que todo hubiera pasado.
En los hoteles Tafelberg, Schoonoord y Vreewijk, estaba claro que la batalla estaba adquiriendo gravedad: los alegres y confortables balnearios estaban siendo convertidos en puestos de socorro para los heridos. En el Schoonoord, médicos británicos y civiles holandeses empezaron una limpieza a gran escala para dejarlo en condiciones de acoger a los heridos. Jan Eijkelhoff, de la Resistencia holandesa, vio que los alemanes, en su apresurada marcha, habían dejado el hotel «hecho una pocilga. Había comida por todas partes. Las mesas habían sido volcadas, los platos rotos, y la ropa y los enseres tirados por todas partes. Todas las habitaciones se hallaban cubiertas de papeles y desperdicios». Desde las casas vecinas se trajeron colchones y se colocaron en la planta baja. Se instalaron filas de camas en la recepción y se camillas a lo largo de la encristalada galería. Para el anochecer, serían necesarias todas las habitaciones, incluyendo los sótanos, se les dijo a los holandeses. Eijkelhoff supo que el Hospital de Santa Isabel, en Arnhem, estaba ya lleno a rebosar. Sin embargo, los médicos británicos con los que trabajaban se mantenían optimistas. «No se preocupe —le dijo uno de ellos—, Monty llegará pronto aquí».
En el Hotel Tafelberg, donde el doctor Gerrit van Maanen estaba instalando un hospital, Anje van Maanen, de diecisiete años, que había ido a ayudar a su padre, notó el sorprendente cambio operado en otros voluntarios. «Tenemos miedo —escribió en su Diario—, pero no sabemos por qué. Experimentamos la extraña sensación de que han transcurrido semanas enteras entre ayer y hoy». Al igual que en el Schoonoord, en el Tafelberg corrían rumores de que estaban en camino las fuerzas de Montgomery. En espera de su rápida llegada, Anje escribió: «Miramos constantemente por las ventanas. El tiroteo es más intenso. Hay luces e incendios, pero el gran ejército no está aquí todavía».
A pocas manzanas de distancia, el suntuoso Hotel Hartenstein, de doce habitaciones, rodeado de jardines, presentaba un aspecto triste y desolado. Mesas y sillas se hallaban esparcidas por el fino césped en surrealista confusión y, entre ellas, como resultado de un violento combate sostenido el día anterior, yacían los encogidos cadáveres de varios alemanes.
Al pasar en bicicleta por delante del edificio, William Giebing, de veintisiete años, se sintió horrorizado por el aspecto que presentaba el que había sido en otro tiempo un elegante hotel. Pocos meses después de que tomara posesión del edificio tras habérselo alquilado a la ciudad de Oosterbeek en 1942, los alemanes se habían instalado en el pueblo y habían requisado el hotel. Desde entonces, Giebing y su mujer, Truns, fueron relegados a la posición de criados. Los alemanes les permitían limpiar el Hartenstein y cuidar de la cocina, pero la administración del hotel se encontraba en manos alemanas. Finalmente, el 6 de septiembre, Giebing recibió orden de marcharse, aunque se permitía a su mujer y a dos doncellas volver todos los días para mantener limpio el edificio.
El día 17, «loco de alegría por los aterrizajes», Giebing saltó a una bicicleta y emprendió la marcha hasta el Hartenstein desde Westerbouwing, donde su suegro, Johan van Kalkschoten, dirigía el restaurante situado en lo alto de la colina desde la que se divisaba el transbordador Heveadorp-Driel. Llegó justo a tiempo para ver cómo se marchaban los últimos alemanes. Penetró en el edificio y por primera vez sintió que «por fin era mío el hotel». Pero el aire de abandono era desalentador. En el comedor se veían dos largas mesas cubiertas con manteles de damasco y montadas para veinte personas. Había tazas de caldo, cubiertos de plata, servilletas y vasos de vino y en el centro de cada mesa, una gran fuente de sopa de fideos. Al tocarla, Giebing descubrió que todavía estaba caliente. En bandejas de plata colocadas sobre el aparador estaba el plato principal, lenguado frito.
Giebing fue de habitación en habitación mirando las suntuosas paredes tapizadas de damasco y oro, los ángeles y festones de escayola, la suite nupcial cuyo techo azul cielo tachonaban estrellas de oro. Sintió alivio al descubrir que los alemanes no habían saqueado el hotel. No faltaba ni una sola cuchara y los frigoríficos continuaban llenos de alimentos. Mientras recorría el edificio oyó voces en la galería. Se acercó y encontró a varios soldados británicos bebiendo se su jerez. Ocho botellas vacías yacían en el suelo. Inexplicablemente, después de todos los días de ocupación, Giebing perdió los estribos. Los alemanes, por lo menos, le habían dejado limpio su amado hotel. «De modo que esto es lo primero que hacéis —les gritó a los soldados—. Entrar en mi bodega y robar mi jerez». Los británicos se excusaron, confusos, y Giebing se tranquilizó, pero una vez más, se le dijo que no podía quedarse allí. No obstante, los británicos le aseguraron que sus bienes serían respetados.
En ese momento, un día después, confiando en que los británicos hubiesen continuado su camino y abandonado su hotel, Giebing regresaba. El corazón le dio un vuelco al aproximarse al edificio. Había jeeps aparcados en la parte trasera, y, tras la cerca de alambre de la pista de tenis, vio prisioneros alemanes. Se habían excavado trincheras y posiciones artilleras por todo el perímetro de los jardines y parecía haber oficiales de Estado Mayor por todas partes. Descorazonado, Giebing regresó a Westerbouwing. Por la tarde, su mujer visitó el Hartenstein y explicó quién era. «Me trataron muy cortésmente —recuerda—, pero no se me permitió volver a instalarme allí. Los británicos, como los alemanes, habían requisado el hotel». Quedaba un consuelo, pensó: pronto terminaría la guerra, y entonces los Giebing podrían dirigir verdaderamente lo que consideraban el mejor hotel de Oosterbeek. Los corteses oficiales ingleses con quienes habló no le informaron de que, desde las 17.00 horas del 18 de septiembre, el Hartenstein era el Cuartel General de la 1.a División Aerotransportada británica.
En la extraña mezcla de inquietud y alegría que impregnaba Oosterbeek, un incidente aterrorizó a muchos de los habitantes más que pensar en la batalla. Durante el día se había liberado a los presos de la cárcel de Arnhem. Muchos eran combatientes de la Resistencia, pero otros eran peligrosos delincuentes. Con sus carcelarios trajes rayados, salieron en tropel de Arnhem, y más de cincuenta se detuvieron en Oosterbeek. «Proporcionaron el toque final de locura a la situación —recuerda Jan ter Horst, un antiguo capitán de artillería del Ejército holandés, abogado y destacado miembro de la Resistencia de Oosterbeek—. Capturamos a los presos y los instalamos provisionalmente en la sala de conciertos. Pero la cuestión era ¿qué hacer con ellos? Parecían bastante inofensivos por el momento, pero muchos de aquellos criminales estaban en la cárcel desde hacía años. Temimos lo peor —especialmente por nuestras mujeres— cuando finalmente comprendieron que estaban libres».
Hablando con los delincuentes, Ter Horst descubrió que sólo querían alejarse de la zona de combates. La única ruta para cruzar el Rin era la del transbordador Heveadorp-Driel. Pieter, el encargado del transbordador, se negó en redondo a cooperar. No quería que cincuenta criminales anduvieran sueltos por la orilla meridional. Además, el transbordador estaba ahora amarrado en el lado norte y Pieter quería que permaneciera allí. Tras varias horas de delicadas negociaciones, Ter Horst logró convencer finalmente a Pieter para que transportara a los presos. «Nos alegró ver que se marchaban —recuerda—. Las mujeres tenían más miedo a los presos del que habían tenido a los alemanes». Prudentemente, Ter Horst insistió en que el transbordador regresara a la orilla norte, donde podía ser utilizado por los británicos.
Como antiguo oficial del Ejército, Ter Horst no podía explicarse por qué los británicos no se habían apoderado inmediatamente del transbordador Heveadorp-Driel. Cuando los soldados entraron en Oosterbeek, les había preguntado por el transbordador. Descubrió asombrado que no tenían noticia de su existencia. En su calidad de antiguo artillero, le asombraba el hecho de que los británicos no hubiesen ocupado el cercano Westerbouwing, la única eminencia de terrenos que dominaba el Rin. Quien poseyera artillería en aquellas alturas controlaría el transbordador. Además, la elección del Hartenstein como Cuartel General británico le desconcertaba. Indudablemente, pensó, el restaurante y sus edificios en las alturas de Westerbouwing constituían un emplazamiento mucho más indicado. «Ocupen el transbordador y Westerbouwing», urgió a varios oficiales de Estado Mayor británico. Lo escucharon con cortesía, pero sin manifestar interés. Un oficial le dijo a Ter Horst: «No queremos quedarnos aquí. Con el puente en nuestro poder y la llegada de los tanques de Horrocks, no necesitamos el transbordador». Ter Horst esperaba que el hombre tuviese razón. Si los alemanes llegaban a Westerbouwing, a menos de tres kilómetros de distancia, sus cañones no sólo podrían dominar el transbordador, sino también destruir por completo el Cuartel General británico en el Hartenstein. Los británicos conocían ahora la existencia del transbordador y habían sido informados sobre Westerbouwing. Poco más podía hacer Ter Horst. De hecho, el exoficial holandés había señalado uno de los errores más cruciales de toda la Operación, el fallo de los británicos al no advertir la importancia estratégica del transbordador y de las alturas de Westerbouwing. Si el general Urquhart hubiera permanecido en su Cuartel General dirigiendo la batalla, podría haberse rectificado a tiempo la situación[75].
El general de brigada Hicks, que, en ausencia de Urquhart, se hallaba al mando de la división, se veía enfrentado casi permanentemente al desconcertante problema de orientarse respecto a los complicados y constantemente cambiantes movimientos de la hostigada unidad aerotransportada. Con la ruptura de las comunicaciones por radio entre el Cuartel General y los batallones, no existía apenas información concreta sobre lo que estaba sucediendo, y Hicks tampoco podía calibrar el potencial de las fuerzas enemigas que se le enfrentaban. Las escasas noticias que le llegaban eran llevadas por fatigados mensajeros que arriesgaban sus vidas para suministrarle información, la cual, con frecuencia, se hallaba ya lamentablemente obsoleta para cuando llegaba al Cuartel General, o por diversos miembros de la Resistencia holandesa, cuyos informes eran a menudo desatendidos o considerados sospechosos. Hicks se encontró dependiendo casi totalmente de un único y débil canal de comunicación, el tenue enlace por radio de Thompson con la artillería de Munford existente entre Oosterbeek y las fuerzas de Frost en el puente.
Magullados y maltrechos, el 2.º Batallón y los valientes rezagados que habían llegado hasta él continuaban resistiendo, pero la situación de Frost era desesperada desde hacía horas y se iba deteriorando rápidamente. «Recibíamos constantes mensajes del puente pidiendo refuerzos y municiones —recordó Hicks—. La presión enemiga y el número de blindados alemanes aumentaban en todas partes, y no había absolutamente ningún contacto con Urquhart, Lathbury, Dobie ni Fitch. No podíamos comunicar con Browning, en el Cuartel General del Cuerpo, para explicar la gravedad de la situación, y necesitábamos ayuda desesperadamente». A partir de los interrogatorios realizados a los prisioneros, Hicks sabía que sus hombres se enfrentaban a endurecidas tropas de las SS pertenecientes a las Divisiones Hohenstaufen y Frundsberg. Nadie había sido capaz de decirle la potencia de estas unidades ni de calcular el número de tanques que estaban siendo lanzados contra él. Peor aún, Hicks no sabía si el original plan de preataque podría resistir la actual presión alemana. Si el enemigo recibía refuerzos poderosos toda la misión podía fracasar.
Sabía que estaba llegando ayuda. El día 19, en el tercer vuelo, llegaría la Brigada Polaca del general de división Stanislaw Sosabowski. Debían estar llegando también los tanques de Horrocks que, de hecho, ya iban retrasados. ¿A qué distancia estaban de Arnhem? ¿Podrían llegar a tiempo para reforzarle y nivelar la situación? «A pesar de todo —recuerda Hicks—, yo creía que Frost conservaría el extremo septentrional del puente hasta que llegaran los tanques de Monty. Después de todo, el puente seguía siendo nuestro objetivo y mis decisiones y acciones se centraban exclusivamente en la captura y posesión de ese objetivo». Teniendo en cuenta todos los factores, Hicks pensaba que debía atenerse al plan original, y lo mismo le ocurría entonces el general de brigada Hackett.
La tarea original de la 4.a Brigada Paracaidista de Hackett era ocupar las tierras altas situadas al norte de Arnhem para impedir que llegaran al puente refuerzos alemanes. Pero cuando se concibió el Plan se pensó que las fuerzas enemigas serían insignificantes y, en el peor de los casos, fáciles de vencer. De hecho, la reacción enemiga había sido tan rápida, concentrada y efectiva que Hicks no podía evaluar la verdadera situación. El Cuerpo de Bittrich mantenía el norte de Arnhem; sus tropas habían copado a Frost en el puente y habían impedido que los batallones de Dobie y Fitch le relevaran. El avance de estas dos unidades se hallaba ahora prácticamente detenido. En las zonas edificadas en torno al Hospital de Santa Isabel, apenas a uno o dos kilómetros del puente, los batallones se hallaban inmovilizados. No les iba mucho mejor a los South Staffordshire, ya en ruta para socorrerle ni al 11.º Batallón de la Brigada de Hackett. «Llegamos a la franja de carretera totalmente descubierta que corría junto al río, delante del Hospital de Santa Isabel y entonces todo se complicó de pronto —recuerda el soldado Robert C. Edwards, de los South Staffordshire—. Debíamos parecer blancos de una galería de tiro. Todo lo que los alemanes tenían que hacer era enfilar sus cañones y morteros sobre aquella brecha, de unos cuatrocientos metros de anchura, y disparar. No podían fallar». Edwards vio al capitán Edward Weiss, segundo en el mando de su compañía, corriendo incansablemente de un lado a otro de la columna, «ignorando por completo los proyectiles que volaban sobre él, enronqueciendo poco a poco a medida que gritaba: “Adelante, adelante, adelante, Compañía D, adelante”».
Weiss parecía estar en todas partes. Los hombres caían por doquier. Si los soldados se detenían o vacilaban, Weiss estaba «inmediatamente a su lado, instándoles a continuar. Uno no podía, simplemente, arrastrarse por el suelo y verle a él erguido. Tenía que seguirle a través de aquel infierno de disparos». Edwards arrojó varias bombas de humo para ocultar su avance y «luego, agaché la cabeza y eché a correr como una liebre». Pasó por encima de «montones de muertos, chapoteé en charcos de sangre hasta llegar al parcial refugio que ofrecían las casas y edificios del otro extremo de la carretera». Allí descubrió que el capitán Weiss había resultado herido mientras corría. «El comandante Phillips había sido gravemente herido. Nadie parecía tener mucha idea de lo que estaba pasando y de lo que debíamos hacer». En cuanto a la Compañía D, cuando se practicó un recuento se descubrió que «sólo quedábamos un veinte por ciento y, evidentemente, no podíamos continuar contra tan abrumadora superioridad alemana. Esperanzados, aguardamos la llegada del alba».
Era como si se hubiera levantado un sólido muro entre la división y los lastimosamente pocos soldados de Frost que combatían en el puente. A cambio de su 11.º Batallón, Hackett había recibido el 7.º Batallón de los King’s Own Scottish Borderers (KOSB). Habían estado protegiendo las zonas de lanzamiento desde el aterrizaje del día 17. Ahora, avanzaban con los Batallones 10.º y 156.º a través de Wolfheze, al noroeste de Oosterbeek. En esa zona, los KOSB debían proteger la granja Johannahoeve, zona de aterrizaje a la que los transportes y artillería de la Brigada Polaca debían llegar en planeador en el tercer vuelo.
Tras los primeros combates en las zonas, la Brigada de Hackett avanzó sin incidentes, y, para el anochecer, los KOSB habían tomado posiciones en torno a la granja Johannahoeve. Allí, el batallón tropezó de pronto con una firme resistencia presentada por los alemanes desde nidos de ametralladoras fuertemente defendidos. Dio comienzo una encarnizada batalla. En la creciente oscuridad, se dictaron órdenes de mantener las posiciones y posteriormente intentar derrotar al enemigo al amanecer. Era de vital importancia afianzar aquella zona. Los paracaidistas de Sosabowski tenían provisto aterrizar el día 19 en el extremo meridional del puente de Arnhem, en el terreno de pólderes que Urquhart y la RAF habían considerado inadecuado —en atención a las defensas antiaéreas— para los iniciales aterrizajes a gran escala. Se había previsto que para cuando llegaran los polacos el puente estaría en manos británicas. De no ser así, a los polacos se les había ordenado tomarlo. En el Cuartel General del Cuerpo de Browning, en Inglaterra, donde nadie tenía noticia de los crecientes contratiempos que se estaban produciendo en Arnhem, el lanzamiento polaco continuaba estando programado para tener lugar de conformidad con lo previsto. Si Frost podía resistir y el lanzamiento polaco se realizaba con éxito, quedaba todavía una probabilidad de que Market-Garden triunfara.
Por todas partes había hombres que continuaban esforzándose todavía por llegar al puente. En la carretera inferior, por la que a Frost le parecía que había pasado muchos días antes, el soldado Andrew Milbourne y un pequeño grupo de rezagados de otros batallones se deslizaron cautelosamente junto a las ruinas del puente ferroviario que los hombres de Frost habían intentado capturar en su avance hacia el objetivo fundamental. En los campos que se extendían a su izquierda, Milbourne vio blancos montículos que relucían en la oscuridad. «Había docenas de cadáveres, y los holandeses se movían silenciosamente por la zona, cubriendo a nuestros camaradas con sábanas blancas». Al frente, los incendios enrojecían el firmamento y un ocasional resplandor de cañonazos perfilaba el contorno del gran puente. Durante toda la tarde, el pequeño grupo había sido contenido por fuerzas alemanes superiores. Ahora, una vez más, se encontraban inmovilizados. Mientras se refugiaban en un cobertizo a la orilla del río, Milbourne empezó a perder la esperanza de conseguir llegar jamás al puente. Un soldado de transmisiones que iba en el grupo empezó a manipular su aparato de radio y mientras los hombres se congregaban a su alrededor, sintonizó de pronto la BBC de Londres. Milbourne escuchó la clara y precisa voz del locutor relatando los acontecimientos del día en el frente occidental. «Las tropas británicas en Holanda están encontrando sólo una débil resistencia». En el oscuro cobertizo alguien rió burlonamente. «Maldito embustero», dijo Milbourne.
Ahora, mientras los valerosos hombres de la 1.a División Aerotransportada británica luchaban por su vida, dos de los generales de brigada de Su Majestad decidieron sostener una acalorada discusión sobre cuál de ellos debía mandar la división. La disputa fue provocada por un sordamente irritado general de brigada Shan Hackett, que, para el anochecer del día 18, veía la situación no sólo inquietante, sino también «extraordinariamente confusa». El enemigo parecía dominar en todas partes. Los batallones británicos estaban dispersos y luchaban sin cohesión, ignorantes cada uno del paradero de los demás. Careciendo de comunicaciones, clavadas en zonas edificadas, muchas unidades se encontraron unas con otras por pura casualidad. Hackett tenía la impresión de que no existía un mando general ni la menor coordinación de esfuerzos. Por la noche, resentido todavía por el sorprendente anuncio de Mackenzie respecto al mando de la división, el temperamental Hackett se dirigió al Hotel Hartenstein, en Oosterbeek, para tener unas palabras con Hicks. «Llegó hacia medianoche —recuerda Hicks—. Yo me encontraba en la sala de operaciones, y desde el principio quedó perfectamente claro que, siendo superior en grado a mí, no le agradaba lo más mínimo el hecho de que me hubiera sido otorgado el mando. Era joven, con ideas firmes y un tanto discutidor».
Inicialmente, el descontento de Hackett se centró en el hecho de que Hicks le hubiera privado del 11.º Batallón. Exigió saber qué órdenes se habían dado y quién se hallaba al mando del sector. «Él pensaba —recuerda Hicks— que la situación era demasiado fluida, y, evidentemente, estaba en desacuerdo con las decisiones que yo había tomado». Pacientemente, Hicks explicó que, debido a la firme resistencia alemana, la situación de combate a la que se enfrentaban no se había previsto en absoluto. Por lo tanto, cada batallón estaba en ese momento luchando individualmente para llegar al puente y aunque tenían instrucciones de seguir determinadas rutas, los batallones habían sido advertidos de que, a causa de las insólitas circunstancias, podrían producirse algunas superposiciones de trayectos. Era posible que dos o más unidades se vieran forzadas a una estrecha proximidad. Hackett comentó bruscamente que «la disposición del mando era claramente insatisfactoria».
Hicks se mostró de acuerdo, pero el objetivo, dijo a Hackett, «era ayudar a Frost en el puente de cualquier forma que podamos y lo más rápidamente posible». Aunque estaba de acuerdo en que era preciso reforzar rápidamente a Frost, Hackett sugirió con sarcasmo que tal vez pudiera conseguirse de «un modo más coordinado, con más empuje y cohesión». Hackett no dejaba de tener razón: un avance coordinado podía llegar a romper el cerco alemán y establecer contacto con Frost; pero, careciendo de comunicaciones y mantenido en jaque por los constantes ataques alemanes, Hicks había tenido poco tiempo para organizar un ataque decisivo.
Los dos hombres pasaron luego a considerar el papel que debía desempeñar la brigada de Hackett al día siguiente. En opinión de Hicks, Hackett no debía intentar ocupar las tierras altas del norte de Arnhem. Consideraba que sería de más ayuda a Frost penetrando en Arnhem y contribuyendo a defender el extremo norte del puente. Hackett se opuso enérgicamente. Quería un objetivo definido y parecía saber cuál tenía que ser. Tomaría primero los altos situados al este de Johannahoeve anunció, y luego, «veré lo que puedo hacer para prestar ayuda a las operaciones en Arnhem». En la tranquila, contenida pero porfiada esgrima verbal, Hackett insistió en que se le diera un programa cronológico para poder relacionar «mis acciones con todas los demás». Quería «un plan sensato». En otro caso, dijo Hackett, se vería obligado a «plantear la cuestión del mando de la división».
El teniente coronel P. H. Preston, oficial administrativo del Cuartel General, se hallaba presente en lo que, con notorio tacto, Hicks ha llamado «nuestra discusión». Preston recuerda que Hicks, «con rostro tenso», se volvió hacia él y dijo: «El general de brigada Hackett cree que él debería estar al mando de la división». Hackett protestó por las palabras utilizadas. Preston, percibiendo que la conversación se estaba tornando excesivamente tensa, salió en el acto de la habitación y envió al oficial de guardia, Gordon Grieve, en busca del jefe de Estado Mayor, coronel Mackenzie.
Mackenzie se hallaba descansando en una habitación del piso de arriba, sin poder dormir. «Llevaría allí una media hora, cuando entró Gordon Grieve. Me dijo que debía bajar inmediatamente, que los dos generales de brigada, Hicks y Hackett, “estaban sosteniendo una acalorada disputa”. Yo estaba ya vestido. Mientras bajaba, traté de pensar rápidamente. Sabía por qué era la disputa y que tal vez fuera necesario que yo llevara a cabo una acción decisiva. No tenía intención de entrar en la sala de operaciones e intercambiar bromas. Pensaba que se estaban poniendo en tela de juicio las órdenes del general Urquhart y me proponía respaldar a Hicks en todo».
Al entrar Mackenzie en la habitación, cesó bruscamente la conversación entre los dos generales de brigada. «Ambos hombres habían empezado a calmarse —recuerda Mackenzie—, y comprendí al instante que lo peor ya había pasado». Levantando la vista hacia Mackenzie, Hicks dijo con tono casi indolente: «Oh, hola, Charles. El general de brigada Hackett y yo hemos tenido una discusión, pero todo está arreglado». Hicks tenía la seguridad de que «las cosas habían vuelto a su cauce. Me mostré firme con Hackett, y, cuando me separé de él, sabía que cumpliría mis órdenes». Sin embargo, por mucho que pareciera aceptar el nuevo papel de Hicks, las ideas de Hackett permanecían inmutables. «Me había propuesto asumir las órdenes de Pip si eran sensatas. Lo que se me decía que hiciese distaba mucho de serlo. Por lo tanto, me sentía inclinado a afirmar mi posición de general de brigada de más rango de los dos y dictar órdenes necesarias para que las operaciones de mi brigada tuvieran sentido[76]».
En cualesquiera otras circunstancias, la confrontación entre los generales de brigada no habría pasado de ser un simple detalle histórico. Dos hombres valerosos y entregados, sometidos a una intensa presión y con objetivos idénticos, perdían los estribos por un momento. En el balance de Market-Garden, cuando el plan corría tan grave peligro y era necesario hasta el último hombre para el éxito de un esfuerzo coordinado dirigido a la toma del puente de Arnhem, resultaba vital la cooperación entre los comandantes y la cohesión de las tropas. Y ello especialmente desde que la suerte del Primer Ejército Aerotransportado aliado estaba tomando otro sesgo: en la zona de Market-Garden, los prometidos refuerzos del mariscal de campo Von Rundsted estaban llegando de todo el frente occidental en constante e ininterrumpido flujo.
Nicolaas de Bode, el hábil técnico que había realizado la primera conexión telefónica secreta para las fuerzas de la Resistencia entre el norte y el sur de Holanda, había permanecido todo el día en su casa. En cumplimiento de las instrucciones recibidas del jefe regional de la Resistencia, Pieter Kruyff, De Bode se hallaba sentado junto a una pequeña ventana que daba sobre la Velper Weg, la amplia calle que conducía desde la parte oriental de Arnhem hasta Zutphen, al norte. Aunque no se había movido de su puesto, le habían llegado llamadas desde las zonas periféricas del oeste que le habían inquietado profundamente. En las zonas de Wolfheze y Oosterbeek, los miembros de la Resistencia informaban de problemas. Habían cesado las excitadas referencias a la liberación. Desde hacía ya unas horas, todo lo que oía era que estaba empeorando la situación. Se le pedía a De Bode que se mantuviera atento a cualquier indicio de movimientos de fuerzas pesadas alemanas desde el norte y el este. Hasta el momento, no había visto nada. Sus mensajes, telefoneados cada hora al Cuartel General de la Resistencia, contenían la misma sucinta información. «La carretera está desierta», había informado una y otra vez.
Al atardecer, unos veinte minutos antes de su siguiente llamada, oyó «el sonido de vehículos blindados rodando sobre neumáticos de goma y el rechinar de carros blindados». Se dirigió cansinamente hacia la ventana y miró por la Velper Weg. La carretera parecía desierta, como antes. Luego, a lo lejos, visibles en el ígneo fulgor que envolvía la ciudad, vio aparecer dos grandes tanques. Avanzando uno al lado del otro por la ancha calle, se dirigían a la carretera que conducía a la parte vieja de la ciudad. Al mirar con ojos dilatados, De Bode vio que además de los blindados, había camiones que «transportaban soldados pulcramente uniformados, erguidos en sus asientos y con los fusiles ante sí. Luego, más blindados y más soldados en hileras de camiones». Llamó al instante a Kruyff y dijo: «Parece como si todo un ejército alemán, con tanques y otras armas estuviera penetrando en Arnhem».
El hombre que el 14 de septiembre había prevenido a Londres de la presencia del II Cuerpo Panzer de las SS de Bittrich, Henri Knap, jefe de los servicios de información de la Resistencia de Arnhem, estaba ahora recibiendo de su red un ininterrumpido torrente de informes que notificaban la llegada de refuerzos alemanes. Knap abandonó toda cautela. Telefoneó directamente al Cuartel General británico en el Hartenstein y habló con un oficial de servicio. Knap le dijo que «una columna de carros de combate, entre ellos varios Tiger está entrando en Arnhem, y algunos se dirigen a Oosterbeek». El oficial pidió cortésmente a Knap que aguardara. Unos minutos después, volvió a ponerse. Dándole las gracias a Knap, explicó que «el capitán abriga dudas respecto a su informe. Después de todo, ha oído ya muchas fábulas». Pero el escepticismo del Cuartel General británico desapareció rápidamente cuando Pieter Kruyff confirmó a través del capitán de corbeta Arnoldus Wolters, de la Marina holandesa —que actuaba como oficial de enlace de informaciones para la división— que, por lo menos, «cincuenta carros de combate están entrando en Arnhem desde el nordeste».
El hedor de la batalla impregnaba la ciudad vieja. En el puente, los escombros se elevaban sobre los pilares de cemento y cubrían las calles a lo largo del Rin. Un denso humo manchaba los edificios y los patios con una película grasienta. A todo lo largo de la orilla del río ardían edificios en incendios que nadie se cuidaba de apagar, y los hombres recuerdan que el suelo temblaba constantemente por el efecto de poderosos explosivos, mientras los alemanes, en las horas finales de aquel segundo día de batalla, machacaban los fuertes británicos a lo largo de la rampa norte en la encarnizada pugna por la posesión del primer objetivo de Montgomery.
Alrededor de la medianoche, el teniente coronel Frost salió de su Cuartel General en el lado oeste de la rampa y caminó por el perímetro defensivo, revisando a sus hombres. Aunque la batalla se había desarrollado casi sin pausa desde el ataque blindado de Gräbner por la mañana, la moral se mantenía elevada. Frost se sentía orgulloso de sus fatigados y sucios soldados. Durante todo el día habían repelido obstinadamente ataque tras ataque. Ni un solo alemán ni vehículo habían llegado al extremo norte del puente.
Durante la tarde los alemanes cambiaron de táctica. Utilizando municiones de fósforo, habían intentado desalojar a los británicos de sus puestos fortificados. Un cañón de 150 milímetros lanzó proyectiles de cien libras directamente contra el edificio del Cuartel General de Frost, obligando a los hombres a refugiarse en el sótano. Luego, los morteros británicos graduaron correctamente el alza y consiguieron un impacto directo, matando a los servidores de la batería. Mientras los soldados aplaudían y gritaban burlonamente, otros alemanes salieron corriendo bajo el fuego y se llevaron el cañón. En todo el contorno del perímetro defensivo las casas estaban envueltas en llamas, pero los británicos las sostuvieron hasta el último minuto antes de moverse a otras posiciones. Los daños materiales eran enormes. Camiones y vehículos llameantes, furgonetas destruidas y humeantes montones de escombros cubrían todas las calles. El sargento Robert H. Jones recuerda la escena como «un mar de los Sargazos de llameantes edificios derribados, vehículos orugas, camiones y jeeps». La batalla se había convertido en una prueba de resistencia, que Frost sabía que sus hombres no podrían ganar sin ayuda.
Sótanos y bodegas estaban llenos de heridos. Uno de los capellanes de batallón, el reverendo padre Bernard Egan, y el oficial médico del batallón, capitán James Logan —que eran amigos desde la campaña del Norte de África— atendían a los heridos con un botiquín cuyo contenido se iba agotando rápidamente. Casi no quedaba morfina, e incluso las vendas se estaban terminando. Los hombres habían emprendido la marcha hacia el puente solamente con raciones para cuarenta y ocho horas. Ahora, éstas estaban casi agotadas, y los alemanes habían cortado el agua. Forzados a buscar alimentos, los soldados se mantenían a base de manzanas y unas cuantas peras almacenadas en los sótanos y bodegas de las casas que ocupaban. El soldado G. W. Jukes recuerda que su sargento dijo a los hombres: «No necesitáis agua si coméis muchas manzanas». Jukes tuvo la visión de que «cuando fueran finalmente relevados, saldrían de allí en fila, orgullosamente desafiantes y envueltos en vendas manchadas de sangre, rodeados de alemanes muertos, casquillos de balas y corazones de manzanas».
Una hora tras hora, Frost esperó en vano a que los batallones de Dobie o Fitch rompieran el cerco alemán y llegaran hasta el puente. Aunque llegaban sonidos de batalla desde el oeste de Arnhem, no se veía ni rastro de movimientos de tropas a gran escala. Frost había estado esperando todo el día algún nuevo mensaje del XXX Cuerpo de Horrocks. No había tenido la menor noticia de él desde la única señal de radio captada durante la mañana. Rezagados del 3.er Batallón que habían conseguido llegar hasta Frost llevaron la noticia de que los tanques de Horrocks estaban todavía por el corredor a mucha distancia de allí. Algunos habían oído incluso de miembros de la Resistencia holandesa que la columna no había llegado aún a Nimega. Preocupado y perplejo, Frost decidió no compartir con nadie esta información. Había empezado ya a creer que los hombres de su 2.º Batallón, que él había mandado desde su creación, permanecerían solos durante mucho más tiempo del que creía posible que resistieran.
En las últimas horas del lunes, las esperanzas de Frost se centraban en el tercer vuelo y en la llegada de la 1.a Brigada Paracaidista Polaca del general de división Stanislaw Sosabowski. «Debían lanzarse al sur del puente —escribió más tarde Frost—, y yo temía el recibimiento que se les iba a dispensar…, pero era importante que encontraran un puñado de amigos para acogerlos». A fin de preparar la llegada de los polacos, Frost organizó un «grupo de asalto móvil». Utilizando dos de los jeeps blindados de reconocimiento del comandante Freddie Gough y una ametralladora ligera Bren, Frost esperaba cruzar el puente y, en la sorpresa y confusión del ataque, abrir un pasillo por el que pudieran llegar los polacos. El comandante Gough, que había de mandar el grupo, «no se sentía entusiasmado por la idea». El 16 de septiembre había celebrado su cuadragésimo tercer cumpleaños. Si el plan de Frost se llevaba a cabo, Gough daba por seguro que no podría celebrar el cuadragésimo cuarto[77].
No se esperaba el aterrizaje de los polacos antes de las 10.00 horas del día 19. Al pasar revista a sus hombres en las trincheras, nidos de ametralladoras, sótanos y bodegas, Frost les advirtió que ahorrasen munición. Debían disparar sólo a corta distancia, de modo que cada disparo fuera eficaz. El soldado de transmisiones James Haysom estaba apuntando su fusil contra un alemán cuando se le comunicó la orden del coronel. «Estáte quieto, imbécil —gritó Haysom—. Esas balas cuestan dinero».
Aunque Frost sabía que reducir la intensidad de los disparos ayudaría al enemigo a mejorar sus posiciones, también creía que los alemanes se sentirían inducidos a pensar que los británicos habían perdido ánimos además de hombres. Esta actitud, Frost estaba seguro de ello, les costaría cara a los alemanes.
En el lado opuesto de la rampa, el pequeño grupo de hombres mandados por el capitán Eric Mackay estaba ya poniendo a prueba la teoría de Frost.
En la acribillada escuela situada bajo la rampa, Mackay había comprimido su pequeña fuerza en dos habitaciones y apostado un puñado de hombres en el pórtico exterior para conjurar cualquier intento enemigo de infiltración. Apenas había situado Mackay a sus hombres cuando los alemanes desencadenaron un mortífero ataque con ametralladoras y morteros. El cabo Arthur Hendy recuerda que el tiroteo era tan intenso que las balas «zumbaban a través de las destrozadas ventanas, golpeaban contra la tarima de los suelos y nosotros esquivábamos tantas astillas que volaban por los aires como balas verdaderas».
Mientras los hombres se ponían bajo cubierto, Mackay descubrió que los alemanes habían traído un lanzallamas, y, a los pocos minutos, un vehículo destruido que se encontraba cerca de la escuela estaba ardiendo. Luego, recuerda Mackay, «los alemanes prendieron fuego a la casa situada al norte de la nuestra, que ardió rápidamente, derramando cascadas de chispas sobre nuestro techo de madera que no tardó en incendiarse». En el caos consiguiente, los hombres echaron a correr hacia el tejado, donde durante más de tres horas utilizaron los extintores de incendios de la escuela y sus propias prendas de camuflaje en un esfuerzo frenético por apagar las llamas. Al cabo Hendy le pareció que olía a «queso quemado y carne quemada. Toda la zona estaba iluminada. El calor en el ático era intenso y los alemanes no cesaban de disparar contra nosotros. Finalmente, el fuego fue apagado».
Mientras los exhaustos soldados se reunían de nuevo en las dos habitaciones, Mackay ordenó a sus hombres que se vendaran los pies con sus camisas. «Los suelos de piedra se encontraban cubiertos de cristales y fragmentos de yeso y metal, y las escaleras estaban resbaladizas por la sangre derramada sobre ellas. Todo crujía bajo nuestros pies y hacía un ruido terrible». Cuando Mackay se disponía a bajar al sótano para ver cómo se encontraban sus heridos, se produjo lo que recuerda como «un fogonazo cegador y una terrible explosión. Lo siguiente que supe fue que alguien me estaba golpeando en la cara». Durante el incendio, los alemanes habían llevado un Panzerfaust antitanque en un esfuerzo por destruir definitivamente la pequeña fuerza. Con aturdida incredulidad Mackay vio que todo el ángulo sudoeste de la escuela y parte del todavía humeante techo habían sido volados. Peor aún, las aulas semejaban ahora una carnicería, con muertos y heridos por todas partes. «Sólo unos minutos más tarde —recuerda Mackay—, llegó alguien y dijo que creía que estábamos rodeados. Me asomé a una de las ventanas. Abajo había una masa de alemanes. Curiosamente, no hacían nada, se limitaban a permanecer sobre la hierba. Nos rodeaban por todos los lados menos por el oeste. Debían pensar que el Panzerfaust había terminado con nosotros porque habíamos dejado de disparar».
Abriéndose paso por entre los cuerpos tendidos en el suelo, Mackay ordenó a sus hombres que cogieran granadas. «Cuando yo grite “¡Fuego!”, disparad con todo lo que tengáis», dijo. De nuevo en la ventana situada al sudeste, Mackay dio la orden. «Los muchachos lanzaron granadas sobre los que estaban debajo e, instantáneamente, abrimos fuego con todo lo que nos quedaba: seis Bren y catorce subfusiles Sten, disparando sin cesar». En el fragoroso estruendo, los soldados se erguían silueteados en las ventanas, disparando sus subfusiles desde la cadera y lanzando su grito de guerra: «Whoa Mohammed». A los pocos minutos, el contraataque había terminado. Como recuerda Mackay, «cuando volví a asomarme lo único que pude ver abajo fue una alfombra gris. Debíamos haber matado entre treinta y cincuenta alemanes».
Sus hombres se dedicaron entonces a recoger a muertos y heridos. Un hombre agonizaba con quince balazos en el pecho. Otros cinco estaban gravemente heridos, y casi todos habían recibido quemaduras al tratar de salvar el incendiado tejado. Mackay había sido alcanzado también por la metralla y descubrió que tenía el pie clavado a la bota. Ni Mackay ni el zapador Pinky White, practicante en funciones, pudieron quitar el metal y Mackay se apretó más fuerte los cordones de su bota para contener la hinchazón. De cincuenta hombres, Mackay le quedaban solamente 21 en buenas condiciones, cuatro habían muerto, y más de 25 habían resultado heridos. Aunque carecía de alimentos y sólo tenía un poco de agua, había reunido una abundante provisión de morfina y podía aliviar los dolores de los heridos. «Casi todos padecían de shock y fatiga —recuerda—, pero habíamos obtenido otro respiro temporal. No me parecía a mí que las cosas presentaran un aspecto demasiado bueno, pero oímos la BBC y nos dijeron que todo marchaba de conformidad con el plan. Me puse en contacto telegráfico con el coronel, informé de nuestro estado y dije que todos estábamos contentos y resistiendo».
Mientras trataba de dormir unos minutos, el cabo Hendy oyó a lo lejos la campana de una iglesia. Al principio, pensó que tocaba para anunciar la llegada de los blindados de Horrocks, pero el sonido no era rítmico y consistente. Hendy comprendió que lo que debía estar golpeando la campana eran balas o fragmentos de granadas. Pensó en los hombres que se hallaban alrededor del Cuartel General del coronel Frost al otro lado de la rampa y se preguntó si estarían sanos y salvos. Oyó de nuevo la campana y notó que se estremecía. No podía liberarse del terrible y fatal presentimiento.
La ayuda que con tanta urgencia necesitaba Frost se hallaba angustiosamente cercana, apenas a más de kilómetro y medio de distancia. Cuatro batallones, extendidos entre el Hospital de Santa Isabel y el Rin, estaban intentando desesperadamente llegar hasta él. El 3.er Batallón del teniente coronel J. A. C. Fitch había estado intentando abrirse paso a lo largo de la ruta León, la carretera junto al Rin que Frost había utilizado para llegar al puente dos días antes. En la oscuridad, sin comunicaciones, Fitch ignoraba que otros tres batallones se hallaban también en marcha: el 1.er del teniente coronel David Dobie, el 11.º del teniente coronel G. H. Lea y el 2.º South Staffordshire del teniente coronel W. D. H. McCardie; de los hombres de Dobie le separaban sólo unos centenares de metros.
A las 4.00 horas del martes 19 de septiembre, el 11.º Batallón y el 2.º South Staffs empezaron a atravesar la zona edificada existente entre el Hospital Santa Isabel y el Museo Municipal de Arnhem. Al sur de ellos, en la ruta León, en la que Fitch había encontrado ya una devastadora resistencia, el 1Batallón estaba ahora intentando abrirse paso. Inicialmente, los tres batallones, coordinando sus movimientos, ganaron terreno. Luego, con el amanecer, su protección desapareció. La oposición alemana, irregular durante la noche, se concentró de pronto ferozmente. El avance se detuvo porque los batallones se encontraron cogidos en una tupida red, atrapados por tres lados por un enemigo que parecía casi haberlos estado esperando en una posición previamente planeada. Y los alemanes estaban dispuestos a realizar una matanza.
Los elementos de vanguardia fueron alcanzados por los disparos y obligados a detenerse por tanques y vehículos alemanes que cortaban las calles ante ellos. Las ametralladoras que los esperaban en las ventanas de las casas situadas en la elevada escarpadura que iba desde las cocheras del ferrocarril hacia el norte, abrieron fuego. Y, desde los edificios de ladrillo situados al otro lado del Rin, baterías artilleras de cañones múltiples, disparando horizontalmente, machacaron el batallón de Dobie y se cebaron en los hombres de Fitch que trataban de avanzar a lo largo de la carretera del Bajo Rin. El batallón de Fitch, maltrecho ya a consecuencia de los combates sostenidos desde el momento del aterrizaje dos días antes, quedó ahora tan destrozado por el incesante fuego de artillería que ya no podía existir como unidad efectiva. Los hombres se dispersaron en desorden. No podían avanzar ni retroceder. Carentes virtualmente de protección en la desabrigada carretera, iban siendo metódicamente derribados. «Estaba terriblemente claro —explicó el capitán Ernest Seccombe— que los boches tenían muchas más municiones que nosotros. Intentamos avanzar a saltos, desde un lugar cubierto a otro. Acababa yo de echar a correr cuando quedé cogido en un mortífero fuego cruzado. Caí como un saco de patatas. Ni siquiera podía arrastrarme». Seccombe, que había resultado herido en las dos piernas, contempló con impotencia cómo se le acercaban dos alemanes. El capitán británico, que hablaba con fluidez el alemán, les pidió que le miraran las piernas. Se inclinaron y examinaron sus heridas. Luego, uno de los alemanes se incorporó. «Lo siento, Herr Hauptmann —dijo a Seccombe—. Me temo que la guerra ha terminado para usted». Los alemanes llamaron a sus propios médicos, y Seccombe fue llevado al Hospital de Santa Isabel[78].
Uno de los oficiales de Fitch descubrió por casualidad la presencia de las fuerzas de Dobie en la carretera inferior y a pesar de que sus bajas eran también cuantiosas, los hombres del 1.er Batallón se precipitaron en dirección a los lastimosos restos del grupo de Fitch. Dobie estaba ahora rabiosamente decidido a llegar al puente, pero los obstáculos eran enormes. Cuando avanzaba bajo el intenso fuego dirigiéndose a saltos hacia los hombres de Fitch, Dobie resultó herido y fue capturado (más tarde consiguió escapar); se calculó que al final del día solamente quedaban cuarenta hombres de su batallón. El soldado Walter Boldock era uno de ellos. «Lo seguíamos intentando, pero fue un desastre. Estábamos sometidos a un constante fuego de mortero y los tanques alemanes apuntaban directamente hacia nosotros. Yo traté de detener a uno con mi ametralladora Bren. Parecía que retrocedíamos. Pasé por encima de una cañería rota. En el arroyo yacía el cadáver de un civil vestido con mono azul, y el agua besaba suavemente su cuerpo. Al abandonar las afueras de Arnhem, supe de algún modo que no volveríamos».
Los hombres de Fitch, tratando de seguir al batallón de Dobie, estaban siendo aplastados una vez más. La marcha había perdido todo sentido; los informes posteriores a la acción dan cuenta de la absoluta confusión existente en estos momentos en el batallón. «El avance fue satisfactorio hasta que llegamos a la zona del desmantelado puente de barcas —dice el informe del 3.er Batallón—. Luego, empezaron a pasar entre nosotros los heridos del 1.er Batallón. Se inició un intenso fuego de ametralladoras pesadas, cañones de 20 milímetros y mortero…, se producían bajas a un ritmo en constante crecimiento, y había que transportar pequeños grupos de heridos a retaguardia cada minuto».
Existiendo el peligro de que sus fuerzas fueran totalmente destruidas, Fitch ordenó a sus hombres que retrocedieran al Pabellón del Rin, un gran complejo hostelero situado en la orilla del río, donde los restos del batallón podrían reagruparse y tomar posiciones. «Cada oficial y cada soldado debe ir allí como mejor pueda —dijo Fitch a sus hombres—. La zona entera parece hallarse cubierta por el fuego enemigo y la única esperanza de llegar sin novedad es hacerlo individualmente». El soldado Robert Edwards recuerda a un sargento «cuyas botas rezumaban la sangre que manaba de sus heridas, diciéndonos que emprendiéramos la marcha y nos uniésemos a la primera unidad organizada que encontráramos». El coronel Fitch no llegó al Pabellón del Rin. Cuando se dirigía hacia allí, resultó muerto por disparos de mortero.
Por una extraña concatenación de circunstancias, dos hombres que nunca hubieran debido estar allí se abrieron paso hasta Arnhem. El comandante Anthony Deane-Drummond, segundo en el mando de la sección de transmisiones de la División, se había sentido tan alarmado por la interrupción de las comunicaciones que, junto con su chófer-asistente, el cabo Arthur Turner, se había adelantado para ver lo que ocurría. Deane-Drummond y Turner estaban en la carretera desde las primeras horas del lunes. Primero, había localizado al batallón de Dobie, donde se habían enterado de que Frost estaba en el puente y Dobie se disponía a lanzar un ataque para llegar hasta él. Avanzando por la carretera del río, Deane-Drummond alcanzó a varios elementos del 3.er Batallón que pugnaban por avanzar en dirección a Arnhem y se unió a ellos. El grupo se vio envuelto en un intenso fuego enemigo y en el combate que se produjo a continuación, Deane-Drummond se encontró mandando los restos de una compañía cuyo oficial había resultado muerto.
Bajo un constante fuego de armas ligeras y tan cercado que Deane-Drummond recuerda que los alemanes arrojaban granadas de mano contra los hombres, condujo al grupo a lo largo de la carretera hasta unas casas próximas a una pequeña ensenada. Al frente, podía ver el puente. «En los últimos doscientos metros hasta la casa que yo había elegido, los hombres estaban cayendo literalmente como moscas —recuerda—. Éramos sólo unos veinte hombres, y me di cuenta de que el resto del batallón se encontraba ahora muy atrás y no era probable que nos alcanzase». Dividiendo a los hombres en tres grupos, Deane-Drummond decidió esperar al anochecer, descender hasta el río, cruzarlo a nado al amparo de la oscuridad y, luego, volverlo a cruzar y reunirse con la División, en el oeste. En una casa que hacía esquina, rodeado de alemanes por todas partes, se dispuso a esperar. Sonaron unos fuertes golpes en la puerta. Deane-Drummond y los tres hombres que estaban con él se precipitaron a la parte trasera y se encerraron en un pequeño lavabo. Por el ruido que llegaba hasta ellos, estaba claro que los alemanes se dedicaban a convertir la casa en un punto fortificado. Deane-Drummond estaba atrapado. Él y los otros permanecerían en el diminuto cuarto durante casi tres días más[79]
Entretanto, el 11.º Batallón y los South Staffordshire se habían visto obligados también a detenerse tras varias horas de encarnizados combates callejeros. Los tanques alemanes martillaron en su contraataque a los batallones, forzándoles a retroceder lentamente.
El soldado Maurice Faulkner recuerda que algunos elementos de los batallones llegaron al Museo después de sufrir grandes bajas, sólo para encontrase allí con los carros de combate. «Vi a un hombre saltar desde una ventana sobre un tanque y tratar de arrojar una granada en su interior —recuerda Faulkner—. Le alcanzó un francotirador, pero yo creo que, probablemente, estaba atrapado de todas maneras y tal vez pensara que era la única forma de escapar». El soldado William O’Brien comentaría que la situación se volvió «súbitamente caótica. Nadie sabía qué hacer. Los alemanes se habían traído esos lanzacohetes Nebelwerfer, y sentíamos que la cabeza nos iba a estallar del atronador ruido. Empezaba a parecerme que los generales nos habían metido en algo que no tenían derecho a hacer. No dejaba de preguntarme dónde diablos estaba el maldito Segundo Ejército».
Cerca de la iglesia de Oosterbeek, el soldado Andrew Milbourne oyó pedir servidores de ametralladora. Milbourne dio un paso adelante, y se le dijo que llevara su arma y un grupo de hombres a un cruce de carreteras próximo al Hospital de Santa Isabel para cubrir y proteger a los dos batallones cuando se separasen. Instaló en un jeep su ametralladora Vickers y emprendió la marcha con otros tres. Milbourne emplazó su ametralladora en el jardín de una casa situada junto al cruce. Casi inmediatamente, le pareció que era arrastrado por su propia batalla particular. Aparecían granadas y proyectiles de mortero dirigidos directamente contra él. Mientras los soldados empezaban a retroceder a su alrededor, Milbourne enviaba un constante arco de balas por delante de ellos. Recuerda haber oído un sonido sibilante, como el del viento, y luego, un fogonazo. Segundos después, se dio cuenta de que algo marchaba mal con sus ojos y sus manos. Recuerda que alguien dijo: «Santo Dios, le han dado».
El soldado Thomas Pritchard oyó la voz y corrió hacia donde los hombres estaban inclinados sobre Milbourne. «Se hallaba tendido sobre los retorcidos restos de la Vickers, con las dos manos unidas a sus brazos tan sólo por una tira de piel y un ojo fuera de su cuenca. Empezamos a pedir a gritos un médico». No lejos de allí, el mejor amigo de Milbourne, el cabo Terry Taffy Brace, de la 16.a Ambulancia de Campaña, oyó gritar a alguien. Dejando a un herido de metralla al que había asistido, Brace echó a correr. «Rápido —le gritó un hombre—, la Vickers ha estallado». Mientras corría, recuerda Brace, podía oír el fragor casi constante de los disparos de ametralladora, y los obuses y granadas parecían caer por todas partes. Acercándose a un grupo de hombres, Brace se abrió paso y vio con horror a Milbourne tendido en el suelo. Trabajando frenéticamente, Brace vendó los brazos de Milbourne y colocó un apósito bajo el pómulo del herido para almohadillar su ojo izquierdo. Brace recuerda que hablaba constantemente mientras trabajaba. «Es sólo un rasguño, Andy —decía—. Sólo un rasguño». Cogiendo en brazos a su amigo, Brace llevó a Milbourne a un puesto de socorro cercano, donde un médico holandés se puso a trabajar inmediatamente. Luego, volvió a la batalla[80].
Brace pasó junto a lo que parecían ser centenares de hombres tendidos en los campos y a lo largo de la carretera. «Me paraba junto a cada uno de ellos —recuerda—. Lo único que podía hacer por la mayoría era quitarles la guerrera y cubrirles el rostro». Brace curó a un sargento herido lo mejor que pudo y, cuando se disponía a reemprender su camino, el hombre le alargó la mano. «No voy a salir de ésta —le dijo a Brace—. Cógeme la mano, por favor». Brace se sentó y tomó entre las suyas la mano del sargento. Pensó en Milbourne, su mejor amigo, y en los muchos hombres que habían llegado a través de las líneas aquel día. Unos minutos después, Brace sintió un leve tirón. Al bajar la vista, advirtió que el sargento había muerto.
Para entonces, los británicos se hallaban en desorden, sin cañones antitanque ni munición y con elevadas bajas. El ataque se había convertido en una carnicería. Los dos batallones no podían avanzar más allá de las zonas edificadas en torno al hospital Santa Isabel. Pero, en el laberinto de calles, una acción resultó ser positiva y tuvo éxito. El ataque había conquistado una casa con terraza en el número 14 de la calle Zwarteweg, el edificio del que no había podido escapar el general Roy Urquhart.
«Oímos el jadeo del cañón autopropulsado en el exterior y el rechinar de su oruga —escribió más tarde Urquhart—. Se estaba yendo». Apareció entonces Antoon Derksen y «anunció excitado que los británicos estaban al extremo de la calle. Echamos a correr calle abajo, y di gracias a Dios por haber establecido contacto de nuevo».
Al saber por un oficial del South Staffordshire que su Cuartel General se encontraba ahora en un hotel llamado Hartenstein, Urquhart pidió un jeep y conduciendo a toda velocidad por entre un diluvio de balas disparadas por francotiradores, llegó por fin hasta la División.
Eran las 7.25 horas. Había estado ausente y sin ejercer ningún control sobre la batalla en su período más crucial durante casi 39 horas.
En el Hartenstein, uno de los primeros hombres que vio a Urquhart fue el capellán G. A. Pare. «Las noticias no eran muy buenas —recuerda—. Se le había dado al general por prisionero, y no había ni rastro del Segundo Ejército». Mientras Pare bajaba las escaleras del hotel «resulta que quién las estaba subiendo era el propio general. Lo vimos varios, pero nadie dijo una palabra. Nos lo quedamos mirando, completamente desconcertados». Sucio y con «barba de dos días, debía tener un aspecto digno de verse» dice Urquhart. En aquel momento, llegó a toda prisa el coronel Charles Mackenzie, el jefe del Estado Mayor. Mirando a Urquhart, Mackenzie le dijo: «Creíamos, señor, que se había ido usted definitivamente».
Rápidamente, Mackenzie informó al ansioso Urquhart de los acontecimientos que habían tenido lugar durante su ausencia y le expuso la situación —tal como la conocía la División— en aquellos momentos. El cuadro era aterrador. Amargamente, Urquhart vio que la división de la que se sentía tan orgullosos estaba siendo dispersada y hecha trizas. Pensó en todos los contratiempos que habían obstaculizado a sus fuerzas de Market: la distancia desde las zonas de lanzamiento hasta el puente; la interrupción casi total de las comunicaciones; el retraso impuesto por las condiciones meteorológicas a la 4.a Brigada de Hackett, además de la pérdida de su precioso cargamento; y el lento avance de los tanques de Horrocks. Urquhart quedó estupefacto al enterarse de que el XXX Cuerpo ni siquiera había informado de que hubiera llegado a Nimega. La disputa por el mando entre Hackett y Hicks resultaba turbadora, especialmente teniendo en cuenta que derivaba de la imprevisible ausencia de Urquhart y Lathbury en las horas cruciales en que era necesaria una precisa dirección de la batalla. Sobre todo, Urquhart deploraba el increíble y excesivo optimismo de las fases iniciales de la elaboración de los planes, que no había concedido la debida importancia a la presencia del Cuerpo Panzer de Bittrich.
Todos estos factores, combinados unos con otros, habían llevado a la División al filo de la catástrofe. Sólo la extraordinaria disciplina y un increíble valor estaban manteniendo unidos a los maltrechos Diablos Rojos. Urquhart estaba decidido a infundir de alguna manera nuevas esperanzas, a coordinar los esfuerzos de sus hombres incluso hasta el nivel de compañía. Al hacerlo, sabía que debía exigir de sus fatigados y heridos hombres más de lo que ningún comandante de fuerzas aerotransportadas había exigido jamás. No tenía opción. Con la constante afluencia de refuerzos alemanes, el entusiasta escocés comprendió que, a no ser que actuara inmediatamente, «mi división seria totalmente destruida». Incluso puede que fuera demasiado tarde para salvar a su amada unidad de la aniquilación.
Una mirada al mapa le reveló el carácter desesperado de la situación. Simplemente, no existía una línea de frente. Ahora que habían llegado todos sus hombres menos la Brigada Polaca, las principales zonas de lanzamiento al oeste habían sido abandonadas y aparte de las zonas de reaprovisionamiento, las líneas que las rodeaban, ocupadas por los hombres de Hicks, habían menguado y encogido. Comprendió que Hackett se dirigía a las tierras altas situadas al nordeste de Wolfheze y la granja Johannahoeve. El 11.º Batallón y los South Staffordshire estaban luchando cerca del Hospital de Santa Isabel. No había noticia del avance de los Batallones 1.º y 3.º en la carretera del Rin. Pero Frost, supo Urquhart con orgullo, se mantenía todavía en el puente. En el mapa de situación, flechas rojas indicaban por todas partes nuevas concentraciones de blindados y tropas enemigas; algunas parecían hallarse situadas detrás de las unidades británicas. Urquhart no sabía si quedaba tiempo suficiente para reorganizar y coordinar el avance de sus diezmadas fuerzas y enviarlas hacia el puente en un último y desesperado ataque. Ignorando por el momento los graves daños infligidos a los Batallones 1.º y 3.º, Urquhart creía que tal vez existiera todavía una oportunidad.
«Lo que más me intrigaba era una cosa —recuerda—. ¿Quién dirigía la batalla en la ciudad? ¿Quién la coordinaba? Lathbury se encontraba herido y ya no estaba allí. No se había nombrado a nadie para establecer un plan». Empezaba a reflexionar sobre la cuestión, cuando llegó el general de brigada Hicks. Se alegró extraordinariamente de ver a Urquhart y de devolverle el mando de la División. «Le dije —dice Urquhart— que tendríamos que llevar inmediatamente a alguien a la ciudad. Un oficial superior que coordinara el ataque de Lea y McCardie. Me di cuenta de que habían estado a sólo unos centenares de metros de mí, y de que habría sido mejor que yo me hubiera quedado en la ciudad para dirigir la acción. Entonces, envié al coronel Hilary Barlow, lugarteniente de Hicks. Era el hombre más adecuado. Le dije que entrara en la ciudad y atara los cabos sueltos. Le expliqué exactamente dónde estaban Lea y McCardie y le envié con un jeep y un aparato de radio, ordenándole que preparara un ataque debidamente coordinado».
Barlow nunca llegó a encontrarse con los batallones. Cayó muerto en algún punto de la ruta. «Simplemente, se desvaneció», dijo Urquhart. Jamás se encontró su cuerpo.
La llegada de los polacos en el tercer vuelo era casi igual de urgente. Ahora iban a aterrizar directamente sobre un enemigo preparado en los accesos meridionales del puente, como Frost sabía muy bien; y para entonces, razonaba Urquhart, los alemanes debían estar ya, evidentemente, reforzados con blindados. El lanzamiento podría ser una carnicería. En un esfuerzo por detenerlos y, aunque las comunicaciones eran inseguras —nadie sabía si los mensajes se estaban recibiendo—, Urquhart envió un mensaje de aviso y solicitó una nueva zona de lanzamiento. En el Cuartel General del Cuerpo, en retaguardia, este mensaje nunca se recibió. Pero daba lo mismo. En un nuevo contratiempo, la niebla cubría muchos de los aeródromos de Inglaterra en los que se estaban preparando para partir los aviones y planeadores del tercer y vital vuelo.
El corredor por el que debían avanzar los blindados de Horrocks estaba abierto de nuevo. En Son, a 69 kilómetros al sur de Arnhem, los ingenieros contemplaban el paso de la primera unidad blindada británica por el puente provisional que habían construido. La División Blindada de Guardias estaba de nuevo en marcha, dirigido ahora su avance por los Granaderos. En aquellos momentos, a las 6.45 horas del 19 de septiembre, las fuerzas Garden llevaban un retraso de 36 horas.
Nadie en aquel sector del corredor podía adivinar aún lo que esa pérdida de tiempo significaría en el cómputo final, y lo peor estaba por venir. El gran puente sobre el Waal en Nimega, a 52 kilómetros al norte, continuaba en manos alemanas. Los comandantes aerotransportados temían que los alemanes lo volaran si no era tomado intacto y pronto.
Este temor concedía una mayor urgencia al avance blindado. Para el general Gavin, el general Browning, comandante del Cuerpo, y para Horrocks, el puente de Nimega era ahora la pieza más crítica del plan. Los comandantes ignoraban todavía la verdadera y apurada situación de la 1a División Aerotransportada británica. Las emisiones alemanas de propaganda habían pregonado que el general Urquhart estaba muerto[81]. y su división destrozada, pero no había habido noticias de la división misma. En las columnas de tanques, los hombres creían que Market-Garden se estaba desarrollando bien. Lo mismo creían las Águilas Aulladoras del general Taylor. «Para el soldado de la 101.a, el ruido de los blindados, la vista de sus cañones, constituían a la vez una seguridad y una promesa —escribiría más tarde el general S. L. A. Marshall—, una seguridad de que existía un plan y una promesa de que el plan podía dar resultado».
Mientras los carros avanzaban, los soldados de la 101.a del general Taylor que los contemplaban se enorgullecían justamente de sus propios logros. Enfrentándose a una resistencia inesperadamente fuerte, habían ocupado y mantenido la franja de veintidós kilómetros de carretera desde Eindhoven hasta Veghel. A lo largo de la ruta, los hombres aplaudían y lanzaban vítores mientras los blindados de la Household Cavalry, los tanques de los Granaderos y la poderosa masa del XXX Cuerpo pasaban ante ellos. En pocos minutos, la columna avanzó desde Son hasta Veghel. Luego, con el tipo de empuje que Montgomery había previsto para la totalidad de la acción, la vanguardia blindada, flanqueada por vitoreantes muchedumbres holandesas que agitaban banderas, avanzó a toda velocidad, llegando a Grave, su primer punto de destino, a las 8.30 horas. Allí, los tanques enlazaron con la 82.a de Gavin. «Supe que los habíamos alcanzado —recuerda el cabo William Chennell, que iba en uno de los primeros vehículos blindados— porque los estadounidenses, no queriendo correr riesgos, nos hicieron parar con disparos de aviso».
Continuando rápidamente su camino, los primeros blindados llegaron a mediodía a los suburbios de Nimega. Se habían cubierto ya dos terceras partes del vital corredor de Market-Garden. Aquella única carretera, abarrotada de vehículos, habría podido ser cortada en cualquier momento de no haber sido por las vigilantes y tenaces fuerzas aerotransportadas que habían combatido y muerto por mantenerla abierta. Si la audaz estrategia de Montgomery había de tener éxito, el corredor era el único cordón umbilical que podía sostenerla. Los hombres sentían la ardorosa excitación del éxito. Según las declaraciones oficiales, incluyendo las del Cuartel General de Eisenhower, todo se estaba desarrollando conforme al plan. No se insinuaba siquiera la terriblemente apurada situación que estaba engullendo poco a poco a los hombres en Arnhem.
Sin embargo, el general Frederick Browning no se sentía tranquilo. Durante la tarde del día 18, se reunió con el general Gavin. El comandante de Cuerpo no había recibido ninguna noticia de Arnhem. Fuera de unas cuantas informaciones dispersas de la Resistencia holandesa, los servicios de transmisiones de Browning no habían recibido ni un solo informe de situación. Pese a los anuncios oficiales de que la Operación se estaba desarrollando satisfactoriamente, los mensajes retransmitidos a Browning desde su propio Cuartel General de retaguardia y desde el Segundo Ejército del general Dempsey habían despertado en él una inquietante preocupación. Browning no podía liberarse de la impresión de que Urquhart podía hallarse en graves apuros.
Dos informes en particular alimentaban esta inquietud. La potencia y la reacción alemanas en Arnhem habían resultado, indiscutiblemente, más poderosas y rápidas de lo que habían previsto los autores del Plan. Y la información facilitada por las fotos de reconocimiento de la RAF indicaban que solamente el extremo septentrional del puente de Arnhem estaba ocupado por los británicos. Y eso que hasta ese momento Browning ignoraba que había dos divisiones de panzer en el sector de Urquhart. Inquieto por la falta de comunicaciones y preocupado por sus sospechas, Browning advirtió a Gavin que el «puente de Nimega debe ser tomado hoy. A más tardar, mañana». Desde el momento en que tuvo la primera noticia de la Operación Market-Garden, el puente de Arnhem había preocupado a Browning. Montgomery había supuesto en un exceso de confianza que Horrocks llegaría hasta él en el plazo de 48 horas. Entonces, Browning opinaba que las fuerzas de Urquhart podían resistir cuatro días. Ahora, dos días después del Día D —un día menos de la estimación de Browning sobre la capacidad de la división para operar sola—, y a pesar de seguir ignorando la grave situación en la que se encontraba la 1.a División Aerotransportada británica, Browning dijo a Gavin: «Debemos llegar a Arnhem lo más rápidamente posible[82]».
Inmediatamente después de enlazar en el sector de la 82.a, Browning convocó una conferencia. Los vehículos blindados que iban a la vanguardia de los Guardias fueron enviados a recoger al comandante del XXX Cuerpo, general Horrocks y el comandante de la División Blindada de Guardias, general Alian Adair. En compañía de Browning, los dos oficiales se dirigieron a un punto situado al nordeste de Nimega, desde el que se dominaba el río. Desde allí, el cabo William Chennell, cuyo vehículo había recogido a uno de los oficiales, observó el puente con el pequeño grupo. «Para mi sorpresa —recuerda Chennell—, podíamos ver tropas y vehículos alemanes que se movían de un lado a otro del puente, al parecer absolutamente despreocupados. No se disparó un solo tiro, y eso que estábamos a poco más de cien metros de distancia».
De vuelta en el Cuartel General de Browning, Horrocks y Adair se enteraron por primera vez de la violenta oposición alemana en la zona de la 82.a. «Me sorprendió descubrir a mi llegada que no teníamos el puente de Nimega —explicó Adair—. Yo daba por supuesto que se encontraría en manos de las tropas aerotransportadas para el momento en que nosotros llegáramos y que, simplemente, nos limitaríamos a cruzarlo». Los generales supieron en ese momento que las fuerzas de Gavin habían tenido tanto trabajo para mantener la cabeza de puente de las tropas aerotransportadas, que se había hecho venir compañías desde Nimega para proteger las zonas de aterrizaje de los masivos ataques enemigos. Elementos del 508.º Batallón habían sido incapaces de abrirse paso contra las fuertes unidades de la SS que ocupaban los accesos al puente. La única manera de tomar rápidamente el puente, creía Browning, era un ataque combinado de tanques e infantería. «Vamos a tener que desalojar a esos alemanes con algo más que tropas aerotransportadas», le dijo Browning a Adair.
El puente de Nimega era el último y crucial eslabón en el plan Market-Garden. Con el límite de tiempo que Browning había atribuido a la capacidad de las fuerzas británicas para resistir a punto de ser superado, era preciso acelerar el ritmo de la Operación. Faltaban por abrir dieciséis kilómetros de corredor. Era necesario, recalcó Browning, capturar el puente de Nimega en un tiempo récord.
El general de división Heinz Harmel, comandante de la División Frundsberg, se sentía enfurecido y frustrado. Pese a los constantes apremios del general Bittrich, no había conseguido aún expulsar a Frost y sus hombres del puente de Arnhem. «Estaba empezando a sentirme un maldito estúpido», recuerda Harmel.
Para entonces, sabía ya que se les estaban acabando a los británicos sus provisiones y municiones. Además, sus bajas, tomando las suyas propias como ejemplo, debían ser extremadamente elevadas. «Había decidido utilizar blindados y fuego de artillería para arrasar todos y cada uno de los edificios que ocupaban —recuerda Harmel—, pero, en vista del combate que estaban librando, pensé que debía pedirles primero que se rindieran». Harmel ordenó a su Estado Mayor que concertara una tregua temporal. Se elegiría un prisionero británico para que acudiese a presencia de Frost con el ultimátum de Harmel. El designado fue un ingeniero recién capturado, el sargento Stanley Halliwell, de veinticinco años, uno de los zapadores del capitán Mackay.
Se le indicó a Halliwell que entrara en el perímetro defensivo británico bajo bandera de tregua. Una vez allí, debía decirle a Frost que llegaría un oficial alemán para conferenciar con él sobre los términos de la rendición. Si Frost accedía, Halliwell regresaría de nuevo al puente, donde permanecería desarmado hasta que se reuniese con él el oficial alemán. «En mi calidad de prisionero de guerra, yo tenía que volver con los boches tan pronto como entregara el mensaje y recibiera la respuesta del coronel, y no me gustaba ni pizca esa parte del asunto», dijo Halliwell. Los alemanes condujeron a Halliwell hasta un punto próximo al perímetro británico, por donde, llevando la bandera de tregua, penetró en el sector ocupado por los británicos y llegó al Cuartel General de Frost. Nerviosamente, Halliwell le explicó la situación a Frost. Los alemanes, dijo, consideraban que era inútil continuar luchando. Los británicos estaban rodeados, sin posibilidad de recibir socorro. No tenían otra opción que morir o rendirse. Interrogando a Halliwell, Frost supo que «el enemigo parecía muy desalentado por sus propias bajas». Sintió que se animaba momentáneamente ante la noticia y recuerda haber pensado que «sólo con que nos llegaran municiones, no tardaríamos en tener en el saco a nuestros adversarios de las SS». En cuanto a la petición alemana de negociaciones, la respuesta de Frost a Halliwell no pudo ser más explícita: «Dígales que se vayan al infierno», respondió.
Halliwell estaba de acuerdo. Al ser prisionero de guerra, se esperaba de él que volviera con los alemanes, pero no le agradaba la idea de repetir las palabras exactas del coronel y, señaló a Frost, podía resultar difícil atravesar de nuevo las líneas. «A usted le corresponde tomar esa decisión» dijo Frost. Halliwell ya la había tomado. «Si no le importa, mi coronel —dijo a Frost—, me quedaré. Los alemanes recibirán el mensaje tarde o temprano».
En el otro extremo de la rampa, el capitán Eric Mackay acababa de recibir una invitación similar, pero optó por interpretarla en sentido contrario. «Me asomé y vi a un boche con un pañuelo no muy blanco atado a un fusil. Gritó: “¡Rendición!”. Di por supuesto que querían rendirse, pero quizás se referían a nosotros». En la ya casi destruida escuela en la que resistía su pequeña fuerza, Mackay, pensando todavía que el alemán estaba ofreciendo rendirse, consideró impracticable la idea. «Sólo teníamos dos habitaciones. Habríamos estado un poco apretados si cogíamos prisioneros».
Agitando las manos en dirección al alemán, Mackay gritó: «¡Largo de aquí! No cogemos prisioneros». El practicante, Pinky White, se reunió con Mackay en la ventana. «Raus! —gritó—. ¡Fuera!». En medio de un montón de silbidos, otros soldados se sumaron al grito. «¡Lárgate! ¡Vuélvete y pelea, bastardo!». El alemán pareció entender. Según recuerda Mackay, dio media vuelta y regresó rápidamente a su propio edificio, «agitando todavía su sucio pañuelo».
El intento de Harmel por obtener la rendición de los valerosos hombres sitiados en el puente había fracasado. La batalla se reanudó en toda su ferocidad.