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Desde las humeantes ruinas de Arnhem hasta el semidestruido puente de Son, en pozos de tirador, en bosques, a lo largo de diques, entre los escombros de edificios derruidos, a bordo de carros de combate y junto a los accesos a los vitales puentes, los hombres de Market-Garden y los alemanes contra quienes luchaban oyeron el sordo rumor que llegaba por el oeste. En columna tras columna, oscureciendo el cielo, se estaban acercando los aviones y planeadores de la segunda expedición. El firme y creciente zumbido de los motores hizo que se renovaran las fuerzas y las esperanzas de angloamericanos y holandeses. Para la mayoría de los alemanes, el sonido era un presagio del desastre. Combatientes y civiles miraban hacia el cielo, esperando. Faltaban unos minutos para las 14.00 horas del lunes 18 de septiembre.

La armada aérea que se acercaba era gigantesca y empequeñecía incluso el espectáculo del día anterior. El día 17 los vuelos habían seguido dos rutas distintas, una por el norte y otra por el sur. El 18, el mal tiempo y la esperanza de conseguir una mayor protección frente a la Luftwaffe habían hecho que la segunda expedición se dirigiera a Holanda únicamente por la ruta septentrional. Condensados en una inmensa columna que cubría kilómetros y kilómetros a lo largo del cielo, casi cuatro mil aparatos se escalonaban a altitudes que oscilaban entre los trescientos y los ochocientos metros.

Volando ala con ala, 1336 C-47 americanos y 340 bombarderos Stirling británicos componían el grueso del convoy aéreo. Algunos de los aviones transportaban tropas. Otros remolcaban un número enorme de planeadores, 1205 Horsa, Waco y gigantescos Hamilcar. A retaguardia del convoy, que se extendía a lo largo de 250 kilómetros, 252 bombarderos cuatrimotores Liberator transportaban material de construcción de puentes. Daban escolta a las formaciones, volando sobre ellas y a sus flancos, 867 cazas, que iban desde escuadrillas de Spitfire y Typhoon británicos hasta Thunderbolt y Lightning estadounidenses. En total, el segundo vuelo sumaba en el momento del despegue 6674 soldados aerotransportados, 681 vehículos con remolques cargados, sesenta piezas de artillería con munición y casi seiscientas toneladas de suministros, incluyendo dos bulldozer[72].

Rodeada por las explosiones de granadas antiaéreas, la gran escuadra hizo escala frente a la costa holandesa en la isla de Schouwen y, luego, se dirigió tierra adentro hacia el este, hasta un punto de control de tráfico situado al sur de la ciudad de Hertogenbosch. Allí, con los cazas abriendo marcha, la columna se dividió en tres secciones. Con cronométrica precisión, ejecutando difíciles y peligrosas maniobras, los contingentes estadounidenses viraron hacia el sur y el este en dirección a las zonas de las 101.a y 82.a, mientras las formaciones británicas ponían rumbo al norte, hacia Arnhem.

Tal y como ocurriera el día anterior, hubo problemas, aunque esta vez de menor importancia. La confusión, los fallos y algunos fatales accidentes afectaron en particular a las flotas de planeadores. Mucho antes de que la segunda expedición llegara a las zonas de lanzamiento, cincuenta y cuatro planeadores fueron derribados por errores estructurales o humanos. Unos veintiséis aparatos cayeron sobre Inglaterra y el Canal; dos se desintegraron durante el vuelo, y veintiséis más fueron soltados prematuramente de sus remolcadores en el vuelo de 120 kilómetros sobre territorio enemigo, aterrizando lejos de sus zonas en Bélgica y Holanda y más allá de la frontera alemana. En un extraño incidente, un aturdido soldado se precipitó a la carlinga y accionó la palanca de desenganche, separando el planeador de su remolcador. Pero las bajas no fueron muy elevadas en total. La mayor pérdida, como el día anterior, fue la del precioso cargamento transportado. Una vez más, los hombres de Urquhart parecían perseguidos por el destino; más de la mitad de los planeadores perdidos iban destinados a Arnhem.

También la Luftwaffe había sido víctima del destino. A las 10.00 horas, al no haber rastro de la esperada flota Aliada, los comandantes aéreos alemanes habían hecho regresar a sus bases a más de la mitad de la fuerza de 190 aviones, mientras los restantes patrullaban los cielos sobre el norte y sur de Holanda. La mitad de estas escuadrillas fueron sorprendidas en el otro sector o estaban repostando cuando llegó la segunda expedición. Como consecuencia de ello, menos de cien Messerschmitt y FW-190 presentaron batalla en las zonas de Arnhem y Eindhoven. Ni un solo avión enemigo fue capaz de perforar la maciza pantalla de protección que formaban los cazas aliados en torno a las columnas de transporte de tropas. Después de la misión, los pilotos aliados declararon que habían sido destruidos 29 Messerschmitt, frente a una pérdida de sólo cinco cazas estadounidenses.

Un intenso fuego artillero empezó a envolver a la flota aérea al acercarse a las zonas de aterrizaje. Aproximándose a las zonas de lanzamiento de la 101.a, al norte de Son, los lentos convoyes de planeadores encontraron lluvia y niebla baja que les protegió en cierta medida de los artilleros alemanes. Pero una sostenida y mortal barrera artillera en la región de Best hizo estragos en las columnas que se acercaban. Un planeador, que llevaba probablemente municiones, recibió de lleno un cañonazo, hizo explosión y desapareció por completo. Cuatro remolcadores fueron alcanzados uno tras otro y soltaron a sus planeadores. Dos se incendiaron inmediatamente; uno se estrelló, el otro consiguió aterrizar. Tres planeadores acribillados a balazos se estrellaron en las zonas, resultando sus ocupantes milagrosamente ilesos. En total, de los 450 planeadores destinados a la 101.ª del general Taylor, 428 llegaron a las zonas con 2656 soldados, sus vehículos y remolques.

Veintidós kilómetros al norte, la segunda expedición del general Gavin se veía amenazada por las batallas que continuaban librándose en las zonas de lanzamiento cuando empezaron a llegar los planeadores. Las pérdidas fueron mayores en la zona de la 82.a que en la de la 101.a. Aviones y planeadores tropezaron con una barrera de fuego antiaéreo. Aunque menos precisos que el día anterior, los artilleros alemanes lograron derribar seis remolcadores mientras viraban en cerrado semicírculo tras soltar a sus planeadores. El ala de uno de ellos fue arrancada, otros tres se estrellaron envueltos en llamas, otro aterrizó en Alemania. La desesperada lucha que tenía lugar por la posesión de las zonas obligó a muchos planeadores a aterrizar en otra parte. Algunos se posaron a cinco o seis kilómetros de sus objetivos; otros acabaron en Alemania; otros más decidieron descender rápidamente sobre las zonas que tenían asignadas. Llenas de cráteres producidos por los proyectiles de los obuses, barridas por el fuego de ametralladora, cada zona era una tierra de nadie. Al descender apresuradamente, muchos planeadores destrozaron sus trenes de aterrizaje o capotaron por completo. Sin embargo, las drásticas maniobras de los pilotos dieron resultado. Tropas y cargamento sufrieron bajas sorprendentemente escasas. No se registró ni un solo herido en accidentes de aterrizaje, y sólo 45 hombres resultaron muertos o heridos por el fuego enemigo durante el vuelo o en las zonas. De 454 planeadores, 385 llegaron a la zona de la 82.a llevando 1782 artilleros, 177 jeeps y 60 cañones. Inicialmente, se pensó que se habían perdido más de cien hombres, pero con posterioridad, más de la mitad de ellos se abrieron paso hasta las líneas de la 82.a después de haber aterrizado en puntos lejanos. Los resueltos pilotos de planeadores sufrieron las bajas más elevadas; 54 fueron muertos o dados por desaparecidos.

Aunque los alemanes fracasaron en su intento de impedir la llegada de la segunda expedición, obtuvieron excelentes resultados contra las misiones de abastecimiento de bombarderos que llegaban tras los convoyes de planeadores y de transportes de tropas. Para cuando los primeros de los 252 enormes cuatrimotores B-24 Liberator se acercaron a las zonas de la 101.a y la 82.a, los artilleros antiaéreos habían graduado ya correctamente el alza. Lanzándose en picado por delante de los aviones, los cazas intentaron neutralizar los cañones antiaéreos. Pero, al igual que habían hecho las baterías alemanas cuando los blindados de Horrocks iniciaron su asalto el día 17, las fuerzas enemigas se mantuvieron inactivas hasta que hubieron pasado los cazas. Luego, de pronto, abrieron fuego. A los pocos minutos habían sido derribados unos 21 aviones de escolta.

Siguiendo a los cazas llegaron las formaciones de bombarderos a altitudes que oscilaban entre los 300 y los 20 metros. El fuego y la niebla existentes sobre las zonas ocultaban el humo de identificación y las señales marcadas de tal modo que incluso los expertos jefes de vuelo que iban a bordo de los aviones se veían en la imposibilidad de localizar los terrenos adecuados. Desde las bodegas de los B-24, cada uno de los cuales llevaba aproximadamente dos toneladas de cargamento, las provisiones empezaron a caer al azar, dispersándose por una amplia extensión. Corriendo de un lado a otro por sus zonas de lanzamiento, los soldados de la 82.a lograron recuperar el 80 por ciento de sus suministros casi en las mismas narices de los alemanes. La 101.a no fue tan afortunada. Muchos de los fardos destinados a ella cayeron casi directamente entre los alemanes en la zona de Best. Se recuperaron menos del 50 por ciento de sus suministros. Para los hombres del general Taylor, que se encontraban en la parte inferior del corredor, la pérdida era grave, ya que más de cien toneladas del cargamento destinado a ellos se componía de gasolina, municiones y alimentos. Fue tan devastador el asalto alemán que unos 130 bombarderos resultaron dañados por el fuego hecho desde tierra, 7 fueron derribados y otros 4 se estrellaron al aterrizar. El día, que había comenzado con tantas esperanzas para los estadounidenses situados a lo largo del corredor, se estaba convirtiendo rápidamente en una implacable lucha por la supervivencia.

El teniente Pat Glover, de la 4.a Brigada Paracaidista del general de brigada Shan Hackett, había saltado del avión y estaba cayendo hacia la zona de lanzamiento situada al sur de la carretera Ede-Arnhem. Sintió la sacudida al abrirse su paracaídas e, instintivamente, acarició la bolsa de lona que llevaba atada a las correas sobre su hombro izquierdo. Dentro de la bolsa, Myrtle, la gallina paracaidista, cacareó, y Glover se sintió tranquilo. Tal como había planeado en Inglaterra, Myrtle estaba realizando su primer salto de combate.

Al mirar hacia abajo, le pareció a Glover que el brezal entero estaba ardiendo. Podía ver proyectiles de obuses que estallaban por toda la zona de aterrizaje. Nubes de humo y llamas se elevaban por el aire y algunos paracaidistas, sin poder corregir su descenso, estaban tomando tierra en aquel infierno. A lo lejos, donde los planeadores descendían entre los restos de la Brigada de Desembarco Aéreo del general de brigada Pip Hicks, Glover pudo ver aparatos destruidos y hombres que corrían en todas direcciones. Algo había salido terriblemente mal. Glover sabía que, de acuerdo con los planes, Arnhem debía estar débilmente defendida, y las zonas de lanzamiento tenían que estar ya despejadas y tranquilas. Antes de que la segunda expedición despegara de Inglaterra no había existido el menor indicio de que algo marchara mal. Sin embargo, le parecía a Glover que, justamente debajo de él, se estaba desarrollando una batalla a gran escala. Se preguntó si, por algún error, estaban saltando donde no debían.

Al aproximarse al suelo, el tableteo de ametralladoras y el sordo estampido de los morteros parecieron envolverle. Tocó tierra cuidando de rodar sobre su hombro derecho para proteger a Myrtle, y se despojó rápidamente del paracaídas. Cerca de él, acababa de aterrizar su asistente, el soldado Joe Scott. Glover le entregó la bolsa de Myrtle. «Cuídala bien», le dijo a Scott. Por entre la niebla que cubría el campo, Glover distinguió una columna de humo amarillo que señalaba el punto de reunión. «Vamos allá», gritó a Scott. Corriendo en zigzag y agachados, los dos hombres emprendieron la marcha. Dondequiera que Glover miraba, la confusión era total. Le dio un vuelco el corazón. Estaba claro que la situación no era nada buena.

Mientras descendía, el comandante J. L. Waddy oyó también el ominoso tableteo de ametralladoras que parecían estar barriendo la zona por todas partes. «No podía comprenderlo. Se había hecho nacer en nosotros la impresión de que los alemanes estaban en fuga, que reinaba el desorden en sus filas». Balanceándose en su paracaídas, Waddy descubrió que la zona de lanzamiento estaba casi oscurecida por el humo de los disparos. En el extremo meridional del campo en el que aterrizó, Waddy emprendió la marcha hacia el punto de agrupamiento del batallón. «Estallaban granadas por todas partes, y al pasar vi innumerables heridos». Al acercarse al punto de reunión, Waddy fue abordado por un iracundo capitán del Cuartel General del batallón que había saltado sobre Holanda el día anterior. «Llegáis condenadamente tarde —recuerda Waddy que gritaba el hombre—. ¿Os dais cuenta que llevamos esperando aquí cuatro horas?». Aguadamente, el oficial empezó a explicar en seguida la situación a Waddy. «Quedé paralizado por la sorpresa mientras le escuchaba —recuerda Waddy—. Era la primera noticia que teníamos de que las cosas no marchaban tan bien como se había planeado. Nos organizamos inmediatamente, y, al mirar a mi alrededor, me pareció que el cielo entero era una masa de llamas sobre nosotros».

En las dos zonas de aterrizaje situadas al oeste de la estación ferroviaria de Wolfheze —en el brezal de Ginkel y Reyers-Camp—, paracaidistas y soldados transportados en planeadores estaban cayendo en medio de lo que parecía ser una feroz batalla. Gracias a los capturados documentos de Market-Garden, los alemanes se habían enterado del emplazamiento de las zonas de aterrizaje. Y, merced a las instalaciones enemigas de radar en los puertos del Canal todavía ocupados como Dunkerque, podían calcular con precisión la hora a que llegaría la segunda expedición, más de lo que podían hacer los británicos en tierra. Baterías antiaéreas y unidades de las SS, apresuradamente retiradas de Arnhem, fueron rápidamente enviadas a las zonas. Veinte cazas de la Luftwaffe ametrallaban continuamente los sectores. La lucha en tierra era igualmente intensa. Para limpiar de enemigos el brezal, los británicos, como habían hecho durante la noche y primeras horas de la mañana, cargaban con las bayonetas caladas.

Las granadas de mortero, al caer sobre los planeadores que habían aterrizado el día anterior, los convertían en llameantes masas que, a su vez, prendían en el brezo. Las unidades enemigas infiltradas utilizaban algunos planeadores como refugio para sus ataques, y los británicos incendiaban por sí mismos los aparatos antes que dejar que cayeran en manos del enemigo. En una sección del campo, casi cincuenta planeadores ardían en un gigantesco infierno. Sin embargo, la Brigada de Desembarco Aéreo del general de brigada Pip Hicks —menos el medio batallón que había sido enviado a Arnhem— estaba consiguiendo conservar las zonas con su obstinado valor. Los lanzamientos de paracaidistas y los aterrizajes de planeadores, que sumaban un total de 2119 hombres, tuvieron mucho más éxito de lo que podían creer los hombres que se encontraban en el aire o en tierra. Aun en plena batalla, estaba aterrizando el 90 por ciento de la expedición, y en los lugares adecuados.

El sargento de vuelo Ronald Bedford, artillero de cola en un Stirling cuatrimotor, encontró la misión del lunes muy diferente a la que había realizado el domingo. En aquélla, el joven Bedford, de diecinueve años, se había aburrido por lo rutinario del vuelo. En ésta, los disparos eran continuos e intensos al acercarse a la zona del aterrizaje. Al descubrir una batería antiaérea montada en un camión en la linde del campo, Bedford trató desesperadamente de volver hacia ella sus ametralladoras. Pudo ver la curva que describían sus trazadoras y, luego, la batería cesó de disparar. Bedford se sintió lleno de júbilo. «¡Le he dado! —gritó—. ¡Le he dado!». Mientras el Stirling mantenía su rumbo, Bedford advirtió que a su alrededor, los planeadores parecían estar soltándose prematuramente de sus remolcadores. Supuso que el intenso fuego había inducido a muchos pilotos a soltarse y tratar de aterrizar lo antes posible. En ese momento, vio que el cable que le ataba a su propio Horsa se desprendía. Viendo descender al planeador, Bedford tuvo la seguridad de que chocaría con otros antes de poder aterrizar. «Toda la escena era caótica —recuerda—. Los planeadores parecían estar lanzándose en picado, nivelando el vuelo y deslizándose suavemente de tal modo que, en muchos casos, daba la impresión de que iban a chocar unos con otros. Me pregunté cómo saldrían del trance algunos de ellos».

El sargento Roy Hatch, copiloto en un Horsa que transportaba un jeep, dos remolques cargados de proyectiles de mortero y tres hombres, se estaba preguntando cómo descenderían cuando vio ante sí el denso fuego de artillería. Cuando el piloto, el sargento jefe Alee Young, se lanzó en picado para acabar poniendo el planeador en vuelo horizontal, Hatch advirtió estupefacto que todo el mundo parecía estar dirigiéndose al mismo punto de aterrizaje…, incluyendo una vaca que corría frenéticamente delante de ellos. Young consiguió tomar tierra sin contratiempos. Inmediatamente, los hombres saltaron del aparato y empezaron a desmontar su sección de cola. Cerca de ellos, Hatch vio tres planeadores que aterrizaban invertidos. De pronto, con un áspero sonido, otro Horsa aterrizó violentamente encima de ellos. El planeador llegó en línea recta, arrancó el morro del planeador de Hatch, incluyendo la carlinga en la que hacía sólo unos momentos estaban Hatch y Young y luego patinó hacia delante, deteniéndose justamente frente a ellos.

Otros planeadores fallaron por completo las zonas, aterrizando algunos hasta a cinco kilómetros de distancia. Dos descendieron en la orilla sur del Rin, uno cerca del pueblo de Driel. Dejando a los heridos al cuidado de civiles holandeses, los hombres se reunieron con sus unidades cruzando el Rin en el olvidado, pero todavía activo, transbordador de Driel[73].

Varios C-47 fueron alcanzados e incendiados al aproximarse a las zonas. Unos diez minutos antes de aterrizar, el sargento Francis Fitzpatrick observó que el fuego de la artillería se iba haciendo más intenso. Un joven soldado, Ginger MacFadden, dio un respingo y exhaló un grito, llevándose las manos a la pierna derecha. «Estoy herido», murmuró MacFadden. Fitzpatrick le examinó rápidamente y le aplicó una inyección de morfina. Luego, el sargento observó que el avión parecía estar en dificultades. Cuando se inclinaba para mirar por la ventanilla, se abrió la puerta del compartimiento de los pilotos y apareció el coordinador, con el rostro tenso. «Preparados para un rápido rojo y verde», dijo. Fitzpatrick miró la línea de paracaidistas, con los ganchos colocados ya y listos para saltar. Vio que salía humo del motor de babor. Abriendo la marcha, Fitzpatrick saltó. Al abrirse su paracaídas, el avión entró en barrena. Antes de tocar tierra, Fitzpatrick vio al C-47 estrellarse contra un campo a su derecha. Estaba seguro de que Ginger MacFadden y los demás no habían escapado.

En otro C-47, el jefe de la tripulación, estadounidense, le dijo bromeando al capitán Frank D. King: «Pronto estaremos allá abajo y yo me iré a casa a tomar huevos con tocino». El estadounidense se hallaba sentado enfrente de King. Unos minutos después, se encendió la luz verde. King miró al jefe de la tripulación. Parecía haberse quedado dormido, con la barbilla caída sobre el pecho y las manos sobre las piernas. King sintió la impresión de que algo marchaba mal. Sacudió al americano por el hombro, y el hombre cayó hacia un costado. Estaba muerto. Detrás de él, King vio en el fuselaje un gran agujero que parecía hecho por una bala de ametralladora de calibre 50. De pie en la portezuela, listo para saltar, King vio llamas que brotaban del ala de babor. «Nos estamos incendiando —gritó el sargento mayor George Gatland—. Avisa al piloto». Gatland se dirigió a la parte delantera. Al abrir la puerta de la carlinga, brotó una larga llamarada que recorrió toda la longitud del avión. Gatland cerró de golpe la puerta, y King dio a los hombres orden de saltar. Creía que el avión volaba sin piloto.

Mientras los paracaidistas saltaban, Gatland calculó que el avión se encontraba a una distancia de tierra de entre 60 y 100 metros. Aterrizó con una violenta sacudida y empezó a contar a los hombres. Faltaban cuatro. A uno de ellos le había alcanzado el fuego de ametralladora en la misma portezuela, antes de poder saltar. Otro había saltado, pero se le había incendiado el paracaídas; y Gatland y King se enteraron de que un tercero había caído a poca distancia. El cuarto hombre llegó más tarde, todavía con el paracaídas puesto. Había aterrizado con el avión. La tripulación, les dijo, había logrado posar en tierra el aparato y se habían alejado milagrosamente. Ahora, a 22 kilómetros de Oosterbeek y lejos de las líneas británicas, el grupo de King se dispuso a emprender el camino de regreso. Iniciaban la marcha cuando hizo explosión el C-47, que ardía a 800 metros de ellos.

En algunas zonas los paracaidistas saltaron sin problemas, pero se encontraron cayendo entre oleadas de balas incendiarias. Tirando desesperadamente de las cuerdas de los paracaídas para evitar las trazadoras, muchos hombres acabaron en espesos bosques de las proximidades de las zonas. Algunos fueron alcanzados por los disparos de francotiradores mientras forcejeaban para desprenderse de los paracaídas. Otros cayeron muy lejos de sus zonas. En una de las áreas, parte de un batallón cayó tras las líneas alemanas, tras lo cual caminó al punto de agrupamiento llevando consigo ochenta prisioneros.

En las zonas, caían los disparos sobre los soldados, que se libraban como podían de sus paracaídas y corrían rápidamente a refugiarse. Pequeños grupos de hombres gravemente heridos yacían por todas partes. El soldado Reginald Bryant fue alcanzado por la onda explosiva de un proyectil de mortero y resultó con una conmoción tan intensa que quedó temporalmente paralizado. Era consciente de cuanto sucedía a su alrededor, pero no podía mover un solo músculo. Impotente, vio cómo los hombres de su avión, creyéndole muerto, cogían su fusil y sus municiones y se alejaban apresuradamente hacia el punto de reunión.

Muchos hombres, sorprendidos por el inesperado e incesante fuego de ametralladora y de francotiradores que barría las zonas, corrieron a refugiarse en los bosques. En pocos minutos, en las zonas no quedaban más que los muertos y los heridos. El sargento Ginger Green, el instructor de educación física que con tanto optimismo se había llevado un balón de fútbol para jugar un partido en la zona después de lo que se esperaba iba a ser una acción fácil, saltó y cayó en tierra con tal violencia que se rompió dos costillas. Green nunca supo cuánto tiempo permaneció allí tendido. Cuando recuperó el conocimiento se vio completamente solo entre los muertos y los heridos. Se incorporó trabajosamente, y, casi al instante, un francotirador abrió fuego sobre él. Ginger Green se puso en pie y echó a correr en zigzag hacia el bosque. Las balas rebotaban a su alrededor. Una y otra vez, el dolor de las costillas le obligó a tirarse al suelo. Tenía la seguridad de que resultaría alcanzado. En el ondulante humo que flotaba sobre el brezal, su extraño duelo con el francotirador se prolongó durante lo que le parecieron horas. «Solamente podía recorrer cinco o seis metros seguidos —recuerda Green— y pensé que tenía que habérmelas o con un bastardo sádico o con un pésimo tirador».

Finalmente, apretándose las doloridas costillas, Green dio un último salto hacia el bosque. Al llegar, se arrojó sobre la maleza y rodó contra un árbol en el mismo instante en que una bala se estrellaba inofensivamente contra las ramas por encima de su cabeza. Había conseguido un refugio vital en las circunstancias más desesperadas de su vida. Agotado y dolorido, Green sacó lentamente el desinflado balón del interior de su camisa de camuflaje y lo tiró lejos.

Para muchos hombres resultarían inolvidables los terribles momentos que siguieron a su salto. Corriendo desesperadamente para salvarse de las balas y de la incendiada maleza del brezal de Ginkel, por lo menos media docena de soldados recuerdan a un joven teniente de veinte años que yacía gravemente herido sobre las aliagas. Había sido alcanzado en las piernas y en el pecho por balas incendiarias mientras colgaba impotente al extremo de su paracaídas. El teniente Pat Glover vio al joven oficial cuando salía de la zona. «Tenía unos dolores horribles —recuerda Glover—, y no se le podía mover. Le puse una inyección de morfina y prometí enviarle un médico tan pronto como pudiera». El soldado Reginald Bryant encontró al oficial cuando se dirigía al lugar de reunión después de haberse recobrado de su parálisis. «Cuando llegué junto a él, le estaba saliendo humo de las heridas del pecho. Su agonía era terrible. Éramos varios los que habíamos llegado al mismo tiempo a su lado, y él nos rogaba que le matásemos». Alguien, Bryant no recuerda quién, se agachó lentamente y dio al teniente su propia pistola, amartillada. Mientras los hombres continuaban su marcha, el fuego del brezal avanzaba lentamente hacia el lugar en que yacía el oficial herido. Más tarde, unos grupos de rescate hallaron el cadáver. Se decidió que el teniente se había suicidado[74].

Con su característica precisión, el general de brigada Shan Hackett, comandante de la 4.a Brigada Paracaidista, aterrizó a menos de trescientos metros del punto que había elegido para su Cuartel General. Pese al fuego enemigo, la primera preocupación del general de brigada fue encontrar su bastón, que se le había caído durante el descenso. Mientras lo buscaba, tropezó con un grupo de alemanes. «Yo estaba más asustado que ellos —comentó—, porque parecían ansiosos por rendirse». Hackett, que hablaba con fluidez el alemán, les dijo secamente que esperasen; luego, tras recuperar su bastón, el pulcro e impecable general de brigada condujo tranquilamente a sus prisioneros.

Impaciente, arisco y temperamental en la mayoría de las ocasiones, Hackett no se sintió complacido por lo que vio. También él había supuesto que las zonas estarían ya tomadas y organizadas. Ahora, rodeado de sus oficiales, se dispuso a hacer avanzar a su brigada. En aquel momento, llegó el coronel Charles Mackenzie, jefe del Estado Mayor del general Urquhart, para cumplir su penoso deber. Llevándose a un lado a Hackett, Mackenzie —según sus propias palabras— «le dijo lo que se había decidido respecto a la delicada cuestión del mando». El general de brigada Pip Hicks había sido puesto al frente de la división en ausencia de Urquhart y Lathbury. Mackenzie continuó explicando que Urquhart había decidido en Inglaterra que Hicks asumiera el mando de la división en el caso de que él y Lathbury desaparecieran o resultaran muertos.

A Hackett no le hizo ninguna gracia, recuerda Mackenzie. «Mira por dónde, Charles, yo soy más antiguo que Hicks —le dijo a Mackenzie—. Por lo tanto, yo debo mandar esta División». Mackenzie se mantuvo firme. «Comprendo perfectamente, señor, pero el general me dio el orden de sucesión y debemos cumplirlo. Además, el general de brigada Hicks lleva aquí veinticuatro horas y se halla ya mucho más familiarizado con la situación». Hackett, dijo Mackenzie, sólo podía empeorar las cosas si «se oponía a ello y trataba de hacer algo sobre el particular».

Pero era evidente para Mackenzie que la cuestión no terminaría allí. Siempre había existido una cierta separación entre Urquhart y Hackett. Aunque el voluble general de brigada era eminentemente adecuado para el mando, en opinión de Urquhart carecía de la experiencia que tenía Hicks en Infantería. Además, Hackett era de Caballería, y era sabido que Urquhart tenía en menos estima a los generales de brigada de Caballería que a los de Infantería, con los que había estado relacionado desde hacía tiempo. En cierta ocasión, bromeaba, se había referido en público a Hackett como «ese jinete derribado», observación que Hackett no había encontrado graciosa.

Mackenzie le dijo a Hackett que su 11.º Batallón debía ser separado de la brigada. Avanzaría inmediatamente en dirección a Arnhem y el puente. Para Hackett, esto constituyó el insulto definitivo. El orgullo que sentía por la brigada derivaba, en parte, de sus cualidades como unidad integrada y perfectamente adiestrada que combatía como un grupo independiente. Le consternó el hecho de que fuera a disgregarse. «No me agrada recibir la orden de entregar un batallón sin haber sido previamente consultado —dijo acaloradamente a Mackenzie. Luego, tras reflexionar, añadió—: Desde luego, si debe ir algún batallón, es el 11.º. Ha sido lanzado en el ángulo sudoriental de la zona y es el que más cerca se encuentra de Arnhem y el puente». Pero solicitó otro batallón a cambio, y Mackenzie respondió que creía que Hicks le daría uno. Y allí terminó la cuestión por el momento. El brillante, explosivo y dinámico Hackett se doblegó ante lo inevitable. Por el momento, Hicks podía dirigir la batalla, pero Hackett estaba decidido a dirigir su propia brigada.

Fue una tarde terrible y sangrienta para los británicos. Con un segundo vuelo cargado de problemas, desconocida todavía la suerte corrida por el general Urquhart y el general de brigada Lathbury, con la pequeña fuerza del coronel Frost precariamente aferrada al extremo norte del puente de Arnhem, y mientras se iba incubando un choque de personalidades entre dos generales de brigada, había tenido lugar un nuevo e imprevisto desastre.

Casi diezmados, agotados por los constantes combates, los soldados de la Brigada de Desembarco Aéreo de Hicks contemplaban llenos de desesperación cómo 35 aviones Stirling dejaban caer sus suministros en todas partes menos en las zonas. De las 87 toneladas de municiones, alimentos y suministros destinados a los hombres de Arnhem, sólo 12 toneladas llegaron a manos de las tropas. El resto, ampliamente desparramado hacia el sudoeste, cayó entre los alemanes.

En casa de Antoon Derksen, a menos de siete kilómetros de distancia, el general Urquhart continuaba rodeado de alemanes. El cañón autopropulsado y los soldados que se encontraban en la calle se hallaban tan cerca que Urquhart y los dos oficiales que le acompañaban no se habían atrevido a correr el riesgo de hablar ni moverse. Aparte de un poco de chocolate y algunos dulces, los hombres carecían de alimento. Habían cortado el agua y no había instalaciones sanitarias. Urquhart se sentía desesperado. Sin poder descansar ni dormir se preguntaba por el progreso de la batalla y por la llegada de la segunda expedición, ignorante del retraso en su salida. Se cuestionaba hasta dónde habrían avanzado los blindados de Horrocks y si Frost se mantendría aún en el puente. «De haber sabido cuál era la situación en aquel momento —comentó más tarde—, habría hecho caso omiso de la preocupación de mis oficiales y habría intentado salir, sin importarme la presencia de los alemanes». Silencioso y abstraído, Urquhart se encontró a sí mismo mirando fijamente el bigote del capitán James Cleminson. «La enormidad de hirsutos pelos me había pasado antes inadvertida —escribió—, pero ahora había pocas otras cosas a las que mirar». El bigote le irritaba. Parecía «condenadamente estúpido».

Eran tantas sus preocupaciones que Urquhart no había pensado en la decisión tomada respecto al orden de sucesión en el mando dentro de la División, instrucción dictada en el último minuto y que estaba conduciendo rápidamente a una compleja confrontación entre Hicks y Hackett. Para entonces, a las 16.00 horas del lunes 18 de septiembre, Urquhart llevaba casi un día completo ausente de su Cuartel General.

El general Wilhelm Bittrich, comandante del II Cuerpo Panzer de las SS, quedó sorprendido por las enormes dimensiones de la segunda expedición. Hostigado por el mariscal de campo Model para que capturase rápidamente el puente de Arnhem y urgido por el general Harzer y el general Harmel para que enviara refuerzos, Bittrich encontraba que sus problemas se iban haciendo cada vez más agudos. Mientras contemplaba sombríamente cómo en los cielos situados al oeste de Arnhem florecían centenares de policromos paracaídas y se llenaban luego de un aparentemente interminable torrente de planeadores, se sentía desesperar. A través de la red de comunicaciones de la Luftwaffe supo que habían tenido lugar otros dos lanzamientos masivos. Tratando de adivinar la potencia Aliada, Bittrich sobreestimó en gran medida el número de angloamericanos que se encontraban ahora en Holanda. Creía que quizá hubiera aterrizado otra División, lo suficiente para desequilibrar la balanza en favor de los atacantes.

Para Bittrich, la acumulación de efectivos aliados contra la llegada de refuerzos alemanes se había convertido en una carrera a muerte. Hasta el momento, sólo le había llegado un lento goteo de hombres y material. En comparación, los Aliados parecían tener recursos inagotables. Temía que pudieran montar otro lanzamiento aerotransportado al día siguiente. En los angostos confines de Holanda, con las dificultades del terreno, sus puentes y su proximidad a las indefensas fronteras de Alemania, una fuerza de esa envergadura podía significar la catástrofe.

Había poca coordinación entre las fuerzas de Bittrich y el Primer Ejército Paracaidista del coronel general Student al sur. Aunque los hombres de Student estaban siendo constantemente reforzados por el resto del Decimoquinto Ejército de Von Zangen, estas maltrechas unidades padecían una aguda escasez de medios de transporte, cañones y munición. Se necesitarían días, quizá semanas, para reequiparlas. Entretanto, recaía en Bittrich toda la responsabilidad de detener el ataque de Montgomery y sus problemas más urgentes continuaban siendo el puente de Nimega y la increíble defensa de los británicos en el acceso septentrional al puente de Arnhem.

Mientras las tropas Aliadas permanecieran allí, Bittrich se veía en la imposibilidad de mover sus propias fuerzas por la carretera de Nimega. La División Frundsberg de Harmel, que trataba de cruzar el Rin, dependía por completo del transbordador de Pannerden, un método lento y tedioso de atravesar el río. Irónicamente, mientras los británicos que se encontraban en Arnhem estaban experimentando sus primeras dudas respecto a su capacidad para resistir, Bittrich se hallaba gravemente preocupado por el resultado de la batalla. Veía al Reich peligrosamente expuesto a una invasión. Las veinticuatro horas siguientes podían ser decisivas.

Los superiores de Bittrich tenían problemas de mayor alcance. A todo lo largo del vasto frente del Grupo de Ejércitos B, el mariscal de campo Model estaba escamoteando fuerzas, tratando de contener los incansables ataques de los Ejércitos Primero y Tercero estadounidenses. Aunque la reinstauración del ilustre Von Rundstedt en su antiguo puesto de mando había dado un nuevo orden y cohesión a las tropas, estaban ya tocando fondo en su búsqueda de refuerzos. Encontrar gasolina para trasladar unidades de una zona a otra se estaba convirtiendo también en un problema cada vez más crítico, y se recibía poca ayuda del Cuartel General de Hitler. Berlín parecía más preocupado por la amenaza rusa en el este que por el avance aliado por el oeste.

Pese a sus otras preocupaciones, Model parecía confiar en poder vencer la amenaza a la que se enfrentaba en Holanda. Seguía convencido de que las marismas, diques y barreras acuáticas del país podrían actuar en su favor dándole el tiempo necesario para detener y derrotar el ataque de Montgomery. Bittrich no compartía tal optimismo. Instó a Model a que adoptara varias importantes medidas antes de que empeorase la situación. En opinión de Bittrich, era necesario destruir inmediatamente los puentes de Nimega y Arnhem, pero esa proposición irritaba a Model cada vez que Bittrich la sugería. «Pragmático, exigiendo siempre lo imposible, Model me visitaba todos los días —recordaría más tarde Bittrich—. Dictaba un torrente de órdenes referidas a situaciones inmediatas, pero nunca se quedaba en ninguna conferencia el tiempo suficiente para escuchar o aprobar planes de largo alcance». Model, temía Bittrich, no se hacía cargo de las terribles consecuencias que podían derivarse para Alemania si se producía una ruptura del frente por parte de los Aliados. En lugar de ello, parecía obsesionado con los detalles; le preocupaba particularmente el fracaso alemán en su intento de reconquistar el puente de Arnhem. Espoleado por la critica implícita, Bittrich dijo al mariscal de campo: «En todos mis años de militar, jamás he visto a mis hombres luchar tan duramente». Model permaneció impasible. «Quiero ese puente», dijo fríamente.

En la tarde del día 18, Bittrich intentó de nuevo explicar su punto de vista respecto a la situación general al impaciente Model. El puente de Nimega era la clave de toda la operación, arguyó. Si fuera destruido, la vanguardia del ataque aliado quedaría cercenada del resto. «Herr mariscal de campo, debemos demoler el puente sobre el Waal antes de que sea demasiado tarde», dijo Bittrich. Model se mantuvo inflexible. «¡No! —dijo—. ¡La respuesta es no!». No sólo insistió Model en que el puente podía ser defendido; exigió que el Ejército de Student y la División Frundsberg detuvieran a los anglonorteamericanos antes de que llegaran hasta él. Bittrich dijo bruscamente que dudaba mucho de que fuera posible contener a los Aliados. Todavía no había en la zona casi ninguna unidad blindada alemana y, dijo a Model, existía el grave peligro de que los tanques de Montgomery, con su abrumadora superioridad numérica, lograran romper las líneas alemanas. Luego, Bittrich expresó sus temores de que se produjeran nuevos lanzamientos de tropas aerotransportadas. «Si los Aliados culminan su avance desde el sur, y si lanzan una división aerotransportada más en la zona de Arnhem, estamos perdidos —dijo—. Quedará abierta la ruta hacia el Ruhr y Alemania». Model no se inmutó. «Mis órdenes se mantienen —dijo—. El puente de Nimega no será destruido, y quiero que el puente de Arnhem esté capturado dentro de veinticuatro horas».

Otras personas conocían también las dificultades que entrañaba llevar a cabo las órdenes de Model. El teniente coronel Harzer, comandante de la División Hohenstaufen, se había quedado casi sin hombres. Todas sus fuerzas se hallaban plenamente empeñadas en combate. No habían llegado refuerzos adicionales de ninguna clase, y la envergadura de la segunda expedición aliada planteaba graves dudas respecto a la capacidad de sus soldados para detener y contener al enemigo. Al igual que Bittrich, Harzer estaba convencido de que «los Aliados no habían lanzado más que una vanguardia aerotransportada. Estaba seguro de que llegarían más tropas y, luego, se dirigirían hacia el Reich». Disponiendo sólo de un limitado número de fuerzas blindadas, Harzer no sabía si podría detener al enemigo. Había logrado, no obstante, afianzar su dominio sobre un lugar, el terreno de su propio Cuartel General. Allí, con cínico desprecio a los derechos de los prisioneros, había ordenado que setecientos soldados británicos fueran retenidos bajo custodia en recintos alambrados. «Tenía la completa seguridad —recordaría más tarde— de que la RAF no bombardearía a sus propias tropas».

Harzer, anglofilo confeso («sentía verdadera debilidad por los ingleses») había seguido en otro tiempo cursos en Gran Bretaña dentro de un programa de intercambio estudiantil. Le gustaba pasear entre los prisioneros tratando de entablar conversación para practicar su inglés y con la esperanza también de obtener información. Le sorprendió la moral de los británicos. «Se mostraban despreciativos y seguros de sí mismos, como solamente saben serlo unos soldados veteranos», recordó. La entereza de sus prisioneros convenció a Harzer de que la batalla distaba mucho de estar ganada. Para mantener en jaque a las fuerzas de Urquhart e impedir cualquier ataque coherente, al anochecer del día 18 ordenó que su División Hohenstaufen «atacara sin cesar a cualquier coste durante la noche entera».

El comandante de la División Frundsberg, general Harmel, estaba «demasiado atareado para preocuparme por lo que pudiera suceder después. Mi intención se hallaba absorbida por los combates en el Bajo Rin». Encargado de la captura del puente de Arnhem y de la defensa del paso sobre el Waal y de la zona intermedia, los problemas de Harmel eran mucho más graves que los de Harzer. El paso de su división en transbordador a través del río se estaba desarrollando con una lentitud desesperante. Tropas, equipo y blindados eran cargados en improvisadas balsas de goma o de troncos. Las carreteras que conducían hasta la orilla del río se habían convertido en auténticos cenagales. Carros y vehículos habían caído de las balsas, y algunos habían resultado arrastrados por las aguas. Peor aún, debido al constante ametrallamiento que realizaban los aviones de los Aliados, casi todas las operaciones de transporte tenían que efectuarse en la oscuridad. En 24 horas, los ingenieros de Harmel solamente habían conseguido trasladar dos batallones con sus vehículos y equipo a la zona de Arnhem-Nimega. Para imprimir una mayor rapidez a las operaciones, hileras de camiones iban y venían desde el embarcadero de la orilla sur hasta Nimega. Pero el movimiento era demasiado lento. A pesar de que los hombres de Harmel estaban ya en el centro de Nimega y en el lado sur del puente, dudaba que pudieran detener un decidido ataque de los angloamericanos. Aunque se le había ordenado no destruirlo, Harmel estaba preparado para la eventualidad. Sus ingenieros habían colocado ya cargas explosivas e instalado un aparato detonador junto a la carretera en un búnker próximo al pueblo de Lent, en la orilla norte. Esperaba que Bittrich aprobara la voladura de los puentes de carreteras y del ferrocarril si no podían ser defendidos. Pero, en caso contrario, la decisión de Harmel estaba ya tomada. Si los tanques británicos rompían sus líneas y empezaban a cruzar, él desafiaría a sus superiores y destruiría los puentes.