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En Valkenswaard, a cien kilómetros al sur de Arnhem, la espesa niebla había retrasado la partida de los tanques del XXX Cuerpo, fijada para las 6.30 horas. Los vehículos de reconocimiento, sin embargo, habrían emprendido la marcha a la hora prevista. Patrullando hacia delante y de éste a oeste desde el amanecer, exploraban la potencia de las fuerzas alemanas. Al este, la arena cubierta de brezo y los pequeños arroyos hacían la zona difícilmente transitable incluso para los vehículos de reconocimiento. Al oeste del pueblo, los puentes de madera sobre arroyos y ríos se consideraron demasiado endebles para soportar el peso de los blindados. Los vehículos de reconocimiento del centro avanzaban por la estrecha carretera que sale de Valkenswaard, cuando encontraron súbitamente un carro de combate y dos cañones autopropulsados alemanes, que pusieron rumbo a Eindhoven al acercarse la patrulla. Según todos los informes, parecía claro que la ruta más rápida a Eindhoven seguía siendo la carretera, pese a los blindados alemanes avistados y a la probabilidad de que hicieran su aparición otros más a medida que los británicos se aproximaran a la ciudad. Ahora, tres horas después, los carros del general Horrocks estaban sólo empezando a ponerse de nuevo en marcha. Mientras los hombres del coronel Frost combatían contra las unidades del capitán Gräbner en el puente de Arnhem, los Guardias Irlandeses avanzaban por fin, dirigiéndose por la carretera principal hacia Eindhoven.

La firme resistencia alemana había frustrado el plan de Horrocks de atravesar el canal Mosa-Escalda el domingo y enlazar en Eindhoven con la 101.a División Aerotransportada del general Taylor en menos de tres horas. Al anochecer del día 17, los tanquistas del teniente coronel Joe Vandeleur habían llegado a sólo diez kilómetros de Valkenswaard, 9 kilómetros antes del objetivo que tenían asignado para el día. No parecía haber ninguna razón para continuar avanzando durante la noche. El general de brigada Norman Gwatkin, jefe del Estado Mayor de la División Blindada de Guardias, le había dicho a Vandeleur que estaba destruido el puente de Son, más allá de Eindhoven. Sería preciso llevar el material necesario para construir un nuevo puente para que los blindados de Vandeleur pudieran cruzar. Según recuerda Vandeleur, Gwatkin dijo: «Avanza hasta Eindhoven mañana, amigo, pero tómate tiempo. Hemos perdido un puente».

Ignorantes de aquel contratiempo, los hombres se sentían impacientes por la demora. El teniente John Gorman, que había asistido a la conferencia del general Horrocks en Leopoldsburg antes de la iniciación del ataque, había pensado entonces que eran demasiados puentes los que tenían que cruzar. Ahora, Gorman, que había recibido la Cruz Militar hacía unas semanas, estaba nervioso e irritable. Sus primitivos temores parecían justificados. Ansioso por ponerse en marcha, Gorman no podía comprender por qué la Blindada de Guardias había pasado la noche en Valkenswaard. La costumbre, observó, «parecía exigir que uno durmiera de noche y trabajase de día», pero en ese momento, Gorman consideraba que no debía seguirse semejante conducta. «Debemos continuar —recuerda que dijo—. No podemos esperar». El teniente Rupert Mahaffey se sentía igualmente inquieto por la lentitud del avance. «Empecé a tener conciencia de la situación. Parecía que nuestro avance era más lento de lo previsto, y yo sabía que si no reanudábamos pronto la marcha no llegaríamos a tiempo a Arnhem».

A pesar de que las patrullas de exploración de la Household Cavalry habían advertido la presencia de blindados e infantería alemanes, los carros de los Guardias Irlandeses encontraron poca oposición hasta llegar al pueblo de Aalst, a mitad de camino de Eindhoven. Desde los bosques de pinos que flanqueaban la carretera cayó una lluvia de fuego de infantería sobre la columna y un solitario cañón autopropulsado atacó a los carros de vanguardia. Consiguieron rápidamente dejarlo fuera de combate, y la fuerza de Vandeleur penetró en el pueblo. Tres kilómetros al norte, en un pequeño puente sobre el río Dommel, los irlandeses se vieron detenidos de nuevo, esta vez por intenso fuego de artillería. Cuatro cañones de 88 milímetros cubrían el puente. Soldados de infantería armados con ametralladoras pesadas se hallaban ocultos en las casas próximas y detrás de muros de cemento. Inmediatamente, los vehículos que abrían la marcha se detuvieron y los soldados británicos, saltando de los carros, respondieron al fuego enemigo.

A fin de avanzar lo más rápidamente posible, Vandeleur decidió llamar a los lanzacohetes Typhoons que tan acertadamente habían ayudado a las columnas durante el avance del día anterior. El teniente Donald Love, encargado ahora de la comunicación tierra-aire, transmitió la solicitud. Para su asombro, fue rechazada. En Bélgica, las escuadrillas se hallaban inmovilizadas por la niebla. Vandeleur, recuerda Love, «se puso lívido». Mirando de soslayo el despejado cielo de Holanda, preguntó sarcásticamente a Love «si a la RAF le asustaba el sol».

Para entonces, la columna entera, que se alargaba hasta casi la frontera belga, se hallaba inmovilizada por los bien emplazados cañones enemigos. Los blindados de vanguardia trataron de sortearlos y un cañón que disparaba directamente sobre la carretera los hizo detenerse a corta distancia. Mientras sus carros abrían fuego contra los alemanes, Vandeleur ordenó que entrara en acción la artillería pesada y rápidamente mandó a las patrullas que se dirigieran al oeste, a lo largo del río, en busca de un puente o vado por el que sus vehículos pudieran cruzar, rebasar a la batería alemana y atacar por la espalda.

Una tormenta de acero caía sobre los blindados de vanguardia mientras las baterías británicas empezaban a disparar contra el enemigo. Bien situados y con furiosa decisión, los alemanes continuaron haciendo fuego. La batalla se prolongó durante dos horas. A Vandeleur le indignaba el retraso y la sensación de impotencia. Todo lo que podía hacer era esperar.

Pero, apenas a seis kilómetros al norte, una de las unidades de reconocimiento había tenido una suerte inesperada. Tras un tortuoso viaje campo a través sobre marismas y terrenos surcados de corrientes de agua, cruzando frágiles puentes de madera, un grupo de vehículos de exploración, al sortear las posiciones alemanas se encontró de pronto con tropas aerotransportadas estadounidenses al norte de Eindhoven. Poco antes del mediodía, el teniente John Palmer, que mandaba la unidad de reconocimiento de la Household Cavalry, era calurosamente saludado por el general de brigada Gerald Higgins, comandante adjunto de las Águilas Aulladoras de la 101.a. Lleno de júbilo, Palmer informó por radio a su Cuartel General que los «Chicos de las Cuadras han establecido contacto con nuestros Amigos Alados». Se había realizado el primero de tres vitales enlaces a lo largo del corredor, con 18 horas de retraso sobre el horario previsto en Market-Garden.

Establecido por fin el contacto, la atención se volvió inmediatamente hacia el puente de Son. Las unidades británicas de ingenieros que esperaban, necesitaban tener todos los datos para transportar los materiales y el equipo precisos para la reparación del dañado puente. Los zapadores, que avanzaban junto con las columnas de vanguardia de Vandeleur, se dispusieron a precipitarse hacia el puente en cuanto se reanudara de nuevo el avance. La información podía haberse transmitido por radio, pero los estadounidenses habían descubierto un método más sencillo. Se dijo por radio a los sorprendidos británicos que pidieran a sus ingenieros que telefonearan a «Son 244». La llamada pasó inmediatamente a través de la central telefónica automática controlada por los alemanes y, a los pocos minutos, los estadounidenses que se encontraban en el puente de Son habían dado a los ingenieros británicos la vital información que necesitaban para llevar el adecuado equipo.

En el pueblo de Aalst, los tanquistas de Vandeleur se quedaron sorprendidos por el brusco cese del fuego alemán que durante tanto tiempo les había mantenido inmovilizados en la carretera principal. Uno de sus propios escuadrones había abierto el camino. Avanzando lentamente por la orilla occidental del río Dommel, una unidad británica de reconocimiento había llegado a un puente situado a kilómetro y medio al norte de Aalst y detrás de las posiciones alemanas. El escuadrón cargó por la espalda contra los cañones alemanes, ocupó sus posiciones y puso fin a la batalla.

Ignorantes de lo ocurrido, los tanquistas inmovilizados en Aalst creyeron que el súbito silencio era una pausa en la lucha. El comandante Edward Tyler, que mandaba el Escuadrón Número 2 de vanguardia, dudaba si debía aprovechar la pausa y ordenar a sus carros avanzar cuando divisó a un hombre en bicicleta que se acercaba a la columna por la carretera principal. Deteniéndose en la otra orilla, el hombre saltó de la bicicleta y, agitando frenéticamente las manos, atravesó el puente. El asombrado Tyler le oyó decir: «¡General! ¡General! ¡Los boches se han ido!».

Jadeante, el holandés se presentó. Cornelis Los, de cuarenta y un años, era un ingeniero empleado en Eindhoven, pero que vivía en Aalst. «La carretera —le dijo Los a Tyler— está despejada y han puesto ustedes fuera de combate al único tanque alemán en la entrada del pueblo». Luego, según recuerda Tyler, «mostró un detallado plano de todas las posiciones alemanas entre Aalst y Eindhoven».

Inmediatamente, Tyler dio la orden de avanzar. Los carros cruzaron el puente y, siguiendo la carretera, pasaron ante las ahora destruidas y desiertas posiciones artilleras alemanas. Al cabo de una hora, Tyler vio ante sí Eindhoven y lo que parecían ser millares de holandeses abarrotando la carretera, lanzando aclamaciones y agitando banderas. «El único obstáculo que se interpone ahora ante nosotros son las muchedumbres holandesas», comunicó por radio a la columna el comandante E. Fisher-Rowe. En la jubilosa atmósfera de carnaval, los pesados carros del XXX Cuerpo tardarían más de cuatro horas en atravesar la ciudad. Las unidades de vanguardia no llegaron hasta poco después de las 19.00 horas al puente de Son, donde estaban trabajando los fatigados ingenieros del coronel Robert F. Sink como llevaban haciendo desde su destrucción, intentando reparar el vital paso.

Desde el principio, el sincronizado horario de Market-Garden había dejado un pequeño margen al error. En ese momento, al igual que el frustrado avance de los batallones británicos sobre Arnhem, los daños sufridos por el puente de Son constituían un grave contratiempo que ponía en peligro toda la Operación. Cuarenta y dos kilómetros del corredor —desde la frontera belga hasta Veghel al norte— se hallaban ahora controlados por los angloamericanos. Con extraordinaria rapidez, la 101.a División había recorrido sus 22 kilómetros de carretera, capturando las ciudades principales de Eindhoven, St. Oedenrode y Veghel, y nueve de los once puentes. Sin embargo, la columna de Horrocks, compuesta por veinte mil vehículos, no podría proseguir su avance hasta que fuese reparado el puente de Son. Los ingenieros británicos y su equipo, llegados con los carros de vanguardia, debían trabajar contrarreloj para reparar el puente y dar paso al XXX Cuerpo sobre el Canal Wilhelmina, pues no existía ya una ruta alternativa que pudieran seguir los blindados de Horrocks.

Al trazar los planes, el general Maxwell Taylor, sabiendo que el puente de Son era vital para un avance por el corredor, había incluido también un objetivo secundario. Para contrarrestar un contratiempo como el sufrido en Son, Taylor había ordenado que se tomara también un puente de cemento de 33 metros de longitud en el pueblo de Best. Situado a seis kilómetros al oeste de la carretera principal, el puente podría ser utilizado en caso de emergencia. Como los servicios de información creían que había pocas tropas alemanas en la zona, se había encomendado a una sola compañía la misión de apoderarse del puente y de un cercano paso de ferrocarril.

Best (traducción en inglés de «mejor») les resultaría un nombre trágicamente inadecuado a los soldados estadounidenses enviados a tomarlo. La reforzada compañía del teniente Edward L. Wierzbowski se había visto muy reducida durante el feroz combate nocturno del día 17. Infiltrándose a lo largo de diques y orillas de canales y a través de las marismas, los obstinados soldados mandados por Wierzbowski continuaban ejerciendo presión contra fuerzas alemanas superiores en número; en una ocasión, estuvieron a cinco metros del puente antes de ser detenidos por una barrera de fuego. Durante la noche, se corrió en varias ocasiones el rumor de que el puente había sido tomado. Otros informes aseguraban que la compañía de Wierzbowski había sido aniquilada. Los refuerzos, como la compañía primitiva, quedaron rápidamente envueltos en la desesperada y desigual lucha. En el Cuartel General de la 101.a no tardó en quedar claro que había un gran número de efectivos alemanes concentrados en Best. Lejos de hallarse débilmente defendido, en el pueblo se concentraban más de mil soldados, unidades del olvidado XV Ejército alemán. Y, como una esponja, Best estaba absorbiendo un número progresivamente mayor de fuerzas estadounidenses. Mientras rugían los combates por toda la zona, Wierzbowski y los pocos supervivientes de su compañía se hallaban casi en el centro mismo de la batalla. Tan rodeados que ni siquiera sus propios refuerzos sabían que se encontraban allí, continuaron luchando por apoderarse del puente.

Hacia mediodía, mientras las avanzadillas de británicos y estadounidenses enlazaban en Eindhoven, era volado por los alemanes el puente de Best. Wierzbowski y sus hombres estaban tan cerca que las heridas producidas por los cascotes al caer se sumaron a las que ya padecían. En otras partes de la zona, las bajas eran también elevadas. Resultó muerto uno de los más brillantes y duros de los comandantes de la 101.a, el teniente coronel Robert Cole, que se hallaba en posesión de la Medalla de Honor del Congreso. La Medalla sería concedida también a título póstumo a otro soldado. El soldado Joe E. Mann, tan gravemente herido en el puente que llevaba los dos brazos vendados y sujetos a los costados, vio caer una granada alemana entre los hombres con los que se encontraba. Incapaz de liberar los brazos, Mann se arrojó sobre la granada salvando a los que estaban a su alrededor. Cuando Wierzbowski llegó a su lado, Mann habló una sola vez: «Tengo la espalda destrozada», dijo al teniente. Luego, murió.

Destruido el puente de Best, el éxito de Market-Garden dependía ahora más críticamente que nunca de la rapidez con la que los ingenieros pudieran reparar el puente de Son. En las eslabonadas fases del plan —dependiendo cada eslabón del siguiente—, la carretera que se extendía más allá de Son se hallaba vacía de los blindados que hubieran debido recorrerla horas antes. El audaz ataque de Montgomery estaba tropezando con dificultades cada vez mayores.

Cuanto más se avanzaba a lo largo del corredor, más complicados se tornaban los problemas. En el centro, aislada de las Águilas Aulladoras, al sur, y de los Diablos Rojos, en Arnhem, la 82.a Aerotransportada del general Gavin defendía firmemente el puente de Grave, de 500 metros de longitud, y el próximo a Heumen, más pequeño. Al sudoeste, pelotones del 504.º y el 508.º, atacando simultáneamente desde lados opuestos del Canal Mosa-Waal y tras un enconado combate, se apoderaron de otro puente sobre la carretera Grave-Nimega, en el pueblo de Honinghutie, abriendo así una ruta alternativa hacia Nimega para los blindados de Horrocks. Pero, del mismo modo que el destruido puente de Son estaba frenando el avance británico en el sector central del corredor, la incapacidad de la 82.a para apoderarse rápidamente del puente de Nimega había creado sus propios problemas. Tropas de las SS se hallaban ahora atrincheradas allí, en los accesos meridionales. Bien protegidas y ocultas, rechazaban repetidamente los ataques de una compañía del 508.º. A cada hora que transcurría se fortalecían los efectivos alemanes, y Gavin no podía prescindir de más hombres en el esfuerzo para capturar el puente; a todo lo largo de la vasta zona que ocupaba la 82.a —una extensión que comprendía 15 kilómetros de norte a sur y 18 de éste a oeste— una serie de ataques enemigos, extraordinariamente violentos y carentes, al parecer, de coordinación, amenazaban con producir el desastre.

Las patrullas que recorrían la carretera Grave-Nimega estaban siendo constantemente atacadas por tropas enemigas infiltradas hasta allí. El cabo Earl Oldfather, intentando detectar la presencia de francotiradores, vio tres hombres en un campo que ocupaba el 504.º. «Uno achicaba agua de su agujero y los otros dos estaban cavando —recuerda Oldfather—. Agité la mano en su dirección y vi que uno de ellos cogía su fusil. Eran boches que se habían metido en nuestro campo y disparaban contra nosotros desde nuestros propios pozos de tirador».

Más al este, las dos vitales zonas de aterrizaje situadas entre los altos de Groesbeek y la frontera alemana se convirtieron rápidamente en campos de batalla en los que oleadas de infantes alemanes se lanzaban contra las fuerzas aerotransportadas. Había entre ellos personal de la Marina y la Luftwaffe, encargados de transmisiones, soldados licenciados, mozos de hospital e incluso, convalecientes recién dados de alta. El cabo Frank Ruppe recuerda que los primeros alemanes que vio llevaban una desconcertante variedad de uniformes y emblemas. El ataque comenzó tan súbitamente, recuerda, que «caímos en una emboscada prácticamente junto a nuestros propios puestos avanzados». Aparecían unidades como salidas de la nada. En los primeros minutos, el teniente Harold Gensemer capturó a un coronel alemán muy seguro de sí mismo que alardeaba de que «mis hombres no tardarán en echaros a patadas de esta colina». Y casi lo hicieron.

Los alemanes, cruzando la frontera alemana en ingente número desde la ciudad de Wyler y el Reichswald, traspasaron el perímetro defensivo de la 82.a y ocuparon rápidamente las zonas, capturando depósitos de municiones y suministros. Durante algún tiempo, la lucha fue caótica. Los defensores de la 82.a se mantuvieron en sus posiciones todo el tiempo que les fue posible y, luego, empezaron a retroceder lentamente. Por toda la comarca, las tropas fueron alertadas para que acudieran al lugar de los combates. Los hombres que se encontraban en las proximidades de Nimega avanzaron a marchas forzadas hasta las zonas de lanzamiento para prestar ayuda adicional.

Algo similar al pánico pareció dominar también a los holandeses. El soldado Pat O’Hagan observó que, mientras su pelotón se retiraba de las afueras de Nimega, las abundantes banderas holandesas que había visto al avanzar hacia la ciudad estaban siendo apresuradamente arriadas. El soldado Arthur Dutch Schultz[70], veterano de Normandía y servidor de la ametralladora Browning de su pelotón, observó que «todo el mundo estaba nervioso, y todo lo que yo podía oír era el canto BAR frente y centro». Por donde mirara, veía alemanes. «Nos rodeaban por todos lados y estaban decididos a echarnos de nuestras zonas». Todos comprendieron que, hasta que llegasen los blindados alemanes y los refuerzos, las unidades enemigas, que se calculaba que sumaban cerca de dos batallones, habían sido enviadas a una misión suicida: destruir a toda costa a la 82.a y ocupar las zonas de lanzamiento, cuya conservación era vital para que la división recibiera refuerzos y suministros. Si los alemanes lograban su objetivo, podrían aniquilar a la segunda expedición incluso antes de que hubiera aterrizado.

En aquellos momentos, el general Gavin creía que la segunda expedición había salido ya de Inglaterra. No era posible detenerla ni desviar su rumbo a tiempo. Así pues, Gavin disponía de dos horas escasas para despejar las zonas, y necesitaba todos los soldados de que pudiera echar mano. Además de los que ya estaban empeñados en el combate, las únicas reservas inmediatamente utilizables eran dos compañías de ingenieros. Sin dudarlo un solo instante, Gavin las hizo entrar en la batalla.

Apoyadas por fuego de mortero y de artillería, las fuerzas aerotransportadas, en una inferioridad numérica de cinco a uno, combatieron durante toda la mañana para despejar las zonas[71]. Luego, muchos hombres cargaron sobre los alemanes a bayoneta calada por las pendientes. No fue hasta el punto álgido de la batalla cuando Gavin se enteró de que la segunda expedición no llegaría hasta las 14.00 horas. Los bosques continuaban infestados por una heterogénea mezcolanza de infantería alemana, y era evidente que a aquellas incursiones enemigas les seguirían ataques más concentrados y decididos. Llevando sus tropas de una zona a otra, Gavin confiaba en conservar sus posiciones pero sabía perfectamente que la situación de la 82.a era precaria por el momento. Y en ese momento, con la información de que el puente de Son se hallaba cortado y se estaba procediendo a repararlo, no podía esperar enlazar con los británicos hasta dos días después del Día D. Impacientemente y con creciente inquietud, Gavin esperaba la segunda expedición, que le traería los hombres, la artillería y la munición que necesitaba desesperadamente.