En los suburbios occidentales de Arnhem, en los que habían sido pulcros y aseados parques y calles, y que en ese momento aparecían resquebrajados y llenos de hoyos a consecuencia de la batalla, los Batallones británicos 1.º y 3.º se esforzaban por llegar hasta el puente. Las adoquinadas calles estaban tapizadas de cristales, cascotes y ramas desgajadas de las cobrizas hayas. Macizos de rododendros y tupidos arriates de caléndulas color de bronce, anaranjadas y amarillas yacían rotos y aplastados, y los huertos de las casas holandesas se hallaban destrozados. Las bocas de cañones anticarro británicos emergían de los reventados escaparates de las tiendas, mientras vehículos orugas alemanes, deliberadamente resguardados tras las casas y ocultos por sus escombros, amenazaban las calles. Columnas de humo negro se elevaban de vehículos alemanes y británicos incendiados, y había una constante lluvia de cascotes mientras los obuses machacaban los puestos atrincherados. Yacían por todas partes los desmadejados cuerpos de muertos y heridos. Muchos soldados recuerdan haber visto hombres y mujeres holandeses, llevando cascos blancos y ropas cubiertas por cruces rojas, precipitarse temerariamente por entre los disparos que se hacían desde ambos bandos para llevar a lugar seguro a los heridos y los agonizantes.
Esta extraña y mortal batalla que devastaba las afueras de la ciudad apenas a tres kilómetros del puente de Arnhem parecía no tener plan ni estrategia. Como todos los combates callejeros, se había convertido en una violenta y feroz lucha cuerpo a cuerpo en un laberinto de calles.
Los Diablos Rojos estaban ateridos, sin afeitar, sucios y hambrientos. La lucha había sido demasiado constante como para permitirles a los hombres más descanso que alguna taza de té ocasional. Empezaba a escasear la munición y aumentaban las bajas; algunas compañías habían perdido hasta el 50 por ciento de sus efectivos. Había sido imposible dormir, excepto de manera discontinua y breve. Muchos hombres, fatigados y combatiendo ininterrumpidamente desde hacía horas, habían perdido todo sentido del tiempo. Pocos sabían exactamente dónde se encontraban ni a qué distancia estaba todavía el puente, pero continuaban tercamente decididos a llegar hasta él. Años más tarde, hombres como el soldado Henry Bennett, del 1.er Batallón del coronel Fitch, que avanzaba por la ruta central Tigre, recordaría que a todo lo largo de las constantes escaramuzas y entre el fuego de los morteros y los francotiradores, se mantenía constante una orden: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!».
Sin embargo, para el general Urquhart, ausente ya del Cuartel General de la División desde hacía casi 16 horas y sin contacto por radio con ella, el progreso del ataque era desesperadamente lento. Desde las 03.00 horas, cuando había sido despertado en la villa en la que había permanecido descansando agitadamente unas horas, Urquhart, juntamente con el general de brigada Lathbury, había estado continuamente en la carretera con el 1.er Batallón. «Violentos choques, breves salvas de disparos hacían detenerse continuamente a la columna entera», dijo Urquhart. La efectividad psicológica de los francotiradores alemanes inquietaba al general. Había previsto que a aquéllos de sus hombres que no habían recibido aún el bautismo de fuego «les asustarían un poco las balas al principio», pero que se reharían rápidamente. En lugar de ello, en algunas calles bastaban los disparos de un francotirador para detener el avance de todo el batallón. No obstante, en vez de inmiscuirse en el mando de Fitch, Urquhart permanecía silencioso. «En mi calidad de comandante de división participando en el combate de un batallón… me encontraba en la peor situación posible para intervenir, pero tenía consciencia continuamente de cada precioso segundo que se estaba perdiendo». Los francotiradores alemanes iban siendo neutralizados con notoria eficiencia, pero Urquhart estaba aterrado por el tiempo que se invertía en eliminarlos.
Lo mismo le ocurría al sargento mayor regimental John C. Lord. Como el general, Lord estaba irritado por el retraso. «La resistencia alemana era feroz y continua, pero buena parte de nuestro retraso se debía también a los holandeses. Salían a las calles agitando las manos, sonriendo, ofreciéndonos sucedáneos de café. Algunos de ellos habían engalanado incluso sus setos con banderas inglesas. Allí estaban, en pleno centro de la lucha, y ni siquiera parecían darse cuenta de ésta. Con todas sus buenas intenciones, nos estaban obstaculizando tanto como los alemanes».
De pronto, el intenso fuego de francotiradores fue sustituido por algo mucho más serio: el penetrante estampido de los cañones autopropulsados y artillería de 88 milímetros del enemigo. En aquel momento, las unidades de vanguardia del batallón de Fitch se hallaban junto al imponente Hospital de Santa Isabel, a menos de tres kilómetros al noroeste del puente de Arnhem. El hospital estaba situado casi en la confluencia de las dos carreteras principales que conducían a Arnhem, por las que los Batallones 1.º y 3.º intentaban llegar hasta el puente. Elementos de la unidad de reconocimiento de la División Hohenstaufen habían tomado posiciones allí durante la noche. El 1.er Batallón del coronel Dobie, en la carretera Eden-Arnhem, y el 1Batallón de Fitch, en la carretera de Utrecht, debían pasar por ambos lados de la confluencia para llegar al puente. El batallón de Dobie fue el primero en sentir la fuerza de las fanáticas unidades de las SS del coronel Harzer.
Desde un perímetro en forma de herradura que cubría los accesos a la ciudad por el norte y el oeste, los alemanes habían obligado a los hombres de Dobie a abandonar la carretera septentrional y refugiarse en las zonas edificadas circundantes. Hombres de las SS ocultos en los tejados y francotiradores instalados en los desvanes habían dejado pasar a las unidades de vanguardia antes de abrir un fuego mortal sobre las tropas que llegaban detrás. En la confusión del ataque por sorpresa, compañías y pelotones se dispersaron en todas direcciones.
Ahora, empleando la misma táctica, los alemanes se concentraban en el 1.er Batallón de Fitch. Y, en una situación que podía tener desastrosas consecuencias, cuatro oficiales esenciales —los comandantes de los batallones 1º y 3.º, el oficial al mando de la 1.a Brigada Paracaidista y el comandante de la 1.a División Aerotransportada británica— se encontraron copados en la misma zona pequeña y densamente poblada. Irónicamente, como en el caso de Model y sus comandantes de Oosterbeek, el general Urquhart y el general de brigada Lathbury se hallaban rodeados por un enemigo que ignoraba su presencia.
Atacadas por delante y por detrás, las columnas británicas se dispersaron. Algunos hombres se dirigieron hacia los edificios situados a lo largo del Rin, otros se encaminaron a los bosques cercanos y otros —entre ellos, Urquhart y Lathbury— corrieron a refugiarse en estrechas callejuelas de casas de ladrillos idénticas entre sí.
Urquhart y su grupo acababan de llegar a una casa de tres pisos situada en un bloque de edificios próximo a la carretera Utrecht-Arnhem, cuando los alemanes bombardearon el edificio. Los británicos resultaron ilesos, pero los blindados alemanes, observaría más tarde Urquhart, «atravesaban las calles con casi despreocupada inmunidad». Mientras un tanque descendía con estruendo por la calle, con su comandante de pie en la torreta abierta buscando objetivos, el comandante Peter Waddy se asomó por una ventana del último piso de una casa próxima a la de Urquhart y arrojó con acierto un explosivo de plástico a la torreta abierta, haciendo volar en pedazos al blindado[68]. Otros hombres, siguiendo el ejemplo de Waddy, destruyeron otros dos blindados. Pero a pesar de que los británicos combatían ardientemente, las armas ligeras de las fuerzas aerotransportadas no podían competir con los blindados alemanes.
La apurada situación de Urquhart se agravaba por momentos. Estaba desesperadamente ansioso por regresar al Cuartel General de la División y hacerse con el control de la batalla. Cogido en medio de los combates, creía que su único medio de escapar era salir a las calles y, en la confusión, tratar de atravesar las posiciones alemanas. Sus oficiales, temiendo por su seguridad, manifestaron su desacuerdo, pero Urquhart se mostró inflexible. La intensa lucha, tal como él la veía, se desarrollaba todavía solamente «a nivel de compañía», y como los edificios que ocupaban los británicos no se hallaban aún rodeados, consideraba que su grupo debía salir rápidamente antes de que aumentaran los efectivos alemanes y se cerrara el cerco.
Durante la apresurada conferencia celebrada entre el estruendo de la batalla, Urquhart y sus oficiales quedaron estupefactos al ver pasar traqueteando por la calle el transporte británico de una ametralladora Bren, indiferente al fuego alemán, y detenerse frente al edificio. Un teniente canadiense, Leo Heaps, que, en palabras de Urquhart, «parecía estar disfrutando», saltó del asiento del conductor y se precipitó al interior del edificio. Detrás de Heaps iba Charles Frenchie Labouchére, de la Resistencia holandesa, que actuaba como guía de Heaps. El transporte estaba cargado de provisiones y munición que Heaps esperaba entregar en el puente al coronel Frost. Con los blindados alemanes por todas partes, el pequeño vehículo y sus dos ocupantes habían sobrevivido milagrosamente al fuego enemigo y, por el camino, habían descubierto por casualidad el paradero de Urquhart. Ahora, por primera vez en muchas horas, Urquhart supo por Heaps lo que estaba sucediendo. «Las noticias distaban mucho de ser alentadoras —recordó más tarde Urquhart—. Las comunicaciones seguían cortadas. Frost estaba en el extremo norte del puente sometido a un intenso ataque, pero resistiendo, y a mí se me daba por capturado o desaparecido». Tras escuchar a Heaps, Urquhart le dijo a Lathbury que ahora resultaba imperativo «antes que quedar completamente copados, correr el riesgo y salir».
Volviéndose hacia Heaps, Urquhart dijo al canadiense que si llegaba al Cuartel General de la División después de completar su misión en el puente, debía urgir a Mackenzie para que «organizase toda la ayuda que pudiera para el batallón de Frost». A toda costa, incluyendo su propia seguridad, Urquhart estaba decidido a que Frost recibiera los suministros y hombres necesarios para resistir hasta que los blindados de Horrocks llegaran a Arnhem.
Cuando Heaps y Labouchére se marcharon, Urquhart y Lathbury se dispusieron a escapar. En ese momento, la calle estaba siendo barrida constantemente por el fuego enemigo, y los edificios se estremecían bajo el impacto de las bombas. Urquhart observó «un creciente montón de muertos en torno a las casas que ocupábamos» y concluyó que sería imposible salir por la calle. Los comandantes, junto con los demás, decidieron salir por la parte trasera del edificio, donde, protegidos por disparos y bombas de humo, podrían alejarse. Luego, aprovechando la vegetación de los jardines traseros de la fila de casas, Urquhart y Lathbury esperaban llegar finalmente a una zona tranquila y emprender el camino de regreso al Cuartel General.
Fue un recorrido de pesadilla. Mientras los soldados tendían una densa cortina de humo, el grupo de Urquhart salió por la puerta trasera, echó a correr a toda velocidad por la huerta y trepó una cerca que separaba la casa de la contigua. Al detenerse unos instantes junto a la cerca siguiente, la Sten de Lathbury se disparó accidentalmente y sus balas pasaron rozando el pie derecho del general. Como escribiría más tarde Urquhart, «le eché a Lathbury una reprimenda en relación con los soldados que no podían mantener sus subfusiles bajo control. Ya era bastante malo que un comandante de división estuviera corriendo para escabullirse del fuego enemigo…, y habría sido demasiado irónico, para expresarlo en palabras, resultar abatido por una bala disparada por uno de mis propios generales de brigada».
Saltando una cerca tras otra, y, en una ocasión, un muro de ladrillos de tres metros de altura, los hombres recorrieron toda la manzana de casas hasta llegar finalmente a una calle adoquinada perpendicular. Entonces, confusos y fatigados, hicieron un cálculo totalmente erróneo. En vez de girar a la izquierda, lo que les habría podido proporcionar cierto margen de seguridad, torcieron a la derecha, hacia el Hospital de Santa Isabel, directamente bajo el fuego alemán.
Corriendo delante de Urquhart y Lathbury, iban otros dos oficiales, el capitán William Taylor del Estado Mayor del Cuartel General de la brigada, y el capitán James Cleminson, del 1.er Batallón. Uno de ellos gritó algo de pronto, pero ni Urquhart ni Lathbury entendieron sus palabras. Antes de que Taylor y Cleminson pudieran hacerles cambiar de dirección, los dos oficiales llegaron a un laberinto de calles entrecruzadas donde, le pareció a Urquhart, «una ametralladora alemana abatía a todo el que pasaba». Mientras los cuatro hombres intentaban cruzar una de estas estrechas callejas, Lathbury fue herido.
Rápidamente, los demás le arrastraron al interior de una casa. Allí, Urquhart vio que una bala le había alcanzado al general de brigada en la parte inferior de la espalda y que parecía estar temporalmente paralizado. «Todo lo que sabíamos —recuerda Urquhart— era que no podía seguir adelante». Lathbury instó al general a que se fuera inmediatamente sin él. «Sólo conseguirá verse cercado si se queda, señor», dijo a Urquhart. Mientras hablaba, Urquhart vio aparecer en la ventana un soldado alemán. Levantó su pistola automática y disparó a bocajarro. La ensangrentada masa del rostro del alemán desapareció. Con los alemanes tan cerca, era indudable que Urquhart debía marcharse rápidamente. Antes de salir, habló con los propietarios de la casa, un matrimonio de edad madura, que sabían algo de inglés. Prometieron llevar a Lathbury al Hospital de Santa Isabel tan pronto como se produjera una pausa en los combates. Para salvar a los dueños de la represalia alemana, Urquhart y su grupo ocultaron a Lathbury en un sótano, al pie de una escalera, hasta que pudiera ser trasladado al hospital. Luego, recuerda Urquhart, «salimos por la puerta trasera a otra serie de pequeños patios cercados».
Los tres hombres no llegaron muy lejos, y puede que se salvara la vida de Urquhart por la rápida acción de Antoon Derksen, de cincuenta y cinco años, propietario de la casa número 14 de la calle Zwarteweg.
En el torbellino de disparos, Antoon, su esposa Anna, su hijo Jan y su hija Hermina se habían cobijado en la cocina, situada en la parte posterior de la casa. Mirando por una ventana, Derksen quedó sorprendido al ver tres oficiales británicos saltando la cerca de su jardín y dirigiéndose a la puerta de la cocina. Rápidamente, los hizo pasar.
Incapaz de comunicarse —no hablaba inglés, y en el grupo de Urquhart nadie sabía holandés—, Antoon trató de advertir con gestos a los británicos de que la zona estaba rodeada. «Había alemanes en la calle —recordó más tarde— y en la parte trasera, en la dirección por la que habían ido los oficiales. Al final de la fila de huertos había una posición alemana en la esquina».
Derksen condujo apresuradamente a sus visitantes por una estrecha escalera hasta un rellano y desde allí a un dormitorio. En el techo había una trampa con unos escalones que llevaban al desván. Mirando cautelosamente por la ventana del dormitorio, los tres hombres vieron el motivo de la agitada pantomima de Derksen. A sólo unos metros por debajo de ellos, ocupando posiciones a todo lo largo de la calle, había soldados alemanes. «Estábamos tan cerca de ellos —recuerda Urquhart— que podíamos oírles hablar».
Urquhart no podía saber si los alemanes habían visto a su grupo entrar por la parte trasera de la casa, o si irrumpirían en ella en cualquier momento. Pese a la advertencia de Derksen de que la zona estaba rodeada, sopesó los riesgos de continuar a través de la serie de huertos o realizar una audaz salida a la calle, utilizando granadas de mano para despejar el camino. Estaba dispuesto a correr cualquier riesgo para regresar a su puesto de mando. Sus oficiales, que temían por su vida, no lo estaban. Por el momento, el peligro era, simplemente, demasiado grande. Era mucho mejor, arguyeron, esperar a que las tropas británicas ocuparan el sector en vez de que el general se expusiera a ser capturado o, posiblemente, muerto.
Urquhart sabía que el consejo era acertado, y no quería obligar a sus oficiales a correr riesgos que podrían resultar suicidas. Sin embargo, «no podía pensar más que en mi larga ausencia del Cuartel General de la División, y cualquier cosa me parecía mejor que quedarme de aquella manera al margen de la batalla».
El familiar crujido de ruedas de un oruga obligó a Urquhart a quedarse. Desde la ventana, los tres oficiales vieron un cañón autopropulsado alemán bajar lentamente por la calle. Se detuvo junto a la casa de Derksen. La parte posterior del vehículo blindado se hallaba casi a la misma altura que la ventana del dormitorio, y los artilleros descendieron y permanecieron charlando y fumando justamente debajo de ellos. Estaba claro que no iban a seguir su camino, y los británicos esperaban que entrasen en cualquier momento en la casa.
Rápidamente, el capitán Taylor hizo descender los escalones que conducían al desván, y los tres oficiales subieron apresuradamente por ellos. En cuclillas y mirando a su alrededor, Urquhart, que medía 1,80 de estatura, vio que el desván apenas si tenía el espacio justo para arrastrarse. Se sintió «idiota, ridículo, tan ineficaz en la batalla como un espectador».
La casa estaba ahora en silencio. Antoon Derksen, como leal holandés, había dado cobijo a los británicos. Ahora, temiendo una posible represalia si Urquhart era encontrado, evacuó prudentemente a su familia a una casa vecina. En el desván carente casi por completo de ventilación, sin alimentos ni agua, Urquhart y sus oficiales no podían hacer más que esperar ansiosamente a que se retirasen los alemanes o que llegaran las tropas británicas. Aquel lunes 18 de septiembre, sólo un día después del comienzo de Market-Garden, los alemanes habían paralizado casi por completo la batalla de Arnhem, y, culminando todas las equivocaciones y errores de cálculo de la Operación, Urquhart, el único hombre que hubiera podido dar cohesión al ataque británico, se hallaba aislado en un desván, atrapado dentro de las líneas alemanas.
Había sido una misión larga y tediosa para el capitán Paul Gräbner y su Batallón de Reconocimiento de la 9.a División Panzer de las SS. Las tropas aerotransportadas aliadas no habían aterrizado en la franja de 17 kilómetros existente entre Arnhem y Nimega. Gräbner estaba completamente seguro de eso. Pero había unidades enemigas en Nimega. Inmediatamente después de que varios de los vehículos de Gräbner hubieran cruzado el gran puente sobre el río Waal, se había producido un breve y enconado choque. En la oscuridad, el enemigo no había mostrado gran inclinación a continuar la lucha contra sus vehículos blindados, y Gräbner había informado al Cuartel General de que los Aliados parecían disponer todavía de pocos efectivos en la ciudad.
Ahora, terminada su misión de reconocimiento, Gräbner ordenó que unos cuantos cañones autopropulsados de su unidad de cuarenta vehículos custodiaran los accesos meridionales al puente de Nimega. Él emprendió de nuevo la marcha con el resto de la patrulla en dirección norte, hacia Arnhem. No había visto soldados ni ninguna actividad enemiga al cruzar el puente de Arnhem la noche anterior. Sin embargo, había sabido por mensajes radiados que algunas tropas británicas estaban en un extremo del puente. El Cuartel General de Gräbner las había denominado simplemente «avanzadillas». Gräbner se detuvo una vez más, ahora en la ciudad de Elst, aproximadamente a mitad de camino entre Arnhem y Nimega. Al hallarse equidistante entre ambos puentes, también allí dejó parte de su columna. Con los veintidós vehículos restantes, regresó a toda velocidad hacia el puente de Arnhem para despejarlo de las pequeñas unidades enemigas que pudiera haber allí. Gräbner esperaba encontrar pocas dificultades por parte de soldados armados solamente con fusiles o ametralladoras. Sus poderosas unidades blindadas aplastarían simplemente las débiles defensas británicas y las destruirían.
Exactamente a las 9.30 horas, el cabo Don Lumb gritó excitadamente desde la posición que ocupaba en un tejado, cerca del puente: «¡Blindados! ¡Es el XXX Cuerpo!». En el Cuartel General del batallón, el coronel John Frost oyó la voz de su propio vigía. Al igual que el cabo Lumb, Frost experimentó un momentáneo arrebato de júbilo. «Recuerdo haber pensado que tendríamos el honor de dar nosotros solos la bienvenida a Arnhem al XXX Cuerpo», comentó. Otros hombres se sintieron igualmente alborozados. En el lado opuesto del acceso norte, los hombres que se encontraban bajo la rampa, cerca del puesto de mando del capitán Eric Mackay, podían oír ya el retumbar de vehículos pesados por el puente, por encima de ellos. El sargento Charles Storey subió las escaleras hasta la atalaya del cabo Lumb. Mirando hacia el humo que todavía se elevaba del acceso sur, Storey vio la columna que había distinguido Lumb. Su reacción fue inmediata. Precipitándose escaleras abajo, el veterano de los tiempos anteriores a Dunkerque gritó: «¡Son alemanes! ¡Carros blindados en el puente!».
La vanguardia de la fuerza de asalto del capitán Paul Gräbner se lanzó a toda velocidad sobre el puente. Con extraordinaria habilidad, los conductores alemanes, zigzagueando de un lado a otro, no sólo sortearon los humeantes escombros que tapizaban el puente, sino que lograron atravesar un campo de minas Teller que los británicos habían tendido durante la noche. Únicamente uno de los cinco vehículos delanteros de Gräbner tropezó con una mina y, al estar sólo superficialmente dañado, continuó avanzando. En su lado de la rampa, el capitán Mackay contempló asombrado cómo el primero de los achaparrados carros camuflados, disparando constantemente con sus ametralladoras, atravesaba la rampa, aplastaba las defensas británicas y seguía recto hacia el centro de Arnhem. Casi inmediatamente, Mackay vio pasar otro. «No teníamos cañones anticarro en nuestro lado —dice Mackay—, y nos limitamos a contemplar impotentes cómo tres carros blindados más pasaban a toda velocidad ante nosotros y enfilaban la avenida».
Estaba en marcha el audaz plan de Gräbner de abrirse paso por el puente, prevaliéndose de la fuerza y la velocidad. Fuera de la vista de los británicos, en el acceso sur al puente, había formado su columna. Ahora, comenzaron a avanzar, camiones orugas, más carros blindados, transportes de tropas e, incluso, unos cuantos camiones cargados de infantería que hacía fuego tras la protección de sacos de cereal. Encorvados tras los vehículos orugas, disparaban sin cesar otros soldados alemanes.
La súbita irrupción de los primeros vehículos de Gräbner había sorprendido a los británicos. Se recuperaron rápidamente. Desde el lado del puente que ocupaba Frost, cañones anticarro comenzaron a disparar. Proveniente de toda la zona norte, un fuego letal envolvió a la columna alemana. Desde parapetos, tejados, ventanas y trincheras, las fuerzas aerotransportadas abrieron fuego con todas las armas disponibles, desde ametralladoras hasta granadas de mano. El zapador Ronald Emery, en el lado de Mackay de la rampa, disparó contra el conductor y el acompañante del primer camión que pasó. Al aparecer el segundo, Emery mató también a sus conductores. El vehículo se detuvo justamente enfrente de la rampa, y cuando el resto de sus seis ocupantes lo iban abandonando, los iban matando de uno en uno.
La columna de Gräbner continuaba avanzando implacablemente. Dos camiones más hicieron su aparición en el puente. De pronto, el asalto alemán se hundió en el caos. El conductor del tercer camión resultó herido. Dominado por el pánico, hizo girar en redondo su vehículo, chocando con el que venía detrás. Los dos vehículos, inextricablemente enredados, patinaron por la carretera, y uno de ellos se incendió. Los alemanes que venían detrás intentaron obstinadamente abrirse paso. Acelerando sus vehículos, ansiosos por llegar al extremo norte, embestían unos contra otros y contra los montones de escombros provocados por las granadas y los obuses de mortero. Perdido el control, algunos camiones chocaron contra el pretil de la rampa con tal violencia que cayeron sobre las calles que se extendían debajo. La infantería alemana que seguía a los vehículos cayó segada implacablemente. Sin poder avanzar hacia el centro del puente, los supervivientes retrocedieron a toda velocidad hacia el extremo sur. Una lluvia de disparos rebotaba contra las vigas del puente. Ahora, las granadas de la artillería del teniente coronel Sheriff Thompson, situada en Oosterbeek y llamada por el comandante Dennis Munford desde el ático del Cuartel General de la brigada, cerca del propio edificio de Frost, comenzaron a caer también sobre los vehículos de Gräbner. Entre el fragor de la batalla, se podían oír los aullidos de los ahora enardecidos soldados británicos lanzando su grito de guerra: «Whoa Mohammed», que los Diablos Rojos habían utilizado por primera vez en las resecas colinas del Norte de África en 1942[69]. La ferocidad de la batalla sorprendió a los holandeses que se encontraban en la zona. Lambert Schaap, que vivía con su familia en la Rijnkade —la calle que discurría al este y el oeste del puente—, se apresuró a poner bajo resguardo a su mujer y sus nueve hijos. Schaap permaneció en su casa hasta que una rociada de balas penetró por las ventanas, acribillando las paredes y destrozando los muebles. Schaap huyó bajo ese intenso fuego. Al sargento de la Policía, Joannes van Kuijk, la batalla se le antojó interminable. «El tiroteo era violento y un edificio tras otro parecían ser alcanzados o incendiados. Eran constantes las llamadas telefónicas de colegas y amigos pidiendo información sobre lo que estaba sucediendo. Estábamos pasándolas negras en nuestro edificio y comenzaban a arder las fincas vecinas. Las casas del Eusebius Buiten Singel estaban también en llamas».
En ese ancho paseo cercano al acceso norte, Coenraad Hulleman, que se encontraba en casa de su prometida, a sólo unos portales del puesto de mando del capitán Mackay, estaba ahora con el resto de la familia Van der Sonde en el refugio del sótano. «Se oía un extraño sonido que dominaba a todos los demás, y alguien dijo que estaba lloviendo —recuerda Hulleman—. Subí al primer piso, miré y vi que era fuego. Corrían soldados en todas direcciones, y la manzana entera parecía estar ardiendo. La batalla iba recorriendo el paseo y de pronto, nos había tocado el turno. Las balas impactaban contra la casa, destrozando ventanas, y arriba se oyeron unas notas musicales al resultar alcanzado el piano. Luego, de repente, un sonido como el de alguien que estuviera escribiendo a máquina en el despacho del señor Van der Sonde. Simplemente, las balas estaban machacando la máquina de escribir». La prometida de Hulleman, Truid, que le había seguido, vio que los disparos alcanzaban la torre de la maciza iglesia de San Eusebio. Mientras miraba, las manecillas doradas del gran reloj de la iglesia empezaron a girar alocadamente, como si, recuerda Truid, «el tiempo fuera corriendo».
Para los que combatían en el puente, el tiempo había perdido todo sentido. La sorpresa, la rapidez y la ferocidad de la batalla hicieron pensar a muchos hombres que la lucha se había prolongado durante muchas horas. En realidad, el ataque de Gräbner había durado menos de dos. De los vehículos blindados que tan celosamente había protegido el coronel Harzer del general Harmel, doce yacían destrozados o incendiados en la orilla septentrional. Los restantes se habían alejado de la carnicería y regresaban a Elst sin su comandante. En la encarnizada lucha sin cuartel, el capitán Paul Gräbner había resultado muerto.
Los británicos, orgullosos y triunfantes, empezaron a pasar revista a los daños sufridos. Médicos y camilleros, desafiando los incesantes disparos de los francotiradores, se movían por entre el humo y los escombros, llevando a lugar seguro a los heridos de ambos bandos. Los Diablos Rojos del puente habían rechazado y sobrevivido al horror de un ataque blindado y, casi como si se les estuviera felicitando por su éxito, la sección de transmisiones del 2.º Batallón captó de pronto un claro mensaje del XXX Cuerpo. Los mugrientos y fatigados soldados imaginaron que su dura prueba estaba a punto de terminar. Ahora, sin que cupiera la menor duda, los blindados de Horrocks debían estar a unas pocas horas de distancia.
Enjambres de cazas despegaron desde los aeródromos situados al otro lado de la frontera alemana. La casi agotada Luftwaffe había hecho un sobreesfuerzo para reunir y aprovisionar de combustible a los aviones. Tras una noche frenética e insomne durante la cual se habían traído cazas desde todos los puntos de Alemania, unos 190 aviones se congregaron sobre Holanda entre las 9.00 y 10.00 horas. Su misión era destruir la segunda oleada de Market. A diferencia del escéptico mariscal de campo Model, los generales de la Luftwaffe creían que los capturados planes de Market-Garden eran auténticos. Vieron una excelente oportunidad de lograr un importante triunfo. Gracias a los planes que obraban en su poder, los comandantes alemanes del Aire conocían las rutas, zonas de aterrizaje y horas de lanzamiento de la expedición del lunes. Patrullando la costa holandesa a lo largo de las conocidas rutas de vuelo y zonas de lanzamiento Aliadas, escuadrillas de cazas alemanas esperaban para lanzarse sobre las columnas aerotransportadas que debían comenzar sus lanzamientos a las 10.00 horas. La hora cero pasó sin que se detectara el menor rastro de la flota aérea Aliada. Se ordenó a los cazas, cuya autonomía de vuelo era escasa, que aterrizasen, repostaran combustible y volvieran a despegar. Pero el cielo continuaba desierto. No se materializó ninguno de los esperados objetivos. Desconcertado y desalentado, el Alto Mando de la Luftwaffe no podía hacer sino preguntarse qué era lo que había sucedido.
Lo que había sucedido era bien sencillo. A diferencia de Holanda, donde el tiempo era despejado, Gran Bretaña estaba cubierta por la niebla. En las bases, las tropas aerotransportadas británicas y estadounidenses, listas para partir, esperaban impacientes junto a sus aviones y sus planeadores. En aquella mañana crucial, cuando cada hora revestía un extraordinario valor, el general Lewis H. Brereton, comandante del Primer Ejército Aerotransportado Aliado, se encontraba, como los hombres que integraban la segunda expedición, a merced del tiempo. Tras celebrar consultas con los meteorólogos, Brereton se vio obligado a fijar una nueva hora cero. Los hombres que se hallaban en Arnhem y sus alrededores y los americanos que avanzaban por el corredor —todos ellos resistiendo ante los efectivos alemanes en constante aumento— debían ahora esperar cuatro largas horas más. La segunda expedición no podría llegar a las zonas de lanzamiento antes de las 14.00 horas.