En las zonas británicas de lanzamiento y aterrizaje, el oficial encargado de la que quizás fuera la misión menos atractiva de todas, la estaba llevando a cabo con su habitual competencia. Durante toda la noche, los hombres de la 1Brigada de Desembarco Aéreo del general de brigada Philip Pip Hicks habían rechazado una serie de violentos ataques enemigos, mientras los abigarrados grupos mandados por Tettau hostigaban a la Brigada. Los hombres de Hicks se habían atrincherado en torno a los perímetros señalados con el fin de conservar las zonas para el lanzamiento de la 4.a Brigada Paracaidista del general de brigada Shan Hackett, esperado para las diez de la mañana, y las misiones de aprovisionamiento que le seguirían. Las zonas situadas bajo la protección de Hicks eran también los depósitos de provisiones para las fuerzas aerotransportadas británicas.
Ni Hicks ni sus hombres habían podido disfrutar de más de una o dos horas de sueño. Los alemanes, atacando desde los bosques, habían incendiado en algunos puntos el arbolado con la esperanza de reducir por el fuego a los defensores británicos. Los Diablos Rojos respondieron al instante. Deslizándose tras el enemigo, atacaron a bayoneta calada y obligaron a los alemanes a penetrar en su propio fuego. El soldado de transmisiones Graham Marples recuerda vividamente las encarnizadas batallas nocturnas. Él y otros pocos se encontraron con un pelotón de soldados británicos muertos que habían sido desbordados y completamente aniquilados. «Nadie dijo nada. Calamos las bayonetas y penetramos en los bosques. Nosotros salimos, pero los boches no». El soldado Robert Edwards, que había estado en África del norte, Sicilia e Italia, recuerda que «me las había arreglado para salir más o menos ileso de todas esas acciones, pero en un solo día en Holanda había participado en más combates que en todos los demás juntos».
Las continuas escaramuzas se habían cobrado su presa. Varias veces durante la noche, Hicks había pedido al teniente coronel W. F. K. Sheriff Thompson apoyo artillero para rechazar los insistentes ataques enemigos. Su verdadero miedo radicaba en que los blindados alemanes, que sabía ahora que impedían a los batallones avanzar hacia el puente, hicieran irrupción a través de sus débiles defensas y le expulsaran de las zonas de aterrizaje y lanzamiento. «Pasé algunas de las peores horas de mi vida —recuerda Hicks—. Dos cosas estaban claras: aunque entonces no lo sabíamos habíamos aterrizado prácticamente encima de dos divisiones Panzer, que no se esperaba que estuviesen allí, y los alemanes habían reaccionado con extraordinaria rapidez». Ante el ataque de los grupos de Von Tettau desde el oeste y de los blindados de Harzer desde el este, las débilmente armadas tropas de Hicks no tenían otra opción que resistir hasta ser relevadas o hasta que les llegaran refuerzos y suministros.
El coronel Charles Mackenzie, jefe del Estado Mayor del general Urquhart, había pasado la noche en la zona de aterrizaje del brezal de Renkum, a unos cinco kilómetros del puesto de mando de Hicks. Los intensos combates habían obligado a la división a salir de los bosques y volver al campo. Allí, el personal del Cuartel General se refugió en los planeadores para pasar el resto de la noche. Mackenzie estaba preocupado por la falta de noticias de Urquhart. «Durante más de nueve horas, no habíamos sabido absolutamente nada del general. Yo suponía que estaba con la 1.a Brigada de Lathbury, pero las comunicaciones se habían interrumpido y no habíamos recibido la menor noticia de ninguno de los dos oficiales. Yo sabía que tendría que adoptarse pronto una decisión sobre el mando de la división. Siempre existía la posibilidad de que Urquhart hubiera sido capturado o muerto».
En las primeras horas del lunes, sin tener todavía noticias, Mackenzie decidió conferenciar con dos oficiales del Estado Mayor, el teniente coronel R. G. Loder-Symonds y el teniente coronel P. H. Preston. Mackenzie les informó de la conversación que había sostenido con Urquhart antes del despegue en Inglaterra: el orden de sucesión en el mando, en el caso de que algo le sucediera a Urquhart, debía ser Lathbury, Hicks y, luego, Hackett. Ahora, habiendo desaparecido también Lathbury, Mackenzie consideraba que era preciso ponerse en contacto con el general de brigada Hicks. Los demás oficiales se mostraron de acuerdo. Inmediatamente, se dirigieron al Cuartel General de Hicks. Allí, en una casa próxima a la carretera Heelsum-Arnhem, Mackenzie le dijo a Hicks lo que sabía. «Teníamos un esquemático informe de que Frost había tomado el puente, y de que los batallones primero y tercero se hallaban empeñados en luchas callejeras y no habían podido llegar aún para reforzarle», recuerda Mackenzie.
Mackenzie creía que lo mejor ahora era que Hicks enviara al puente uno de sus batallones. Podría ser reforzado más tarde por elementos de la 4.a Brigada Paracaidista de Hackett, cuando ésta llegara unas horas más tarde. Al mismo tiempo, se le pidió a Hicks que asumiera inmediatamente el mando de la división.
Hicks parecía asombrado. Sus fuerzas se hallaban ya debilitadas y no tenía un batallón completo que enviar al puente. Ciertamente, el plan de batalla británico parecía estar fallando. Si Frost no recibía inmediatamente ayuda, podía perderse el puente; y, si las zonas de aterrizaje eran conquistadas por el enemigo, la 4.a Brigada de Hackett podía resultar destruida antes incluso de agruparse.
Parecía existir, además, un tácito reconocimiento de que se le estaba pidiendo a Hicks que asumiera el mando de una división en pleno proceso ya de desintegración a causa del fallo total de las comunicaciones y a la ausencia de su comandante. De mala gana, Hicks cedió medio batallón —lo máximo de lo que podía prescindir— para la defensa del puente[67]. No había duda de que esa decisión era sumamente urgente. Era preciso conservar el puente. Entonces, como recuerda Mackenzie, «convencimos finalmente a Hicks de que debía asumir el mando de la división».
A pocos hombres se les pidió alguna vez que aceptaran la responsabilidad en el campo de batalla de toda una división en medio de una tal complejidad de circunstancias. Hicks no tardó en descubrir los críticos efectos que la ruptura de las comunicaciones estaba produciendo en todas las operaciones. Los escasos mensajes transmitidos desde el puente por Frost se recibían a través del teniente coronel Sheriff Thompson, que mandaba la artillería del Regimiento de Desembarco Aéreo. Desde un puesto de observación instalado en la torre de la iglesia de Oosterbeek Laag, a cuatro kilómetros del puente, Thompson había establecido un enlace por radio con el puesto de mando de la artillería del comandante D. S. Munford, situado en el Cuartel General de la Brigada, en un edificio de distribución de aguas próximo al puente. El enlace Thompson-Munford proporcionaba las únicas comunicaciones seguras por radio de las que disponía de Hicks.
Resultaba igualmente crítico el hecho de que la División carecía de comunicaciones con el Cuartel General del Cuerpo del general Browning, cerca de Nimega y con los aparatos especiales Phantom Net del Cuartel General de Montgomery. De los pocos mensajes importantes que llegaban a Inglaterra, la mayoría eran enviados por un emisor de la BBC que había sido transportado especialmente para los corresponsales de guerra británicos. Su señal era débil y distorsionada. Una emisora alemana de alta potencia y el emisor británico estaban operando en la misma frecuencia. Irónicamente, la División podía captar las señales emitidas desde el Cuartel General del Cuerpo en Inglaterra, pero le era imposible transmitir mensajes. Las escasas comunicaciones que llegaban a través del emisor de la BBC eran captadas en el Cuartel General de retaguardia de Browning, en Moor Park, y luego reenviadas al continente. La transmisión tardaba varias horas y cuando finalmente llegaban, los mensajes se hallaban ya anticuados y, a menudo, desprovistos de sentido.
Frustrado y preocupado, Hicks tenía tres problemas inmediatos: las condiciones meteorológicas sobre Inglaterra; la imposibilidad de confirmar la prevista hora de llegada del segundo vuelo; y su carencia de medios para informar a nadie de la verdadera situación en la zona de Arnhem. Además, no podía avisar a Hackett de la precaria ocupación que los británicos ejercían en las zonas de aterrizaje, donde la 4.a Brigada seguramente esperaba lanzarse sobre extensiones despejadas y protegidas.
Menos crucial, pero no menos inquietante, era el inminente encuentro con el general de brigada Shan Hackett. El voluble Hackett, dijo Mackenzie a Hicks, sería informado de la decisión de Urquhart sobre la sucesión en el mando en el momento mismo en que aterrizase. «Yo conocía el temperamento de Hackett —recuerda Mackenzie—, y no me agradaba la idea de encontrarme con él. Pero el decírselo era mi obligación, y estaba cumpliendo órdenes del general Urquhart. No podía seguir actuando como si no les hubiera sucedido nada al general y a Lathbury».
Hicks, al menos, se vio relevado de esa delicada confrontación. El nuevo comandante de la división tenía bastantes cosas en que pensar. «La situación era más que confusa. Era un maldito embrollo».