En el muelle del trasbordador del pequeño pueblo de Driel, a 13 kilómetros al sudoeste del puente de Arnhem, Pieter, el barquero, se preparaba para su primer viaje del día a través del Bajo Rin. Los madrugadores pasajeros, que trabajaban en las ciudades y pueblos de la orilla norte del río, se congregaban en pequeños grupos, ateridos por la niebla matinal. Pieter no participaba en la conversación de sus pasajeros sobre las luchas que se desarrollaban al oeste de Arnhem y en la ciudad misma. Su atención se centraba en el funcionamiento del trasbordador y en los horarios que debía mantener, tal y como lo había hecho durante años.
Primero cargaron unos pocos automóviles y carros llenos de productos para las tiendas y mercados del norte. Luego, subieron a bordo hombres y mujeres que empujaban sus bicicletas. Exactamente a las siete de la mañana, Pieter desatracó y el transbordador se deslizó suavemente a lo largo de su cable. El viaje duró sólo unos minutos. Se situó junto al muelle existente bajo el pueblo de Heveadorp, en la orilla norte, y desembarcaron los pasajeros y los vehículos. Sobre ellos, dominando la comarca, el Westerbouwing, una colina de treinta metros de altura. En la orilla norte, la mayoría de los pasajeros emprendieron la marcha hacia el este por los caminos que conducían a Oosterbeek, la torre de cuya iglesia del siglo X se elevaba por encima de bosquecillos de robles y marismas cubiertas de lupinos. Más allá estaba Arnhem.
Otros pasajeros esperaban para cruzar a Driel. Allí, Pieter recogió una vez más un grupo de pasajeros que se dirigían hacia el norte. Uno de ellos era la joven Cora Baltussen. Hacía solamente dos semanas, el 5 de septiembre, el día que los holandeses recordarían como el «Martes Loco», había presenciado la frenética retirada de los alemanes. En Driel, los conquistadores no habían regresado. Por primera vez en muchos meses, Cora se había sentido libre. Ahora, había renacido en ella el temor. La alegría producida por la noticia de los aterrizajes de tropas aerotransportadas el día anterior se había visto empañada por los rumores de intensos combates en Arnhem. Sin embargo, Cora no podía creer que los alemanes llegaran a derrotar a las poderosas fuerzas Aliadas que habían llegado para liberar a su país.
En el muelle de Heveadorp, en la orilla norte del río, Cora sacó su bicicleta del transbordador y pedaleó en dirección a la panadería de Oosterbeek. Había dado su exigua provisión de raciones de azúcar a la pastelería para una ocasión especial. Aquel lunes, 18 de septiembre, la fábrica de conservas Baltussen celebraba sus 75 años en el negocio y la madre de Cora cumplía sesenta y dos años. Por primera vez en muchos meses, estarían juntos todos los miembros de la familia. Cora había ido temprano a Oosterbeek para recoger la tarta de cumpleaños, que señalaría tanto el aniversario de la compañía como el cumpleaños de la señora Baltussen.
Sus amigos habían intentado disuadir a Cora de que hiciera el viaje. Cora no les prestó atención. «¿Qué puede ocurrir? —había preguntado a un amigo—, los británicos están en Oosterbeek y Arnhem. La guerra casi ha terminado».
Su viaje transcurrió sin incidentes. Oosterbeek parecía tranquilo a aquella primera hora de la mañana. Había tropas británicas en las calles, las tiendas estaban abiertas y predominaba un ambiente de fiesta. Por el momento, aunque se oían cañonazos a pocos kilómetros de distancia, Oosterbeek permanecía tranquilo, sin verse afectado aún por la batalla. Aunque su pedido estaba listo, el panadero se asombró de que hubiera venido. «La guerra casi ha terminado», le dijo ella. Cargada con sus paquetes, volvió pedaleando a Heveadorp y esperó hasta que Pieter atracó de nuevo el transbordador. Regresó a la somnolienta paz del pequeño Driel, en la orilla sur, donde, como de costumbre, no sucedía absolutamente nada.