Exactamente a las 10.40 horas del jueves 21 de septiembre, el capitán Roland Langton de los Guardias Irlandeses recibió la orden de que su Escuadrón Número 1 saliera de la recién tomada cabeza de puente de Nimega y se dirigiera hacia Arnhem. La hora H, le informó el teniente coronel Joe Vandeleur, sería las 11.00 horas. Langton no se lo podía creer. Pensó que Vandeleur debía estar bromeando. Se le concedían solamente veinte minutos para impartir órdenes a su escuadrón y prepararle para un gran ataque. El propio Langton fue rápidamente instruido sobre un mapa capturado. «El otro que teníamos era un mapa de carreteras carente por completo de detalles», explica. La información sobre posiciones artilleras enemigas se hallaba contenida en una única foto de reconocimiento en la que se veía el emplazamiento de una batería antiaérea entre los pueblos de Lent y Elst y a «la suposición de que tal vez ya no estuviera allí».
En opinión de Langton, todo en el plan era equivocado, particularmente el hecho de que «realmente iban a poner en marcha eso en el plazo de veinte minutos». Su escuadrón debía atacar seguido de una segunda unidad. Dos blindados transportarían infantería y, eso se le dijo a Langton, detrás irían más tropas. Pero no podía esperar mucho apoyo artillero, además de que no se dispondría inmediatamente de la protección aérea de los Typhoon, empleada con tanto éxito en el ataque inicial: en Bélgica, el mal tiempo tenía clavados en el suelo a los Typhoon. Sin embargo, se le ordenaba a Langton «avanzar a toda velocidad y llegar a Arnhem».
Aunque no delató sus sentimientos a Langton, Joe Vandeleur se sentía pesimista respecto al resultado del ataque. Con anterioridad, él y otros, entre los que figuraba su primo, el teniente coronel Giles Vandeleur, habían cruzado el puente de Nimega para estudiar la elevada carretera «isla» que discurría en dirección norte hasta Arnhem. A estos oficiales la carretera les pareció siniestra. El lugarteniente de Joe Vandeleur, el comandante Desmond Fitzgerald, fue el primero en hablar. «Señor —dijo—, no vamos a avanzar ni un metro por esta maldita carretera». Giles Vandeleur asintió. «Es un lugar ridículo para tratar de conducir tanques». Hasta llegar a ese punto, aunque los vehículos se habían movido en el corredor de avance en fila uno detrás de otro, siempre había sido posible maniobrar fuera de la carretera principal cuando se había planteado la necesidad. «Allí —recuerda Giles Vandeleur— no había posibilidad de salirse de la carretera. Un dique con una carretera por su parte superior es excelente para la defensa, pero no es el lugar más adecuado para los blindados». Volviéndose hacia los demás, Giles dijo: «Me imagino a los alemanes ahí sentados, frotándose las manos de júbilo al vernos llegar». Joe Vandeleur contempló silenciosamente la escena. Luego, dijo: «Sin embargo, tenemos que intentarlo. Tenemos que probar esa maldita carretera». Según recuerda Giles, «nuestro avance se basaba en un programa de tiempo. Debíamos avanzar a una velocidad de 22 kilómetros en dos horas». El general de brigada Gwatkin, jefe del Estado Mayor de la Blindada de Guardias, les había dicho lacónicamente: «Hay que pasar».
Exactamente a las 11.00 horas, el capitán Langton cogió el micrófono en su coche de exploración y radió: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡No os detengáis por nada!». Sus carros pasaron con estruendo ante la oficina de correos de Lent y enfilaron la carretera principal. Dejándose llevar por el fatalismo, Langton pensó: «Ahora o nunca». Al cabo de quince o veinte minutos, empezó a respirar mejor. No había acción enemiga, y Langton se sintió «un poco avergonzado por haberse alterado tanto antes. Empecé a preguntarme qué iba a hacer cuando llegase al puente de Arnhem. No había pensado realmente en ello hasta entonces».
Tras los tanques de vanguardia, iban los Vandeleur en su automóvil de reconocimiento, seguidos del teniente Donald Love en su furgoneta de la RAF de comunicaciones tierra-aire. Con él, una vez más, iba el jefe de escuadrón Max Sutherland, silencioso e inquieto. Al subir al blanco coche blindado de reconocimiento, Sutherland —que había dirigido el ataque de los Typhoon en la salida desde el Canal Mosa-Escalda— dijo a Love que «los chicos aerotransportados de Arnhem están en una situación muy apurada y desesperadamente necesitados de ayuda». Love escrutaba los cielos en busca de Typhoon. Estaba seguro de que los iban a necesitar. Recordaba los horrores de los primeros momentos del avance y «no tenía el menor deseo de verse en una situación similar a la del domingo anterior, cuando los alemanes nos habían frenado en seco».
Los blindados de los Guardias Irlandeses avanzaban sin detenerse, dejando el pueblo de Oosterhout a la izquierda y las aldeas de Ressen y Bemmel a la derecha. Desde su coche de reconocimiento, el capitán Langton podía oír al teniente Tony Samuelson, comandante de los carros de vanguardia, anunciar las localidades. Samuelson exclamó que el primer blindado se estaba acercando a las afueras de Elst. Los irlandeses se hallaban aproximadamente a mitad de camino de Arnhem. Al oírle, Langton comprendió que «dependíamos ya de nosotros mismos». Pero la tensión estaba cediendo a todo lo largo de la columna. El teniente Love oyó un zumbido en el cielo y vio aparecer el primer Typhoon. Había despejado el tiempo en Bélgica, e hicieron ahora su aparición las escuadrillas, de una en una. Cuando comenzaron a volar en círculos sobre ellos, Love y Sutherland se sintieron aliviados.
En su coche de reconocimiento, el capitán Langton estaba examinando su mapa. La columna había pasado el recodo de Bemmel y había torcido hacia la derecha. En aquel momento, Langton oyó una violenta explosión. Al levantar la vista, vio «la rueda de un Sherman elevarse perezosamente en el aire, por encima de unos árboles que había delante». Comprendió al instante que había sido alcanzado uno de los carros de vanguardia. El teniente Samuelson, que se hallaba mucho más adelante en la carretera, lo confirmó inmediatamente.
Comenzaron a ladrar cañones a lo lejos, y se elevó en el cielo una columna de humo negro. Atrás, el teniente Rupert Mahaffey comprendió que algo marchaba mal. La columna se detuvo bruscamente. Reinaba una gran confusión respecto a lo que había sucedido, y, al generalizarse la batalla, las voces sonaban distorsionadas y confusas en la radio. «Parecía haber muchos gritos —recuerda Giles Vandeleur—, y le dije a Joe que sería mejor que me adelantara a ver qué infiernos estaba ocurriendo». El comandante de los Guardias Irlandeses se mostró de acuerdo. «Comunícamelo tan pronto como puedas», dijo a Giles.
El capitán Langton se dirigía ya hacia delante. Pasando junto a los blindados detenidos, Langton llegó a un recodo de la carretera. Al frente, vio que los cuatro carros de vanguardia, incluyendo el de Samuelson, habían sido inutilizados y algunos estaban ardiendo. Los proyectiles procedían de un cañón autopropulsado situado en los bosques de la izquierda, cerca de Elst. Langton ordenó a su conductor que le acercara a una casa próxima al recodo. Pocos minutos después, Giles Vandeleur se reunió con él. Inmediatamente, varias ráfagas de ametralladora obligaron a los hombres a ponerse a cubierto. Vandeleur se encontró en la imposibilidad de regresar a su vehículo blindado e informar a su primo Joe. Cada vez que gritaba a su chófer, el cabo Goldman, que acercara el vehículo —un Humber con compuerta superior y portezuela al costado—, «Goldman levantaba la compuerta y los alemanes lanzaban una ráfaga de disparos sobre su cabeza, obligándole a cerrarla nuevamente de golpe». Finalmente, exasperado, Giles retrocedió arrastrándose por una zanja hasta el coche de mando de Joe.
Joe Vandeleur estaba ya repartiendo órdenes. Pidió por radio apoyo de artillería; luego, viendo los Typhoon en lo alto, ordenó a Love que los llamara. En el coche de la RAF, Sutherland cogió el micrófono. «Aquí Winecup…, Winecup… —dijo—. Venid pronto». Los Typhoon continuaron describiendo círculos en lo alto. Desesperado, Sutherland llamó de nuevo. «Aquí Winecup… Winecup… Venid». No hubo respuesta. Sutherland y Love se miraron. «La radio permanecía silenciosa —dice Love—. No recibíamos ninguna señal. Los Typhoon volaban en círculos sobre nosotros, y en tierra continuaba el cañoneo. Era la situación más desesperante y frustrante que he vivido jamás, viéndolos allá arriba y sin poder hacer nada». Love sabía que los pilotos de los Typhoon «tenían instrucciones de no atacar nada por su propia cuenta». Para entonces, Giles Vandeleur se había reunido con su primo. «Joe —dijo—, si enviamos más blindados por esta carretera va a haber una terrible matanza». Los dos hombres se dirigieron juntos hacia la posición del capitán Langton.
La infantería de los Guardias Irlandeses había salido en ese momento de sus blindados y avanzaba por los huertos situados a ambos lados de la carretera. Langton se había hecho cargo de uno de los carros. No pudiendo ponerse a cubierto ni salirse de la carretera, estaba maniobrando hacia atrás y hacia delante, tratando de disparar contra el cañón autopropulsado del bosque. Cada vez que disparaba una salva, «el cañón respondía con cinco suyas».
El capitán de infantería, cuyas tropas perseguían el mismo objetivo pero se hallaban acurrucadas en una zanja, estaba lívido de ira. «¿Qué demonios te crees que estás haciendo?», le gritó a Langton. El joven oficial conservó la calma. «Estoy tratando de reducir al silencio a un cañón para que podamos seguir hasta Arnhem», dijo.
Cuando aparecieron los Vandeleur, Langton, fracasados sus intentos de inutilizar el cañón, salió a su encuentro. «La confusión era terrible allí —recuerda Joe Vandeleur—. Lo intentamos todo. No había forma de sacar los blindados de la carretera y bajar los empinados costados de aquel maldito dique. El único apoyo artillero que pude obtener fue de una batería de campaña, y era demasiado lenta a la hora de enfilar sus objetivos». Su única compañía de infantería estaba inmovilizada, y le era imposible llamar a los Typhoon. «Seguramente podremos obtener ayuda en alguna parte», dijo Langton. Vandeleur meneó lentamente la cabeza. «Me temo que no». Langton insistió. «Podríamos llegar —dijo con tono suplicante—. Podemos ir si recibimos ayuda». Vandeleur meneó de nuevo la cabeza. «Lo siento —dijo—. Quédese donde está hasta que reciba nuevas órdenes».
Vandeleur tenía claro que no podía reanudarse el ataque hasta que la infantería de la 43.a División Wessex, del general de división G. I. Thomas, alcanzara a los Guardias Irlandeses. Hasta entonces, los blindados de Vandeleur quedaban varados en la elevada y desguarnecida carretera. Un solo cañón autopropulsado apuntado contra ella había conseguido detener a la columna entera, casi exactamente a nueve kilómetros de Arnhem.
Más atrás en la fila de tanques, frente a un invernadero próximo a Elst cuyas ventanas se habían mantenido milagrosamente casi intactas, el teniente John Gorman contemplaba furioso la carretera. Desde que la columna se viera detenida en Valkenswaard, casi al principio del corredor, Gorman se había sentido impulsado a avanzar más aprisa. «Habíamos recorrido todo el camino desde Normandía, tomado Bruselas, luchado a través de media Holanda y cruzado el puente de Nimega —dijo—. Arnhem y aquellos paracaidistas estaban justamente delante de nosotros y, casi a la vista de aquel último y maldito puente, nos habíamos detenido. Nunca he sentido una desesperación más angustiosa».