Por la tarde, mientras la primera oleada de soldados del comandante Cook empezaba a cruzar el Waal, el capitán Eric Mackay dio la orden de evacuar la escuela de Arnhem que sus hombres habían mantenido durante más de sesenta horas, desde el anochecer del 17 de septiembre. A setenta metros de distancia, un carro Tiger disparaba granada tras granada contra la fachada meridional del edificio. «La casa estaba ardiendo ya —recuerda Mackay—, y oí estallar el pequeño depósito de explosivos que habíamos dejado arriba». Quedaban trece hombres que todavía se encontraban en condiciones de moverse y cada uno de ellos se reservó un solo cargador. Renqueando por el sótano, Mackay decidió que sus hombres efectuarían una salida, combatiendo hasta el final.
No tenía intención de abandonar a sus heridos. Mientras el teniente Dermis Simpson abría la marcha, Mackay y dos hombres formaban la retaguardia en tanto que los soldados subían desde el sótano a sus compañeros heridos. Mientras Simpson los cubría, los heridos fueron llevados a un jardín lateral. «Luego, en el momento mismo en que Simpson se dirigía hacia la casa contigua, comenzó un bombardeo de morteros y le oí gritar: “Seis heridos más”. Comprendí —recuerda Mackay— que seríamos masacrados o, al menos, los heridos si tratábamos de escapar con ellos. Le grité a Simpson que se rindiera».
Reuniendo a los cinco hombres restantes, armados cada uno de ellos con una Bren, Mackay se encaminó hacia el este, la única dirección, creía, que los alemanes no esperarían que siguiese. Su plan era «permanecer ocultos durante la noche y tratar de abrirnos paso hacia el oeste para reunimos con el grueso de las fuerzas». Mackay condujo a sus hombres al otro lado de la carretera, atravesó las derruidas casas de la acera opuesta y pasó a la calle siguiente. Allí, se dieron de bruces con dos blindados acompañados de cincuenta o sesenta soldados. Desplegándose rápidamente, los seis hombres acribillaron a la masa de sorprendidos alemanes. «Sólo tuvimos tiempo para un cargador por barba —recuerda Mackay—. Todo terminó en dos o tres segundos. Los alemanes se derrumbaban como sacos de patatas». Mientras Mackay gritaba a su grupo que se dirigiera a una casa próxima, otro hombre fue muerto y un segundo resultó herido. Tras ponerse temporalmente a cubierto, Mackay dijo a los tres hombres restantes: «Esta lucha ha terminado». Sugirió que cada uno de ellos actuara por su cuenta. «Con un poco de suerte —dijo—, tal vez nos reunamos de nuevo junto al puente esta noche».
Los hombres salieron de uno en uno. Saltando a un jardín, Mackay se agazapó bajo un rosal. Allí, se quitó los emblemas de su graduación y los arrojó. «Pensé en dormir un poco —recuerda—. No había hecho más que cerrar los ojos y empezar a amodorrarme, cuando oí voces alemanas. Traté de respirar más suavemente y, con mis ropas chamuscadas y ensangrentadas, pensé que podría parecer convincentemente muerto». De pronto, recibió «una terrible patada en las costillas». La soportó con flexibilidad, «como un cadáver reciente». Luego, sintió «una bayoneta hundirse en mis nalgas y golpear con una sacudida contra mi pelvis». Extrañamente, recuerda Mackay, «no dolió, sólo me conmocionó un poco al chocar contra la pelvis. Fue al salir la bayoneta cuando sentí el dolor». Esto encolerizó a Mackay. Se puso en pie y sacó su Colt. «¿Qué diablos os proponéis hundiendo una bayoneta en un oficial británico?», gritó. La reacción de Mackay les cogió desprevenidos y los alemanes retrocedieron. Mackay comprendió que habría podido «matar a varios de ellos si hubiera tenido balas. Ellos no podían disparar porque estaban en círculo a mi alrededor. Habrían herido a uno de los suyos. Su situación era tan divertida que me eché a reír». Mientras los alemanes le miraban, Mackay arrojó despreciativamente su Colt por encima de la tapia «para que no pudieran cogerlo como recuerdo».
Obligando a Mackay a apoyarse contra una pared, los alemanes empezaron a registrarle. Le quitaron su reloj y una petaca de plata vacía que había sido de su padre, pero no repararon en un mapa que llevaba en un bolsillo interior. Un oficial le devolvió la cantimplora. Cuando Mackay preguntó por su reloj, le respondieron: «No lo necesitará en el lugar al que va, y andamos un poco escasos de relojes». Con las manos sobre la cabeza, fue conducido a un edificio en que se hallaban otros prisioneros de guerra británicos. Yendo de grupo en grupo, Mackay recordó a los hombres que su obligación era evadirse. De pronto, Mackay, el único oficial presente, fue llevado a otra habitación para ser sometido a interrogatorio. «Decidí pasar a la ofensiva —recuerda—. Había un teniente alemán que hablaba inglés a la perfección, y le dije, firme pero cortésmente, que todo había terminado para los alemanes y que estaba dispuesto a aceptar su rendición». El teniente se le quedó mirando estupefacto, pero, recuerda Mackay, «aquello fue el fin del interrogatorio».
Poco antes de anochecer, los prisioneros fueron amontonados en camiones que los llevaron en dirección éste, hacia Alemania. «Pusieron un guardián en la parte trasera, lo que hacía más difícil tratar de escapar —dice Mackay—, pero les dije a los demás que le rodearan y se apretujaran contra él para que no pudiese utilizar su arma». Cuando el camión en que iba redujo la marcha en un recodo de la carretera, Mackay saltó e intentó huir. «Desgraciadamente, había elegido el peor lugar posible. Caí a menos de un metro de un centinela. Me lancé sobre él y traté de partirle el cuello. En aquel momento llegaron otros y me golpearon hasta dejarme sin sentido». Cuando recuperó el conocimiento, Mackay se encontró apretujado entre otros prisioneros en una habitación de una pequeña posada holandesa. Consiguió arrastrarse hasta situarse sentado contra una pared, y entonces, por primera vez en noventa horas, el joven oficial quedó profundamente dormido[95].
Mientras caía el crepúsculo, casi un centenar de hombres repartidos en pequeños grupos continuaban resistiendo encarnizadamente a lo largo de la rampa y en torno al edificio del Cuartel General del coronel Frost. El tejado del Cuartel General estaba ardiendo y casi todos los hombres estaban disparando ya sus últimos cartuchos. Pero los soldados parecían tan animosos como siempre. El comandante Freddie Gough creía que «incluso entonces, sólo si podíamos resistir unas horas más, nos llegarían los refuerzos».
Hacia las 19.00 horas despertó el herido comandante del 2.º Batallón, enojado al descubrir que se había dormido. En la oscuridad del sótano, Frost oyó las incoherencias farfulladas por varios hombres a quienes la tensión sufrida casi había hecho perder la razón. Los alemanes continuaban bombardeando el edificio y Frost se dio cuenta de que reinaba un intenso calor en el sótano, que abarrotaban más de doscientos heridos. Al intentar moverse, sintió una punzada de dolor que le recorrió las piernas. Mandó llamar a Gough. «Tendrá usted que asumir el mando —dijo Frost al comandante—, pero no tome ninguna decisión importante sin consultarme primero». Para entonces Frost se estaba dando cuenta de que había empezado a suceder lo que más había temido: el edificio estaba ardiendo, y los heridos corrían el peligro de «asarse vivos». Por todo el oscuro recinto, los hombres tosían a consecuencia del acre humo que lo inundaba. El doctor James Logan, oficial médico jefe del batallón, se arrodilló junto a Frost. Había llegado el momento, dijo Logan, de sacar a los heridos. «Tenemos que concertar una tregua con los alemanes, señor —insistió Logan—. Ya no podemos esperar más». Volviéndose hacia Gough, Frost le ordenó que tomara las medidas necesarias, «pero que llevara a los soldados en condiciones de luchar a otros edificios para continuar la batalla. Yo pensaba que, aunque el puente estaba perdido, todavía podíamos controlar durante algún tiempo el acceso, quizás el tiempo suficiente para que llegaran nuestros blindados».
Gough y Logan salieron para disponerse a concertar la tregua. Logan propuso abrir las pesadas puertas principales del edificio y salir bajo una bandera de la Cruz Roja. Gough se mostró escéptico ante la idea. No confiaba en las SS; era muy posible que abrieran fuego a pesar de la bandera. Acudiendo de nuevo a Frost, Logan recibió permiso para actuar. Mientras el doctor se dirigía hacia las puertas, Frost se arrancó los emblemas de su grado. Esperaba «confundirse entre la tropa y, posiblemente, fugarse más tarde». Wicks, su asistente, fue en busca de una camilla.
Cerca de ellos, el soldado James Sims, uno de los heridos, oyó sombríamente los planes de evacuación. Lógicamente, sabía que no había alternativa. «Nuestra situación era evidentemente desesperada —recuerda—, se había agotado casi por completo la munición, casi todos los oficiales estaban muertos o heridos y el edificio se hallaba en llamas; el humo nos asfixiaba». Oyó a Frost decir que los ilesos y los heridos que pudiesen andar salieran y trataran de ponerse a salvo. Sims sabía que era «el único proceder sensato, pero la noticia de que se nos iba a dejar allí no fue bien recibida».
Arriba, el doctor Logan abrió la puerta principal. Acompañado de dos enfermeros y llevando una bandera de la Cruz Roja, salió para reunirse con los alemanes. Cesó el estruendo de la batalla. «Vi varios alemanes dirigirse corriendo hacia la parte posterior, donde temamos aparcados nuestros jeeps y transportes —recuerda Gough—. Los necesitaban para trasladar a los heridos y, mentalmente, me despedí para siempre de nuestros restantes vehículos».
En el sótano, los hombres oyeron voces alemanas por los pasillos y Sims notó «el pesado golpeteo de botas alemanas en la escalera». Se hizo un súbito silencio en el sótano. Levantando la vista, Sims vio aparecer en la puerta a un oficial alemán. Con gran horror por su parte, «un soldado gravemente herido levantó su subfusil, pero fue reducido rápidamente. El oficial —recuerda Sims— pasó revista a la situación y profirió varias órdenes. Entraron soldados alemanes que empezaron a llevar arriba a los heridos». Estuvieron a punto de llegar demasiado tarde. Mientras Sims era trasladado, «cayó encima de nosotros un enorme trozo de madera ardiendo». Se daba perfecta cuenta de que los alemanes estaban «nerviosos, deseosos de apretar los gatillos, y muchos de ellos iban armados con fusiles británicos y subfusiles Sten».
Con la ayuda de un soldado trastornado por la batalla, Frost fue llevado arriba y depositado sobre el terraplén, junto al puente que tan desesperadamente había tratado de mantener. A su alrededor vio por todas partes edificios que ardían vorazmente. Se quedó mirando cómo alemanes y británicos «trabajaban juntos a toda velocidad para sacarnos, mientras la escena entera quedaba brillantemente iluminada por las llamas». Sólo minutos después de que el último herido fuera sacado al exterior, se produjo un súbito estruendo y el edificio se derrumbó en un montón de ardientes escombros. Volviéndose hacia el comandante Douglas Crawley, que yacía a su lado en una camilla, Frost dijo cansadamente: «Bien, Doug, esta vez no nos hemos salido con la nuestra, ¿verdad?». Crawley meneó la cabeza. «No, señor, pero se lo hemos hecho pagar condenadamente caro».
Mientras los heridos británicos los miraban con recelosa sorpresa, los alemanes se movían entre ellos con extraordinaria camaradería, repartiendo cigarrillos, chocolate y coñac. Los soldados observaron con amargura que la mayoría de las provisiones eran suyas, tomadas evidentemente de los lanzamientos que habían caído en manos alemanas. Mientras los hambrientos y sedientos hombres empezaban a comer, los soldados alemanes se arrodillaron junto a ellos, felicitándoles por la batalla. El soldado Sims se quedó mirando una fila de tanques Mark IV que se extendía a lo largo de la carretera. Al ver su expresión, un alemán hizo un gesto de asentimiento. «Sí, Tommy —dijo a Sims—, ésos estaban preparados para vosotros por la mañana si no os hubierais rendido».
Pero los obstinados hombres de Frost que aún se encontraban en condiciones de luchar no habían renunciado. Cuando el último herido fue sacado del sótano, la batalla se reanudó con tanta intensidad como una hora antes. «Era una pesadilla —recuerda Gough—. Por todas partes a donde uno se volviese había alemanes: delante, detrás y por los lados. Habían conseguido infiltrar una gran fuerza en la zona durante la tregua. Ahora ocupaban prácticamente todas las casas. Estábamos literalmente desbordados».
Gough ordenó a sus hombres que se dispersaran y se ocultasen para pasar la noche. Al amanecer, esperaba concentrar la fuerza en un grupo de semiderruidos edificios junto a la orilla del río. Aún ahora, esperaba recibir refuerzos por la mañana, y «pensé que podríamos resistir hasta entonces». Mientras los hombres se movían en la oscuridad, Gough se puso en cuclillas junto a su radio. Acercándose el micrófono a la boca, dijo: «Aquí la Primera Brigada Paracaidista. No podemos resistir mucho más tiempo. Nuestra posición es desesperada. De prisa, por favor. De prisa, por favor».
Los alemanes sabían que la lucha había terminado. Todo lo que quedaba ahora era una operación de limpieza. Irónicamente, aunque había blindados en el puente, no podían cruzar. Como había predicho el general Harmel, se necesitarían varias horas para retirar los escombros que lo obstruían. Hasta las primeras horas del jueves 21 de septiembre, no quedaría finalmente abierto un sendero y se reanudaría el movimiento a través del puente.
Al amanecer del jueves, Gough y los dispersos hombres que quedaban en el perímetro emergieron de sus escondites. No habían llegado los refuerzos. Sistemáticamente, los alemanes iban ocupando sus posiciones, obligando a los hombres, que se hallaban ya sin municiones, a rendirse. De uno en uno y de dos en dos, los supervivientes se dispersaron para intentar escapar. Lentamente, desafiantemente, la última resistencia británica tocaba a su fin.
El comandante Gough se había dirigido hacia el edificio de distribución de aguas, esperando ocultarse y descansar durante algún tiempo para luego, tratar de abrirse paso hacia el oeste en dirección al grueso de las tropas bajo el mando de Urquhart. Justo frente al edificio, oyó voces alemanas. Gough echó a correr hacia un montón de madera y trató de esconderse debajo. Asomaba el tacón de su bota, y un alemán lo cogió e hizo salir a Gough. «Estaba tan condenadamente cansado, que levanté la vista y me eché a reír», dice Gough. Con las manos sobre la cabeza, fue llevado fuera de allí.
En medio de un grupo de otros prisioneros, un comandante alemán mandó llamar a Gough. Recibió al oficial británico con el saludo nazi. «Tengo entendido que es usted quien ostenta el mando», dijo el alemán. Gough le miró recelosamente. «Sí, dijo. Deseo felicitarle a usted y a sus hombres —le dijo el alemán—. Son ustedes soldados valerosos. Yo luché en Stalingrado, y es evidente que ustedes, los británicos, tienen mucha experiencia en batallas callejeras». Gough se quedó mirando al oficial enemigo. «No —dijo—. Ésta ha sido la primera. Lo haremos mucho mejor la próxima».
En algún momento durante estas últimas horas fue radiado un mensaje final por alguien que se encontraba cerca del puente. No fue captado ni por el Cuartel General de Urquhart ni por el Segundo Ejército Británico, pero en el Cuartel General de la 9.a Hohenstaufen de las SS, los escuchas del teniente general Harzer lo oyeron con toda claridad. Años después, Harzer no podía recordar el mensaje completo, pero se le quedaron grabadas las dos últimas frases: «Estamos sin municiones. Dios salve al rey».
Pocos kilómetros al norte, cerca de Apeldoorn, el soldado James Sims se hallaba tendido en la hierba frente a un hospital militar alemán, rodeado de otros heridos y esperando cuidados y tratamiento. Los hombres estaban silenciosos, inmersos en sus propias cavilaciones. «La idea de que habíamos combatido para nada era natural —escribió Sims—, pero yo no podía por menos de pensar en el ejército principal, tan fuerte, y sin embargo, incapaz de recorrer aquellos últimos kilómetros hasta nosotros. Lo más duro de soportar era la sensación de que habíamos sido exterminados».