Los soldados que esperaban abarrotaban la zona no lejos del punto de cruce, a kilómetro y medio del puente ferroviario de Nimega río abajo. Durante toda la noche del martes y bien entrada la mañana del miércoles, mientras las fuerzas angloamericanas mandadas por el teniente coronel Vandervoort y el teniente coronel Goulburn continuaban luchando por la posesión de los puentes de ferrocarril y de carretera al este, soldados británicos y estadounidenses se esforzaban por ensanchar la zona que conducía a la orilla del río, a fin de que los tanques y la artillería pesada de la División Blindada de Guardias ocuparan posiciones de tiro para apoyar el asalto. Aviones Typhoon debían volar a baja altura sobre la orilla norte treinta minutos antes de la Hora H, rociando toda la zona con cohetes y fuego de ametralladora. En tierra, tanques y piezas de artillería bombardearían durante otros quince minutos. Entonces, al amparo de una cortina de humo tendida por los blindados, la primera oleada de hombres, mandada por el comandante Julián Cook, de veintisiete años, se pondría en marcha en uno de los más audaces pasos de río jamás hechos.
El plan era tan complejo y detallado como les había sido posible hacerlo a los comandantes que habían estado trabajando en él durante toda la noche. Pero las barcazas en que los soldados de Cook atravesarían los cuatrocientos metros de anchura del río no habían llegado. La Hora H, originariamente fijada para las 13.00 horas, fue aplazada hasta las 15.00.
Los estadounidenses esperaban en pequeños grupos mientras Cook paseaba de un lado a otro. «¿Dónde están las malditas barcazas?», se preguntaba. Desde que el general Gavin y el comandante del 504.º, el coronel Tucker, habían decidido que su 3.er Batallón efectuaría el asalto a través del Waal, Cook se había sentido «horrorizado y estupefacto». Al joven oficial de West Point le parecía que «se nos estaba pidiendo que hiciéramos nosotros solos un desembarco como el de la playa Omaha». Muchos de sus hombres ni siquiera habían estado antes en una embarcación pequeña.
Cook no era el único que esperaba ansiosamente la llegada de las barcazas. Justo antes del mediodía, el general Frederick Browning había recibido la primera indicación clara de la gravedad de la situación en la que se encontraba Urquhart. Recibido a través de la sección de transmisiones del Segundo Ejército británico, el mensaje de Phantom decía en parte:
(201105)… formación todavía en proximidades extremo norte de puente principal, pero no en contacto y sin poder reaprovisionar… Arnhem enteramente en manos enemigas. Se solicitan todas las medidas posibles para acelerar ayuda. Lucha intensa y oposición extremadamente fuerte. Situación no demasiado buena.
Browning estaba profundamente inquieto. Cada hora que transcurría adquiría ahora la máxima importancia y era vital para la supervivencia de los hombres de Urquhart apoderarse rápidamente de los puentes de Nimega. La misión de ayudar a los defensores de Arnhem recaía en este momento casi exclusivamente en Cook y el 3.er Batallón, hecho que Cook ignoraba.
En cualquier caso, las embarcaciones no habían llegado aún, y nadie sabía siquiera cómo eran. Durante toda la noche, el general Horrocks y su Estado Mayor habían estado tratando de acelerar su llegada. En los convoyes de ingenieros, tres camiones que transportaban las lanchas habían estado abriéndose paso centímetro a centímetro por la abarrotada carretera. En Eindhoven, se habían visto detenidos por un violento bombardeo de la Luftwaffe. Todo el centro de la ciudad quedó devastado. Decenas de camiones de suministros habían sido destruidos y había ardido todo un convoy de municiones, aumentando con ello la matanza. Ahora, en el punto del cruce sobre el Waal, menos de una hora antes de la Hora H, seguía sin haber ni rastro de los camiones y las vitales barcazas.
El punto del asalto se hallaba situado al este de la gran central eléctrica PGEM, y en un principio se pensó que podría efectuarse el paso desde la propia central. Allí, una pequeña ensenada a la orilla del río proporcionaba protección para el embarque, ocultándolo a la vista de los alemanes. El coronel Tucker había rechazado ese lugar; estaba demasiado cerca del puente del ferrocarril, ocupado por el enemigo. Cuando los soldados salieran de la zona de embarque, los alemanes podrían barrer cada oleada de asalto con fuego de ametralladora. Además, en la boca de la ensenada, la corriente, cuya velocidad oscilaba entre doce y quince kilómetros por hora, se arremolinaba con más fuerza. Desplazándose más hacia el oeste, Tucker se proponía hacer que los hombres llevaran barcazas por la orilla del río a paso ligero, las botaran y cruzaran la corriente a fuerza de remos. También eso preocupaba a Cook. Por lo que sabía, cada embarcación pesaba cerca de cien kilos; cuando estuvieran cargadas con el equipo y la munición de los hombres, su peso se duplicaría, probablemente.
Una vez botadas, cada embarcación llevaría trece soldados y una tripulación de tres ingenieros para manejar los remos. La operación se desarrollaría sin solución de continuidad. En oleada tras oleada, las barcazas de asalto debían ir de una orilla a otra hasta que hubieran cruzado todo el batallón de Cook y parte de otro, mandado por el capitán John Harrison. El comandante Edward G. Tyler, de los Guardias Irlandeses, cuyos blindados habían de proporcionar el fuego de cobertura, quedó aterrado ante la idea. «Me hizo sentir el temor de Dios», recuerda Tyler. Preguntó al coronel Tucker, que conservaba entre los dientes su sempiterno cigarro puro, si sus hombres habían practicado alguna vez esta clase de operación. «No —respondió lacónicamente Tucker—. Están realizando instrucción sobre el terreno».
Desde el noveno piso de la central eléctrica, Cook y el teniente coronel Giles Vandeleur, que mandaba el 2.º Batallón de los Guardias Irlandeses, escrutaban con prismáticos la orilla norte. Exactamente enfrente de donde ellos se encontraban, había una extensión de 200 a 800 metros de tierra llana desde la orilla del río. Los hombres de Cook tendrían que salvar esa desprotegida zona una vez que hubieran desembarcado. Más allá, el inclinado terraplén de un dique se elevaba a unos cinco o seis metros de altura, sobre el que una carretera de seis metros de ancho discurría de oeste a éste. Unos 800 metros más allá de la carretera, se alzaba un achaparrado edificio llamado Fuerte Hof Van Holland. Cook y Vandeleur podían ver con claridad tropas enemigas apostadas en lo alto del terraplén, y tenían la casi absoluta seguridad de que había puestos de observación y artillería en el interior del fuerte. «Alguien —recuerda haber pensado Cook— ha tenido una verdadera pesadilla». Sin embargo, un eficaz apoyo aéreo y artillero en la Hora H podría mitigar la resistencia alemana y permitir que los soldados ocuparan rápidamente la orilla norte. Cook contaba con ese apoyo.
Vandeleur pensaba que el cruce podría resultar «espantoso, con gran cantidad de bajas». Pero estaba decidido a que sus blindados prestaran la máxima ayuda a los americanos. Se proponía utilizar unos treinta carros Sherman, dos escuadrones bajo el mando del comandante Edward G. Tyler y el comandante Desmond Fitzgerald. A las 14.30 horas, los blindados debían avanzar hacia el río y remontar el terraplén, uno tras otro, y con sus cañones de 75 milímetros enfilados hacia la otra orilla. El bombardeo británico estaría reforzado con fuego de artillería y mortero por parte de la 82.a. En total, cien cañones batirían la orilla septentrional.
Los hombres de Cook, que no habían visto aún la zona desde la que debían realizar el asalto, habían recibido con satisfacción las instrucciones. Pero la anchura del río sorprendió a todos. «Cuando nos informaron en un principio, creímos que estaban bromeando —recuerda el segundo teniente John Holabird—. Parecía todo demasiado fantástico». El sargento Theodore Finkbeiner, que debía partir en la primera oleada, estaba seguro de que «nuestras probabilidades eran bastante buenas gracias a la cortina de humo». Pero el capitán T. Moffatt Burriss, comandante de la Compañía I, creía que el plan no era más que un suicidio.
Lo mismo pensaba el capellán protestante de la 504.a, el capitán Delbert Kuehl. Normalmente, Kuehl no habría ido con las tropas de asalto. Ahora, solicitó autorización para estar con los hombres de Cook. «Fue la decisión más difícil que había tomado nunca —recuerda—, porque iba a ir por mi propia voluntad. El plan parecía absolutamente irrealizable, y pensaba que si alguna vez me necesitaban los hombres, sería en aquella operación».
El capitán Henry Baldwin Keep, conocido como el millonario del batallón porque era miembro de la familia Biddle de Filadelfia, consideraba que «las probabilidades estaban en contra nuestra. En dieciocho meses de combate casi ininterrumpido lo habíamos hecho todo, desde saltar en paracaídas hasta establecer cabezas de puente para actuar como tropas de montaña y como infantería regular. ¡Pero cruzar un río era algo completamente distinto! Parecía imposible».
Cook, según el teniente Virgil Carmichael, trató de descargar la atmósfera anunciando que imitaría a George Washington, «manteniéndose erguido en la lancha y con el puño derecho proyectado ante sí, gritaba: “¡Adelante, muchachos! ¡Adelante!”». El capitán Carl W. Kappel, comandante de la Compañía H, que había oído que el ataque de Arnhem tropezaba con dificultades, se sentía profundamente preocupado. Quería «subir a la maldita barcaza y cruzar a sangre y fuego». Tenía un buen amigo en la 1.a Aerotransportada británica y abrigaba la certeza de que, si alguien estaba en el puente de Arnhem, era Frosty, el coronel John Frost.
A las 14.00 horas no había todavía ni rastro de las embarcaciones de asalto, y ya era demasiado tarde para detener a las escuadrillas de Typhoon que se aproximaban. En el lugar del embarque, ocultos tras el terraplén de la orilla, los hombres de Cook y los blindados de Vandeleur esperaban. Exactamente a las 14.30 horas comenzó el ataque de los Typhoon. Rugiendo sobre sus cabezas, los aviones pasaban uno tras otro, lanzando cohetes y fuego de ametralladora contra las posiciones enemigas. Diez minutos después, cuando los blindados de Vandeleur empezaban a tomar posiciones en el terraplén, llegaron los tres camiones que transportaban las barcas para el asalto. Faltando solamente veinte minutos para iniciar su acción, los hombres de Cook vieron por primera vez las endebles embarcaciones plegables de color verde.
Cada lancha tenía seis metros de longitud, con fondo plano reforzado con madera chapeada. Los costados de lona, sujetos con estaquillas de madera, medían 75 centímetros desde el fondo hasta la borda. Debían acompañar a cada bote ocho remos, de 1,25 metros de largo, pero en muchos de ellos había solamente dos. Los hombres tendrían que utilizar las culatas de sus fusiles para remar.
Rápidamente, los ingenieros empezaron a montar las embarcaciones. A medida que iban quedando listas, los hombres asignados a cada una cargaban el equipo y se preparaban para correr a la orilla. Con el telón de fondo del ensordecedor estruendo del bombardeo que caía sobre la otra orilla, las 26 lanchas quedaron finalmente montadas. «Alguien gritó: “Adelante” —recuerda el teniente Patrick Mulloy—, y todo el mundo agarró las bordas de las lanchas y empezó a arrastrarlas hacia el río». Silbaban los proyectiles sobre las cabezas de los hombres; ladraban los cañones de los blindados desde el terraplén, frente a ellos, y una humareda blanca que a Mulloy le pareció «bastante espesa» cubrió toda la anchura del río. El asalto estaba en marcha.
En cuanto la primera oleada, de unos 260 hombres —dos compañías, H e I, además del personal del cuartel general y los ingenieros— llegó al agua, la operación empezó a adquirir las proporciones de un desastre. Las lanchas, depositadas en aguas poco profundas, se atascaron en el barro y no había manera de moverlas. Forcejeando y chapoteando, los hombres las llevaron a zonas más profundas, las empujaron y, luego, subieron a ellas. Algunas de las lanchas volcaron cuando trataban de izarse a bordo de ellas los soldados. Otras, excesivamente cargadas, quedaron atrapadas por la corriente y empezaron a girar incontroladamente. Algunas se hundieron bajo sus pesadas cargas. Se perdían remos; los hombres caían al agua. El capitán Carl Kappel calificó la escena como «de absoluta confusión». Su lancha empezó a zozobrar. «El soldado Legacie estaba en el agua y comenzaba a hundirse», recuerda Kappel. Zambulléndose tras él, Kappel se sintió sorprendido por la rapidez de la corriente. Pudo coger a Legacie y ponerle a salvo, «pero cuando conseguí depositarle en la orilla, yo era un hombre viejo y agotado». Saltando a otra lancha, Kappel se puso de nuevo en marcha. La embarcación del teniente Tom MacLeod se hallaba casi a flor de agua, y pensó que se estaban hundiendo. «Los remos se movían frenéticamente», recuerda, y todo lo que podía oír por encima del estruendo era la voz de Cook, gritando desde una lancha próxima: «¡Adelante! ¡Adelante!».
El comandante, devoto católico, estaba rezando también en voz alta. El teniente Virgil Carmichael observó que había desarrollado una especie de cadencia con cada frase. «Dios te Salve María-llena eres de gracia-Dios te salve María-llena eres de gracia», canturreaba Cook a cada golpe de remo[90]. Luego, en medio de la confusión, los alemanes abrieron fuego.
El fuego era tan intenso y concentrado que le recordó al teniente Mulloy «el peor que sufrimos jamás en Anzio. Disparaban con ametralladoras pesadas y morteros, la mayoría desde el terraplén y el puente del ferrocarril. Me sentía como un pato sentado». El capellán Kuehl estaba horrorizado. La cabeza del hombre que iba sentado a su lado había volado por los aires. Kuehl repetía sin cesar: «Señor, hágase tu voluntad».
Desde su puesto de mando en el edificio de la PGEM, el teniente coronel Vandeleur, juntamente con el general Browning y el general Horrocks, contemplaba la escena en sombrío silencio. «Era un espectáculo horrible, horrible —recuerda Vandeleur—. Las lanchas eran literalmente levantadas del agua. Se alzaban géiseres enormes al caer las granadas, y el fuego de armas ligeras desde la orilla norte daba al río el aspecto de un caldero hirviente». Instintivamente, los hombres empezaron a acurrucarse en las lanchas. El teniente Holabird, mirando los frágiles costados de lona, se sintió «totalmente expuesto e indefenso». Hasta su casco «parecía tan pequeño como un guisante».
La metralla acribillaba a la pequeña flota. La lancha que transportaba la mitad del pelotón del teniente James Megellas se hundió sin dejar rastro. No hubo supervivientes. El teniente Alien McLain vio dos embarcaciones saltar en pedazos y a los soldados que las ocupaban caer al agua. En torno a la lancha del capitán T. Moffatt Burriss llovían las balas «como granizo» y, para colmo, el ingeniero que patroneaba la lancha dijo: «Coja el timón. Estoy herido». Tenía la muñeca destrozada. Mientras Burriss se inclinaba para ayudarle, el ingeniero fue alcanzado de nuevo, esta vez en la cabeza. Fragmentos de metralla hirieron a Burriss en el costado. Al caer por la borda, el pie del ingeniero se enganchó en ella, haciendo que su cuerpo actuara a manera de timón y torciera el rumbo de la lancha. Burriss tuvo que arrojar el cadáver al agua. Para entonces, dos soldados más que iban en la parte delantera también habían muerto.
Una leve brisa había reducido la cortina de humo a jirones. Ahora, los artilleros alemanes ametrallaban una por una a las embarcaciones. El sargento Clark Fuller vio que, en su prisa por cruzar rápidamente y tratando desesperadamente de ponerse a salvo de las balas, algunos hombres «remaban en sentido contrario unos a otros, haciendo que sus lanchas se movieran en círculos». Los alemanes hacían fácilmente blanco en ellos. Fuller estaba «tan asustado que se sintió paralizado». En la mitad del río, el soldado Leonard G. Tremble se sintió súbitamente proyectado contra el fondo de la embarcación. Su lancha había recibido un impacto directo. Herido en la cara, el hombro, el brazo derecho y la pierna izquierda, Tremble tuvo la seguridad de estar desangrándose y de que iba a morir. Haciendo agua, la lancha giró alocadamente en círculos y luego, derivó lentamente de nuevo a la orilla meridional, con todos sus ocupantes muertos, menos Tremble.
En el puesto de mando, Vandeleur vio que «habían empezado a aparecer brechas enormes en la pantalla de humo». Sus tanquistas habían estado disparando granadas de humo durante más de diez minutos, pero los Guardias andaban ya escasos de toda clase de municiones. «Los alemanes habían cambiado de munición y estaban empezando ahora a utilizar material más pesado, y recuerdo haber intentado casi sugestionar a los americanos para que se dieran más prisa. Era evidente que aquellos jóvenes soldados carecían de experiencia en el manejo de lanchas de asalto, que no son las más fáciles de maniobrar, precisamente. Zigzagueaban por toda la superficie del agua».
Entonces, la primera oleada llegó a la orilla norte. Los hombres saltaron de sus embarcaciones y echaron a correr por la tierra llana y descubierta, disparando sus armas. El sargento Clark Fuller, que unos minutos antes había quedado paralizado de miedo, se sintió tan contento de estar vivo que «exultaba de júbilo. Mi temor había sido sustituido por un arranque de temeridad. Me sentía capaz de vencer a todo el Ejército alemán». Contemplando el desembarco, Vandeleur vio «llegar a la orilla una o dos lanchas, seguidas inmediatamente por otras tres o cuatro. Nadie se detuvo. Los hombres salían y empezaban a correr hacia el terraplén. ¡Dios mío, qué espectáculo tan rebosante de valor! Avanzaban firmemente a través del descubierto terreno. No vi a un solo hombre tenderse en el suelo, salvo si había sido herido. No creo que hubiera pasado más de la mitad de la flota». Luego, para asombro de Vandeleur, «las lanchas dieron media vuelta y empezaron a regresar para la segunda oleada». Volviéndose hacia Horrocks, el general Browning dijo: «Jamás he visto una acción más valerosa».
Cuando su lancha de asalto llegó junto a la orilla, Julián Cook saltó fuera y empujó la embarcación, ansioso por llegar a tierra. De pronto, a su derecha, vio un remolino de burbujas en el agua gris. «Parecía como si una enorme burbuja de aire se acercara a la orilla. Creí estar viendo visiones cuando emergió la parte superior de un casco y continuó avanzando. Luego, apareció un rostro bajo el casco. Era el pequeño ametrallador Joseph Jedlicka. Llevaba en torno a los hombros bandoleras de balas de ametralladora de calibre 30 y una caja en cada mano». Jedlicka había caído al agua en un punto en que ésta tenía poco más de dos metros de profundidad y, conteniendo el aliento, había caminado tranquilamente por el lecho del río hasta salir a la superficie.
Los enfermeros estaban trabajando ya en la playa, y, mientras se disponía a cruzar de nuevo el Waal en busca de más soldados, el teniente Tom MacLeod vio que se habían hincado fusiles en el suelo junto a los caídos.
Poco después de las 16.00 horas, el general Heinz Harmel recibió un alarmante mensaje de su Cuartel General en Doornenburg. Se informaba que «se ha tendido una cortina de humo blanco a través del río, frente al Fuerte Hof Van Holland». Harmel, acompañado de varios miembros de su Estado Mayor, se precipitó en automóvil al pueblo de Lent, en la orilla septentrional del Waal, a kilómetro y medio del puente de Nimega. El humo solamente podía significar una cosa: los angloamericanos estaban intentando cruzar el Waal en lancha. Sin embargo, Harmel no podía creer su propia conclusión. La anchura del río, las fuerzas que dominaban la orilla septentrional, el optimista informe emitido durante la mañana por Euling y su propia estimación de las fuerzas británicas y estadounidenses en Nimega, todo ello constituía un fuerte argumento en contra de la operación. Pero Harmel decidió verlo por sí mismo. Recuerda que «no tenía intención de ser arrestado y fusilado por Berlín por dejar caer los puentes en manos enemigas, cualesquiera que fueran las opiniones de Model respecto a ello».
El comandante Julián Cook sabía que sus bajas eran enormes, pero no tenía tiempo ahora de valorarlas. Sus compañías habían desembarcado en todas partes a lo largo de la descubierta extensión de playa. Las unidades estaban inextricablemente mezcladas y, por el momento, carentes de toda organización. Los alemanes barrían la playa con fuego de ametralladora, pero sus tenaces soldados se resistían a dejarse inmovilizar. Individualmente, y en grupos de dos y de tres, avanzaron hacia el terraplén. «Había que elegir entre quedarse y caer acribillado o avanzar», recuerda Cook. Avanzando penosamente, los hombres armados con ametralladoras, granadas y bayonetas caladas, cargaron sobre el terraplén y desalojaron a los alemanes. El sargento Finkbeiner cree que fue uno de los primeros en llegar a la carretera que corría sobre el dique. «Asomé la cabeza por la parte superior, y me encontré mirando la boca de una ametralladora», recuerda. Se agachó, pero «la boca vomitó una llamarada y me arrebató el casco». Finkbeiner lanzó una granada sobre la posición alemana, oyó la explosión y gritos de hombres. Luego, trepó rápidamente a la carretera y se dirigió hacia el siguiente nido de ametralladoras.
El capitán Moffatt Burriss no tuvo tiempo de pensar en la herida de metralla de su costado. Cuando desembarcó, estaba «tan contento de hallarme vivo que vomité». Echó a correr en línea recta hacia el dique, gritando a sus hombres que pusieran «una ametralladora disparando en el flanco izquierdo y otra en el derecho». Así lo hicieron. Burriss vio varias casas detrás del dique. Abriendo de una patada la puerta de una de ellas, sorprendió a «varios alemanes que habían estado durmiendo, ignorantes al parecer de lo que sucedía». Cogiendo rápidamente una granada de mano, Burriss tiró de la anilla, la arrojó en la habitación y cerró de golpe la puerta.
Entre el humo, el ruido y la confusión, algunos hombres de la primera oleada no recordaban cómo se alejaron de la orilla. El cabo Jack Bommer, perteneciente a la sección de transmisiones y cargado con su equipo, simplemente echó a correr hacia delante. «Sólo tenía una cosa en mente: sobrevivir si era posible». Sabía que tenía que llegar al terraplén y esperar nuevas instrucciones. Al llegar a lo alto vio «cadáveres por todas partes, y alemanes, algunos de no más de quince años y otros sexagenarios, que unos minutos antes nos habían estado acribillando en las lanchas nos suplicaban ahora piedad, tratando de rendirse». Los hombres estaban demasiado conmocionados por la terrible prueba que acababan de sufrir y demasiado encolerizados por la muerte de sus amigos como para hacer muchos prisioneros. Bommer recuerda que a algunos alemanes «se les disparó inmediatamente a quemarropa».
Extenuados y exhaustos por el paso del río, con sus muertos y heridos tendidos en la playa, los hombres de la primera oleada redujeron a los defensores alemanes situados en la carretera del dique en menos de treinta minutos. No habían sido conquistadas todas las posiciones enemigas, pero los soldados se apostaron ahora en antiguos nidos de ametralladoras alemanes para proteger la llegada de las oleadas siguientes. Dos embarcaciones más se perdieron en el segundo cruce. Y todavía bajo un intenso cañoneo, los agotados ingenieros de las once lanchas restantes realizaron cinco viajes más para transportar a todos los americanos a través del ensangrentado Waal. La rapidez era lo único que importaba. Los hombres de Cook tenían que apoderarse de los extremos septentrionales de los puentes antes de que los alemanes se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo y volaran los puentes.
Había sido tomada ya la línea defensiva del terraplén y los alemanes estaban retrocediendo a posiciones secundarias. Los soldados de Cook no les dieron cuartel. El capitán Henry Keep comentaría que «lo que quedaba del batallón pareció caer en un agudo estado febril, y, enloquecidos por el furor, los hombres olvidaron temporalmente el significado de la palabra miedo. Jamás he presenciado esta metamorfosis humana tan intensamente manifestada como aquel día. Era un espectáculo pavoroso, pero nada bello».
Individualmente y en pequeños grupos, hombres que habían permanecido sentados impotentes en las lanchas mientras sus amigos morían a su alrededor, mataron a un número de enemigos cuatro o cinco veces superior al suyo con granadas, subfusiles y bayonetas. Con brutal eficiencia, desalojaban a los alemanes y, sin detenerse para descansar o reagruparse, continuaban su impetuoso asalto. Combatían a través de los campos, los huertos y las casas situados más allá del terraplén bajo el fuego de las ametralladoras y de las baterías antiaéreas que les disparaban desde el Fuerte Hof Van Holland, situado directamente frente a ellos. Mientras algunos grupos se dirigían hacia el este, a lo largo de la hundida carretera del dique, en dirección a los puentes, otros se lanzaron hacia el fuerte, sin prestar casi atención a los cañones alemanes. Algunos soldados, cargados con granadas, atravesaron a nado el foso que rodeaba la fortaleza y empezaron a trepar por sus muros. El sargento Leroy Richmond cogió por sorpresa al soldado enemigo que custodiaba el puente tras cruzar buceando y luego, hizo señal a sus hombres de que pasaran. Según el teniente Virgil F. Carmichael, varios soldados «consiguieron trepar hasta lo alto del fuerte, los que se encontraban abajo les echaron granadas de mano y ellos las arrojaban una tras otra por las troneras de la torre». Los defensores alemanes no tardaron en rendirse.
Entretanto, unidades de dos compañías —la Compañía I del capitán Burriss y la Compañía H del capitán Kappel— avanzaban a toda velocidad en dirección a los puentes. En el puente del ferrocarril, la Compañía H tropezó con una resistencia alemana tan firme que parecía que el ataque americano podía llegar a frenarse[91]. En ese momento, la permanente presión de las fuerzas británicas y estadounidenses en el extremo meridional y en la propia Nimega provocó el súbito derrumbamiento del enemigo. Para asombro de Kappel, los alemanes empezaron a retirarse a través del puente «en gran número», y precisamente sobre los cañones americanos. Desde su carro de combate, situado cerca de la factoría PGEM, el teniente John Gorman «pudo ver lo que parecían ser centenares de alemanes, confusos y dominados por el pánico, corriendo a través del puente en dirección a los estadounidenses». En la orilla norte, el teniente Richard La Riviere y el teniente E. J. Sims los vieron llegar también. Llenos de incredulidad, contemplaron cómo los alemanes abandonaban sus cañones y se precipitaban hacia la salida septentrional. «Estaban cruzando en masa —recuerda La Riviere—, y los dejamos avanzar…, dos terceras partes del camino». Entonces, los americanos abrieron fuego.
Una lluvia de balas cayó sobre los defensores. Los alemanes caían por todas partes; algunos entre las vigas que había bajo el puente, otros, en el agua. Más de 260 yacían muertos. Muchos estaban heridos, y decenas más fueron hechos prisioneros antes de que cesara el fuego. A las dos horas del asalto al Waal, había caído el primero de los puentes. El comandante Edward G. Tyler, de los Guardias Irlandeses, vio «que alguien hacía señas con la mano. Me había dedicado durante tanto tiempo a aquel puente de ferrocarril que, para mí, era el único que existía. Así que me puse a la radio y transmití al batallón: “¡Están en el puente! ¡Han capturado el puente!”». Eran las 17.00 horas. El capitán Tony Heywood, de los Guardias Granaderos, recibió el mensaje del comandante Tyler y lo encontró «sumamente confuso». ¿A qué puente se refería el mensaje? Los granaderos, mandados por el teniente coronel Goulburn estaban luchando todavía juntamente con los hombres del coronel Vandervoort cerca de Valkhof, donde las fuerzas de las SS de Euling continuaban impidiéndoles el paso hasta el puente de carretera. Si el mensaje significaba que había sido tomado el puente de carretera, recuerda Heywood, «no podía imaginar cómo habían pasado».
El puente del ferrocarril se hallaba intacto y físicamente en manos angloamericanas, pero los alemanes, ya fuera porque estaban dispuestos a luchar hasta el final o porque estaban demasiado asustados para abandonar sus posiciones, continuaban todavía en él. Los estadounidenses habían realizado una rápida exploración en busca de cargas de demolición en el extremo septentrional. Aunque no habían encontrado nada, subsistía la posibilidad de que existieran conexiones eléctricas en el puente y éste se hallara a punto de ser destruido. El capitán Kappel se comunicó por radio con el comandante Cook urgiéndole a que hiciera pasar lo más rápidamente posible los carros británicos. Él y el capitán Burriss, de la Compañía I, creían que apoyados por los tanques podrían apoderarse del gran trofeo, el puente de carretera de Nimega, situado a poco menos de kilómetro y medio al este. Entonces, recuerda Kappel, llegó el coronel Tucker. La petición, dijo Tucker, «había sido transmitida, pero los alemanes podrían volar en cualquier momento ambos puentes». Sin vacilar, los soldados de Cook avanzaron en dirección al puente de carretera.
El general Harmel no conseguía saber lo que estaba sucediendo. Con los prismáticos ante los ojos, se hallaba en el tejado de un búnker situado cerca del pueblo de Lent. Desde esta posición en la orilla septentrional del Waal, apenas a kilómetro y medio del puente de carretera de Nimega, podía ver a su derecha humo y niebla y oír el fragor de la batalla. Pero nadie parecía saber exactamente qué estaba ocurriendo, excepto que se había realizado un intento de atravesar el río cerca del puente del ferrocarril. Podía ver con toda claridad el puente de carretera; no había nada en él. Luego, según recuerda Harmel, «empezaron a llegar los Heridos, y comencé a recibir informes contradictorios». Se enteró de que los estadounidenses habían cruzado el río, «pero todo estaba exagerado. Me era imposible saber si habían cruzado en diez lanchas o en cien». «Tratando furiosamente de decidir qué debía hacer», Harmel consultó con sus ingenieros. «Se me informó que ambos puentes estaban listos para ser volados —recuerda—. Se cursaron instrucciones al comandante local para que destruyera el puente de ferrocarril. El detonador del puente de carretera se hallaba oculto en un jardín cercano al búnker, en Lent, y allí se encontraba situado un hombre esperando órdenes de oprimir el émbolo». Luego, Harmel recibió su primer informe claro: sólo habían cruzado el río unas cuantas lanchas y la batalla continuaba. Volviendo a mirar por sus prismáticos vio que el puente de carretera continuaba despejado y sin que se advirtiera en él ningún movimiento. Aunque su «instinto le inducía a destruir aquel engorroso puente que pesaba sobre mis hombros no tenía intención de hacer nada hasta tener la completa seguridad de que estaba perdido». Si se veía obligado a volar el puente de carretera, decidió Harmel, se aseguraría de que «estaba abarrotado de blindados británicos y los haría saltar también por los aires».
En el parque Huner y en el Valkhof, cerca de los accesos meridionales al puente de carretera, los Granaderos Panzer de las SS del capitán Karl Euling estaban luchando para salvar sus vidas. El ataque angloamericano llevado a cabo por los Guardias Granaderos del teniente coronel Edward Goulburn y el 2.º Batallón del 501.º Regimiento de la 82.a del teniente coronel Ben Vandervoort era metódico e implacable. Los morteros y artillería de Vandervoort machacaban las líneas defensivas alemanas mientras sus hombres corrían de casa en casa. Cerrando la brecha entre ellos y las menguantes defensas de Euling, los blindados de Goulburn avanzaban por las convergentes calles, empujando ante ellos a los alemanes, disparando sin cesar sus cañones y ametralladoras.
Los alemanes oponían una fuerte resistencia. «Era el fuego más intenso que jamás había conocido —recuerda el sargento Spencer Wurst, veterano de diecinueve años que estaba con la 82.a desde el Norte de África—. Tenía la impresión de que podía estirar los brazos y coger balas con cada mano». Desde su punto de observación en la cornisa de una casa situada a unos 25 metros del Valkhof, Wurst dominaba las posiciones alemanas. «Había pozos de tirador por todo el parque y la acción entera parecía provenir de ellos y de una torre medieval. Vi a nuestros hombres irrumpir a derecha e izquierda y cargar directamente sobre la rotonda. Estábamos tan ansiosos por capturar aquel puente que vi a varios hombres gatear sobre los pozos de tirador y sacar literalmente a rastras a los alemanes». El propio cañón del fusil de Wurst estaba tan caliente que la culata empezó a rezumar humedad.
Mientras proseguía el mortal tiroteo, Wurst quedó asombrado al ver al coronel Vandervoort «cruzar la calle fumando un cigarrillo. Se detuvo ante la casa en que yo me encontraba, levantó la vista y dijo: “Sargento, creo que será mejor que vaya a ver si puede hacer que este carro se mueva”». Vandervoort señalaba hacia la entrada del parque, donde estaba detenido un blindado británico, con la torreta cerrada. Bajando del tejado, Wurst corrió hacia el tanque y golpeó en su costado con el casco. Se abrió la torreta. «El coronel quiere que os mováis —dijo Wurst—. Vamos. Yo os enseñaré dónde debéis disparar». Avanzando junto al blindado, totalmente a la vista de los alemanes, Wurst iba señalando objetivos. Al incrementarse el intenso fuego que hacían los hombres de Vandervoort y los carros de Goulburn, el anillo defensivo enemigo comenzó a derrumbarse. La formidable línea de cañones antitanque que había detenido todos los ataques anteriores quedó destruida. Finalmente, sólo cuatro cañones autopropulsados instalados en el centro de la rotonda continuaban disparando. Luego, poco después de las 16.00 horas, en un furioso asalto de blindados e infantería, también éstos fueron reducidos al silencio. Mientras los hombres de Vandervoort cargaban con bayonetas y granadas, Goulburn formó sus carros de cuatro en fondo y los hizo avanzar sobre el parque. Los alemanes se dispersaron, llenos de pánico. En su retirada, algunos trataban de refugiarse en las vigas del puente; otros, más alejados, corrían entre el fuego de estadounidenses y británicos en dirección al fuerte medieval. Mientras los alemanes pasaban, decenas de soldados arrojaban granadas en medio de ellos. El asalto había terminado. «Nos las habían hecho pasar canutas —dice Wurst—. Nos quedamos viéndolos correr ante nosotros por la carretera que llevaba al puente. Algunos se dirigieron hacia el este. Nos sentíamos encantados».
El general Alian Adair, comandante de la División Blindada de Guardias, dirigía las operaciones desde un edificio próximo y recuerda que «rechinaba los dientes, temiendo oír el sonido de la explosión que me haría saber que los alemanes habían volado el puente». No oyó nada. Los accesos al gran puente sobre el Waal estaban abiertos, y el puente mismo se hallaba aparentemente intacto.
El escuadrón de cuatro blindados del sargento Peter Robinson había estado esperando ese momento. Se pusieron en marcha hacia el puente[92]. El veterano de Dunkerque, de veintinueve años, había sido alertado unas horas antes por el jefe de su escuadrón, comandante John Trotter, para que se «preparase a avanzar hacia el puente». Los alemanes se encontraban todavía en él, y Trotter advirtió ahora a Robinson: «No sabemos qué les espera cuando ustedes crucen, pero es preciso tomar el puente. No se detengan por nada». Estrechándole la mano al sargento, Trotter añadió bromeando: «No se preocupe. Sé dónde vive su mujer, y, si ocurre algo, yo se lo comunicaré». A Robinson no le hizo ninguna gracia aquello. «Está usted muy contento, ¿eh, señor?», dijo a Trotter. Subiendo a su carro, Robinson emprendió la marcha hacia el puente.
Los cuatro tanques entraron en el parque Huner por la derecha de la plaza. Le pareció a Robinson que «la ciudad entera estaba ardiendo. A derecha e izquierda, se veían edificios incendiados». Envuelto en humo, el puente parecía «condenadamente grande». Mientras sus blindados avanzaban, Robinson informaba constantemente por radio al Cuartel General de la división. «Se les había ordenado a todos los demás que no utilizaran la radio», recuerda. Al llegar a los accesos, según Robinson, «nos vimos sometidos a intenso fuego. Se produjo una explosión. Había sido alcanzada una de las ruedas que movían la oruga en un costado del blindado». El carro continuaba avanzando, aunque «la radio estaba inutilizada, y yo había perdido el contacto con el Cuartel General». Gritando a su conductor que diera marcha atrás, Robinson arrimó su tanque a la cuneta. Rápidamente, el sargento saltó a tierra, corrió hacia el blindado que le seguía y dijo a su comandante, el sargento Billingham, que saliera. Billingham empezó a protestar. Robinson gritó que le estaba dando «una orden directa. Sal inmediatamente de ese maldito carro y sigue en el mío». El tercer blindado, mandado por el sargento Charles W. Pacey, se había adelantado y abría la marcha hacia el puente. Subiendo al carro de Billingham, Robinson ordenó a los demás que le siguieran. Mientras avanzaban, recuerda Robinson, hizo fuego sobre ellos «un gran cañón de 88 milímetros situado en la otra orilla del río, cerca de varias casas envueltas en llamas y de lo que, a lo lejos, parecía un cañón autopropulsado».
El teniente coronel Vandervoort, que observaba el avance de los blindados, vio cómo el cañón comenzaba a disparar. «Resultaba espectacular —recuerda—. El 88 estaba protegido por sacos de arena a un lado de la carretera, a unos cien metros del extremo norte del puente. Un tanque y el 88 intercambiaron unas cuatro salvas cada uno, con el tanque escupiendo balas trazadoras de calibre 30 todo el rato. En el crepúsculo que iba cayendo, constituía todo un espectáculo». Luego, el artillero de Robinson, Leslie Johnson, logró silenciar al 88. Alemanes con granadas, fusiles y ametralladoras se aferraban a las vigas del puente, recuerda Robinson las ametralladoras del blindado empezaron a «derribarlos como si fueran bolos». Y Johnson, respondiendo al intenso fuego de la artillería enemiga, «lanzaba granadas con su cañón con tanta rapidez como su ayudante podía cargarlas». Entre un diluvio de balas, el pelotón de Robinson continuó avanzando, acercándose ya al mojón que señalaba el punto medio del puente de carretera.
En la media luz del crepúsculo, el ondulante humo ocultaba el lejano puente de carretera sobre el Waal. En su posición avanzada cerca de Lent, el general Heinz Harmel miraba a través de sus prismáticos. Retumbaban los cañones a su alrededor, y las tropas se retiraban a través del pueblo para situarse en nuevas posiciones. Los peores temores de Harmel se habían cumplido. Contra toda expectativa, los americanos habían conseguido realizar un audaz paso del Waal. En la misma Nimega, el optimismo del capitán Karl Euling se había revelado infundado. El último mensaje recibido de él había sido lacónico: Euling decía que estaba cercado y solamente le quedaban sesenta hombres. Ahora, Harmel tenía la absoluta seguridad de que los puentes estaban perdidos. No sabía si había sido destruido el puente del ferrocarril, pero, si había que demoler el puente de la carretera, había que hacerlo inmediatamente.
«Todo pareció pasar por mi mente en un instante —recordó—. ¿Qué debe hacerse primero? ¿Cuál es la acción más urgente, más importante? Todo se reducía a los puentes». No se había puesto en contacto con Bittrich «previamente para avisarle de que tal vez destruyera el puente de la carretera. Daba por supuesto que era Bittrich quien había ordenado que se preparasen los puentes para la demolición». Así, pues, razonó Harmel, pese a la orden de Model, «si Bittrich hubiera estado en mi lugar, habría volado el puente principal. En mi opinión, la orden de Model quedaba, de todas maneras, automáticamente cancelada». Esperaba ver en cualquier momento aparecer blindados en el puente de la carretera.
En pie junto al ingeniero situado ante la caja detonadora, Harmel escrutó el puente. Al principio, no pudo distinguir ningún movimiento. Luego, vio de pronto «un blindado llegar al centro, después, detrás y a su derecha, otro más». «Preparados», dijo al ingeniero. Aparecieron dos carros más, y Harmel esperó a que la fila llegara al centro exacto antes de dar la orden. Gritó: «¡Vuélalo!». El ingeniero oprimió el émbolo. No sucedió nada. Los tanques británicos continuaron avanzando. Harmel aulló: «¡Otra vez!». El ingeniero accionó de nuevo el detonador, pero las enormes explosiones que Harmel había esperado no se produjeron. «Yo estaba esperando ver derrumbarse el puente y los tanques cayendo al río —recordó—. En lugar de ello, continuaron avanzando implacablemente, haciéndose cada vez más grandes, cada vez más próximos». Gritó a sus ansiosos hombres: «¡Dios mío, estarán aquí dentro de dos minutos!».
Rugiendo órdenes a sus oficiales, Harmel les dijo que bloquearan «las carreteras entre Elst y Lent con todos los cañones antitanque y piezas de artillería disponibles, porque, si no lo hacemos, continuarán rectos hasta Arnhem». Luego, supo con desaliento que el puente del ferrocarril se mantenía también en pie. Dirigiéndose apresuradamente a una unidad de radio instalada en uno de los cercanos puestos de mando, estableció contacto con su cuartel general avanzado y habló con el oficial de operaciones. «Stolley —dijo Harmel—, díselo a Bittrich. Han cruzado el Waal[93]».
Los cuatro tanques del sargento Peter Robinson continuaban cruzando el puente. Otro 88 había dejado de disparar, y Robinson pensó que «también lo habíamos inutilizado». Frente a ellos, se alzaba una barricada de pesados bloques de cemento, con un hueco en el centro de unos tres metros aproximadamente. Robinson vio al blindado del sargento Pacey pasar por el hueco y detenerse al otro lado. Luego, pasó Robinson, y, mientras Pacey cubría a los tres blindados, se situó de nuevo al frente. Robinson recuerda que «la visibilidad era terrible. Yo gritaba como un endemoniado, tratando de dirigir al artillero, al conductor e informar al mismo tiempo al Cuartel General. El estruendo era increíble, mientras brotaban toda clase de disparos de entre las vigas del puente». Trescientos o cuatrocientos metros más adelante, a la derecha, junto a la carretera, Robinson vio otro 88. Le gritó al artillero «El alza a cuatrocientos metros y fuego». El soldado de Guardias Johnson hizo saltar por los aires el cañón. Mientras la infantería que le rodeaba echaba a correr, Johnson abrió fuego con su ametralladora. «Fue una matanza —recordó—. Ni siquiera tenía que molestarme en mirar. Había tantos, que, simplemente, me limitaba a apretar el gatillo». Podía notar cómo el blindado «pasaba por encima de los cuerpos tendidos en la carretera».
Desde la torreta, Robinson vio que sus tres tanques continuaban avanzando ilesos. Les ordenó por radio que se acercaran y se diesen prisa. El grupo se estaba aproximando ahora al extremo septentrional del puente. A los pocos segundos empezó a disparar un cañón autopropulsado. «Se produjeron dos grandes explosiones delante de nosotros —recuerda Robinson—. Mi casco saltó por los aires, pero yo no fui herido». Johnson disparó tres o cuatro granadas. El cañón y una casa próxima «se incendiaron, y toda la zona quedó iluminada como si fuese de día». Antes de que se dieran cuenta, los blindados de Robinson habían cruzado el puente.
Ordenó a los artilleros el cese de los disparos y, mientras se posaba el polvo, divisó varias figuras en la cuneta. Al principio pensó que eran alemanes. Luego, «por la forma de sus cascos, comprendí que eran yanquis. De pronto, había americanos hormigueando alrededor del carro, abrazándome y besándome, besando incluso al blindado». El capitán T. Moffatt Burriss, con las ropas todavía húmedas y empapadas de sangre por las heridas de metralla que había recibido durante el paso de Waal, dijo a Johnson con una sonrisa: «Vosotros sois el espectáculo más hermoso que he visto desde hace muchos años». El gran puente de Nimega, juntamente con sus accesos de casi un kilómetro de longitud había caído intacto. De los puentes de Market-Garden, el penúltimo estaba ahora en manos aliadas. Eran las 19.15 horas del 20 de septiembre. Arnhem se encontraba a sólo 17 kilómetros de distancia.
El teniente Tony Jones del Cuerpo de Ingenieros —hombre a quien el general Horrocks describiría más tarde como «el más bravo de los bravos»—, había seguido al pelotón de Robinson a través del puente. Buscando cuidadosamente posibles cargas de demolición, Jones trabajaba con tal ahínco que no se daba cuenta de que varios alemanes, todavía en las vigas, estaban disparando contra él. De hecho, dice, «ni siquiera recuerdo haber visto ninguno». Cerca de la barricada situada en el centro del puente, encontró «seis u ocho cables que pasaban por encima de la barandilla y reposaban en la carretera». Jones se apresuró a cortarlos. Cerca de allí encontró una docena de minas Teller cuidadosamente apiladas en una zanja. Razonó que «seguramente estaban allí para cerrar con ellas el hueco de tres metros de la barricada, pero los alemanes no habían tenido tiempo de hacerlo». Jones retiró los detonadores y los arrojó al río. En el extremo norte, encontró las principales cargas explosivas en uno de los pilares. Se sintió «sorprendido por los preparativos alemanes para la demolición». Las cajas de estaño, pintadas de verde para hacer juego con el color del puente, «estaban fabricadas de tal forma que encajaran perfectamente en las vigas a las que iban unidas. Cada una de ellas tenía un número de serie, y contenían en total unos 250 kilos de TNT». Los explosivos debían ser accionados eléctricamente, y los detonadores se hallaban todavía conectados a los cables que Jones acababa de cortar en el puente. No podía comprender por qué los alemanes no habían destruido el puente, a menos que no les hubiera dado tiempo por lo súbito del ataque angloamericano. Con los detonadores ya retirados y todos los cables cortados, el puente no ofrecía ningún riesgo para los vehículos y blindados.
Pero la fuerza que los americanos esperaban que se pusiera en marcha inmediatamente hacia Arnhem no aparecía.
El enlace con la 1.ª Aerotransportada británica en el otro extremo del corredor tenía una gran importancia para los estadounidenses. Las propias fuerzas aerotransportadas sentían una fuerte afinidad por los hombres que continuaban luchando al frente. El batallón de Cook había padecido brutalmente en su paso del Waal. Había perdido más de la mitad de sus dos compañías —134 hombres habían resultado muertos, heridos o desaparecidos—, pero la misión de capturar los puentes de Nimega por ambos extremos y abrir la carretera norte se había realizado. Ahora, los oficiales de Cook situaron sus unidades en un perímetro defensivo en torno al extremo septentrional del puente de la carretera y aguardaron, esperando ver pasar los blindados ante ellos para relevar a los británicos que se encontraban más adelante. Pero no se produjeron más movimientos sobre el puente. Cook no podía comprender qué estaba sucediendo. Había esperado que los carros «salieran zumbando» hacia Arnhem antes de que se hiciera de noche.
El capitán Carl Kappel, comandante de la Compañía H, cuyo amigo el coronel John Frost se encontraba «en alguna parte allá delante», estaba con los nervios de punta. Sus hombres también habían encontrado y cortado cables en el extremo septentrional. Tenía la seguridad de que el puente estaba a salvo. Mientras él y el teniente La Riviere continuaban contemplando el desierto puente, Kappel dijo con impaciencia: «Quizá debiéramos irnos allá con una patrulla y traerlos de la mano».
El alférez Ernest Murphy, del batallón de Cook, corrió hacia el sargento Peter Robinson, cuyas tropas habían cruzado el puente, y le informó que «hemos despejado la zona que se extiende al frente en cosa de un kilómetro. Ahora os corresponde a vosotros continuar el ataque hasta Arnhem». Robinson quería ir, pero se le había ordenado «conservar la carretera y el extremo del puente a toda costa». No tenía órdenes de partir.
El coronel Tucker, comandante del 504.º Regimiento, bufaba por el retraso de los británicos. Tucker había supuesto que una fuerza especial se lanzaría por la carretera en el momento en que el puente estuviera capturado y libre de cargas de demolición. El momento de hacerlo, creía, «era justamente entonces, antes de que los alemanes pudieran recobrarse». Como escribió más tarde «nos habíamos matado cruzando el Waal para capturar el extremo norte del puente. Y allí estábamos, hirviendo de impaciencia, mientras los británicos se disponían a pasar tranquilamente la noche, sin aprovecharse de la situación. No podíamos comprenderlo. Simplemente, no era ésa la manera en que nosotros hacíamos las cosas en el Ejército de Estados Unidos, especialmente si nuestros muchachos se hubieran encontrado en una situación apurada a 17 kilómetros de distancia. Habríamos avanzado sin detenernos. Eso es lo que habría hecho George Patton, fuera de día o de noche».
El teniente A. D. Demetras oyó a Tucker discutir con un comandante de la División Blindada de Guardias. «Creo que en aquel instante se estaba tomando una increíble decisión», recuerda. Desde el interior de un pequeño bungalow utilizado como puesto de mando, Demetras oyó decir a Tucker airadamente: «Sus muchachos están batiendo el cobre en Arnhem. Será mejor que vaya. Solamente son 17 kilómetros». El comandante «dijo al coronel que el Ejército británico no podía avanzar hasta que llegara la infantería», recuerda Demetras. «Estaban haciendo la guerra como en los libros —dijo el coronel Tucker—. Habían “acampado” para pasar la noche. Como de costumbre, se detenían a tomar el té».
Aunque sus hombres habían perdido más de la mitad de sus efectivos y se encontraban casi sin municiones, Tucker pensó en enviar por su propia cuenta a los soldados de la 82.a en dirección a Arnhem, al norte. Sin embargo, sabía que el general Gavin nunca habría aprobado su acción. La 82.a, extendida a lo largo de su sección del corredor, no podía suministrar los efectivos necesarios. Pero las simpatías de Gavin estaban con sus hombres: los británicos hubieran debido avanzar. Como dijo más tarde, «no había mejor soldado que el comandante del cuerpo, general Browning. Sin embargo, era un teórico. Si Ridgway hubiera ostentado el mando en aquel momento, se nos habría ordenado avanzar por la carretera, pese a todas nuestras dificultades, para salvar a los hombres de Arnhem[94]».
Pese a su aparente indiferencia, los oficiales británicos —Browning, Horrocks, Dempsey y Adair— tenían plena conciencia de la necesidad de avanzar. Pero los problemas eran inmensos. El Cuerpo de Horrocks padecía escasez de gasolina y de municiones. Veía indicios de que sus columnas podrían quedar inmovilizadas al sur de Nimega en cualquier momento. Los combates continuaban todavía en el centro de la ciudad, y la 43.a División Wessex, del general de división G. I. Thomas, se encontraba muy atrás y no había llegado aún al puente de Grave, situado a doce kilómetros al sur. Cauto y metódico, Thomas no había podido avanzar a la misma velocidad que las columnas británicas. Los alemanes habían cortado la carretera en varios puntos, y los hombres de Thomas habían combatido ferozmente para reconquistarla y rechazar los ataques. Aunque preocupado por la intensidad de los ataques alemanes que presionaban ahora sobre ambos lados del estrecho corredor que llegaba hasta Nimega, el general Browning creía que Thomas podía haberse movido más aprisa. Horrocks no estaba tan seguro. Preocupado por los enormes embotellamientos que se producían a lo largo de la carretera, dijo al general Gavin: «Jim, nunca intentes aprovisionar un Cuerpo por una sola carretera».
El terreno —la dificultad que Montgomery había previsto y con la que Model había contado— ejercía una gran influencia en las consideraciones tácticas implicadas en el avance desde el puente de Nimega. Estaba claro para el general Adair, comandante de la División Blindada de Guardias, que los carros de combate habían llegado a la peor parte del corredor Market-Garden. La rectilínea carretera que corría por lo alto del dique entre Nimega y Arnhem parecía «una isla». «Cuando vi aquella isla, me sentí desfallecer —recordó más tarde Adair—. Es imposible imaginar nada menos adecuado para los tanques: escarpados ribazos con zanjas a ambos lados que podían ser fácilmente cubiertos por los cañones alemanes». Pese a sus reservas, Adair sabía que «tendría que lanzarse por ella», pero carecía virtualmente de infantería y «recorrer aquella carretera era, evidentemente, misión de la infantería». Horrocks había llegado a la misma conclusión. Los blindados tendrían que esperar hasta que la infantería pudiera avanzar y cruzar por entre las columnas blindadas de Guardias. Pasarían casi 18 horas antes de que pudiera empezar un ataque de blindados hacia Arnhem.
Pero el comandante del Cuerpo, al igual que los estadounidenses, había abrigado esperanzas de un rápido avance por el corredor. Inmediatamente después de la captura del puente de Nimega, creyendo que el extremo septentrional del puente de Arnhem continuaba en manos británicas, el general Browning había informado a Urquhart de que los carros habían pasado. Dos minutos antes de la medianoche, todavía optimista respecto a un rápido comienzo de la marcha, Browning envió el siguiente mensaje:
202358… intención de la División Blindada de Guardias… al amanecer, ataque total a los puentes de Arnhem…
Unos cuarenta y cinco minutos después, al conocer el retraso de la infantería, Browning envió a Urquhart un tercer mensaje:
210045… ataque mañana 1.a División Aerotransportada tendrá prioridad absoluta, pero no se espera otro avance posiblemente antes de las 12.00 horas.
En Arnhem, la «prioridad absoluta» era demasiado tarde. Los hombres del 2.º Batallón del coronel John Frost habían caído ya víctimas de su trágico destino. Tres horas antes de que el pelotón del sargento Robinson atravesara el gran puente de Nimega, los tres primeros blindados mandados por el comandante Hans Peter Knaust se habían abierto paso, por fin, hasta el puente de Arnhem.