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La niebla matinal que se elevaba del Rin se arremolinó en torno al puente de Arnhem y a las silenciosas casas que lo rodeaban. A poca distancia de la rampa norte, el Eusebius Buiten Singel —un largo y pintoresco paseo que bordeaba el histórico centro de la ciudad— se extendía hacia las zonas periféricas del norte y el este y terminaba en el Musis Sacrum, popular sala de conciertos de Arnhem. Aquel lunes 18 de septiembre, en la débil y difusa luz, la antigua capital de Gelderland parecía desierta. Nada se movía en las calles, jardines, plazas o parques.

Desde sus posiciones en torno al extremo septentrional del puente, los hombres del coronel Frost pudieron ver por primera vez toda la extensión de la ciudad con sus casas y edificios municipales: el Palacio de Justicia, Gobierno Provincial, Archivos del Estado, el Ayuntamiento, central de Correos, y la estación de ferrocarril a menos de un kilómetro y medio al noroeste. Más cerca, la iglesia de San Eusebio, con su torre de cien metros de altura, dominaba la ciudad. Pocos de los hombres de Frost, mirando cautelosamente desde destrozadas ventanas y pozos de tirador recién cavados en un perímetro compuesto de dieciocho casas, se daban cuenta de que la gran iglesia tenía ahora un siniestro significado. Tiradores alemanes se habían introducido en la torre durante la noche. Cuidadosamente escondidos, esperaban en tensión, como los británicos, a que clareara del todo.

La batalla por el puente había continuado con violencia durante toda la noche. Se había producido una breve pausa a medianoche, y, cuando la lucha se reanudó, parecía que cada hombre se hallaba empeñado en combate singular. Durante la noche, los hombres de Frost habían intentado dos veces llegar al extremo meridional del puente, sólo para ser obligados a retroceder. El teniente John Grayburn, que dirigió las dos cargas, había resultado gravemente herido en el rostro pero permaneció en el puente y supervisó la evacuación de todos sus hombres a lugar seguro[64]. Más tarde, camiones cargados de soldados de infantería alemanes trataron de abrirse paso por el puente, sólo para tropezar con el fuego concentrado de las fuerzas británicas. Los hombres de Frost incendiaron los vehículos con sus lanzallamas. Los Granaderos Panzer se quemaban vivos y caían gritando al Rin, treinta metros más abajo. El acre olor a goma quemada y el espeso humo negro que brotaba de los abrasados restos hacía difícil que desde ambas orillas se adentraran a buscar a sus heridos entre los cuerpos que cubrían el puente. Participando en uno de los grupos de rescate, el cabo Harold Back estaba ayudando a llevar heridos al sótano de una de las casas ocupadas por los hombres de Frost. En la oscuridad del sótano, vio lo que creyó eran unas velas que ardían. Tendieron a los soldados heridos por el suelo y Back se dio cuenta de que lo que había visto eran diminutos fragmentos que relucían en los cuerpos de algunos de los heridos. Alcanzados por esquirlas de granadas de fósforo, los hombres brillaban en la oscuridad.

Inexplicablemente, la batalla se detuvo de nuevo en aquellos primeros momentos del amanecer. Era casi como si ambos bandos estuvieran tomando aliento. Al otro lado de la carretera que partía del Cuartel General del batallón de Frost, en una calleja situada bajo la misma rampa, el capitán Eric Mackay practicó un silencioso reconocimiento de las casas que su pequeña fuerza de ingenieros y grupos aislados de hombres procedentes de otras unidades controlaban en ese momento. Durante una encarnizada batalla nocturna, Mackay había conseguido tomar dos de las cuatro casas de la zona e instalar un puesto de mando en una de ellas, una escuela de ladrillos. Los alemanes habían contraatacado deslizándose por los ajardinados terrenos para lanzar granadas contra las casas. Tras penetrar en los edificios, los alemanes libraron un mortal y casi silencioso combate cuerpo a cuerpo con los británicos. Recorriendo los sótanos y de habitación en habitación, los hombres de Mackay rechazaron con bayoneta y machetes a enjambres de enemigos. Luego, llevando consigo un pequeño grupo de hombres, Mackay salió en persecución de los alemanes que se batían en retirada. Una vez más, con bayonetas y granadas, los británicos pusieron en fuga al enemigo. Mackay fue herido en las piernas por un trozo de metralla y una bala le atravesó el casco, arañándole el cuero cabelludo.

Pasando revista a sus hombres, Mackay descubrió heridas similares a las suyas. Además, problema añadido, no estaba en muy buena situación en cuanto al material. Había seis ametralladoras ligeras, munición, granadas y algunos explosivos. Pero Mackay no tenía armas anticarro, estaba escaso de alimentos y carecía de material médico, a excepción de morfina y vendajes de campaña. Además, los alemanes habían cortado el agua. La única disponible era la que los hombres conservaban aún en sus cantimploras.

Por terribles que hubieran sido los combates nocturnos, la determinación de Mackay no había disminuido. «Lo estábamos haciendo bien, y nuestras bajas eran relativamente escasas. Además, a la luz del día podíamos ver lo que hacíamos, y estábamos preparados». Sin embargo, Mackay, como Frost, se hacía pocas ilusiones. En aquel mortal tipo de lucha —calle por calle, casa por casa y habitación por habitación—, sabía que era sólo cuestión de tiempo el que la guarnición británica en el puente fuera desbordada. Evidentemente, los alemanes esperaban aplastar en cuestión de horas a la pequeña fuerza de Frost con su abrumadora superioridad numérica. Lo único que podía salvar a los valerosos defensores del puente frente a tan poderosos y concentrados ataques era la llegada del XXX Cuerpo o de los otros batallones de la 1.a Brigada Paracaidista, que todavía se abrían paso luchando hacia la ciudad.

Había sido una noche de continuo horror para los soldados de las SS que combatían junto al puente. El coronel Harzer, aparentemente satisfecho por haber detenido a los batallones de Urquhart, había subestimado tanto el número como la valía de los hombres que habían llegado hasta el extremo norte. Harzer ni siquiera se molestó en ordenar que le proporcionaran el apoyo de sus pocos cañones autopropulsados. En lugar de ello, escuadra tras escuadra de SS fueron lanzadas contra las posiciones ocupadas por los británicos en los edificios próximos a la rampa. Estas recias unidades encontraron un enemigo que la mayoría de ellas recuerda como los más feroces soldados con los que habían tropezado jamás.

El jefe de escuadra de las SS, Alfred Ringsdorf, de veintiún años, un soldado experimentado que había combatido en Rusia, se hallaba en un tren de mercancías que se dirigía a Arnhem, donde se le había dicho que su grupo iba a ser reaprovisionado. Reinaba una confusión total en la estación de Arnhem cuando llegaron Ringsdorf y sus hombres. Soldados de una gran diversidad de unidades vagaban de un lado, eran colocados en formación y enviados a sus puntos de destino. La unidad de Ringsdorf recibió orden de presentarse inmediatamente a un puesto de mando de la ciudad. Allí, un comandante les destinó a una compañía del 21.º Regimiento de Granaderos Panzer. La escuadra había llegado sin armas pero al atardecer del domingo ya había sido equipada con ametralladoras, fusiles, granadas de mano y unos cuantos Panzerfaust[65] Cuando preguntaron sobre la limitada cantidad de municiones, les dijeron que se hallaban en camino nuevos suministros. «En aquel momento —comentó Ringsdorf— yo no tenía ni idea de dónde íbamos a luchar, de dónde estaba la batalla, ni había estado en Arnhem anteriormente».

En el centro de la ciudad ya era evidente que se habían librado intensos combates callejeros. Ringsdorf se enteró entonces de que habían aterrizado tropas aerotransportadas británicas, las cuales ocupaban el extremo norte del puente de Arnhem. Nadie parecía saber cuál era el potencial de esas tropas. Su escuadra fue reunida en una iglesia, y allí le fueron comunicadas sus órdenes. Debían infiltrarse por detrás de los edificios situados a ambos lados de la rampa del puente y expulsar a los británicos. Ringsdorf sabía lo mortal que era esta clase de combate. Sus experiencias en el Frente Ruso se lo habían enseñado. Pero los hombres a sus órdenes aunque jóvenes, eran curtidos veteranos. Pensaban que la batalla sería breve.

A todo lo largo de la zona que conducía al puente, la escuadra vio casas extremadamente dañadas por el bombardeo, y los hombres tuvieron que abrirse paso por entre los escombros. Al aproximarse a las posiciones del perímetro defensivo que los británicos habían instalado en torno al extremo norte del puente, se vieron sometidos a un intenso fuego de ametralladora. Inmovilizada, a la escuadra le resultaba imposible acercarse a menos de seiscientos metros del acceso al puente. Un teniente pidió un voluntario para cruzar la plaza y arrojar una carga de demolición contra la casa de la que parecía partir el fuego más intenso de ametralladora. Ringsdorf se ofreció. Mientras sus compañeros le cubrían con sus disparos, atravesó corriendo la plaza. «Me detuve bajo un árbol, cerca de la ventana de un sótano desde la que partían los disparos, y arrojé la carga por ella. Luego, regresé a toda velocidad junto a mis hombres». Mientras esperaba la explosión, tendido sobre los escombros, Ringsdorf volvió la vista hacia atrás en el preciso momento en que un edificio alto de una esquina en el que se cobijaban buen número de ingenieros alemanes resultaba súbitamente alcanzado por las bombas. La parte delantera de la casa se derrumbó, sepultándolos a todos. Ringsdorf se dio cuenta de que, si hubieran estado allí sus hombres, la escuadra entera habría resultado aniquilada. En aquel momento, la carga de demolición que había arrojado al sótano hizo explosión en la calle, no lejos de donde él se encontraba tumbado. Los británicos la habían vuelto a arrojar por la ventana.

Al anochecer, varias escuadras empezaron a infiltrarse en los edificios para expulsar a los británicos. El objetivo de Ringsdorf era un gran edificio rojo, que, según le dijeron, era una escuela. Al dirigirse hacia allí su escuadra fue sorprendida por tiradores británicos que obligaron a los alemanes a refugiarse en una casa cercana. Rompiendo los cristales de las ventanas, los hombres de las SS abrieron fuego. Los británicos se pusieron inmediatamente a cubierto en la casa contigua y comenzó un tenso tiroteo. «Los disparos de los británicos eran terriblemente letales —recordaría Ringsdorf—. Apenas si podíamos asomarnos. Apuntaban a la cabeza, y los hombres empezaron a caer junto a mí, cada uno con un pequeño y limpio orificio en la frente».

Sus bajas iban en aumento, y los alemanes dispararon un Panzerfaust directamente contra la casa ocupada por los británicos. Al estrellarse el proyectil contra el edificio, la escuadra de Ringsdorf se lanzó a la carga. «Fue una lucha cruel. Los hicimos retroceder habitación por habitación, metro a metro, sufriendo terribles pérdidas». En medio de la refriega, el joven jefe de escuadra recibió órdenes de presentarse al comandante de su batallón; los británicos, se le dijo, debían ser desalojados a toda costa. De nuevo junto a sus hombres, Ringsdorf ordenó que la escuadra se precipitara hacia delante, al tiempo que arrojaba una lluvia de granadas para mantener a los ingleses bajo constante ataque. «Solamente de esta manera —explicó Ringsdorf— podíamos ganar terreno y continuar nuestro avance. Pero, lo cierto es que viniendo de Alemania no esperaba encontrarme empeñado de pronto en encarnizados combates dentro de una limitada zona. Ésta era una batalla más dura que ninguna de las que yo había librado en Rusia. Era una lucha constante, a corta distancia, cuerpo a cuerpo. Los ingleses estaban en todas partes. La mayoría de las calles eran estrechas, a veces de una anchura no superior a cinco metros, y nos disparábamos a sólo unos metros de distancia. Luchábamos por cada centímetro de terreno, ocupando una habitación tras otra. ¡Era un auténtico infierno!».

Avanzando cautelosamente hacia una casa, Ringsdorf vislumbró por un instante un casco inglés con camuflaje que se recortaba en el vano de la puerta abierta de un sótano. Al levantar el brazo para arrojar una granada, oyó una voz baja y un gemido. Ringsdorf no arrojó la granada. Descendió en silencio los escalones del sótano y, luego, gritó: «¡Manos arriba!». La orden era innecesaria. En palabras de Ringsdorf, «tenía ante mí un espectáculo aterrador. El sótano era una cripta llena de soldados ingleses heridos». Ringsdorf habló con suavidad, sabiendo que los británicos no entenderían sus palabras, pero podrían captar su sentido. «No se preocupen —dijo a los heridos—. Todo va bien». Mandó llamar a unos médicos y, reuniendo a sus prisioneros, ordenó que los británicos fuesen llevados a retaguardia para recibir los cuidados necesarios.

Mientras los soldados eran sacados del sótano, Ringsdorf empezó a registrar a uno de los heridos que podían andar. Para su asombro, el hombre exhaló un leve gemido y se derrumbó a los pies de Ringsdorf, muerto. «Era una bala destinada a mí. Los ingleses estaban protegiendo a los suyos. No podían saber que intentábamos salvar a sus heridos. Pero, por un momento, quedé paralizado. Luego, se me cubrió el cuerpo de un sudor frío y eché a correr».

Mientras los soldados británicos permanecían con aire sombrío en torno a la escuela, Ringsdorf comprendió que ni siquiera su unidad de élite era lo suficientemente fuerte como para imponer una rendición. Al amanecer del lunes, él y la diezmada escuadra se retiraron al Eusebius Buiten Singel. Al encontrarse con un comandante de artillería Ringsdorf le dijo que «la única forma de echar a los británicos es hacer saltar aquellos edificios ladrillo por ladrillo. Créame, son hombres de verdad. No renunciarán a ese puente hasta que los saquemos con los pies por delante».

El sargento jefe Emil Petersen tenía buenas razones para llegar a la misma conclusión. Estaba agregado al Reichsarheitdients (Servicio de Trabajo del Reich) y, como la escasez de efectivos humanos de Alemania se estaba tornando cada vez más grave, Petersen y su pelotón de 35 hombres habían sido transferidos a una unidad de artillería pesada y, luego, a una sección de infantería. Venían retirándose desde Francia.

El domingo por la tarde, mientras esperaba en la estación de Arnhem a ser transportado de nuevo a Alemania para volver a recibir destino, el pelotón de Petersen había sido movilizado e informado por un teniente de que iban a luchar contra tropas aerotransportadas británicas que habían aterrizado en la ciudad. «La unidad a la que nos agregamos se componía de 250 hombres —recuerda Petersen—. Nadie tenía ningún arma. Solamente otros cuatro y yo teníamos subfusiles».

Los hombres de Petersen estaban fatigados. Llevaban veinticuatro horas sin comer, y el sargento recordaba haber pensado que, si el tren hubiera llegado puntual, el pelotón habría recibido comida, no habría intervenido en la batalla y habría regresado a casa en Alemania.

En un cuartel de las SS les repartieron armas. «La situación era ridícula. En primer lugar, a ninguno de nosotros nos agradaba luchar con las Waffen SS. Tenían fama de implacables. Las armas que nos dieron eran fusiles antiguos. Para abrir el cerrojo del mío, tuve que golpearlo contra una mesa. La moral de mis hombres no era precisamente la mejor cuando vieron aquellas viejas armas».

Fue necesario algún tiempo para poner las armas en condiciones de funcionamiento, y la unidad seguía sin recibir ninguna orden. Nadie parecía saber qué estaba sucediendo ni dónde debían dirigirse los hombres.

Finalmente, al anochecer, el grupo fue enviado al Cuartel General del comandante de la ciudad. Al llegar, encontraron desierto el edificio. Esperaron de nuevo. «No podíamos pensar más que en comida» dice Petersen. Por último, llegó un teniente de las SS y anunció que los hombres debían atravesar el centro de la ciudad hasta el puente del Rin.

La unidad marchó en pelotones por la calle Markt hacia el Rin. No podían ver nada la oscuridad pero, recuerda Petersen, «teníamos consciencia de movimientos que tenían lugar en torno a nosotros. Ocasionalmente, oíamos a lo lejos disparos y sonidos de vehículos. Una o dos veces creí ver la borrosa silueta de un casco».

A menos de trescientos metros del puente, Petersen se dio cuenta de que estaban atravesando líneas de soldados y supuso que su grupo debía reemplazar a aquellos hombres. Entonces, uno de los soldados dijo algo que Petersen no entendió. Al instante, Petersen se dio cuenta de que el hombre había hablado en inglés. «Estábamos marchando al lado de una unidad británica que, como nosotros, se dirigía hacia el puente». De pronto, la situación quedó clara para todos. Una voz inglesa aulló: «¡Son boches!». Petersen recuerda que gritó: «¡Fuego!».

Al cabo de unos segundos reverberaban en la calle disparos de ametralladora y fusiles mientras las dos fuerzas luchaban frente a frente. Una ráfaga de balas pasó sólo a unos centímetros de Petersen, destrozando su macuto. La fuerza de la descarga le tiró al suelo. Rápidamente, se refugió detrás de un camarada muerto.

«Dondequiera que uno mirase, se veían hombres disparando desde posiciones dispersas, a menudo equivocadamente contra su propio bando», recuerda Petersen. Lentamente, empezó a arrastrarse. Llegó a una verja de hierro que rodeaba a un pequeño parque, y saltó por encima de ella. Allí, refugiados entre árboles y arbustos, encontró a la mayoría de los demás supervivientes de los pelotones alemanes. Los británicos habían retrocedido hasta un grupo de casas situadas a ambos lados del parque y en la pequeña plaza, los alemanes se vieron cogidos entre dos fuegos. «Podía oír los gritos de los heridos. Los británicos lanzaron bengalas luminosas que descubrían nuestras posiciones e hicieron trizas a nuestro grupo. En menos de cinco minutos murieron quince hombres de mi pelotón».

Al amanecer, los británicos dejaron de disparar. Los alemanes hicieron lo mismo. Con las primeras luces del alba, Petersen vio que, de los 250 hombres que habían emprendido la marcha hacia el puente, más de la mitad estaban muertos o heridos. «No conseguimos acercarnos a los accesos del puente. Permanecimos allí, sin apoyo de las cacareadas SS ni de un solo cañón autopropulsado. Ésa fue nuestra introducción a la batalla de Arnhem. Para nosotros, no fue más que una matanza».

De hora en hora, los hombres de los dos batallones que faltaban de la 1.ª División Aerotransportada británica iban llegando al puente. En grupos de dos y de tres habían conseguido abrirse paso a través del anillo defensivo del coronel Harzer, al norte y al oeste. Muchos estaban heridos, hambrientos y ateridos. Contribuirían a agravar los problemas médicos y de suministros del grupo del coronel Frost. Pero en aquellos momentos, los rezagados se sentían orgullosos y llenos de ánimo, pese a su agotamiento y a sus heridas. Habían llegado donde sus oficiales instructores, en Inglaterra, y sus propios comandantes les habían dicho que llegasen. Había hombres de todas aquellas unidades que con tanta confianza habían emprendido la marcha hacia el puente de Arnhem la noche anterior, y, para el amanecer del día 18, Frost calculó que tenía entre seiscientos y setecientos hombres en el acceso septentrional. Pero cada hora que traía más soldados al puente traía, también, el sonido creciente de los equipos mecanizados a medida que las unidades blindadas del general Harmel entraban en la ciudad y tomaban posiciones.

Incluso los propios blindados alemanes encontraban Arnhem un lugar peligroso y aterrador. Civiles holandeses habían bloqueado las carreteras a lo largo de varias rutas que cruzaban la ciudad. Desafiando las balas alemanas y británicas, hombres y mujeres que vivían en las zonas donde se luchaba habían empezado a recoger los muertos, británicos, alemanes y compatriotas suyos. El sargento Reginald Isherwood, del 1.er Batallón, logró finalmente llegar al centro de Arnhem tras una arriesgada noche en las carreteras. Allí vio «un espectáculo que vivirá conmigo hasta el fin de mis días». Los holandeses, emergiendo de cuevas, sótanos, jardines y edificios en ruinas, estaban recogiendo cuerpos. «Llevaban a los heridos a improvisados puestos de socorro y refugios en los sótanos, pero los cuerpos de los muertos eran apilados como sacos de arena en largas filas, con las cabezas y los pies colocados alternativamente». Los orgullosos y afligidos ciudadanos de Arnhem estaban tendiendo a través de las calles los cadáveres de amigos y enemigos por igual, formando barricadas humanas de más de medio metro de altura para impedir que los blindados alemanes llegaran hasta donde se encontraba Frost en el puente.

Para los civiles del barrio central de la ciudad, el amanecer no trajo liberación alguna del terror y la confusión. Los incendios habían escapado a todo control y se extendían rápidamente. Acurrucadas en sótanos y bodegas, pocas personas habían dormido. La noche había estado pespunteada por el estampido de los obuses, el sordo retumbar de los morteros, el zumbido de las balas de los francotiradores y el rápido tableteo de las ametralladoras. Extrañamente, fuera de la parte vieja de la ciudad, los ciudadanos de Arnhem no se habían visto afectados por lo que estaba sucediendo, y se hallaban totalmente confusos. Telefoneaban a sus amigos del barrio viejo en búsqueda de información, sólo para enterarse de que estaba teniendo lugar una encarnizada batalla en el extremo septentrional del puente, que los británicos mantenían en su poder frente a repetidos ataques alemanes. Para los que llamaban, era evidente que tropas y vehículos alemanes estaban penetrando en la ciudad desde todas las direcciones. Sin embargo, la fe de los holandeses no desmayaba. Creían que era inminente la liberación por parte de los británicos y los americanos. En estas partes periféricas de la ciudad, las gentes se disponían para el trabajo como de costumbre. Las panaderías abrieron, los lecheros hacían su recorrido habitual, telefonistas, empleados de ferrocarril y de servicios públicos, todos estaban en sus puestos. Los funcionarios se disponían a acudir a su trabajo, los bomberos intentaban todavía ocuparse del creciente número de edificios incendiados y, a pocos kilómetros al norte de Arnhem, el doctor Reinier van Hooff, director del parque zoológico de Burgers, atendía a sus nerviosos y asustadizos animales[66]. Quizá los únicos holandeses que conocían las dimensiones de la batalla eran los médicos y las enfermeras que atendían constantemente las llamadas que les hacían durante la noche. Las ambulancias atravesaban velozmente la ciudad, recogiendo heridos y llevándolos al Hospital de Santa Isabel, en las afueras, y a puestos de socorro situados en el interior de la ciudad. En Arnhem, nadie se daba cuenta aún de que no había ya en la ciudad tierra de nadie, y la situación no cesaba de empeorar. Arnhem, uno de los lugares más pintorescos de Holanda, no tardaría en convertirse en un Stalingrado en miniatura.

Los holandeses de la ciudad vieja, sin embargo, comprendieron casi desde el principio que la liberación no llegaría con facilidad. En medio de la noche, en el puesto de Policía de Eusebiusplein, a menos de cuatrocientos metros del puente, el sargento Joannes van Kuijk, de veintisiete años, oyó unos suaves golpes en la puerta. La abrió y vio frente a sí unos soldados británicos. Inmediatamente, Van Kuijk les invitó a entrar. «Querían respuestas a toda clase de preguntas sobre emplazamientos de los edificios y de los mojones. Luego, unos cuantos se marcharon y empezaron a atrincherarse en la carretera en dirección al puente, todo ello hecho en el mayor de los silencios posibles». Cerca de donde él se encontraba, delante de la casa de un médico, Van Kuijk vio a los británicos instalar un mortero y, luego, emplazar un cañón anticarro en un ángulo del jardín. Al amanecer, Van Kuijk se dio cuenta de que los británicos habían formado un compacto perímetro defensivo en torno a la extremidad septentrional del puente. Para él, aquellos soldados actuaban menos como liberadores que como malcarados defensores.

Al otro lado del Eusebius Buiten Singel, el sinuoso paseo desprovisto de hierba cercano al puente, Coenraad Hulleman, un agente laboral que se alojaba en la villa de los padres de su prometida, Truid van der Sande, se había pasado toda la noche en pie oyendo los disparos y explosiones que sonaban en torno a la escuela, a una calle de distancia, donde los hombres del capitán Mackay luchaban contra los alemanes. Debido a la intensidad de la batalla, los Van der Sande y Hulleman se habían refugiado en un pequeño sótano sin ventanas situado bajo la parte central de la casa.

En ese momento, al amanecer, Hulleman y su futuro suegro subieron cautelosamente las escaleras hasta una habitación del segundo piso que dominaba el bulevar. Allí, se quedaron mirando estupefactos la escena. El cadáver de un alemán yacía tendido en medio de un macizo de caléndulas, y vieron alemanes instalados por todo el césped en pozos de tirador. Mirando a su derecha, a lo largo del paseo, Hulleman vio varios vehículos blindados alemanes estacionados junto a un alto muro de ladrillos, dispuestos en formación y esperando. Mientras los dos hombres miraban, estalló una nueva batalla. Las ametralladoras de los blindados abrieron súbitamente fuego contra las torres de la cercana iglesia de Walburg, y Hulleman vio levantarse una nubecilla de fino polvo rojo. Supuso que las tropas aerotransportadas ocupaban posiciones de observación en la iglesia. Casi inmediatamente se contestó al disparo del tanque, y los alemanes situados en los pozos de tirador empezaron a ametrallar las casas del otro lado de la calle. Una de ellas era una tienda de disfraces, y en sus escaparates había armaduras antiguas. Mientras Hulleman miraba, las balas hicieron añicos el escaparate y derribaron las armaduras. Con los ojos empañados por las lágrimas, Hulleman se apartó. Esperaba que lo que había visto no tuviera un sentido profético.

Unas cuantas manzanas al norte, en una casa próxima a la sala de conciertos, Willem Onck fue despertado poco después del amanecer por el ruido de movimientos de tropas en la calle. Alguien golpeó su puerta, y una voz alemana ordenó a Onck y su familia que permanecieran en el interior y corrieran las persianas. Onck no obedeció inmediatamente. Corriendo a la ventana delantera, vio alemanes con ametralladoras instalados en todas las esquinas de la calle. Frente al Musis Sacrum, había una batería de 88 milímetros, y, para estupefacción de Onck, los soldados alemanes estaban sentados junto a ella en las butacas del teatro que habían sacado a la calle. Viéndoles charlar entre sí con aire indiferente, Onck pensó que parecía como si sólo estuvieran esperando a que comenzara el concierto.

Los civiles más frustrados y encolerizados de la zona eran los miembros de la Resistencia holandesa. Varios de ellos habían establecido contacto casi inmediatamente con los británicos que se encontraban en el puente, pero su ayuda había sido cortésmente rechazada. Antes, el jefe de la Resistencia de Arnhem, Pieter Kruyff, había enviado a Oosterbeek a Toon van Daalen y Gijsbert Numan para establecer contacto con los británicos. Ellos también se habían encontrado con que su ayuda no era necesaria. Numan recuerda haber advertido a los soldados de la presencia de francotiradores en la zona y haberles aconsejado que evitaran las carreteras principales. «Uno de ellos me dijo que sus órdenes eran solamente avanzar hasta el puente, y que seguirían las rutas que tenían señaladas. Me dio la impresión de que temían la acción de provocadores y, simplemente, no confiaban en nosotros».

Ahora, al amanecer, Johannes Penseel celebró en su sótano una reunión con sus compañeros de la Resistencia. Penseel planeaba apoderarse de una emisora de radio local y transmitir una proclama declarando que la ciudad había sido liberada. Una llamada telefónica de Numan le hizo cambiar de idea. «Las cosas marchan mal», informó Numan. «La situación es crítica, y creo que todo está perdido ya». Penseel quedó estupefacto. «¿Qué quiere decir?», preguntó. Numan estaba ahora cerca del Hospital de Santa Isabel. Dijo que a los británicos les estaba resultando imposible atravesar las líneas alemanas y avanzar hasta el puente. Penseel telefoneó en el acto a Pieter Kruyff, el cual aconsejó al grupo que suspendiera todas las actividades planeadas, «una no intervención temporal», según recuerda Henri Knap, que asistía a la reunión. Pero las esperanzas a largo plazo de los resistentes quedaban destruidas. «Estábamos dispuestos a hacer cualquier cosa —recuerda Penseel—, incluso sacrificar nuestras propias vidas si era necesario. En lugar de ello, permanecíamos ociosos y rechazados. Estaba cada vez más claro que los británicos ni confiaban en nosotros ni se proponían utilizar nuestra ayuda».

Irónicamente, en aquellas primeras horas del lunes 18 de septiembre, cuando ni el SHAEF, ni Montgomery ni ningún comandante de Market-Garden tenía una imagen clara de la situación, los miembros de la Resistencia holandesa transmitieron a través de las líneas telefónicas secretas un mensaje al oficial de enlace holandés de la 82.a Aerotransportada, el capitán Arie Bestebreurtje, informando que los británicos estaban siendo desbordados en Arnhem por divisiones panzer. En el Diario de mensajes de la 82.a figura la siguiente anotación: «Holandeses informan que alemanes vencen a británicos en Arnhem». En ausencia de toda comunicación directa desde el teatro de batalla de Arnhem, este mensaje constituyó en realidad la primera indicación que el Alto Mando Aliado recibió de que la 1.a División Aerotransportada británica se encontraba en una situación crítica.