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Desde la terraza de una gran fábrica situada cerca del Canal Mosa-Escalda, el general Brian Horrocks, comandante del XXX Cuerpo británico, contempló el paso de las grandes formaciones aerotransportadas de planeadores sobre sus blindados. Estaba en la terraza desde las 11 horas, y, como él explicó, «tenía tiempo de sobra para pensar». El espectáculo de la enorme flota aérea era «reconfortante, pero no me hacía ilusiones sobre la facilidad de la batalla», recuerda Horrocks. Había previsto meticulosamente todas las contingencias posibles, ordenando incluso a sus hombres que hicieran acopio de tantos alimentos, gasolina y municiones como pudieran llevar, «ya que, muy probablemente, habríamos de depender de nosotros mismos». Había una preocupación que el general no podía eliminar, pero no la había comentado con nadie: no le gustaba un ataque en domingo. «Ningún asalto o ataque en que yo hubiera participado durante la guerra iniciado en domingo había finalizado jamás con completo éxito». Llevándose los prismáticos a los ojos, estudió la blanca cinta de carretera que se alejaba hacia el norte, en dirección a Valkenswaard y Eindhoven. Contento de que hubiera comenzado ya el asalto aerotransportado, Horrocks dio la orden de ataque a las fuerzas Garden. Exactamente a las 14.15 horas, unos 350 cañones abrieron fuego con retumbante fragor.

El bombardeo fue devastador. Toneladas y toneladas de explosivos arrasaron las posiciones enemigas. El huracán de fuego, desplegado siete kilómetros en profundidad y concentrado sobre un frente de kilómetro y medio, hizo temblar la tierra bajo los tanques de los Guardias Irlandeses que avanzaban pesadamente hasta la línea de partida. Tras los escuadrones de vanguardia, centenares de carros de combate y vehículos blindados empezaron a abandonar sus posiciones de estacionamiento, listos para situarse en línea cuando avanzaran los primeros carros. Y por encima de ellos, una escuadrilla de cazas Typhoon provistos de cohetes describía círculos esperando la orden del comandante del Grupo de Guardias Irlandeses, el teniente coronel Toe Vandeleur, de dirigirse a sus objetivos. A las 14.35 horas, el teniente Keith Heathcote, de pie en la torreta del primer carro de combate del escuadrón número 3, gritó al micrófono: «¡Adelante!».

Lentamente, los blindados abandonaron la cabeza de puente y avanzaron por la carretera a unos doce kilómetros por hora. La cortina de fuego de artillería se elevó ahora para avanzar delante de los blindados exactamente a la misma velocidad. Los tanquistas podían ver los proyectiles estallar apenas cien metros por delante de ellos. Mientras los escuadrones avanzaban envueltos en el polvo que levantaban los proyectiles, los hombres no podían asegurar en todo caso que los carros se hallaban a salvo de su propio fuego.

Detrás de los escuadrones de vanguardia iban los coches de exploración del teniente coronel Toe Vandeleur y su primo Giles. De pie en su coche, Vandeleur podía ver, tanto por delante como por detrás, a los soldados de infantería montados en los tanques, y cada uno de los tanques luciendo el gallardete amarillo que servía para que los Typhoon pudieran identificarlo. «El fragor era inimaginable —recuerda Vandeleur—, pero todo se estaba desarrollando conforme al plan». Para entonces, los primeros blindados habían salido de la cabeza de puente y habían cruzado la frontera holandesa. El capitán Mick O’Cock, que mandaba el escuadrón número 3, comunicó por radio: «El avance marcha bien. El escuadrón de vanguardia ha pasado». Fue entonces cuando, en cuestión de segundos, todo cambió. Como recuerda Toe Vandeleur: «Los alemanes empezaron a zurrarnos de verdad».

Situados en posiciones fortificadas y bien disimuladas a ambos lados de la carretera, los artilleros alemanes no sólo habían sobrevivido al tremendo bombardeo, sino que habían esperado a que pasara por encima de ellos. Aguantando su fuego, los alemanes dejaron pasar los primeros blindados. Entonces, en dos minutos, dejaron fuera de combate tres carros del escuadrón de vanguardia y seis del siguiente. Llameantes e inmóviles, cubrían medio kilómetro de carretera. «No habíamos hecho más que cruzar la frontera cuando caímos en una emboscada —explicó el teniente Cyril Russell—. De pronto, los blindados que iban delante se salían de la carretera o quedaban envueltos en llamas. Me di cuenta con angustia de que le había llegado el turno al mío. Saltamos a las cunetas». Mientras Russell se adelantaba para ver cómo le iba al resto de su pelotón, una ametralladora abrió fuego; fue alcanzado en el brazo y volvió a caer al arcén. Para Russell, la guerra había terminado.

El tanque del cabo James Doggart había sido alcanzado. «No recuerdo haber visto ni oído la explosión. De pronto, me encontré tendido de espaldas en una zanja, con el carro asomando por encima de mí. Tenía un subfusil Bren sobre el pecho, y junto a mí había un muchacho con el brazo casi cortado. Cerca, yacía muerto otro de nuestros hombres. El carro ardía en llamas, y no recuerdo haber visto salir a ningún tripulante».

El teniente Barry Quinan, que iba en el último blindado del escuadrón de vanguardia, no olvidaría que su Sherman torció a la izquierda y se metió en una zanja, y que pensó que el conductor estaba intentando adelantar a los carros que ardían delante de ellos. Pero el blindado había sido alcanzado por el disparo de un obús que mató al conductor y su ayudante. El Sherman empezó a arder, y el artillero de Quinan, «tratando de salir de la trampa, me sacó a medias de la torreta antes de que yo me diera cuenta de que nos estábamos “achicharrando”». Mientras los dos hombres salían del blindado, Quinan vio otros que se acercaban por detrás. Uno tras otro, los tanques fueron alcanzados. «Vi al comandante de uno de ellos tratando de protegerse la cara de una llamarada que envolvió completamente al vehículo».

El avance había sido detenido antes de que hubiera comenzado realmente y nueve blindados inutilizados bloqueaban ahora la carretera. Los escuadrones que llegaban no podían avanzar. Y si hubieran podido adelantar a las incendiadas moles, los artilleros alemanes escondidos habrían hecho blanco sobre ellos. Para poner de nuevo en marcha el avance, Vandeleur llamó a los aviones lanzacohetes Typhoon, y, ayudados por bombas de humo de color púrpura disparadas desde los carros para indicar las posiciones alemanas, los cazas descendieron en picado. «Era la primera vez que yo veía a los Typhoon en acción —explicaría Vandeleur—, y quedé asombrado del coraje de aquellos pilotos. Llegaban en fila india, casi pegados unos a otros, atravesando nuestra propia barrera artillera. Uno se desintegró justamente encima de mí. Era increíble, los cañonazos, el rugir de los aviones, los gritos y las maldiciones de los hombres. En medio de todo ello, la división preguntaba cómo iba la batalla. Mi segundo se limitó a levantar el micrófono y decir: “Escuchad”».

Mientras los aviones picaban sobre sus objetivos, Vandeleur envió un bulldozer blindado para empujar fuera de la carretera los tanques incendiados. El fragor de la batalla se extendía ahora a lo largo de varios kilómetros de carretera, llegando hasta el propio coche de Vandeleur y el puesto de comunicaciones de la RAF, que transmitía a los Typhoon las peticiones de ayuda. El teniente Donald Love, piloto de cazas de reconocimiento agregado a la unidad de comunicaciones, llegó entonces a la convicción de que nunca hubiera debido presentarse voluntario para aquel puesto. Mientras el jefe del escuadrón, Max Sutherland, cursaba instrucciones a los Typhoon, Love salió para ver qué estaba sucediendo. Negras columnas de humo ascendían de la carretera por delante de él, y un transporte de cañón anticarro casi enfrente del furgón de comunicaciones estaba ardiendo. Love vio entonces el carro de una ametralladora Bren que regresaba por la carretera llevando varios heridos. Un hombre tenía el hombro arrancado y las ropas quemadas y chamuscadas. «Tuve la seguridad de que estábamos rodeados —dijo Love—. Me sentí horrorizado y no dejaba de preguntarme por qué no me había quedado con las fuerzas aéreas, que era lo mío».

Los tanquistas que esperaban atrás, en las detenidas columnas, sentían, tal y como lo describe el capitán Roland Langton, «una extraña sensación de impotencia. No podíamos avanzar ni retroceder». Langton vio adelantarse la infantería para limpiar los bosques a ambos lados de la carretera, llevando dos ametralladoras ligeras autotransportadas al frente. Langton pensó que los soldados bien podían ser un grupo adelantado de la 43.a División de Infantería. «De pronto, vi las dos ametralladoras saltar por los aires. Habían tropezado con minas terrestres enemigas». Cuando se disipó el humo, Langton vio «cadáveres en los árboles. No sé cuántos, era imposible decirlo. Había trozos de cuerpos humanos colgando de cada rama».

Con los Typhoon disparando a sólo unos metros por delante de ellos, los soldados de infantería británicos empezaron a sacar de sus trincheras a los alemanes. El cabo Doggart había escapado de la zanja en la que había caído al ser alcanzado su carro. Atravesó corriendo la carretera y saltó a una trinchera enemiga. «En ese mismo instante, dos alemanes, uno de ellos un muchacho en mangas de camisa, y el otro un bastardo de rudo aspecto y unos treinta años de edad, saltaron también a ella desde la dirección opuesta», explicó Doggart. Sin vacilar, Doggart le dio una patada en la cara al alemán más viejo. El joven, inmediatamente acobardado, se rindió. Cubriendo a ambos con su rifle, Doggart los hizo caminar por la carretera «con una riada de alemanes, todos los cuales corrían con las manos detrás de la nuca. Los que no iban lo bastante aprisa, recibían un puntapié en el trasero».

Desde los bosques, en las zanjas, en torno a los almiares y a lo largo de la carretera, que estaba siendo lentamente limpiada de carros inutilizados, llegaba el tableteo de las ametralladoras a medida que avanzaba la infantería. Los Guardias no daban tregua, especialmente a los francotiradores. Los hombres recuerdan que se obligaba a los prisioneros a marchar a paso de carrera por la carretera, y cuando algunos reducían su velocidad, eran inmediatamente aguijoneados con bayonetas. Uno de los prisioneros intentó huir, pero había más de una compañía de infantería en las proximidades y según recordaban varios hombres —en palabras de uno de ellos— «fue muerto en el instante mismo en que se le ocurrió la idea».

Joe Vandeleur contemplaba cómo los prisioneros eran conducidos ante su coche de exploración. Al pasar uno de los alemanes, Vandeleur sorprendió su súbito movimiento. «El bastardo había sacado una granada que tenía escondida y la arrojó contra uno de nuestros cañones. Se produjo una tremenda explosión, y vi a uno de mis sargentos tendido en la carretera con la pierna arrancada. El alemán cayó acribillado por todas partes por fuego de ametralladora».

En su puesto de mando, el general Horrocks fue informado de que la carretera estaba siendo gradualmente despejada y que la infantería, aún y habiendo sufrido importantes bajas, había puesto en fuga a los alemanes de los flancos. Como dijo más tarde: «Los Micks se estaban cansando de verse hostigados y, como suele ocurrirles a estos grandes luchadores, perdieron de pronto los estribos».

Tal vez nadie estaba más furioso que el capitán Eamon Fitzgerald, el oficial de información del 2.º Batallón, que interrogaba a la tripulación de un cañón anticarro que había sido capturada. Según el teniente coronel Giles Vandeleur, «Fitzgerald tenía una interesante manera de obtener información. Era un hombre de una enorme envergadura, que hablaba bien el alemán pero con un acento atroz. Su costumbre era sacar su pistola, hundírsela en el vientre al alemán y, manteniéndose lo más cerca posible, gritarle preguntas a la cara al hombre». Los resultados, pensó siempre Vandeleur, «eran extraordinariamente espléndidos. A los pocos minutos de interrogar a estos artilleros, nuestros tanques machacaban con estimable precisión las camufladas posiciones anticarros alemanas, y la carretera quedaba lo suficientemente despejada como para permitirnos continuar el avance».

Muchos Guardias Irlandeses creen que el sargento Bartie Cowan cambió el sesgo de la batalla. Al mando de un Sherman de 17 libras, Cowan había localizado una posición antitanque alemana y la destruyó de un solo disparo. Durante la lucha, el comandante Edward G. Tyler, que ostentaba el mando del escuadrón, quedó atónito al ver que había un alemán sobre el carro de Cowan dirigiendo las operaciones. Vio al blindado cruzar la carretera y abrir fuego; luego, demasiado ocupado con sus propios problemas, Tyler olvidó el incidente. Más tarde, Tyler se enteró de que Cowan había destruido tres cañones alemanes. «Cuando encontré un momento, fui a felicitarle —explicó Tyler—. Cowan me dijo que el boche de su blindado era el jefe de la primera posición tomada por él y que se había rendido». Había sido interrogado por el capitán Fitzgerald y luego, devuelto a Cowan, con quien se había mostrado «sumamente cooperativo».

Los Guardias Irlandeses estaban de nuevo en marcha, pero el fuego constante no cesaba. La corteza alemana era mucho más dura de lo que nadie había previsto. Entre los prisioneros había hombres de famosos batallones de paracaidistas y —para sorpresa de los británicos— veteranos infantes de la 9.a y la 10.a Divisiones Panzer de las SS: elementos de los grupos de combate que el general Wilhelm Bittrich había enviado para reforzar al Primer Ejército Paracaidista de Student. En el colmo de las sorpresas, se descubrió que algunos prisioneros pertenecían al Decimoquinto Ejército del general Von Zangen. Como figura en el Diario de Guerra de los Guardias Irlandeses, «nuestros servicios de información se pasaron el día en un estado de indignada sorpresa: aparecían un regimiento tras otro de los alemanes que no tenían derecho a estar allí».

El general Horrocks esperaba que sus blindados de vanguardia recorrieran los 19 kilómetros hasta Eindhoven «en dos o tres horas». Se había perdido un tiempo precioso, y los Guardias Irlandeses cubrirían solamente diez kilómetros, llegando a Valkenswaard al anochecer. Market-Garden iba ya fatalmente retrasada.

A fin de disponer de la máxima movilidad posible, los planeadores del general Maxwell D. Taylor habían transportado principalmente jeeps, no artillería. El hecho de que los británicos se retrasaran en llegar a Eindhoven constituía un duro golpe. Taylor esperaba el apoyo de los cañones de los carros de combate a lo largo de la franja de 22 kilómetros en el corredor que debían controlar las Águilas Aulladoras. Los oficiales de enlace holandeses de Taylor descubrieron casi inmediatamente la verdadera situación: la 101.a tendría que actuar con independencia durante más tiempo del planeado; con la ayuda de la Resistencia, simplemente utilizaron el teléfono para enterarse de lo que les estaba sucediendo a los británicos.

Con fulgurante rapidez, los paracaidistas de Taylor tomaron Veghel, el objetivo más septentrional a lo largo del corredor, y sus cuatro puntos clave: los puentes ferroviarios y de carretera sobre el río Aa y el Canal Willems. Se produjeron intensos combates; no obstante, estos cuatro objetivos fueron conquistados en dos horas. Más al sur, a mitad de camino entre Veghel y Son, la ciudad de St. Oedenrode y su puente de carretera sobre el río Dommel fueron capturados con relativa facilidad. Según el Diario telefónico oficial holandés, Johanna Lathouwers, leal telefonista de la central nacional, oyó «una voz inequívocamente americana por la línea Oed 1 (St. Oedenrode), a las 14.25 horas, pidiendo Valkenswaard, una comunicación que duró cuarenta minutos[50]».

Los americanos se enteraron rápidamente de que la vanguardia de las fuerzas Garden no había llegado aún a Valkenswaard. Parecía improbable que los blindados de Horrocks, ya retrasados, llegaran antes del anochecer a Eindhoven, en el extremo meridional del corredor; y entonces sería demasiado tarde para ayudar a los americanos a tomar y controlar sus dispersos objetivos. Los hombres de la 101.a habían logrado un éxito espectacular. Ahora, tropezaban con problemas.

El más urgente de los objetivos de Taylor era el puente de carretera sobre el Canal Wilhelmina, en Son, aproximadamente a siete kilómetros al norte de Eindhoven. Como plan de emergencia para el caso de que hubiesen volado esta importante arteria, Taylor había decidido apoderarse de un puente sobre el Canal, en Best, a seis kilómetros al oeste. Dado que este puente se consideraba secundario y se pensó que no habría más que unos pocos alemanes en la zona, sólo se envió a Best una compañía del 502.º Regimiento. Los servicios de información de Taylor ignoraban que el Cuartel General del coronel general Student se hallaba a sólo 15 kilómetros al noroeste de las zonas de lanzamiento de la 101.a y que los recién llegados elementos del Decimoquinto Ejército de Von Zangen estaban acuartelados en la cercana Tilburg. Entre estas fuerzas figuraba la maltrecha 59.a División de Infantería del general de división Walter Poppe, más una considerable cantidad de artillería.

Al aproximarse al puente, la Compañía H comunicó casi inmediatamente por radio que había encontrado barricadas enemigas y estaba tropezando con fuerte resistencia. El mensaje señalaba el comienzo de una sangrienta batalla que duraría toda la noche y la mayor parte de los dos días siguientes. Lo que había empezado como operación de una sola compañía acabó implicando a más de un regimiento completo. Pero ya los heroicos hombres de la Compañía H, aún a costa de sufrir abundantes bajas, estaban amortiguando los primeros, inesperadamente fuertes, golpes alemanes.

Mientras la Compañía H se dirigía hacia el puente de Best, el 506.º Regimiento del coronel Robert F. Sink marchaba en dirección al puente de la carretera principal, en Son. No hubo casi oposición hasta que las tropas llegaron a las afueras septentrionales del pueblo. Entonces, se vieron sometidos al fuego de una pieza de artillería alemana del 88. En menos de diez minutos, el grupo de vanguardia destruyó la batería con un lanzagranadas y mató a sus servidores. Combatiendo por las calles, los americanos se encontraban a cincuenta metros escasos del Canal cuando fue volado el puente, cayendo sus cascotes sobre las tropas. Para el coronel Sink, que debía tomar Eindhoven y sus puentes antes de las 20.00 horas, la pérdida del puente constituía un duro golpe. Reaccionando rápidamente, y todavía bajo el fuego enemigo, tres hombres —el comandante James La Prade, el teniente Millford F. Weller y el sargento John Dunning— se zambulleron en el Canal y nadaron hasta la otra orilla. Otros miembros del batallón siguieron su ejemplo o cruzaron en botes de remos. En la orilla meridional, redujeron la oposición alemana y establecieron una cabeza de puente.

La pilastra central del puente se hallaba intacta todavía, y los ingenieros de la 101.a empezaron inmediatamente la construcción de un paso provisional. Les llegó ayuda de una fuente inesperada. Civiles holandeses informaron que un contratista tenía almacenada en un garaje próximo una considerable cantidad de maderas procedentes del mercado negro. En hora y media, los ingenieros, utilizando el pilar central del puente y la madera liberada, unieron ambas orillas del Canal. Como recordó el coronel Sink, «el puente era insatisfactorio desde cualquier punto de vista, salvo por el hecho de que me permitió pasar al otro lado al resto de mi regimiento, en fila india». Hasta que llegara el equipo de construcción de puentes, el corredor de Market-Garden en Son quedaba reducido a un solo pontón de madera.